5 Europa en Crisis (1598-1648) - Geoffrey Parker - PDFCOFFEE.COM (2025)

Siglo XXI / Historia de Europa / 5 Geoffrey Parker

Europa en crisis 1598-1648 Nueva edición revisada Traducción: Alberto Jiménez Revisión: Jaime Roda

En esta nueva edición revisada y actualizada de un libro clásico, Geoffrey Parker recurre a fuentes de toda Europa para proporcionar una exposición vibrante y fidedigna de la agitada primera mitad del siglo XVII. A lo largo de esos convulsos cincuenta años el continente disfrutó de apenas un año de paz; por el contrario, la revolución, la guerra civil y complejos conflictos internacionales llevaron a muchos estados al borde del colapso en la década de 1640. El profesor Parker examina tres conflictos fundamentales: la desaforada pugna de la España de los Habsburgo con Francia y los Países Bajos; la rivalidad de Suecia, Dinamarca, Rusia y Polonia por el control del Báltico, y la confrontación entre los Habsburgo austriacos y sus súbditos que culminó en la gran contienda bélica de la época, la Guerra de los Treinta Años. «El libro de Geoffrey Parker es, como nos tiene acostumbrados, luminoso, vivaz y vigoroso. Esta nueva edición actualizada es la mejor introducción al periodo.» Peter Burke, Cambridge University «Este no es un mero manual, sino un libro que puede ser leído y disfrutado una y otra vez. Gracias al profundo conocimiento que el autor atesora tanto de fuentes primarias como secundarias, hasta los especialistas en el periodo hallarán en él información valiosísima e ideas innovadoras.» Laurence Brockliss, Magdalen College, Oxford Geoffrey Parker es profesor de Historia de la cátedra Andreas Dorpalen de la Universidad del Estado de Ohio, tras haber ejercido su magisterio, entre otras universidades, en Yale, St. Andrews o en la Universidad de Illinois en Urbana-Champaign. Destacado discípulo de John H. Elliott en Cambridge, entre su vastísima producción cabe destacar títulos como El ejército de Flandes y el Camino Español, 1567-1659; El éxito nunca es definitivo; España y la rebelión de Flandes; España y los Países Bajos, 1559-1659; La gran estrategia de Felipe II; La revolución militar. Innovación militar y apogeo de Occidente, 1500-1800; Felipe II y El siglo maldito. Clima, guerras y catástrofes en el siglo xvii. Entre sus obras conjuntas se

encuentran La Gran Armada, 1588 (con C. Martin); La Guerra de los Treinta Años (ed.), La crisis de la monarquía de Felipe IV (et al.) y la magistral Historia de la guerra (ed.).

Diseño de portada RAG Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 270 del Código Penal, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes sin la preceptiva autorización reproduzcan, plagien, distribuyan o comuniquen públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, fijada en cualquier tipo de soporte. Nota editorial: Para la correcta visualización de este ebook se recomienda no cambiar la tipografía original. Nota a la edición digital: Es posible que, por la propia naturaleza de la red, algunos de los vínculos a páginas web contenidos en el libro ya no sean accesibles en el momento de su consulta. No obstante, se mantienen las referencias por fidelidad a la edición original. Título original Europe in Crisis: 1598-1648. Second Edition © Geoffrey Parker, 1979, 2001 © Siglo XXI de España Editores, S. A., 1981, 2017 para lengua española Sector Foresta, 1 28760 Tres Cantos Madrid - España Tel.: 918 061 996 Fax: 918 044 028 www.sigloxxieditores.com ISBN: 978-84-323-1712-5

Para mis estudiantes 1965-2000

PREFACIO A LA SEGUNDA EDICIÓN

Este volumen tiene un legado mixto. Por una parte, antes de mí, tres autores sucesivos firmaron contratos para escribirlo, pero luego abandonaron el proyecto; por otra parte, cuando la tarea recayó sobre mí en 1975, casi todos los otros volúmenes de la serie estaban publicados. En concreto, sabía exactamente lo que John Elliott y John Stoye habían tratado en La Europa dividida, 1559-1598 (1968), y El despliegue de Europa, 1648-1688 (1969), y conocía por lo tanto los huecos que me quedaban por llenar. También había visto que los temas sociales y económicos que se estudiaban en La Europa del Renacimiento, 1480-1520 (1971) de John Hale no figuraban en volúmenes posteriores. Todo esto me ayudó enormemente a planear el trabajo y explica por qué los primeros dos capítulos tratan de temas generales de tipo «estructural» –económicos, sociales, políticos y religiosos– y por qué el tercer capítulo, que trata sobre la Europa central y oriental, empieza en 1592-1593 (donde se detuvo Elliott) en lugar de en 1598. La decisión de empezar los capítulos «coyunturales» en el este no se debía únicamente a motivos cronológicos. Siempre he pensado que demasiadas «Historias de Europa» se detienen en el Elba. Tras aceptar la redacción de este libro, estudié en profundidad la geografía política de Europa del este para encontrar un eje. Polonia me atraía por tres razones. En primer lugar, después de Rusia, era el mayor estado de la Europa del siglo XVII; en segundo lugar, muchos historiadores de la Alta Edad Moderna polaca se habían formado en París y habían realizado notables y apasionantes estudios; en tercer lugar, el idioma polaco parecía algo menos desalentador que el checo, el húngaro o el ruso. Por lo tanto, en 1977 empecé a estudiar polaco y un año después viajé a Varsovia. Allí, un grupo de extraordinarios académicos de la Alta Edad Moderna (entre los que se encontraban Antoni Mączak, Janusz Tazbir y Maria Boguçka) compartieron su trabajo conmigo y me informaron de que todos los libros y artículos polacos que se habían publicado desde la década de los cincuenta incluían un resumen en un idioma occidental, lo cual quería decir que podía llegar muy lejos con un

conocimiento del polaco que me permitiera entender el título (y las leyendas de cualquier tabla o figura). Esto aceleraba mi plan de trabajo. En 1978 Gael Newby mecanografió diversos borradores del manuscrito. Simon Adams, Robert Evans y Bruce Lenman lo leyeron de principio a fin y sugirieron importantes mejoras, al igual que sir John Plumb, el coordinador de la serie, y Richard Ollard, mi editor. Lee Smith lo leyó todo varias veces, me proporcionó muchas referencias útiles y me salvó de innumerables errores de contenido y estilo. Entregué el texto final en abril de 1979 y, gracias a la eficiencia de Richard Ollard, el libro se publicó en un tiempo récord seis meses después. Inevitablemente, se escaparon algunos fallos, y agradezco a Peter Burke, André Carus, James Coonan, Jonathan Israel, Robert Knecht, Andrew Lossky, Sheilagh Ogilvie y Michael Roberts que me los señalaran. Sus sugerencias mejoraron la edición revisada que se publicó en 1981. Ahora, veinte años más tarde, Richard Bonney, Lawrence Brockliss, Derek Croxton, Robert Frost y Matthew Keith han leído el texto de nuevo – algunos de ellos más de una vez– y han aportado importantes sugerencias para nuevos cambios y actualizaciones. También me han ayudado a revisar la bibliografía. Además, Paul Allen, Alison Anderson, Penelope Gouk, Martha Hoffman-Strock, Paul Lockhart, Glyn Redworth y Kurt Treptow me prestaron su ayuda experta en capítulos concretos. Robert Rush escaneó el texto y me ayudó a revisarlo. Věra Votrubová fue la guía perfecta para Praga, la ciudad donde este libro empieza y termina. Tessa Harvey fue una editora modelo de principio a fin. Estoy profundamente agradecido a todos estos colegas, amigos y (en muchos casos) antiguos estudiantes por sus amables esfuerzos que me ayudaron a mejorar este libro. Sin embargo, la estructura de Europa en crisis sigue siendo esencialmente la misma. Aunque la multitud de libros y artículos sobre la historia política de la Europa de principios de la Edad Moderna publicados desde 1979 han iluminado muchos temas y han abierto nuevos campos de investigación, la «forma» del periodo no ha cambiado significativamente. La Guerra de los Treinta Años sigue siendo el acontecimiento central y el hecho de que los Habsburgo la perdieran no ha cambiado. A pesar de algunas ganancias transitorias espectaculares, España y Polonia siguen terminando el periodo mucho más débiles de lo que lo empezaron. Suecia y los holandeses, contra todo pronóstico, siguen convirtiéndose en grandes potencias; mientras que

Francia, al borde del abismo, lucha por su supervivencia. Por contra, en los últimos veinte años la investigación ha transformado nuestro conocimiento y comprensión de la historia económica, social y cultural europea. Ahora sabemos mucho más sobre las vidas y los logros de la gente corriente, esos hombres y mujeres y niños que Lord Clarendon rechazó de su History of the Rebellion and Civil Wars in England, refiriéndose a ellos como «gente sucia sin nombre». De hecho, para muchos estudiantes, como apuntó recientemente sir John Elliott, «el nombre de Martin Guerre [ha llegado a ser] tan conocido o más que el de Martín Lutero»[1]. Se han realizado, por lo tanto, profundos cambios en los capítulos I, II y VIII, para reflejar el abundante nuevo material publicado sobre la historia económica, social, cultural y de género de la Europa de la Alta Edad Moderna. Para terminar, es un placer dejar constancia de que en este nuevo milenio, al igual que en 1979, este libro debe muchísimo a mis estudiantes. Primero en Cambridge, luego en St. Andrews, Vancouver, Illinois y Yale, y finalmente en Ohio State, encontraron fuentes de referencia con las que yo solo nunca habría dado y me obligaron a tratar importantes asuntos y a hacer conexiones que, de otro modo, nunca se me hubieran ocurrido. Recuerdo con especial afecto y gratitud a los miembros de mi Junior Honours Seminar de la Universidad de St. Andrews en el curso 1974-1975, que mostraron un entusiasmo poco común por el periodo y una excepcional destreza para discutir los temas. Por lo tanto, este día de San Andrés, aunque desde otro continente, dedico la segunda edición de Europa en crisis, con todo mi agradecimiento, a todos mis estudiantes en general, y a ese seminario de St. Andrews de hace un cuarto de siglo en particular: a Maureen Anderson, Stephen Davies, Susan Francis, Paul Harris, Colin Mackinnon, Steven Meek, Susan Mills, Lee Smith, Malcolm Ritchie y Margaret Wallis. Geoffrey Parker Columbus, Ohio 30 de noviembre de 2000

[1] C. Hill, Puritanism and revolution: studies in the interpretation of the English Revolution of the 17th Century, Londres, 1958, pp. 204-205, en el que cita History de Clarendon, iniciada en 1646; J.

H. Elliott, National and comparative history: an inaugural lecture, Oxford, 1991, II.

NOTA SOBRE LAS CONVENCIONES

MONEDA Hasta donde ha sido posible, todas las monedas extranjeras que se mencionan han sido convertidas aproximadamente en libras esterlinas, según los cambios de la época, como sigue:

Esta tabla de conversión puede dar lugar a equivocaciones, pues entonces, al igual que ahora, los tipos de cambio variaban según el momento y el lugar. Así, aunque durante el primer tercio del siglo la libra tornesa mantuvo una paridad de aproximadamente 10 : 1 con la libra esterlina, a partir de entonces cayó, llegando a 14 : 1 en 1654. En J. J. McCusker, Money and exchange in Europe and America, 1600-1775: A handboodk (Chapel Hill, 1978) pueden encontrarse datos que permiten hacer conversiones más precisas.

FECHAS Todas las fechas se dan de acuerdo con el calendario gregoriano, incluso las de aquellos países que, como Inglaterra y Moscovia, lo adoptaron tardíamente.

NOMBRES Para los nombres geográficos he utilizado la versión reconocida, en caso de existir (Viena, Fráncfort, Bruselas); en los demás casos he preferido el apelativo que se usa actualmente en el lugar (por ejemplo, Bratislava y no Pressburg o Pozsony). Con los nombres de personas, en los casos en los que existe un nombre acuñado (Juan Jorge de Sajonia, Gustavo Adolfo, Jacobo I) lo he utilizado. En los demás casos, he dejado el nombre y título de la persona en el idioma original. Los acentos y signos diacríticos se han omitido en los nombres eslavos y escandinavos.

CONTENIDO El contenido del volumen anterior a este y del que le sigue en esta serie – Europa dividida, 1559-1598 de John H. Elliott y El despliegue de Europa, 1648-1688 de J. Stoye– han influido en los temas que se incluyen en este. He omitido, por ejemplo, la paz de Vervins de 1598, que Elliott estudia en su libro, y las revueltas de Francia, Nápoles y Ucrania de 1648, que se encuentran tratadas en el libro de Stoye. Por último, de acuerdo con la norma de esta serie, se ha excluido la historia de las islas británicas, salvo cuando incide en los acontecimientos de la Europa continental.

PRELUDIO La primavera de Praga

En la mañana del miércoles 23 de mayo de 1618, vigilia del día de la Ascensión, cuatro miembros católicos del consejo de regencia fueron como de costumbre a oír misa en la catedral de San Vito de Praga, capital del reino de Bohemia. Después de ello, aproximadamente a las ocho y media, volvieron al palacio real y subieron a su cancillería, emplazada en lo alto de una torre que dominaba la ciudad. Media hora más tarde fueron sorprendidos por la llegada de una nutrida delegación de protestantes de los estados (o Parlamento) del reino, que se habían reunido en un lugar próximo. Los diputados, seguidos por sus sirvientes, todos ellos armados (casi doscientas personas en total), irrumpieron en la sala del consejo. Las escaleras les habían dejado acalorados y sin aliento, y estaban tensos y preocupados porque sabían lo que habían acordado hacer. Los cabecillas acusaron a los consejeros de ordenar que se disolvieran los estados y de ser enemigos de la religión y de la libertad del reino. Pocos veían lo que estaba sucediendo, pero las voces se elevaban cada vez más y la temperatura aumentaba por momentos. Repentinamente, las ventanas se abrieron con violencia y dos de los consejeros, gritando de terror, fueron arrojados por ellas al aire de la mañana, desde 18 metros de altura. Su secretario, leal pero imprudente, protestó ante esta barbaridad: corrió la misma suerte. Milagrosamente, los tres cayeron sobre los montones de desperdicios que se habían ido acumulando en el foso del castillo y salvaron la vida. Tambaleándose, ayudados por sus criados, esquivaron los disparos que les hacían desde la cámara del consejo y se pusieron a salvo. Es fácil ver por qué la defenestración de Praga se ha convertido en el acontecimiento más conocido de la historia europea del siglo XVII: en él se mezclan el drama y la farsa, la pasión y la piedad. En la época fue discutido con enorme interés en todas las capitales europeas, de Estocolmo a Moscú y de Londres a Madrid. Todo el mundo tomaba partido por uno de los dos bandos, porque lo que estaba en juego era de interés general. «La religión y la libertad van juntas y caen juntas» era el punto de vista de la mayor parte

de los contemporáneos, y era opinión general que la suerte que corrieran la religión y la libertad en un país afectaría inevitablemente a su situación en todos los demás. Si los bohemios desafiaban con éxito a sus gobernantes, aumentaría la libertad religiosa y política de los súbditos en todos los países; si su desafío fracasaba, el poder de todos los príncipes se reforzaría. «Creedme», escribía un diplomático holandés a su colega alemán en el verano de 1619, «la guerra de Bohemia decidirá el destino de todos nosotros». Por esto, la cadena de antecedentes y repercusiones relacionados con la defenestración implicó a casi todos los grupos políticos hasta el extremo de que, como dijo Gustavo Adolfo una década después, «las cosas han llegado al punto en el que todas las guerra de Europa se han entremezclado y convertido en una». Pero ¿puede hablarse con propiedad de «Europa» en el siglo XVII? Todavía en 1876, Bismarck garabateó en el reverso de un telegrama: «Todo el que hable de Europa comete un error; Europa no es más que una expresión geográfica.» Y, sin embargo, al menos en el periodo que trata este volumen, la interacción de los acontecimientos que se producían en las diversas partes del continente parecía dar lugar con frecuencia a fenómenos que podían ser justamente calificados de «europeos». Los hombres de Estado, de Moscovia a Portugal y de Suecia a Sicilia, se esforzaban deliberadamente en alinear su causa con la ajena. Algunos formaban alianzas en nombre de la religión; otros en nombre de una dinastía; otros en nombre de un principio: todas enlazaban el este con el oeste y el norte con el sur en una medida hasta entonces sin precedentes y estrechando los lazos económicos ya existentes, que establecían entre las diferentes partes del continente un contacto cada día mayor. El grano del Báltico, que había alimentado a mucha gente en los Países Bajos desde mediados del siglo XVI, a partir de la década de los noventa empezó a ser el sustento de regiones de España, Portugal e Italia. Estas mismas tierras meridionales empezaron simultáneamente a comprar grandes cantidades de tejidos de estambre, conocidos como los «nuevos paños», a Inglaterra y a los Países Bajos, ya que eran más livianos y más baratos que los paños tradicionales. A cambio, la península ibérica y la italiana suministraban al resto del continente especias de Asia, plata de América y oro de África. La cultura también unía al continente. Las imprentas de Ámsterdam, Bruselas, Nápoles, Roma y Praga publicaban libros españoles en todas

partes y los teatros representaban obras españolas (o versiones locales plagiadas de argumentos españoles). También viajaban por el continente artistas de los Países Bajos. Peter Paul Rubens de Amberes trabajó para el duque de Mantua y, estando a su servicio, visitó España donde recibió diversos encargos importantes de la corte de Felipe III. Después trabajó también para la reina viuda de Francia (para quien realizó los magníficos Triunfos de María de Médicis) y para Carlos I de Inglaterra (para quien pintó el magnífico techo del salón de banquetes de Whitehall). Los arquitectos e ingenieros italianos también viajaron por todas partes. Giovanni Battista Gisleni diseñó el «Forum de los Vasa» de Varsovia; Giovanni Trevano revisó los planos de la iglesia jesuita de San Pedro y San Pablo en Cracovia y diseñó ampliaciones para el palacio real de Varsovia; Giovanni Battista Cairati supervisó la construcción de fortalezas de artillería en Vasai, Damao y Mombasa para el imperio portugués de ultramar; Giovanni Battista Antonelli diseñó sistemas defensivos para España y el Caribe español. La cultura de las tierras de los Habsburgo en Europa central se extendió por el continente de forma distinta: principalmente por imposición. La derrota de los bohemios en la batalla de la Montaña Blanca en 1620 obligó a intelectuales como Jan Amos Comenius y a artistas como Wenceslas Hollar a trabajar en el extranjero durante el resto de sus vidas: en Inglaterra, Alemania, Hungría, los Países Bajos y Polonia. Cada vez que el control sobre Praga cambiaba de manos los vencedores saqueaban su arte, repartiéndolo por países protestantes como Suecia y Holanda o católicos como España e Italia. Por último, el humor también unió a Europa. Juglares españoles entretuvieron al público de las cortes de Italia, Alemania e incluso Inglaterra, y enanos que hacían de bufones llegaron a Francia y España desde Polonia. Sin embargo, en cierto sentido, Bismarck tenía razón: en el siglo XVII, la fragmentación de Europa era tal que la experiencia de una comunidad dada divergía a menudo radicalmente de la de sus vecinos, lo que hacía problemáticas, sino imposibles, las generalizaciones. Incluso un fenómeno tan general y bien documentado como la decadencia económica de España afectó a diferentes áreas en diferentes épocas. En la Galicia costera y en Valencia, la decadencia duró aproximadamente de 1615 a la década de los cuarenta del mismo siglo; en los montes de Toledo, aunque también comenzó en 1615, duró hasta la década de los setenta; y en la provincia de

Segovia, donde la decadencia también terminó en la misma década, comenzó en 1625. E incluso dentro de cada una de estas provincias hubo, naturalmente, diferencias ulteriores, por una serie de razones. En primer lugar, los modelos de posesión de la tierra modificaban el impacto de la crisis económica de muchas formas sutiles: la presencia de un señor local que deseara crear riqueza en el campo y promoviera, por tanto, la industria rural, además de financiar las mejoras agrícolas, podía ser la salvación de un pueblo, mientras que el pueblo vecino, sometido a un señor que prefería dedicar su riqueza y su atención, digamos, a la administración más que a la empresa, moría lentamente o se rebelaba. Asimismo, si las costumbres locales permitían el espigueo y el pastoreo, la tala de árboles y la caza en las tierras comunales, la comunidad tenía más posibilidades de sobrevivir a un año de escasez; al igual que si contaban con un legado benéfico local o estaban cerca de una carretera o un puerto. Las circunstancias políticas y militares también afectaban al destino de una comunidad. Los campesinos de la cuenca de París, que trabajaban una de las tierras más feraces de Europa, se empobrecieron progresivamente en los primeros años del siglo XVII y se rebelaron una y otra vez, mientras que los agricultores holandeses, con tierras arenosas y pobres, prosperaban y se mostraban conformes. Tales diferencias quedan explicadas en gran parte por las diferentes políticas fiscales de los gobiernos francés y holandés. Finalmente, la guerra podía cambiar la suerte de una comunidad de la noche a la mañana. La representación de la Pasión en el pueblo de Oberammergau, al sur de Alemania, celebra su liberación de las tropas que arrasaron Unterammergau y otras poblaciones vecinas cuando cruzaron la región en la década de los treinta del siglo XVII. ¿Qué era más típico de Europa en general, la casi constante inestabilidad de Francia o la prosperidad de Holanda? ¿Oberammergau o Unterammergau? El título de este volumen delata el veredicto del autor. A principios del siglo XVII se produjo una «crisis general» en la que una ola de convulsiones económicas, sociales y políticas azotó muchas partes del hemisferio norte. En China un ejército de campesinos rebeldes derrocó a la dinastía Ming en 1644, dando vía libre a los manchúes para que conquistaran el país. En el Imperio otomano, dos décadas de desórdenes culminaron con el asesinato del sultán en 1648. En Europa, el ciclo de agitación que empezó con la defenestración de Praga y con una aguda

recesión del comercio culminó durante la década de los cuarenta con las peores cosechas del siglo y con rebeliones en Escocia, Irlanda, Inglaterra, Francia, Portugal, España, Sicilia, Nápoles, Austria, Polonia y Moscovia. ¿Todos estos fenómenos pudieron haber ocurrido por mera coincidencia? El intelectual francés Voltaire, que escribió solo un siglo después de los sucesos que describió, no dudaba de que formaban parte de un fenómeno más amplio. En su Ensayo sobre las costumbres, escrito entre 1741 y 1742, retrataba la primera mitad del siglo XVII como «un periodo de usurpaciones que iban casi de un extremo del mundo a otro» y explicaba la «fatal secuencia de acontecimientos que arrastró a la gente como los vientos mueven la arena y las olas» de la siguiente manera: «Tres factores ejercen una constante influencia sobre las mentes de los hombres: el clima, el gobierno y la religión»[1]. En los primeros dos capítulos de Europa en crisis se examinan estas «constantes influencias» para luego centrarnos en los acontecimientos, tanto de Europa oriental como de Europa occidental, que llevaron a la primavera de Praga de 1618 (capítulos III y IV) y al caos político que aquello produjo (capítulos V, VI y VII). El capítulo VIII estudia la cultura formada –o deformada– por cinco décadas de recurrentes guerras, recesiones y rebeliones.

[1] F. M. A. de Voltaire, Essai sur les moeurs et l’esprit des nations (escrito en 1741-1742; 1.a ed., París, 1756; ed. de 1963), II, pp. 794 y 806.

I. LA SOCIEDAD EUROPEA Y LA ECONOMÍA

1. CLIMA Y CRISIS En 1643, mientras Inglaterra se encontraba sumida en una guerra civil, un predicador le comunicó a la Casa de los Comunes de Londres: «Estos son días de agitación… y esta agitación es universal: el Palatinado, Bohemia, Alemania, Cataluña, Portugal, Irlanda, Inglaterra». Cinco años después, Moscovia también estaba en ebullición: «El mundo entero se tambalea», advirtió al zar un iracundo contribuyente, «y la gente está alterada». En 1649 un escocés exiliado en Francia, que en aquellos momentos también sufría una guerra civil, declaró que él y sus contemporáneos vivían en una «Edad de Hierro» que se haría «famosa por las grandes y extrañas revoluciones que en ella han ocurrido…… Han sido frecuentes las revueltas, tanto en el este como en el oeste». Por aquel entonces dentro de Europa podían localizarse revueltas en las islas británicas, Francia, Moscovia, Nápoles, los Países Bajos, el Imperio otomano, Portugal, Sicilia, España, Suecia e Ucrania; y, en el resto del mundo, había disturbios en Brasil, India y China (véase el mapa 1)[1]. Y estas fueron solo las principales crisis políticas: además de ellas hubo innumerables levantamientos menores. Aquitania, una provincia francesa de 1.400.000 habitantes, experimentó más de doscientas insurrecciones entre 1635 y 1648. Muchas otras partes de Europa vivieron similares olas de inestabilidad en la primera mitad del siglo XVII. Mapa 1. La crisis general del siglo XVII

Como es natural, la generalización de la violencia alarmó a los contemporáneos. Ralph Josselin, un párroco inglés, regularmente dejaba constancia de su perplejidad, pues, en la víspera de cada uno de sus cumpleaños, pasaba revista en su diario a los «grandes acontecimientos» del año anterior. Solía concluir con expresiones como: «El mundo se pelea, se derriban unos a otros» o «Cuando vuelvo la vista al mundo no encuentro otra cosa que confusión»[2]. Como puritano convencido, Josselin buscó, naturalmente, la explicación de esta turbulencia en los inescrutables designios de Dios; otras personas la buscaron en otros lugares. El historiador popular italiano Majolino Bisaccioni sugirió que la ola de revoluciones en la década de los cuarenta del siglo XVII podría deberse a la influencia de las estrellas, influencia en la que la mayor parte de la gente de la época creía fervientemente. Prácticamente al mismo tiempo, el jesuita Giovanni Battista Riccioli especulaba con la posibilidad de que la fluctuación en el número de manchas solares (zonas oscuras en el sol que denotan la descarga de «llamaradas» de energía solar) pudiera afectar a las condiciones en la Tierra. Pocos le creyeron entonces. En cambio, muchos

astrónomos de la época consideraban que estas manchas eran satélites en órbita: un astrónomo francés las llamó «estrellas Borbón» mientras que (como era de esperar) un astrónomo de los Países Bajos españoles las bautizó con el nombre de «estrellas Austria». Sin embargo, ahora sabemos que Riccioli tenía razón[3]. Por lo general, la constancia –o al menos la regularidad– del comportamiento del sol se da por sentada. Poco después de que, en 1609, se desarrollaran unos telescopios suficientemente potentes para la observación astronómica, los astrónomos europeos empezaron a vigilar detenidamente el comportamiento del sol y sus anotaciones iniciales revelan numerosas manchas solares. Sin embargo, desde la década de los cuarenta hasta principios del siglo XVIII, observaron alarmados que había una ausencia casi total de manchas solares. Cuando el director del observatorio de París vio una en 1671, las Philosophical Transactions of the Royal Society de Londres informaron de ello inmediatamente, añadiendo una descripción de lo que eran las manchas solares, dado que la última se había desvanecido hacía una década y los lectores podían haber olvidado qué aspecto tenían. Entre 1645 y 1715 se observaron menos manchas solares de las que aparecen hoy en día en un solo año. Lo mismo ocurría con la aurora boreal (la «luz del norte» que se produce cuando partículas del sol cargadas de energía interactúan con el campo magnético de la Tierra). Las auroras denotan accidentes solares (como las manchas) que producen estas partículas, pero después de 1640 fueron tan poco comunes que cuando Edmund Halley, astrónomo real de Inglaterra, vio una aurora boreal en 1716, se sintió entusiasmado y escribió un artículo acerca de ella. Era la primera vez que veía una en casi cincuenta años de observación. Asimismo, la brillante corona que actualmente se ve alrededor de la luna durante un eclipse total de sol también desapareció: las descripciones realizadas por astrónomos asiáticos y europeos entre la década de los cuarenta y el inicio del siglo XVIII mencionan tan solo un pálido anillo de luz apagada, rojizo y estrecho, en torno a la luna. Era como si la energía solar hubiera disminuido; las temperaturas medias de la tierra bajaron. Los archivos meteorológicos terrestres indican que el clima del mundo empezó a deteriorarse poco después de que, en la década de los cuarenta, se produjera esta notable disminución en el número de manchas solares y

auroras y en la intensidad de las coronas. Sin embargo, probablemente también se debió a una dramática serie de intensas erupciones volcánicas. Entre 1638 y 1643 se produjeron al menos doce importantes erupciones en el mundo, y todas ellas lanzaban a la atmósfera un velo de polvo que reducía la energía solar que llegaba a la tierra. La dendrocronología (el análisis de los anillos de los árboles para el establecimiento de fechas) revela el dramático impacto de estos cambios climáticos en la Tierra. Todos los años, los árboles producen un anillo de crecimiento: un anillo grueso testifica un año favorable al crecimiento de las plantas (tanto de las cosechas como de los árboles), mientras que uno delgado, especialmente cuando está combinado con «anillos helados» (que se forman cuando las temperaturas caen muy por debajo de cero en algún momento de la estación estival de crecimiento), indica un año desfavorable. Los anillos que se han conservado de los árboles del siglo XVII revelan un frío y una sequía poco comunes: tres de los veranos más fríos de los registros dendrocronológicos de los últimos 600 años tuvieron lugar en la década de los cuarenta del siglo XVII. Otras pruebas confirman esta situación. Muchos pueblos franceses anotaban la fecha en la que las uvas de la localidad estaban suficientemente maduras para su recogida cada año, y estas series muestran que, desde principios del siglo XVII, las uvas maduraban una o dos semanas más tarde que antes (y después). Asimismo, en zonas de producción cereal, el diezmo que recibía la Iglesia (una décima parte de la cosecha) también cayó en picado a mediados del siglo XVII: hubo casi tres cuartos menos en Hungría y casi la mitad en Polonia y el centro de España. Todo el mundo sufrió el frío. Incluso los ríos afectados por la marea, como el Támesis a su paso por Londres, se congelaron durante largos periodos en invierno. Los que viajaban por Escocia observaron que las principales cumbres de los Grampianos y los Cairngorms conservaban su cubierta de nieve durante todo el año; los marineros que tomaban las temperaturas del mar en sus viajes estivales entre Shetland y las Feroe descubrieron aguas polares muy al sur de su localización actual; y los documentos de propiedad de los terratenientes alpinos lamentaban la desaparición de campos, granjas e incluso poblados ante el implacable avance de los glaciares.

Algunos académicos hablan de un «pequeño periodo glaciar» y, desde luego, los registros históricos y climatológicos denotan que hubo un clima más duro en el siglo XVII. También muestran un periodo especialmente severo durante la década de los cuarenta –momento en que hubo mayor incidencia de rebeliones y hambrunas–. Es cierto que los cambios registrados son pequeños, una disminución de entre uno y dos grados centígrados en las temperaturas estivales medias, pero una disminución de un grado reduce el periodo de crecimiento de las plantas tres o cuatro semanas, rebaja la altitud máxima a la que maduran las cosechas en unos 150 metros y disminuye la producción de los cultivos en las latitudes septentrionales hasta en un 15 por 100. Además, mientras que la mayoría de los granjeros de Europa occidental solían disponer de ocho o hasta nueve meses para el crecimiento de sus cultivos, sus homólogos rusos solo tenían cuatro (en la zona de Nóvgorod), cinco (en la zona de Moscú) o seis meses (en la zona de Kiev). En consecuencia, el impacto de un clima más frío, combinado con unos métodos agrícolas menos avanzados, fue mayor en la Europa más oriental y septentrional. El pequeño periodo glaciar afectó a Europa con especial intensidad en el segundo cuarto del siglo XVII porque en ese momento había allí mucha más gente de la que había habido nunca. Entre 1450 y 1600, tal vez como consecuencia de un clima más benigno, la población de Europa podría haberse duplicado; desde luego, su economía tuvo una rápida expansión y para muchos mejoró la calidad de vida. Hubo más gente que contrajo matrimonio y la mayoría lo hizo antes. Muchas novias se casaban por primera vez en la adolescencia y tenían entre seis y siete hijos de media. Sin embargo, la mortalidad infantil seguía siendo elevada a principios de la Edad Moderna, por lo menos una cuarta parte de los niños morían en su primer año de vida y casi la mitad moría antes de los veinte años. Por lo tanto la población de Europa era sensiblemente «más joven» que la de hoy. En palabras de un estadista de la época: «hay casi tanta gente de menos de veinte años como de más de veinte»[4]. A mediados del siglo XVII, el crecimiento demográfico se detuvo y en algunas zonas disminuyó (véase el cuadro 1). En parte, esto era consecuencia de la reducida producción de las cosechas causada por el encrudecimiento del clima. Entre dos tercios y tres cuartos de los ingresos de las familias pobres en la Europa de principios de la Edad Moderna se

dedicaban normalmente a la compra de pan, la fuente de calorías más barata (por lo general se podían comprar casi cinco kilogramos de pan por el precio de medio kilo de carne). Cuando fallaba la cosecha de grano, el precio del pan se disparaba. Los contemporáneos calculaban que si la cosecha se reducía en un 30 por 100, el pan costaba más del doble; mientras que una reducción del 50 por 100 quintuplicaba su precio (véase la figura 1) [5]. A esto hay que añadir que el poder adquisitivo de mucha gente disminuía cuando subían los precios de la comida, porque ahora la mayor parte de los ingresos de la familia se usaban para comprar pan. Esto, por su parte, hizo que la demanda de bienes manufacturados cayera en picado y produjo el desempleo entre los artesanos que los fabricaban. El empleo rural también disminuyó, porque se necesitaban menos trabajadores para recolectar una cosecha pobre. Cuadro 1. Datos sobre la población europea, 1550-1700 (en millones) Año

1550-1575

1600

1625

1650

4

3

2,25

3

4

4,5

16,5

14

18,5

21,5

Alemania

16

20

16

20

Italia

12

13

12

12

República holandesa

1,2

1,4

1,8

1,8

Estado polaco-lituano

10

10

8

Rusia

8?

Bohemia Inglaterra y Gales Francia

España

6

8

13

1675-1700

6

11 5

7

Figura 1. Fluctuaciones de las cosechas y los precios en la zona del Báltico, 1598-1620

Fuente: W. Abel, Massenarmut und Hungerkrisen, Hamburgo, 1974, p. 131.

Esta combinación de aumento de precios y reducción de ingresos hizo que muchas parejas de Europa occidental aplazaran el matrimonio o renunciaran a casarse. Por una parte, las tasas de celibato se incrementaron en algunas zonas hasta alcanzar el 25 por 100 del total de la población; por otra parte, la media de edad de las novias aumentó sensiblemente –de las adolescentes de finales del siglo XVI a mujeres de veintisiete o veintiocho años en la primera mitad del siglo XVII–. Ambos fenómenos redujeron de forma significativa la tasa de natalidad, ya que todas las iglesias cristianas desaconsejaban rotundamente el sexo fuera del matrimonio, y la menopausia (tras la cual las mujeres raras veces pueden concebir) al parecer, en la Europa de principios de la Edad Moderna, solía llegar

alrededor de los treinta y seis años. Las mujeres que se casaban a los veintiocho difícilmente podían dar a luz a seis o siete hijos antes de la menopausia, como habían hecho sus madres[6]. El hambre prolongada también debilitaba a la población, haciéndola vulnerable a enfermedades epidémicas como el tifus, la fiebre tifoidea, la disentería y especialmente la peste bubónica. Solo en Francia murieron casi un millón de personas por la peste en la epidemia de 1628-1631. Muchos murieron en 24 horas y la mitad murieron en 48 horas. Por lo tanto no resulta sorprendente que los rumores de la llegada de la peste causaran migraciones masivas, lo cual, a su vez, reducía la mano de obra disponible para recoger las cosechas. Por lo tanto, una epidemia podía interrumpir el suministro de comida y subir los precios de forma tan radical como una mala cosecha. En Ginebra, una ciudad de alrededor de 15.000 personas, la combinación de peste y hambruna que se produjo entre 1627 y 1630 hizo que tanto el precio del grano como el número de muertes se duplicaran. También hizo que descendieran los bautismos en un tercio y que hubiera la mitad de matrimonios. La población de la ciudad se redujo a unas 10.000 personas y se mantuvo en esa cifra durante el medio siglo siguiente (véase la figura 2). Los supervivientes hacían celebraciones y daban gracias a Dios cuando llegaba el final de una epidemia: Venecia construyó la magnífica iglesia Santa Maria della Salute (Santa María de la Salud), conocida popularmente como «la iglesia de la peste», para conmemorar el final de la peste de 1630 que había acabado con la vida de 40.000 ciudadanos. Figura 2. Una crisis de subsistencia: Ginebra, 1627-1632

Fuente: A. Perrenoud, La Population de Genève du XVIe au début du XIXe siècle, Ginebra, 1979, p. 443.

Este tipo de catástrofes no sucedían de forma uniforme. Por una parte, las poblaciones que vivían en comunidades aisladas a menudo se libraban de la peste, mientras que las atestadas comunidades urbanas eran diezmadas; por otra parte, algunas regiones se libraron del todo. Así, Sicilia no sufrió ninguna epidemia de peste después de 1625 aunque algunas ciudades del reino de Nápoles, solo un poco más al norte, perdieron a la mitad de su población en el brote de los años 1656 y 1657. A Escocia no llegó ninguna epidemia después de 1649, aunque una quinta parte de Londres pereció en la gran peste de 1665. Figura 3. Guerra y peste en Europa, 1590-1650

Fuente: J. N. Biraben, Les Hommes et la peste, I, París, 1975, p. 132.

Estas variaciones se debían en gran medida a los esfuerzos humanos. En el siglo XVII la mayoría de las personas creían que la enfermedad era el resultado de la intervención de Dios o del diablo. Un panfleto italiano de 1577, escrito en medio de una importante epidemia y titulado Causas y remedios de la peste y de otras enfermedades, consideraba que el pecado era la única causa y la penitencia el único remedio eficaz. De hecho, eran las pulgas de las ratas las que extendían la peste bubónica (algo que no se descubrió hasta la década de los noventa del siglo XIX) y por lo tanto la única forma segura de detener el avance de la enfermedad era establecer un «cordón sanitario»: una prohibición total de entrar y salir de las áreas infectadas. Algunos doctores de principios de la Edad Moderna se dieron cuenta de esto. En un tratado de 1628, un escritor francés afirmaba irreverentemente que si Dios mismo fuera «sospechoso de contagio, mi obligación sería mantenerlo confinado»[7]. Sin embargo, mucha gente hacía

caso omiso de los cordones sanitarios: muchos sacerdotes lo hacían con la creencia de que Dios les daría protección por estar llevando a cabo su labor. Mucho más grave era el hecho de que los ejércitos atravesaran estos cordones siempre que lo exigieran las necesidades estratégicas, con resultados predecibles. La peste que diezmó el norte de Italia en los años 1630 y 1631, entró en la península cuando los ejércitos de Alemania y Francia cruzaron los Alpes, mientras que la primera víctima de la peste de 1645-1649 en Escocia fue un soldado que acababa de regresar de luchar en Inglaterra. La figura 3 muestra cómo en esta época hubo una considerable coincidencia entre los periodos guerra y los periodos de peste en Europa. En cuanto fracasaba el cordón sanitario, poco podía hacerse para detener la epidemia. Como muchos doctores afirmaban que tanto el contagio como «la corrupción del aire» extendía las enfermedades, su medicina preventiva conseguía poco, salvo desacreditar la profesión médica. El dramaturgo francés Molière dedicó tres obras enteras a difamar a los médicos y muchas de sus bromas tenían que ver con las principales «curas» que prescribían para cualquier molestia: las purgas y los enemas (el principal doctor de su última farsa «médica», El enfermo imaginario, se llamaba Purgón). A Molière no le faltaba razón. En la década de los cincuenta del siglo XVII tres cuartas partes de todos los gastos farmacéuticos que encontramos en los meticulosos registros de un hospital francés se destinaban a la compra de laxantes. Sin embargo, para bien o para mal, los médicos escaseaban en la mayoría de las zonas. La mayoría vivían y ejercían en grandes ciudades: al parecer en Roma era donde había mayor concentración de médicos, en 1650 disponía de 11 por cada 10.000 habitantes, mientras que Bolonia tenía 10 y Pisa 9. En aquel momento en Francia, Burdeos tenía 4 médicos por cada 10.000 habitantes y París (donde Molière trabajaba habitualmente) tenía algo más de 2; sin embargo en toda Francia solo había 1.750 médicos, uno por cada 100.000 habitantes. Estos médicos con formación universitaria constituían únicamente una parte de las personas que ejercían la medicina en la Europa de la Alta Edad Moderna. Era muchísimo mayor el número de cirujanos (Francia disponía de 8.400 en 1650), comadronas, farmacéuticos y barberos (que a menudo realizaban pequeñas operaciones quirúrgicas). Las enfermeras, muchas de ellas pertenecientes a órdenes religiosas, administraban los hospitales (aunque la mayoría de los hospitales se

dedicaban a confinar a los enfermos más que a curarlos: la comida constituía, de lejos, su mayor gasto). Las limitaciones del gremio médico ayudan a entender la fe que mucha gente tenía en los «remedios alternativos». Muchos apelaban a la intervención de determinados santos (Sebastián, Roque y, tras su canonización en 1621, Carlos Borromeo contra la peste) y de reliquias concretas. En 1624, un volumen titulado Napoli Sacra, ofrecía una guía de los numerosos lugares religiosos de Nápoles, la mayor ciudad de Europa, dejando constancia de la localización y los poderes curativos de cada santuario y cada reliquia; y pronto le siguieron guías similares de otras ciudades. Otra gente recurría a los guérisseurs, cunning folk o curanderos de la comunidad, que trataban las enfermedades con remedios tradicionales, y a charlatanes o saltabancos que ofrecían curas milagrosas en las ferias y los mercados. La obra de Ben Jonson Volpone (representada por primera vez en 1605-1606) demuestra que los saltabancos no eran desconocidos para los londinenses, pero el número y la astucia de los que había en Italia (donde está ambientado Volpone) destacaba claramente. Fynes Morison, un viajero inglés, hizo una extraordinaria descripción de estos embaucadores que «viajan frecuentemente y en enjambre de ciudad en ciudad, frecuentando sus mercados» y dirigiéndose a las multitudes desde un estrado o tribuna. Anuncian sus mercancías desde estas tribunas, y para atraer la concurrencia del público tienen un zani o bufón con una máscara en la cara, y en ocasiones una mujer, para hacer números cómicos. El público les arroja sus pañuelos con dinero, y ellos se los lanzan de vuelta con sus productos envueltos en ellos… Los productos que venden son normalmente agua destilada y diversos ungüentos para las quemaduras, las punzadas, etc., y especialmente para la sarna, más fáciles de vender que el resto… Muchos de ellos están en posesión de secretos muy buenos, pero en general son todos unos estafadores.

Como es natural, las «recetas secretas» de los saltabancos –como las purgas de los médicos– no lograron detener la extensión de los microbios y bacilos letales. No es de sorprender que el filósofo ingles Thomas Hobbes afirmara en 1615 que «la vida del hombre es solitaria, pobre, desagradable, brutal y corta»[8].

2. RICOS Y POBRES

«Dos linajes solos hay en el mundo, como decía una agüela mía», le explicó en una ocasión Sancho Panza a Don Quijote, «el tener y el no tener»[9]. Sin embargo, la abuela de Sancho simplificaba demasiado las cosas, porque en el siglo XVII no todos los que no tenían eran iguales. Algunos formaban parte de los «estructuralmente pobres»: aquellos demasiado viejos, demasiado jóvenes, demasiado enfermos o demasiado discapacitados para trabajar. La mayoría de los contemporáneos coincidían en que esta categoría, que correspondería al 5 o hasta al 10 por 100 de la población, merecía recibir caridad. En años de adversidad económica, se les unían aquellos que habían perdido el trabajo por mala fortuna y aquellos que carecían de comida por la subida de los precios o la escasez: los «cíclicamente pobres». Una recesión económica podía subir el número de aquellos que necesitaban asistencia social hasta el 20 o incluso el 30 por 100 de los habitantes de una comunidad. El número de aquellos que vivían al borde de la pobreza –como el de la población de Europa en general– había aumentado notablemente durante el siglo XVI. La proporción de pobres que estaban registrados en la ciudad italiana de Cremona se triplicó entre 1550 y 1600. En Amberes y Lyon, dos de las ciudades más grandes de Europa occidental, en el año 1600 tres cuartas partes del total de la población eran demasiado pobres para pagar impuestos, y por lo tanto era muy probable que necesitaran ayudas en tiempos de crisis. En algunos pueblos españoles casi una quinta parte de las familias vivían en la indigencia. Las investigaciones muestran que algunos de ellos ni siquiera poseían un solo mueble –ni una silla, ni una mesa, ni una cama– mientras que otros carecían de un cobijo permanente y dormían en un granero o un ático en invierno y bajo un seto en verano. La mayor parte de estas familias pobres dependían para su supervivencia de encontrar trabajo a cuenta de otros para sobrevivir. Un año de mala cosecha, con alimentos encarecidos y poco trabajo, podía acarrear enseguida un desastre económico. Una petición que escribió un grupo de clérigos del norte de Escocia en la década de los treinta refleja la desesperación que producía la hambruna: La imagen de la muerte se ve en los rostros de muchos. Algunos devoran productos del mar [encina de mar y otras algas]; algunos comen perros; algunos roban gallinas. En una familia de nueve murieron siete de golpe, expirando el marido y la mujer al mismo tiempo. Muchos llegan

a tales extremos que se ven obligados a robar y, como consecuencia, son ejecutados; y algunos, en su desesperación han echado a correr mar adentro y se han ahogado.

El registro de suicidios aumentaba notablemente en épocas de dificultades económicas, en particular entre la gente joven y, sin duda, el total que dan las estadísticas oficiales está estimado por lo bajo pues, como comentaba el autor de un exhaustivo tratado sobre el tema: «Hay muchos más suicidas de los que el mundo advierte… Sí, el mundo está lleno de ellos»[10]. Las privaciones económicas afectaban a las mujeres más que a nadie. Normalmente, dos tercios de aquellos que recibían asistencia social eran mujeres, la mayoría de ellas viudas; de hecho, la causa de pobreza más común de la Europa de principios de la Edad Moderna era, al parecer, la muerte o abandono del «ganapán» de la familia. Muchas otras eran solteras embarazadas –por lo general criadas a las que sus amos (o el hijo de su amo) habían violado o chicas que habían accedido a practicar sexo tras una promesa de matrimonio que luego no se había cumplido–. Algunas de estas mujeres recurrían a soluciones desesperadas: abandonaban o mataban a sus bebés. El número de niños expósitos se disparó al subir los precios, aunque algunas madres intentaron recuperar a sus hijos en cuanto volvieron a bajar los precios. Dejar a un niño en un hospicio era casi una sentencia de muerte: al parecer, solo el 10 por 100 de los niños abandonados sobrevivían hasta la edad adulta. El infanticidio también aumentó: entre 1614 y 1626 el Parlement de París sentenció a muerte a casi 300 mujeres (de las que la mitad eran solteras y un cuarto eran viudas) por matar a sus propios hijos. Los hombres también recurrían a la violencia en situaciones de necesidad, especialmente cuando su oficio se veía amenazado. En 1637, los tejedores de Caen (Normandía), temiendo que un nuevo impuesto sobre la tela de sarga causara un descenso en las ventas y les llevara al desempleo, organizaron una manifestación de protesta que presionó de tal modo a los magistrados que el impuesto fue abolido. Dos años más tarde fueron los trabajadores de la sal de Avranches los que, al oír el rumor de que la sal que producían iba a ser sometida a un impuesto, atacaron a los recaudadores locales. Los rebeldes nu-pieds (que tomaron este nombre de los hombres que caminaban descalzos por la playa para llevar la sal a Avranches) también crearon una organización paramilitar que reunió a un ejército de

5.000 hombres y publicó un manifiesto (en verso) que afirmaba que actuaban para defender los «privilegios» del ducado de Normandía. La mayoría de las revueltas populares empezaron por rumores relacionados con una amenaza a alguna de las necesidades vitales: comida, trabajo, servicios sociales, derechos tradicionales… Luego un incidente (como la imposición de un nuevo impuesto) hacía que la ira y la ansiedad se transformaran en violencia, y provocaba intentos de eliminar a un individuo a quien identificaban como el causante. En este punto, las mujeres –a menudo mujeres de avanzada edad– solían tener un papel prominente. Avanzaban hacia su objetivo con delantales llenos de piedras y gritando lemas como «las mujeres no pueden hacer mal». De hecho, a veces, solo participaban las mujeres. Así, durante una reyerta que se produjo en una ciudad holandesa por un nuevo impuesto sobre la turba (una fuente de calor barata), un grupo de mujeres atacaron al jefe de los recaudadores de impuestos gritando: «Mandemos a los hombres a casa y vayamos a por el cabrón. Démosle una paliza porque no pueden castigarnos por luchar». Unos años después, las esposas de unos pescadores holandeses capturados por corsarios españoles se dirigieron a La Haya, capital del gobierno federal, y se reunieron ante la casa del presidente. «Con gran vehemencia y solemnes palabras, exigieron el intercambio recíproco de prisioneros capturados en el mar» porque «mientras tanto, ellas y sus hijos sufrían en la pobreza»[11]. Cuando las autoridades hacían concesiones inmediatas (como sucedió en esta ocasión), los problemas normalmente se disipaban; pero a menudo los intentos de castigar a los alborotadores provocaban un aumento de la violencia que solo el ejército del gobierno central podía reprimir. En Holanda, gracias a la red de ríos y canales, los soldados solían llegar antes de que la revuelta se extendiera demasiado; en cambio en Francia una reacción eficaz podía tardar semanas en organizarse. Así, la rebelión de los nu-pieds que estalló en Avranches en julio de 1639 se había extendido a casi otras cuarenta comunidades de Normandía cuando el ejército real llegó en noviembre. Los rebeldes lucharon una feroz batalla durante varias horas antes de sucumbir. Las autoridades actuaban con mayor rapidez contra el hampa profesional que proliferaba en muchas ciudades de Europa. Cada banda tenía su propia jerarquía, sus propias reglas, incluso su propio lenguaje como símbolo de su

cultura particular (y como código para esconder sus planes): el argot en francés, el Rotwelsch en alemán, germanía en castellano. Mucha información sobre este hampa criminal proviene de glosarios como el Vocabulario de germanía de Juan Hidalgo (1609), que incluía unas 1.300 palabras utilizadas por el hampa de Sevilla, o de su uso en obras literarias como Rinconete y Cortadillo de Cervantes (1613), un relato sobre dos muchachos que entraron a formar parte de la hermandad de pícaros de Sevilla. Es posible que los escritores de ficción exageraran, o bien para aumentar las ventas o bien para concienciar al público sobre la amenaza social que representaban los mendigos y vagabundos, pero en registros que se han conservado de tribunales de la época encontramos una infinidad de gente con apodos siniestros y pasados criminales (y Cervantes mismo había pasado tiempo en la cárcel de Sevilla). El jesuita Pedro de León, capellán de la prisión de Sevilla entre 1578 y 1616, describía en su diario a los miembros de bandas que conocía. Pedro Guerra, por ejemplo, conocido como «mangas de cuero», se confesó autor de dos asaltos de caminos en los que había robado más de 12.000 ducados y de «muchos más», así como de por lo menos un asesinato. Cuando lo sometieron a tortura, incriminó a otros. Nueve de sus cómplices murieron con él en el patíbulo de Sevilla en 1616. La ciudad ejecutaba casi todos los años a unos veinte criminales. Las memorias de Franz Schmidt, verdugo de la ciudad de Núremberg durante ese mismo periodo, tomaron la inusual forma de una descripción cronológica de los crímenes cometidos por los cientos de personas a las que ejecutó, y por los cientos más que mutiló, azotó o castigó públicamente de otra forma[12]. Para tratar con la pobreza era necesario mucho más que la brutalidad ocasional. En algunas ciudades la adversidad podía hacer que hubiera multitudes de 20.000 o más personas desesperadas cuyos gritos mantenían despiertos por la noche a los vecinos más acomodados y cuya mendicidad hacía que las calles no fueran seguras durante el día. Los magistrados ponían guardas armados ante sus puertas para que no entraran los vagabundos e imponían castigos draconianos para aquellos que aún así conseguían entrar; pero para sus propios ciudadanos pobres hacía falta estrategias distintas. En primer lugar, les animaban a ayudarse entre ellos. Muchos de los necesitados recurrían antes que nada a sus «familias

artificiales»: sus parientes o padrinos, sus caseros y vecinos. Los trabajadores de la ciudad también recurrían a sus gremios. Los gremios de Venecia iban desde el poderoso gremio de los merceros (con unos 1.000 miembros, formado por los prósperos vendedores minoristas de productos como ropa, metales preciosos, especias o artículos de cocina), pasando por el gremio de pintores (que se dividía en pintores de escudos, sillas de montar, cofres, cuadros y muebles), hasta las subdivisiones de los peleteros (incluso los peleteros del lirón comestible tenían su propio gremio). Cada grupo acumulaba fondos –a través de cuotas, legados e inversiones– para mantener a sus miembros cuando pasaban momentos difíciles. Los gremios más grandes también podían tener una «cofradía» específicamente dedicada a la caridad. Venecia, que en 1600 tenía más de 130.000 habitantes, tal vez tuviera unas 200 cofradías (la mayoría vinculadas a un gremio, aunque no todas) mientras que Florencia, con la mitad de la población, mantenía 150. En España en la ciudad de Zamora, que tenía menos de 9.000 habitantes, había 150 cofradías: todas suministraban comida, ropa y cobijo a los miembros que habían quedado en la indigencia, dotes para huérfanas y entierros para pobres. Algunos también tenían su propio hospital para cuidar a los enfermos y a los sin techo; otras colaboraban con enfermerías monásticas; unas pocas se especializaban en la asistencia a las mujeres. Como, por lo general, las cuotas de entrada no eran caras, muchos ciudadanos pertenecían a varias cofradías como inversión contra el infortunio y cuando fallecían legaban dinero o tierras si podían (y ropa o artefactos si no podían). El sistema funcionó bien en el siglo XVI, pero cuando la población de Zamora disminuyó en un cuarto entre 1619 y 1637 y su economía empezó a tambalearse, varias cofradías dejaron de admitir miembros porque no podían mantenerlos. Como la escala de la pobreza urbana superaba los recursos de las instituciones tradicionales de caridad, aparecieron otros servicios sociales. Entre 1625 y su muerte en 1660, san Vicente de Paúl dirigió a un grupo de seguidores devotos, hombres y mujeres, en una cruzada para ayudar en las calles a los mendigos y pobres de Francia. «Tendrán por monasterio, las casas de los enfermos, por celda, una habitación de alquiler, por capilla, la parroquia, por claustro las calles de la ciudad», proclamó Vicente cuando fundó la Hijas de la Caridad en 1633. De todos modos, la filantropía

privada, incluso cuando estaba tan profundamente organizada como las Hijas de la Caridad (que en 1660 tenían 100 casas) o sus homólogos masculinos, los Lazaristas (que en 1660 tenían 36 casas), solo podía arañar la superficie del problema de la pobreza en el siglo XVII. Los receptores de sus donativos privados eran, casi exclusivamente, los «pobres pero honrados»: aquellos que estaban pasando dificultades pero cuyos valores morales aún eran aceptables para el resto de la sociedad. Por lo tanto, «Monsieur Vincent» y sus amigos aristocráticos también crearon casas de trabajo. Fundaron o administraron hospitales generales para los indigentes en muchas ciudades, instituyendo un programa que conjugaba el trabajo duro con la instrucción devocional. No fueron los primeros en ver el confinamiento como la solución a los problemas sociales: la primera casa de trabajo se abrió en Londres en 1552 (el «Bridewell») y otra, en Roma, en 1581. Ámsterdam creó una casa de trabajo para hombres en 1589 y una para mujeres siete años después: ambas pretendían obtener beneficios con el trabajo de los internos (los hombres raspaban maderas nobles y las mujeres hilaban). En 1621 la República holandesa contaba con once casas de trabajo. Los visitantes extranjeros se maravillaban ante la consecuente ausencia de mendigos. El galés James Howell escribió: Es raro encontrarse a un mendigo aquí, tan raro como ver un caballo, dicen, en las calles de Venecia. Y esto es uno de los mayores logros de su gobierno, pues, aparte de la severidad de las leyes contra la mendicidad, tienen hospitales de todo tipo para los jóvenes y los viejos, para ofrecer a unos cuidados y a otros trabajo, por lo que aquí no hay nadie sobre el que se pueda ejercer acto de caridad alguno.

Otro visitante, John Evelyn, elogió el, en apariencia, perfecto sistema social de Ámsterdam: Entramos para ver el Spinhuis de Ámsterdam, que es una especie de Bridewell, donde mujeres incorregibles y lascivas están sometidas a la disciplina y el trabajo… Nos mostraron un hospital erigido para viajeros pobres y peregrinos… Fui a ver el Weeshuis, que es una fundación diseñada como nuestro Charterhouse, para la educación de las personas necesitadas, los huérfanos y los niños pobres, donde se enseñan distintos oficios… [Luego] a la casa de raspado, donde se fuerza a los robustos truhanes a trabajar, y el raspado de palo de Brasil o palo de Campeche para el teñido, que los capataces les han adjudicado, es un trabajo muy duro. De ahí al manicomio, un lugar para personas locas y tontos como nuestro Belén [Bedlam, el manicomio de Londres]. Pero ninguno me pareció tan admirable –por su estado, orden y habitaciones– como un hospital que tenían para soldados lisiados y decrépitos, una de las cosas más valiosas de este

tipo que puede encontrarse en el mundo. De hecho, son verdaderamente notables los sistemas de prevención que aquí tienen y mantienen para fines públicos y de caridad, y para proteger a los pobres de la miseria, y al país de los mendigos[13].

Sin embargo, Evelyn tenía una idea muy distorsionada sobre la escala de la asistencia a los pobres en la República holandesa. Por ejemplo, hasta 1666 el orfanato municipal de Ámsterdam solo admitía a los hijos de burgueses avecindados desde hacía varios años y exigía una alta cuota de entrada. Por este motivo, la mayoría de los huérfanos dependían –como en los países católicos– de la caridad de las iglesias. Los calvinistas, que se apoderaron de las propiedades de la iglesia católica romana tras la revuelta holandesa, crearon orfanatos, hospitales, residencias para ancianos y escuelas, pero ellos también admitían solo a gente que llevaba dos años como miembro de la iglesia calvinista. Además, solo estos miembros establecidos podían recibir ayuda fuera de estos centros (aunque, aún así, el gasto de los diáconos calvinistas de Ámsterdam subió de 40.000 florines al año en la primera década del siglo XVII a 240.000 en la década de los cuarenta). Otras comunidades religiosas de la ciudad (los luteranos, los menonitas y, en ocasiones, los judíos) siguieron su ejemplo –en parte para evitar la defección de sus miembros necesitados hacia los calvinistas–. Así los menonitas, una comunidad de unos 1.500 miembros adultos, mantuvo una casa de pobres y, con el tiempo, un orfanato propio. También repartían comida, ropa, y dinero a miembros necesitados de sus comunidades; pagaban las cuotas escolares y de aprendizaje de oficios de los hijos de «sus» pobres; y prestaban dinero para permitir a los hermanos emprendedores pero empobrecidos empezar un negocio. Lamentablemente, la mayoría de estos esfuerzos fracasaron: al parecer, pocos de aquellos a quienes la desgracia forzó a pedir ayudas recobraron la independencia económica. «Confinar» a los pobres, a los viejos y también a los jóvenes, logró otros objetivos aparte de la cosmética social que tanto impresionaba a Howell y a Evelyn. Gracias a la pujante economía se produjo una escasez crónica de mano de obra en la mayoría de las ciudades holandesas y los sueldos subieron, por lo que el potencial de trabajo de los huérfanos e indigentes ofrecía grandes atractivos. Los magnates textiles de Leiden, la ciudad industrial más grande de la República, usaban por lo tanto a niños de los hospicios y las casas de trabajo locales para que prepararan el hilo que

necesitaba su negocio. Después de 1630, cuando no les bastó con esto, empezaron a importar huérfanos de otras ciudades a los que hacían trabajar a cambio de casi nada. Incluso en los casos en los que estas políticas no producían un beneficio, muchos argumentaban que, de todos modos, se debía forzar a los pobres a trabajar porque, como dijo de forma lapidaria sir William Petty (un economista inglés que vivió en Leiden): «Da igual que se les use para construir una pirámide inútil en Salisbury Plain, para llevar las piedras de Stonehenge a Tower Hill (Londres), o algo parecido; lo mínimo que esto conseguirá será someter sus mentes a la disciplina y la obediencia y sus cuerpos a la paciencia que hace falta para realizar trabajos más provechosos cuando la necesidad lo requiera»[14]. Los pueblos del siglo XVII no podían permitirse construir una casa de trabajo o costear un sólido sistema de seguridad social, aunque los granjeros que dominaban la mayoría de estas zonas necesitaban mantener una reserva de mano de obra barata tanto como los empresarios industriales de Leiden. Así, Navalmoral, al sur de Toledo, tenía una población de 243 familias (alrededor de 1.000 personas) en 1600. De estas, 11 familias poseían un tercio de las tierras del pueblo; 22 familias poseían la mitad de la tierra y 108 familias poseían la totalidad de las tierras. Del resto, 51 familias «vivían del trabajo de sus manos», 28 criaban ganado y 17 eran descritas como pobres y carecían incluso de hogar. A esto hay que añadir 21 viudas que vivían solas, sin fuente de ingresos aparente (véase la figura 4). Figura 4. La estructura social de Navalmoral de Toledo, España, ca. 1600 (en porcentaje)

Fuente: M. R. Weisser, The peasants of the Montes: the roots of rural rebellion in Spain, Chicago, 1976, pp. 38-42.

Las distintas categorías rurales de los que tenían y los que no tenían vivían en una relación de interdependencia mutua: los ricos necesitaban el trabajo de los pobres para mantener su estatus y su estilo de vida, al igual que los pobres necesitaban para sobrevivir los salarios que les pagaban los ricos. En un año de escasez, cuando se necesitaban menos jornaleros para recolectar la cosecha, a los ricos les interesaba mantener a sus vecinos menos afortunados por medio de la caridad, para que la mano de obra barata estuviera disponible cuando volvieran los buenos tiempos. No obstante, si se sucedían varios años de escasez, la caridad privada podía cesar y esto coincidía con una disminución de los recursos de los que disponía la iglesia para las limosnas, porque estos dependían principalmente del diezmo (una décima parte de la cosecha). En 1618, que fue un año de

buenas cosechas (y por lo tanto de buenos diezmos), la iglesia de las Ventas (cerca de Navalmoral) distribuyó 12.000 maravedís en limosnas; pero en la década de los treinta, al disminuir la producción de las cosechas, la suma bajó a 2.000 maravedís al año. En los años 1645, 1647 y 1649, en los que hubo las peores cosechas del siglo, el libro de contabilidad de la parroquia decía: «No se ha dado caridad alguna, ya que no hay nada que dar». En estas circunstancias los pobres rurales solo tenían una alternativa a la inanición: la migración. En años en que los precios de la comida eran altos, grandes cantidades de gente se marchaban en busca de una vida mejor. Algunos siguieron rutas familiares. Los trabajadores de las zonas marginales solían migrar cada año para recoger las cosechas de zonas más afortunadas: un censo del valle de la Alta Tarantaise, en Saboya, reveló que en el verano de 1608 no quedaba un solo hombre, todos se habían ido a trabajar a Francia. Otros buscaron trabajo temporal en ejércitos enemigos. Entre 1618 y 1640 unos 40.000 escoceses –tal vez el 15 por 100 del total de hombres adultos del reino– cruzaron Europa para luchar en la Guerra de los Treinta Años. Cuando las condiciones locales se volvían intolerables, los emigrantes podían irse temporadas más largas. En la primera mitad del siglo XVII, miles de escoceses intentaron ganarse la vida en Polonia (donde la palabra «szot» adquirió el significado de «chatarrero») y muchos más se mudaron a Irlanda del norte. Unas 200.000 personas se fueron de Europa occidental para vivir en Asia y en América. Algunos de estos emigrantes se marcharon coaccionados. En 1626, exasperado por su constante indisciplina, el gobierno escocés condenó al exilio a todos los hombres llamados «Macgregor», que estarían «suficientemente vigilados por algunos de sus oficiales, que se responsabilizarán de que no escapen». Antes de abandonar la isla, todos los Macgregor tenían que jurar «que nunca volverán a este reino bajo pena de muerte»[15]. En 1640 los jueces franceses exiliaron a Canadá a muchos de los que participaron en la rebelión de los nu-pieds. El caso más extremo fue cuando, con el claro objetivo de realizar una limpieza étnica, el gobierno español persiguió y deportó a unos 275.000 ciudadanos de descendencia árabe en 1609-1613 (los moriscos: véase cap. IV, «3. España bajo Felipe III»). Si bien la migración forzosa resolvía algunos problemas, también creaba otros. Así, los moriscos españoles expulsados se refugiaron en masa en los estados musulmanes vecinos del noroeste de África que se cernían sobre el

comercio cristiano. Una vez allí, no solo aportaron un conocimiento detallado de la topografía y el comercio españoles, sino que también crearon sus propias bases piratas: en la segunda década del siglo XVII, según los registros, casi un tercio de todos españoles que sufrieron cautiverio, fueron prisioneros de piratas moriscos que operaban desde el norte de África. Muchos otros emigrantes también guardaban rencor hacia los gobiernos cuyas políticas, fueran judiciales, económicas o religiosas, les habían forzado a ir al extranjero. Cuando los presbiterianos escoceses desafiaron a Carlos I en 1638, los escoceses que estaban en el extranjero regresaron en masa a su país natal para unirse a la lucha; cuando, tres años más tarde, los católicos irlandeses se sublevaron, muchos de los que habían sido exiliados tras anteriores revueltas, regresaron también para reunirse con ellos. Del mismo modo, los colonos puritanos ingleses de Nueva Inglaterra observaron con aprobación la creciente oposición contra el rey que había en su país de origen, y muchos de ellos volvieron para tomar armas. Según el predicador de Massachusetts Increase Mather: «Desde el año 1640, de Nueva Inglaterra se han ido más personas de las que han venido»[16]. Los emigrantes de temporada también podían causar graves problemas. En Barcelona, los disturbios de junio de 1640 que provocaron la rebelión de los catalanes empezaron cuando los segadors (segadores) que viajaban por Cataluña como recolectores de temporada, entraron en la ciudad para la feria de empleo anual y al poco tiempo dirigieron a las multitudes que asesinaron a tres jueces y al virrey (véase cap. VII, «2. La crisis de la monarquía española»). La sociedad de principios de la Edad Moderna ignoró el riesgo de revolución que iba unido a la pobreza.

3. LA OFERTA Y LA DEMANDA El 90 por 100 de los europeos de principios de la Edad Moderna vivía en comunidades rurales y trabajaba en una de las cuatro zonas agrícolas diferenciadas que había en aquella época. La primera y más extensa comprendía las regiones que producían poco más de lo que necesitaban, donde solo muy pocas mercancías (como la sal o el hierro) tenían que ser importadas o exportadas. Varios factores hacían que fuera extremadamente difícil cambiar este régimen. En primer lugar, los terratenientes querían

evitar a toda costa una sobreexplotación de sus tierras que pudiera reducir la fertilidad del suelo: por eso, a menudo especificaban en sus arrendamientos que la tierra debía ser regularmente barbechada y que la rotación de cultivos debía ser frecuente. Esto limitaba drásticamente la producción. En segundo lugar, la división de la tierra de la aldea en tres o más campos grandes, en cada uno de los cuales la mayor parte de los campesinos tenía una franja o parcela (sin vallar), hacía extremadamente difícil que un solo agricultor pudiera introducir nuevos métodos de cultivo. Aunque algunas comunidades evolucionaron hacia los campos «cercados», donde la innovación era posible, el progreso siguió siendo lento: en Inglaterra, donde el proceso avanzaba con mayor rapidez, en 1639 solo un 2 por 100 de toda la tierra de cultivo estaba cercada. Por último, el subdesarrollo y el aislamiento hacían que la mayoría de los que trabajaban la tierra tuvieran que ser «generalistas». Tenían que hacerse cargo de su propio forraje, fertilizante, transporte, herramientas, comida etc., lo cual no les permitía especializarse en la producción de un solo cultivo o de una gama limitada de cultivos para el mercado. La transición del cultivo generalista al especialista –que, de hecho, representaba el cambio de «campesino» a «granjero»– requería una importante inversión de capital tanto en equipo como en infraestructura. En los pueblos casi autónomos que predominaban en Europa, el excedente anual era normalmente demasiado pequeño y demasiado impredecible para financiar estos cambios. De hecho, tras el pago de los diezmos, los impuestos y el alquiler, a la mayoría de las familias campesinas podía no quedarles ningún excedente. Algunas áreas de tierras altas formaban una segunda zona agrícola que exportaba ganado por las pieles (lana para hacer telas o piel para hacer cuero) o por la carne. A principios del siglo XVII, Dinamarca exportaba unas 15.000 cabezas de ganado al año, principalmente a Holanda, mientras que los cantones suizos exportaban alrededor de 18.000 cabezas de ganado a Italia y alrededor del mismo número a Alemania. Ucrania enviaba unas 40.000 cabezas de ganado al año a Alemania, y Hungría enviaba entre 100.000 y 200.000. En España se llevaban todos los años alrededor de 2 millones de ovejas desde sus pastos de invierno en Andalucía hasta las tierras altas de Castilla la Vieja para pasar allí el verano. La Mesta (asociación de propietarios de ovejas) controlaba estos movimientos y la comercialización de la lana.

Normalmente, la ganadería se realizaba en las tierras menos adecuadas para las cosechas. En 1600 un tercio de la zona agrícola de Europa producía y exportaba con regularidad un excedente de cereales, especialmente trigo, centeno y cebada. La mayor zona exportadora de grano de principios del siglo XVII fue el Báltico, pues las tierras que había a lo largo de su orilla sur eran fértiles y contaban con mano de obra barata y fácil acceso al mar. Los ríos Oder, Vístula, Nieven y Dvina y sus afluentes llevaban grandes remesas de productos forestales y agrícolas a los puertos del Báltico, donde mercaderes del oeste –especialmente holandeses– los compraban o cambiaban por sal, telas u otros productos. Por lo general, a principios del siglo XVII, entre 150.000 y 200.000 toneladas de grano se transportaban anualmente por el Vístula para su venta a mayoristas occidentales en Danzig, lo cual daba trabajo a unos 28.000 hombres. Cada año entraban y salían del puerto unos 1.500 barcos. Esta situación comercial hizo que en las tierras del sur del Báltico se invirtiera más en agricultura que en industria. Como dijo un escritor polaco contemporáneo: Los polacos nunca han necesitado realmente nada de nadie, pero todos los días [gente de] muchos otros países y reinos trabaja para nosotros tanto como campesinos, y nos ofrecen todos sus productos a cambio de comida… Nosotros, los polacos, con poco esfuerzo por nuestra parte, disfrutamos los frutos de su valioso trabajo[17].

¿Por qué invertir en empresas que exigen tanto capital y trabajo como las textiles o la minería, se preguntaba el autor con suficiencia, cuando la agricultura producía tan enormes beneficios? De este modo, los terratenientes del este de Europa fueron cultivando cada vez más tierras en sus dominios para maximizar los beneficios y, con el fin de mantener los precios, les prohibieron a los mercaderes salir del país o negociar directamente con compradores extranjeros. Aumentaron la producción sobre todo ampliando los servicios laborales que les debían sus arrendatarios. La relativa escasez de población también favoreció el desarrollo de la «segunda servidumbre». Comparados con los 35 habitantes por kilómetro cuadrado que había en el oeste de los Países Bajos, en 1600 en Polonia solo había 20 habitantes por kilómetro cuadrado, en Lituania 10 y poco más de 3 en Moscovia. Durante los siglos XVI y XVII los países del este de Europa

fueron sucesivamente dictando leyes con el fin de incrementar los servicios laborales que debían prestar sus campesinos y acabar con su libertad de movimiento. Las obligaciones de los campesinos aumentaban más rápidamente cuando habían perdido la libertad de movimiento y, uno detrás de otro, los estados aprobaban legislaciones que les daban a los terratenientes el derecho a seguir, recuperar y castigar a cualquier siervo que intentara escapar (véase el cuadro 2). Cuadro 2. La «segunda servidumbre» en Europa oriental Estado

Fecha en la que los tribunales suprimieron la libertad de movimientos

Hungría

1608

Curlandia

1632

Prusia Ducal

1633

Mecklemburgo

1645

Pomerania

1645

Moscovia

1649

Brandeburgo

1653

Nota: El Estado polaco-lituano nunca restringió la libertad de movimiento.

Reforzados de este modo, los señores adquirieron poderes militares, económicos, fiscales y legales absolutos sobre sus súbditos, creando (en palabras del reformador prusiano Stein dos siglos después) «el cubil de un depredador que arrasa todo lo que tiene alrededor y se rodea de un silencio sepulcral». Aunque había excepciones –algunos señores liberaban a sus siervos después de un largo tiempo de servicio o como recompensa por su valor en la guerra y otros lo hacían porque no estaban de acuerdo con la servidumbre obligatoria– el vasallaje se convirtió pronto en un elemento tan básico en la

economía del este de Europa como la esclavitud lo había sido en la del Imperio romano. En Rusia algunos campesinos tenían que dar siete días de servicio a la semana y tener a un miembro de la familia trabajando permanentemente en las tierras del señor con sus propias herramientas. En Brandeburgo todos los hijos de los siervos podían ser llamados a trabajar como sirvientes en la casa del señor por un periodo de hasta cuatro años (el Gesindezwangsdienst). En el Holstein danés, los campesinos no solo producían grano, lana, mantequilla, queso y caballos para su señor, sino que también llevaban sus barcos al mar y capturaban arenques y otros pescados para su venta a mercaderes. En Hungría un juez informó a unos campesinos litigantes en 1651 de que «aunque no estaban obligados a realizar ningún servicio concreto, tenían que hacer lo que les pidiera su señor». La «segunda servidumbre» produjo sustanciosos beneficios a otro grupo además del de los terratenientes de la Europa del este: el de los mercaderes del oeste que comerciaban con el Báltico. Una de las mejores towerhouses escocesas, que se encuentra en Craigievar cerca de Aberdeen, la terminó de construir William Forbes, «el mercader de Danzig», en 1626 con los beneficios que había obtenido comerciando con grano polaco. Pero mientras que, la mayoría de los años, Escocia enviaba menos de 20 barcos al Báltico, la República holandesa enviaba alrededor de 2.000 –casi tres cuartas partes del total de barcos que pasaban por el Sund danés–. Algunos barcos venían dos veces al año. A principios de la primavera salían de su puerto en los Países Bajos para recoger productos de Francia, España o Portugal, que luego llevaban al Báltico cuando se derretía el hielo del invierno para intercambiarlo por grano cosechado a finales del año anterior. Usaban este grano para adquirir más productos en el sur de Europa, que luego intercambiaban por las primeras remesas de la nueva cosecha del Báltico, que después vendían en el sur. Las provincias marítimas holandesas de donde provenían estos barcos – Holanda, Zelanda y Frisia– pertenecían a la cuarta zona agrícola de la Europa de principios de la Edad Moderna: zonas muy urbanizadas con cultivos intensivos. Mientras que en 1500 había 26 ciudades en Europa con una población superior a los 40.000 habitantes, en 1600 había 42; casi todas ellas estaban situadas al oeste de una línea que iba de Copenhague a Venecia, con 11 ciudades en Italia y 7 en los Países Bajos. Alrededor de cada aglomeración urbana se practicaba una agricultura intensiva que

producía una gran variedad de excedentes alimenticios, así como cultivos industriales (tintes, lúpulos, etc.). La demanda urbana que se mantuvo e incrementó en estas zonas produjo una revolución en las técnicas agrícolas, con animales de mayor tamaño, nuevos cultivos (especialmente maíz, trigo sarraceno y patatas) y mayores rendimientos. Estos avances fueron especialmente pronunciados en el oeste de los Países Bajos, donde la densidad urbana era más elevada. Algo más de 200.000 personas vivían en las diez principales ciudades de Holanda en 1600; en 1650, principalmente gracias a la inmigración, la suma de la población de estas ciudades era casi el doble. El animado mercado de productos agrícolas que creó esta demanda urbana, combinado con los bajos costes de transporte, permitió que se produjera la crucial transición del generalismo a la especialización, de los campesinos a los granjeros, tanto en la producción agrícola como en la pastoral. Sus altos beneficios pronto atrajeron la inversión urbana. Solo en el norte de Holanda, los empresarios recuperaron 90.000 hectáreas de lago, estuario y pantano entre 1590 y 1640 a un coste de por lo menos 10 millones de florines (un millón de libras esterlinas), creando 1.400 nuevas granjas. Buena parte del capital que se invirtió en estos proyectos provenía del comercio. Los beneficios del comercio del Báltico –el «comercio madre» como lo llamaban los holandeses– superaban probablemente el millón de florines al año. Esta fue una de las cuatro redes comerciales entrelazadas que le dieron a los holandeses la primacía en el comercio mundial: las otras unían la República con el este de Asia, el Mediterráneo, la península ibérica y América. En 1650 la docena de barcos que volvía de Asia cada año trajo un cargamento valorado entre 15 y 20 millones de florines; la veintena de barcos que volvía anualmente del Mediterráneo y España podía traer 20 millones o más. Por lo general, las cuatro redes comerciales se retroalimentaban: especias asiáticas, productos textiles holandeses y materias primas del Báltico viajaban al Mediterráneo; a los Países Bajos volvían sedas del Mediterráneo e hilo de mohair; la lana española y la plata americana llegaban hasta los Países Bajos y el Báltico; el grano del Báltico venía a España; la plata, los productos textiles, los vinos y la carpintería metálica viajaban de los Países Bajos a Asia. El legado arquitectónico de muchas ciudades holandesas es hoy testimonio de la riqueza y el rápido crecimiento de la población que se

produjo en la primera mitad del siglo XVII. Abundan los proyectos de prestigio (como la Casa de las Indias Orientales y el Wisselbank en Ámsterdam, el Mauritshuis en La Haya o el Marekerk octogonal en Leiden), así como las casas de lujo que se construyeron en las principales ciudades junto a los majestuosos nuevos canales. A esto hay que añadir la necesidad de dar casa al creciente número de trabajadores industriales que produjo un gran desarrollo urbano y proyectos de renovación. Tal inversión en ladrillos y mortero presuponía una prosperidad y una riqueza a gran escala, al igual que el trabajo de construcción de canales. Este fue tal vez el mayor proyecto de ingeniería civil de la época. Los canales rodeaban los nuevos suburbios de muchas importantes ciudades holandesas y entre 1631 y 1665 los empresarios construyeron en la República holandesa alrededor de 650 kilómetros de canales para el transporte entre ciudades, por un coste de casi 5 millones de florines (500.000 libras esterlinas). Los canales tenían caminos de sirga que permitían que las barcazas arrastradas por caballos llevaran pasajeros y carga con rapidez y a bajo precio entre las principales ciudades de las provincias costeras, siguiendo un horario regular. El primero de estos canales entre ciudades fue abierto en 1632 para unir Haarlem con Ámsterdam, separados por 25 kilómetros y, al cabo de poco tiempo, los exigentes vecinos de Ámsterdam consideraron los precios de transporte lo suficientemente bajos como para enviar su ropa sucia a las lavanderías más baratas y limpias de Haarlem. Según trotamundos como Fynes Morison, el transporte en la República holandesa era el más barato, más fiable y más rápido del mundo. Era también el más seguro. Había patrullas que se aseguraban de que las principales ciudades estuvieran libres de maleantes y desde la década de los sesenta del siglo XVII, primero en Ámsterdam y luego en otras ciudades holandesas, la luz de las farolas iluminó las calles por la noche. La creación de transporte barato y seguro, para mercancías y para personas, reflejó la rápida expansión económica de la República holandesa y sirvió para promocionarla. Holanda producía enormes cantidades de productos textiles (en la década de los cuarenta la ciudad de Leiden producía alrededor de 60.000 piezas de tela lanar al año y Haarlem producía el mismo número de piezas de lino), barcos (entre 400 y 500 nuevos barcos al año) y ladrillos (unos 60 millones al año). Otros bienes producidos en masa eran la cerámica y las cañerías de arcilla, el papel y los libros, el

tabaco y el azúcar, los tintes y la comida. Muchas de estas empresas dependían de nuevas fuentes de energía y nuevas técnicas de producción. En la República se extraían centenares de miles de toneladas de turba todos los años que se utilizaban para la elaboración de cerveza, la destilación, el blanqueado, el refinado del azúcar, la fabricación de ladrillos y el hervido del jabón, actividades que requerían un consumo intensivo de combustible. La turba es seis veces menos eficaz que el carbón, pero resultaba más barata y más abundante a nivel local. En algunas zonas, los inversores llegaron hasta a construir canales para transportar turba al mercado en barcazas. Los holandeses también aprovechaban el viento como fuente de energía y cada molino producía la misma energía que 100 hombres o 40 caballos, lo cual comportaba un gran ahorro de mano de obra y costos. En 1594 Cornelis Corneliszoon de Alkmaar construyó el primer prototipo de molino de viento, uno de los inventos más importantes de la época, y al año siguiente lo introdujo en la ciudad de Zaandam, que era un centro de construcción naval. En 1630, 53 molinos serraban madera en Zaandam y sus alrededores, y 75 más prensaban semillas para extraer aceite, hacían pasta de papel, cortaban tabaco y preparaban cáñamo. Hubo muchas otras innovaciones industriales. En la primera mitad del siglo XVII, el gobierno holandés solía conceder más de 5 patentes técnicas al año y algunas veces concedía hasta 10. Algunos inventos no necesitaban patente porque provenían de obras impresas. En 1588 Agostino Ramelli publicó un volumen que ilustraba y describía (en francés y en italiano) casi 200 «mecanismos diversos e ingeniosos», la mayoría para usos hidráulicos o militares. No tardaron en copiarlos otros autores (tres de ellos aparecieron en 1637 en un tratado chino sobre máquinas). Olivier de Serres publicó en 1600 un libro de 1.000 páginas titulado Théâtre d’agriculture lleno de técnicas e ilustraciones sobre cómo mejorar la eficacia del trabajo agrícola. En 1619 (cuando murió Serres) ya se habían publicado 7 ediciones y en 1675 se habían publicado 19. En 1610, tras diseñar un telescopio de veinte aumentos para la observación astronómica, Galileo Galilei publicó inmediatamente un breve libro ilustrado –El mensajero sideral– en el que explicaba sus descubrimientos: cráteres en la luna y lunas alrededor de Júpiter. También manufacturó y distribuyó réplicas de su telescopio, junto con copias de presentación de su libro, para que otros pudieran corroborar sus hallazgos[18].

No obstante, esta difusión tan libre del conocimiento seguía siendo más la excepción que la regla. La mayoría de los gobiernos de principios de la Edad Moderna intentaban restringir la transmisión del conocimiento, especialmente en el campo de la manufactura textil, la industria más importante de Europa. Los duques de Saboya sentenciaban a muerte a cualquiera que revelara o intentara revelar información sobre la construcción de la maquinaria textil. En Florencia el gobierno ofreció en 1575 una recompensa de 200 escudos (alrededor de 40 libras esterlinas) por cada brocadista florentino que hubiera salido a trabajar al extranjero y fuera traído de vuelta vivo o muerto. La mayoría de los productores se resistían a la novedad, tanto en lo que respecta a la tecnología como a las plantaciones. El maíz, por ejemplo, llegó a España desde América en la década de los veinte del siglo XVI y pronto se vio que podía sobrevivir el adverso clima que a menudo dañaba los cereales; pero la mayoría de los agricultores se negó a cultivarlo hasta después de 1600, e incluso entonces se utilizó sobre todo como forraje. Los artesanos fueron igual de conservadores, tanto en su elección de materias primas como en sus métodos de trabajo. Los gremios de tejedores de toda Europa se negaban a hacer «nuevos paños» (utilizando una lana más ligera y unos tintes más coloridos) y casi todos los trabajadores se opusieron a la introducción de máquinas. Los serradores de Ámsterdam, por ejemplo, que ganaban sueldos más altos que cualquier otro trabajador de especialización media de finales del siglo XVI, consiguieron mantener los molinos de viento de Cornelis Corneliszoon lejos de la ciudad durante 30 años, aunque al hacerlo estuvieran firmando su propia sentencia de muerte. Zaandam creció mucho a costa de Ámsterdam, lo cual hizo que los sueldos de los serradores de la ciudad cayeran en picado. El gremio de los serradores se disolvió en 1627 y, tres años después, se abrieron molinos de viento en la ciudad. Sin embargo, en la mayoría de las zonas de la Europa de la Alta Edad Moderna, la producción seguía dependiendo de la energía y el ingenio humanos: de la fuerza del siervo o del campesino en la agricultura, de la del siervo en la minería y de la del artesano en la industria. Seguía habiendo relativamente pocos molinos de viento y de agua, especialmente en la Europa del este donde los altos bosques impedían que el viento llegara a las velas de los molinos y los lentos ríos y las interminables llanuras hacían que

fuera casi imposible que el agua tuviera fuerza suficiente para los molinos hidráulicos. En la mayoría de los lugares, el progreso tecnológico no consistía más que en la sustitución de materias y combustibles de origen fósil por materias primas y combustibles de origen vegetal, especialmente madera, que en 1600 era aún el recurso natural más importante, pues se utilizada para la construcción, el transporte (por tierra y por agua), como combustible y para la industria (para herramientas y como materia prima). En 1600 tres cuartas partes de las casi 500 parroquias de Mazovia, la zona central de Polonia que se encuentra alrededor de Varsovia, eran de madera. En Moscovia, en la década de los cincuenta del siglo XVII, aunque en casi todas las ciudades había una ciudadela, apenas veinte de ellas (la más famosa de las cuales esa el Kremlin de Moscú) estaban construidas de ladrillo o piedras, en vez de madera. Incluso en las casas de los boyardos y de los ricos mercaderes de Moscú solo la planta inferior era de piedra y la construcción que había sobre ella era de madera. A principios de la Edad Moderna en Rusia y Polonia, las granjas apenas usaban el hierro en la agricultura: los escarificadores tenían dientes de madera y los arados tenían vertederas de madera (si es que tenían: la mayoría de los campesinos rusos araban con el sokha, una horca de dos púas sin vertedera). Incluso en el oeste, la madera era un bien de gran valor, que se reutilizaba en la construcción de edificios, barcos y máquinas. En aquella época, en los inventarios de las casas se anotaban escrupulosamente las herramientas de madera y las vigas del techo porque el reciclaje ahorraba dinero y recursos. Mientras los europeos continúan realizando sus actividades económicas básicas –el tejido, la construcción, la agricultura y ganadería y la pesca– de forma tradicional, las herramientas y los materiales cambiarían poco y lentamente.

4. UNA ECONOMÍA AL BORDE DE LA CRISIS A partir de 1618 las formas tradicionales de trabajo se vieron bajo una repentina presión. En el siglo anterior la economía de Europa había crecido con rapidez. Se habían descubierto nuevos mercados en el extranjero –en Asia, África, Oriente Medio, Rusia y sobre todo América–, pero lo más significativo fue que se produjo un enorme crecimiento de la demanda

nacional. No solo era el hecho de que se hubiera duplicado la población (véase supra, «1. Clima y crisis»), por lo que necesitaba el doble de comida, viviendas y ropa, sino que el número de consumidores ricos también había aumentado drásticamente, especialmente en las ciudades. Al mismo tiempo, se había producido un rápido aumento en la cantidad de metales preciosos y en los instrumentos de crédito, por lo que circulaba más dinero y se reducían los tipos de interés. La República de Génova llegó a bajar el interés de sus bonos hasta menos del 1,5 por 100 en 1604 y, con esas condiciones, siguió encontrando prestamistas durante varios años. Aprovechándose de que el dinero era tan barato, varias ciudades empezaron a establecer bancos centrales, garantizados y supervisados por el Estado, para recibir depósitos que creaban intereses, transferir dinero entre cuentas y realizar transferencias para los clientes. El banco Rialto abrió en Venecia en 1587 y en una década ya contaba con unos fondos de casi un millón de escudos (aproximadamente 222.000 libras esterlinas). Luego se crearon bancos públicos en Milán (1593), Roma (1605) y Ámsterdam, donde el más poderoso de todos, el Wisselbank (Banco de Cambio), empezó su actividad en 1609. El ayuntamiento de Ámsterdam, que garantizaba los depósitos bancarios, le dio al Wisselbank derecho a acuñar monedas y un monopolio en el cambio de dinero; también decretó que cualquier transferencia de crédito de más de 600 florines (aproximadamente 60 libras esterlinas) únicamente podía pagarse a una cuenta bancaria (lo que prácticamente obligaba a todos los mercaderes a abrir una). Las cuentas no podían quedarse en números rojos, pero no había comisiones de servicio. Los mercaderes holandeses podían contar ahora con una base financiera gratuita y totalmente segura cuyos instrumentos de crédito eran aceptados en casi todo el mundo. Sin embargo, en otros lugares el crecimiento fue precario. En muchas zonas, las tierras de labranza marginales se empezaron a cultivar por primera (y única) vez desde el siglo XIII, los suburbios crecían lejos de las fuentes de comida de las que dependían y los bancos mercantiles prestaban dinero muy por encima de unos límites prudentes. A medida que la demanda superaba el suministro, subían los precios y los beneficios; pero a medida que aumentaba la población, bajaban los sueldos. En buena parte de Europa este funesto movimiento de tijera llegó a su punto máximo en la última década del siglo XVI, una década de inestabilidad política, de malas

cosechas y, al final, de una peste devastadora. El crecimiento de la población se detuvo, el ritmo de la expansión económica se redujo durante un tiempo y muchos bancos mercantiles fracasaron. Más tarde, en 1618, otra serie de malas cosechas coincidió con la inestabilidad política desatada por la revuelta de Bohemia. Una vez más el precio del pan se puso por las nubes y la demanda de productos manufacturados cayó en picado. La producción textil urbana se hundió en España y en el norte de Italia e incluso la economía de la República holandesa experimentó una recesión después de que, en 1621, se reanudara la guerra contra España (véase cap. III, «3. La violación de Rusia»). El comercio holandés con la península ibérica, que en los años anteriores había necesitado 400 o 500 barcos, a partir de 1621 solo necesitó unos 20, mientras que de los 150 viajes directos que realizaban anualmente barcos holandeses desde el Báltico hasta el Mediterráneo, ahora solo se hacían 7. Se dispararon las tarifas de flete y los seguros de los barcos holandeses para cualquier ruta, lo cual también produjo graves pérdidas a los corsarios que estaban al servicio de España. Aunque con el tiempo la República superó estos obstáculos y prosperó en otras zonas –en el este de Asia y en Brasil, por ejemplo– los costes económicos de la renovada guerra con España siguieron siendo elevados durante toda la década de los veinte. En otras partes, especialmente en las zonas donde lucharon los ejércitos, la guerra destruyó no solo la riqueza, sino también a la gente. En la década de los treinta la ciudad católica de Maguncia perdió el 25 por 100 de sus viviendas, el 40 por 100 de su población, y el 60 por 100 de su riqueza, al ser utilizada por los suecos como cuartel general en Alemania. Las ciudades que fueron tomadas por la fuerza sufrieron daños mucho más graves: cuando el ejército católico arrasó Magdeburgo en 1631, mató a unas 25.000 personas –el 85 por 100 de la población– en solo tres días. En la década siguiente, el ducado protestante de Württemberg sufrió unos daños estimados en 24 millones de táleros (unos 5 millones de libras esterlinas) y perdió tres cuartas partes de su población cuando lo ocuparon las fuerzas católicas. La Borgoña francesa quedó convertida prácticamente en un desierto después de que la invadiera un ejército imperial en 1636: cuando las fuerzas principales se retiraron, las bandas de guerrilleros mantuvieron las hostilidades y hasta 1643 (cuando se acordó una tregua local) no hay

prácticamente información, es como si la provincia hubiera dejado de existir. El coste humano de tales desastres es casi imposible de describir. Johann Valentin Andreä, un pastor y filósofo luterano del sur de Alemania, en 1639 escribió apesadumbrado que de los 1.046 comulgantes que tenía hace una década, apenas quedaba un tercio: «Solo en los últimos cinco años, 518 de ellos han muerto por varias desgracias. Tengo que llorar por ellos», continuaba amargamente, «porque yo sigo aquí tan impotente y solo. De todas las personas que he conocido en mi vida apenas sobreviven quince con las que pueda decir que tengo algún asomo de amistad». En 1647 otros ocho años de guerra habían hecho que la situación de la mayoría de los supervivientes fuera aún más desesperada; fue entonces cuando un campesino suabo escribió: «En todas partes hay envidia, odio y avaricia… vivimos como animales, comiendo corteza y hierba. Nadie podía haber imaginado que algo como esto iba a pasarnos. Mucha gente dice que no hay Dios»[19]. La Guerra de los Treinta Años lanzó otra maldición sobre la gente de Europa central: la devaluación de la moneda, que produjo una desastrosa inflación. En Bohemia las monedas del reino perdieron alrededor del 90 por 100 de su valor entre 1621 y 1623. Una década después, el escritor checo Pavel Stránský aún recordaba el Kipper und Wipperzeit (la era «balancín») como la más traumática de su vida. «Ni la peste, ni la guerra, ni las incursiones extranjeras hostiles en nuestra tierra, ni el saqueo, ni el fuego, por atroces que fueran, podían hacer tanto daño a la gente de bien como los frecuentes cambios y reducciones en el valor del dinero», escribió[20]. La devaluación pronto se extendió por Alemania. En la ciudad de Nördlingen en Suabia, a partir de 1621, los tesoreros eran incapaces de calcular totales de ingresos y gastos urbanos: se limitaban a anotar las cantidades individualmente e intentaban mantener tantas monedas de plata en sus cofres como podían. La recesión de 1618-1623 no afectó a todas partes de Europa por igual. A medida que la economía del continente en el siglo XVI fue creciendo, también empezó a polarizarse. Algunas zonas se concentraron en la producción de materias primas y en procesos industriales poco avanzados, basados en el trabajo intensivo; mientras que otras zonas intentaban monopolizar industrias más sofisticadas, que requerían una gran inversión

de capital y, por lo general, eran más rentables. Dentro del primer grupo se encontraban los países de la llanura del norte de Europa, donde había pocas ciudades; el segundo grupo lo formaban principalmente Italia y los Países Bajos. Por supuesto, el contraste no era absoluto –en la República holandesa también había zonas donde predominaban las actividades tradicionales, como Drenthe y Overijssel; y en las tierras del sur del Báltico había zonas económicamente avanzadas (sobre todo alrededor de Danzig)– pero, en general, la división económica era clarísima. Los estados más ricos usaron la fuerza para mantener esta división, ya que durante el siglo XVII no se solían obtener beneficios si no se tenía poder. La primacía económica de la República holandesa habría sido imposible sin una armada fuerte y agresiva con la que mantener a raya a sus enemigos y mantener la paz cuando las hostilidades amenazaban el comercio. En 1645 una escuadra holandesa entró en el Sund para sacar partido de la derrota de Suecia sobre Dinamarca, exigiendo reducciones en los derechos que pagaban los barcos holandeses para comerciar con el Báltico (véase cap. VII, «5. El fin de la Guerra de los Treinta Años»). En aguas no europeas, los barcos holandeses intervenían con igual determinación para controlar el comercio, destruir la competencia y maximizar los beneficios. Esto lo expresó Jan Pieterszoon Coen, gobernador general de las Indias Orientales Holandesas, en 1614 con un aforismo: El comercio en Asia ha de llevarse y mantenerse con la protección y la ayuda de nuestras armas y los beneficios obtenidos por el comercio son los que deben permitirnos blandir estas armas. De modo que el comercio no puede mantenerse sin la guerra, ni la guerra sin el comercio.

Al igual que Coen, la mayoría de los observadores veían el comercio como un juego en el que no se suma nada, en el que un país o conjunto de países solo podía expandirse irrumpiendo en mercados que antes llevaban otros países. Según un economista inglés: «Solo hay una cierta cantidad de comercio en el mundo y», añadía con amargura, «Holanda posee la mayor parte»[21]. Para cambiar esta situación la mayoría de los gobiernos europeos concibieron una serie de políticas proteccionistas –a las que luego se llamó «mercantilismo»– para proteger la producción local de la competencia extranjera, al tiempo que intentaban introducir sus productos en los mercados extranjeros. Algunos gobernantes también adoptaron objetivos

mercantilistas con fines políticos. Por ejemplo, Cristián IV de Dinamarca (1588-1648) llevó a cabo políticas económicas agresivas: especuló con tierras en el norte de Alemania, hizo préstamos con interés a hombres de negocios y terratenientes, aumentó los peajes a los barcos que pasaban por el Sund danés y explotó Laponia. Él afirmaba que esas innovaciones «nos honran y no perjudican (Dios no lo quiera) a los mercaderes»; pero su verdadero objetivo era acumular una fortuna personal para poder llevar a cabo sus planes, y esto lo logró. Incluso después de realizar préstamos irrecuperables de 1,3 millones de táleros a sus aliados alemanes, en 1625 todavía disponía de una reserva de dinero de 1,5 millones de táleros (312.000 libras esterlinas), suficiente como para poder entrar en la Guerra de los Treinta Años para salvar la «causa protestante» aunque su consejo se opusiera a ello[22]. Cristián IV, como Jan Pieterszoon Coen, consideraba que las ganancias económicas eran la base indispensable del poder.

[1] Citas de H. Trevor-Roper, «The General Crisis of the seventeenth century», en T. S. Aston (ed.), Crisis in Europe, 1560-1660, Londres, 1965, p. 59; P. Avrich, Russian rebels, Londres, 1972, p. 55; R. Mentet de Salmonet, Histoire des troubles de la Grande Bretagne, París, 1649, p. II. [2] A. Macfarlane (ed.), The diary of Ralph Josselin, 1616-1683, Londres, 1976, pp. 294-295 y 457-458. [3] G. B. Riccioli, Almagestum novum, astronomiam veterem novamque, Bolonia, 1651, p. 96 (el capítulo 3 del libro III está totalmente dedicado a las manchas solares); F. Baumgartner, «Sunspots or sun’s planets: Jean Tarde and the sunspot controversy of the early 17th century», Journal of the History of Astronomy XVIII (1987), pp. 44-54, y pp. 361-363 de este libro. [4] P. Laslett (ed.), The earliest classics… Gregory King, Natural and political observations and conclusions upon the state and condition of England, Westmead, 1973, p. 40 del facsímil de los desordenados manuscritos del rey, recopilados en la década de los noventa del siglo XVII a partir de registros parroquiales. [5] C. Davenant, Essay upon the probable methods of making a people gainers in the balance of trade, Londres, 1699, p. 83, en el que se citan los cálculos del rey, que eran más o menos los siguientes. En un año normal un agricultor siembra 50 acres de grano y cosecha 10 celemines por acre, 500 celemines en total. De estos, necesita 175 celemines para forraje y semilla y 75 celemines para alimentarse él mismo y su familia –un total de 250 celemines–, lo que deja 250 para el mercado. Con una reducción del 30 por 100, el campo produce únicamente 350 celemines, pero el agricultor sigue necesitando 250, por lo que la parte del mercado se reduce a 100 celemines. Una reducción de la cosecha del 50 por 100 no deja prácticamente nada para el mercado. (Véase E. A. Wrigley, People, cities and wealth: the transformation of traditional society, Oxford, 1987, pp. 92-130.) [6] Esta parece haber sido la situación en toda Europa occidental, incluida Escandinavia, donde en una casa solían vivir una pareja casada, sus hijos y sus criados. Sin embargo, más al este, predominaban los hogares compuestos por varias familias con vínculos parentescos. En la Polonia del siglo XVII la media de miembros de una casa oscilaba entre siete y nueve, en Rusia era de

catorce miembros. Unas tres cuartas partes de la población de Europa del este vivían en estas casas multifamiliares, donde las mujeres se casaban a la edad de doce o trece años y tenían hijos a una edad más temprana que las del oeste. No he podido documentar ningún cambio en este régimen demográfico a mediados del siglo XVII. [7] Cause et rimedii della peste, et d’altre infermità, Florencia, 1577, anónimo atribuido al jesuita A. Possevino (figura destacada en la recatolización de Polonia), citado en A. L. Martin, Plague? Jesuit accounts of epidemia diseases in the 16th century, Kirksville, Missouri, 1996, pp. 89-90. G. L’Érisse, Méthode excellente et fort familière pour guérir la peste, Vienne, 1628, citado en L. Brockliss y C. Jones, The medical world of early modern France, Oxford, 1997, p. 350. [8] C. Hugues (ed.), Shakespeare’s Europe: a survey of the condition of Europe at the end of the 16th century, being unpublished chapters of Fynes Moryson’s Itinerary (1617), 2.a ed., Nueva York, 1967, pp. 424-425; T. Hobbes, Leviathan, or the matter, forme, and power of a common-wealth, ecclesiasticall and civill, Londres, 1651; ed. de R. Tuck, Cambridge, 1996, p. 89. [9] M. de Cervantes Saavedra, El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha. Segunda parte, Madrid, 1615, libro XX. [10] Citas de M. Flinn, Scottish population history from the seventeenth century to the 1930s, Cambridge, 1977, p. 130 (petición de los ministros de Orkney al Consejo Privado, 1634); y J. Sym, Life’s preservative against self-killing, Londres, 1637, p. 124. (Sym le dedicó 326 páginas más un índice a este tema.) [11] Citas de mujeres holandesas del libro de R. Dekker, Holland in beroering. Oproeren in de 17e en 18e eeuw, Baarn, 1982, pp. 56-57, de los disturbios que se produjeron en Róterdam (1618), Oudewater (1628) y La Haya (1640 –citando al gran pensionario Jacob Cats–). Los registros de la corte muestran que, de hecho, las mujeres fueron castigadas por amotinarse. Para una selección de escritos de mujeres que se rebelaron, véase ibid., p. 160 n.o 1; para ver copias de las peticiones de dos mujeres contra los impuestos realizadas en 1624, véase ibid., p. 125. [12] P. Herrera Puga, Sociedad y delincuencia en el Siglo de oro, Madrid, 1974, basado ampliamente en el «Compendio» de Pedro de León; A. Keller (ed.), A hangman’s diary, being the Journal of Master Franz Schmidt, public executioner of Nuremberg, 1573-1617, Londres, 1928. [13] J. Howell, Epistolae ho-elianae or familiar letters, Londres, 1645; ed. de J. Jacobs, Londres, 1890, I, p. 30, carta a su padre, 1 de mayo de 1619; E. S. de Beer (ed.), The Diary of John Evelyn, II, Oxford, 1955, pp. 43-46, entradas de agosto de 1641. El palo de Brasil o palo de Campeche se cortaba y limaba («raspaba») para hacer tintes con el serrín. [14] W. Petty, A treatise of taxes and contributions, Londres, 1662: reimpreso en C. H. Hull (ed.), The economic writings of Sir William Petty, I, Cambridge, 1899, p. 31. [15] D. Masson, Register of the Privy Council of Scotland, segunda serie I, Edimburgo, 1899, p. 385: orden del 22 de agosto de 1626. [16] D. Cressy, Coming over: migration and communication between England and New England in the 17th century, Cambridge, 1987, p. 201, en el que se cita a I. Mather, A brief relation of the state of New England, Londres, 1689. [17] M. Rey, Żwierciadło, albo kstalt w którim każdy stan snadnie się może swym sprawam, jako we żwierciedte, przypatryć (El cristal en el que los estados pueden verse fácilmente a sí mismos como si se miraran en un espejo), 1567: ed. de J. Czubek y J. Los, Varsovia, 1914, II, p. 157. [18] A. Ramelli, Le Diverse et artificiose machine, París, 1588; edición en inglés, Baltimore, 1976; O. de Serres, Le Théâtre d’agriculture et mesnage des champs, París, 1600; G. Galilei, Siderius Nuncius, Venecia,1610 (véase también cap. VIII, «El “avance del saber”»). [19] P. Anthony y H. Christmann (eds.), Johann Valentin Andreä: ein schwäbisher Pfarrer im dreissigjährigen Krieg, Hildesheim, 1970, p. 128; J. Kuczynski, Geschichte des Alltags des deutschen Volkes. I: 1600-1650, Berlín, 1980, p. 117.

[20] P. Stránský, Respublica Bohemiae, Leiden, 1634, pp. 495-496. Puesto que «kippen» significa literalmente «inclinar» y «Wippe» es un balancín, Kipper- und Wipperzeit es una expresión del siglo XVII que juega con el sonido de las palabras –como rifirrafe o zipizape– más que una expresión precisa. [21] H. T. Colenbrander, Jan Pieterszoon Coen. Levensbeschrijving, La Haya, 1934, p. 64; Coen a los directores de la Compañía Holandesa de las Indias Orientales, 27 de diciembre de 1614 (desde Banten en Java); Laslett, The earliest classics. John Graunt, natural and political observations, 1662, p. 21. Unos 40 años antes, Francis Bacon había escrito: «El aumento de cualquier patrimonio se hace a costa del extranjero (pues lo que se gana en algún lugar, se pierde en algún lugar)». [22] Cita y cifras de E. L. Petersen, «From domain state to tax state: synthesis and interpretation», Scandinavian Economic History Review XXIII (1975), pp. 116-148.

II. LA SOCIEDAD EUROPEA Y EL ESTADO

1. LA TEORÍA DEL ABSOLUTISMO «La Europa del siglo XVI», escribió sir John Elliott, «era esencialmente una Europa de “monarquías compuestas”. Esto quiere decir que la mayoría de los estados que se encuentran bajo la soberanía de un solo gobernante están formados por una serie de territorios que han sido adquiridos a lo largo del tiempo por medio de conquistas, uniones dinásticas o herencias»[1]. Eso seguía siendo así en el siglo XVII. Había algunos estados nuevos, como la República holandesa (creada por la Unión de Utrecht que firmaron en 1579 los representantes de siete provincias del norte de los Países Bajos y algunas otras) o Gran Bretaña (la unión de coronas se produjo cuando Jacobo VI de Escocia se convirtió en rey de Inglaterra e Irlanda en 1603). Otras dinastías –entre las que se incluían los Habsburgo españoles y austriacos, y los Vasa suecos y polacos– dirigían monarquías compuestas por un mosaico de territorios que habían adquirido de formas distintas en un largo periodo de tiempo. Incluso la Francia de los Borbones, aunque parecía más unida, estaba formada por una zona central gobernada directamente desde París y una periferia de provincias gobernadas por sus propias instituciones. Así, aunque la sucesión de Enrique de Navarra al trono francés en 1586 vinculó las posesiones hereditarias de su familia con Francia, solo 20 años después, tras una importante operación militar, llegaron a ser parte del reino (véase cap. V, «4. Francia y la guerra fría por Italia»). La mayoría de los territorios que se habían unido a un estado mayor por medio de tratados o sucesión mantuvieron sus instituciones locales (tribunales, asambleas representativas y tesoro), sus propios sistemas y códigos legales y su propia «constitución» o carta de libertades. Un aforismo que encontramos en un tratado de mediados del siglo XVII sobre la monarquía española afirmaba que los reinos debían regirse y gobernarse como si el rey que los mantenía unidos fuera solo el rey de cada uno de ellos[2]. Sin embargo, como la mayoría de las monarquías de esta época estaban inmersas en grandes guerras, este mantra –a pesar de su eminente

sensatez– poseía un atractivo limitado. En vez de seguir esta política, Felipe IV y sus ministros españoles trabajaban hacia la unión y la igualdad en la ley, las costumbres y la forma de gobierno entre todos los estados de la monarquía; y Jacobo I de Gran Bretaña declaró que «lo que deseaba por encima de todas las cosas era, a su muerte, dejar un único culto a Dios, un reino totalmente gobernado, una uniformidad de leyes». El gran énfasis que se le daba a la ley como medio para lograr la unificación no era casual. La mayoría de los hombres de estado aceptaban el argumento de La República de Jean Bodin (publicada por primera vez en 1576 y rápidamente traducida a la mayoría de los principales idiomas europeos) que afirmaba que la habilidad «para hacer leyes que gobernaran a todos en general y a cada uno en particular» era la cualidad más importante de un soberano. Aunque esto era más difícil de lo que parecía. La Francia del siglo XVII tenía más de 60 códigos de leyes generales y más de 300 códigos de leyes locales y los Países Bajos tenían el doble. Solo la provincia de Luxemburgo tenía 101 leyes tradicionales distintas hasta que en 1623 el gobierno las «homologó», creando un único código para toda la provincia. Se imprimieron copias del nuevo código, para que todo el mundo pudiera conocer sus derechos y obligaciones. De hecho, algunas de las obras seculares de las que más números se imprimieron eran recopilaciones de leyes y en los inventarios de muchas casas había solo un libro: una copia del código legal local. Eran aún más comunes que las Biblias. Normalmente, los gobernantes de los estados compuestos podían introducir cambios solo a través de las estructuras establecidas y las elites locales. Incluso así, los intentos de cambio se topaban con una resistencia tenaz. Los esfuerzos de los ministros de Felipe IV para promover una «Unión de Armas» en toda la monarquía española a partir de 1625, en un esfuerzo para desplazar una parte del peso de la defensa imperial a las provincias periféricas, provocó oposición, resistencia y finalmente rebelión tanto en Portugal como en Cataluña. La tentativa de los ministros de Luis XIII de abolir la independencia fiscal de las provincias periféricas después de 1628 produjo revueltas dirigidas por miembros de las elites locales en Languedoc, Borgoña y Provenza. En 1633 un intento de los asesores ingleses de Carlos I de imponer policías uniformados en Escocia e Irlanda provocó rebeliones que terminaron derrocando por completo a la monarquía de los Estuardo y llevaron a Carlos al patíbulo.

Estas y otras revueltas similares empezaban frecuentemente en territorios alejados de la capital, a menudo separados por el mar o las montañas. A principios de la Edad Moderna, la distancia era el «enemigo público número uno» porque a menudo los acontecimientos sucedían tan rápidamente en las provincias que las decisiones que se adoptaban en la corte no podían ponerse en práctica a tiempo. Una carta de Madrid tardaba un mínimo de dos semanas en llegar a Milán o a Bruselas, tres semanas en llegar a Roma o Viena, dos meses en llegar a México y nueve meses en llegar a las Filipinas. Y estos eran los cálculos más optimistas: no había una verdadera «media». Al firmar una carta, ningún monarca o ministro podía predecir con certeza el día o la semana en la que esta llegaría, porque las inundaciones, las tormentas, las nieves o los bandoleros podían causar un retraso indefinido. Los mensajeros postales eran diligentes y capaces, recorrían hasta 100 kilómetros al día a caballo, se disfrazaban o ponían crampones en sus botas de nieve siempre que hiciera falta; pero no podían hacer milagros. En la década de los cuarenta del siglo XVII encontramos en Irlanda algunos ejemplos extremos de cómo la distancia imposibilitaba la toma eficaz de decisiones. La escasez de barcos y la incierta meteorología retrasaban las cartas que España enviaba a la Confederación Católica Irlandesa hasta once meses, a Francia hasta seis meses, incluso las que mandaba a Inglaterra tardaban tres meses. Un representante español en Irlanda le dijo a su señor que la falta de un servicio postal seguro y predecible constituía el mayor problema de su trabajo porque significaba que no podía enviar informes puntuales sobre lo que estaba sucediendo y recibir a tiempo las órdenes reales de su majestad. Y la necesidad de transmisiones rápidas de información nunca había sido tan grande pues, en palabras de un diplomático francés, «aquí las cosas cambian tan rápido que uno ya no cuenta el tiempo en meses y semanas, sino en horas e incluso minutos»[3]. La combinación de distancia, autonomía local y (en algunas zonas) un idioma diferente podía hacer que algunas regiones se convirtieran casi en «rincones oscuros de la tierra» prácticamente ingobernables. Incluso estados pequeños y aparentemente unificados como Inglaterra los tenía: «Tenemos indios en casa –indios en Cornualles, indios en Gales, indios en Irlanda–» se lamentaba un panfletista londinense en 1652. Los países más grandes tenían, como corresponde, problemas más grandes. Un gobernador

del Estado polaco-lituano consolaba a sus consejeros jesuitas: «No envidiéis las tierras extranjeras en Asia y América que vuestros hermanos españoles y portugueses han ganado para Dios. Justo aquí al lado, en Lituania, tenéis indios y japoneses». Aquello les animó: «No necesitamos Indias Orientales ni Occidentales», decían. «Lituania y el norte son las verdaderas Indias»[4]. En parte para ocultar esta impotencia práctica, los estados empezaron a propagar grandiosas teorías que proclamaban la ilimitada autoridad de los gobernantes. Los teóricos políticos anteriores intentaban delimitar el poder del estado. En 1599 el jesuita español Juan de Mariana afirmaba que el gobernante que se comportara de forma tiránica podía ser legítimamente asesinado. Tres años más tarde el calvinista alemán Johannes Althusius dijo que, como todos los gobernantes debían su poder a un contrato que tenían con sus súbditos, un comportamiento tiránico por parte del gobernante ponía fin al contrato y por lo tanto disolvía el Estado. Todo esto cambió gradualmente. En 1609 Jacobo I afirmó ante el parlamento inglés que el poder de los reyes no tenía ningún límite terrenal. El estado de la monarquía es la cosa más suprema de la tierra, pues los reyes no son únicamente los representantes de Dios en la tierra y ocupan el trono de Dios, sino que incluso Dios mismo les llama dioses… [Son] jueces sobre todos sus súbditos, y en todas las causas, y solo tienen que responder ante Dios.

Dos décadas más tarde, el escritor francés Cardin Le Bret afirmaba en un tratado titulado De la soberanía del rey, que la voluntad del rey debía imponerse incluso a la propia conciencia: Uno puede plantearse la pregunta: ¿si la conciencia de un hombre le dice que lo que el rey le ha ordenado hacer es injusto, tiene que obedecer? A esto respondo que, si hay razones a favor y en contra, debe seguir la voluntad del rey, no la suya propia… Se deben tener en cuenta las circunstancias, porque si [una medida] está motivada por una necesidad acuciante para el bien del público… la necesidad no conoce ley[5].

Los sermones funerarios que se pronunciaban por los príncipes a menudo exhibían el nuevo concepto del «absolutismo» (un término derivado del derecho romano que describe el poder de alguien que está «eximido» de obedecer las leyes que él mismo ha impuesto y que, por lo tanto, solo debe responder ante Dios). El eminente poder que tiene un rey deriva de Dios y es Él quien se lo comunica. Aquellos que oponen resistencia y se rebelan contra el rey, están oponiendo resistencia a Dios y rompiendo el

orden por Él establecido. Los súbditos del rey tienen que obedecer a su amo que ocupa el lugar de Dios en la tierra. Este es el orden que perdurará en el mundo hasta la segunda llegada de Cristo, cuando recupere el gobierno y la administración de este su reino. Al igual que Dios creó el sol que hay en los cielos, y es una obra realmente grandiosa del Todopoderoso, también lo son los reyes, los príncipes y los señores que han sido dispuestos y ordenados por Dios en el estado secular. Por esa razón, a ellos mismos se les puede llamar dioses[6].

Estas dos oraciones, una pronunciada por un monarca español católico en 1598 y la otra por un príncipe luterano alemán en 1661, expresaban con claridad meridiana la idea de que el soberano respondía solo ante Dios. Algunos lo llamaban «el derecho divino de los reyes» pero el concepto podía justificar cualquier régimen. «Nos sobrevaloramos», escribió el realista inglés sir Robert Filmer en 1648, «si creemos que algún día no seremos gobernados por un poder arbitrario [es decir, absoluto]. No, nos equivocamos. La cuestión no es si tiene que haber un poder arbitrario. Lo único importante es saber quién tendrá ese poder arbitrario, si será una o varias personas»[7]. Los gobernantes cuyas aspiraciones absolutistas fracasaban por la distancia y otros obstáculos prácticos podían encontrar consuelo en otra vertiente del pensamiento político romano. Dos eminentes romanos de siglo I d.C., Séneca y Tácito, ofrecían una valiosa fuente sabiduría histórica y reglas generales que para los hombres de estado de la Alta Edad Moderna seguían siendo relevantes. Como escribió Tácito: «Los hombres pueden cambiar, pero sus hábitos siguen siendo los mismos». El humanista de los Países Bajos Justus Lipsius dedicó un exhaustivo estudio a ambos autores, realizando ediciones críticas de su obra, así como varias obras propias que ensalzaban –y cristianizaban– las virtudes romanas. Su De la constancia (publicado en latín en 1584) era un resumen de la ética estoica para jóvenes aristócratas y pronto se tradujo a varias lenguas vernáculas. Los seis libros de las políticas (1589), que exponían las lecciones de los estoicos y los historiadores sobre política y guerra, tuvieron 30 ediciones latinas en dos décadas y fueron traducidas a muchos otros idiomas. Lipsius trabajó como profesor en muchas universidades –en Jena (Sajonia) en la década de los setenta del siglo XVI (donde profesaba la fe luterana), en Leiden de 1578 a 1591 (donde practicaba el calvinismo), y en Lovaina de 1592 hasta su muerte en 1606 (donde se convirtió al catolicismo)–, ganándose así muchos

lectores influyentes por toda Europa. Por ejemplo, tanto el líder holandés Mauricio de Nassau como su adversario español don Baltasar de Zúñiga conocían personalmente a Lipsius y se escribían con él[8]. El estoicismo y el estilo epigramático utilizado por Lipsius influyó en la obra de teoría política más famosa (y polémica) que se escribió en Europa en el siglo XVII: Leviatán o la materia, forma y poder de un estado eclesiástico y civil, de Thomas Hobbes, publicado en 1651. «El fin de la obediencia es la protección», afirmaba Hobbes, de modo que «la obligación de los súbditos hacia su soberano ha de durar solo el tiempo que dure el poder con el que puede protegerlos». Por si los lectores no entendían que esto se aplicaba a la situación de Inglaterra tras la derrota y muerte de Carlos I en las guerras civiles, Hobbes añadió: «Si un monarca derrotado por la guerra, se convierte en súbdito del vencedor, sus súbditos son liberados de su anterior obligación y adquieren una nueva hacia el vencedor». Más tarde presumió de que su libro había «preparado las mentes de mil caballeros para una obediencia consciente al presente gobierno, que, de otra forma, hubiera flaqueado en ese punto». El estoicismo, como el absolutismo, no solo favorecía a las monarquías[9]. Los sermones impresos, los panfletos y los libros eran solo algunos de los medios que se utilizaron para propagar la teoría del absolutismo. Los gobernantes también promovían clases magistrales y tesis universitarias, arte y música, edificios y teatro, desfiles y ceremonias. La obra de El Greco Alegoría de la Liga Santa mostraba a Felipe II rezando de forma ostentosa el Día del Juicio Final, mientras que en su Entierro del Conde de Orgaz el rey aparecía en el cielo intercediendo por los muertos. A Carlos I también le gustaba que lo retrataran en actitud devota, y, solo en 1649, hubo 35 ediciones en inglés y 25 ediciones extranjeras del volumen póstumo ilustrado de sus oraciones y meditaciones, Eikon basilike (La imagen del rey». Peter Paul Rubens, el artista más famoso (y mejor pagado) de su tiempo, pintó a sus modelos reales como dioses: María de Médicis y su marido Enrique IV se convirtieron en Juno y Júpiter, y Enriqueta María (su hija) y su marido Carlos I se transformaron en Diana y Apolo. La música de la corte, que también llegaba a una amplia audiencia, tenía pretensiones igualmente extravagantes. En 1598, Felipe Rogier publicó su Missa Philippus Secundus Rex Hispaniae (Misa por Felipe II, rey de España) para cuatro o seis voces, en la que el tenor repetía «PHILIPPUS

SECUNDUS REX HISPANIAE» una y otra vez mientras que las otras voces cantaban «Sanctus, sanctus, dominus deus… Hosanna in excelsis» (Santo, santo, señor Dios… Hosanna en las alturas)[10]. Los edificios reales también estaban diseñados para expresar el mismo mensaje de poder sin límites. En España, don Gaspar de Guzmán condeduque de Olivares (principal ministro de Felipe IV) construyó el palacio del Buen Retiro para su señor, con un teatro y un patio especial para espectáculos y un lago lo bastante grande como para hacer representaciones de batallas navales. Decoró el interior, y especialmente el Salón de Reinos central, con cuadros y tapices que glorificaban los triunfos de la dinastía de los Habsburgo durante su ministerio. En Polonia, Segismundo III Vasa y su hijo Ladislao IV planearon un recorrido para desfiles que iba desde las afueras de Varsovia hasta el restaurado palacio real que se encontraba en el corazón de la ciudad. El recorrido pasaba por delante de la «Capilla Moscovita», construida en 1620 para conmemorar la toma de Moscú una década atrás (véase cap. III, «3. La violación de Rusia») y culminaba en el «Forum de los Vasa», que había de llenarse con monumentos a las victorias de la dinastía sobre sus enemigos. Dentro del palacio, Ladislao construyó un suntuoso «salón de mármol» en el que expuso retratos de sus ancestros y parientes y lienzos que representaban sus victorias militares y políticas. El salón llevaba directamente a la sala de audiencias del rey, para así recordar a los visitantes extranjeros y nacionales que pasaban por ahí las virtudes y los logros del gobierno de los Vasa[11]. Las ceremonias públicas proyectaban el absolutismo real a un público aún más amplio. Cuando Felipe III se casó con su prima Margarita de Austria en 1599, Lope de Vega compuso una obra religiosa de un acto titulada Las bodas entre el alma y el amor divino en la que representaba al rey como Cristo. Más tarde ese mismo año, cuando el rey y su nueva esposa entraron en Madrid, la ciudad contrató a un equipo de arquitectos y pintores italianos y españoles para que erigieran una serie de arcos triunfales que retrataban a Felipe como un «hombre robusto que sostenía dos mundos, el viejo y el nuevo mundo», un hombre que poseía las virtudes de Júpiter, Hércules, Neptuno, Marte y Mercurio. En su desfile hacia el palacio real, Felipe pasaba entre dos estatuas de siete metros de altura, una le representaba a él mismo en majestad, la otra era una estatua de Atlas en la que se leía el lema: «Compartí el imperio con Júpiter» (en referencia al papel que el

joven rey había desempeñado cuando ayudó a su anciano padre, Felipe II, a gobernar la monarquía). Sin embargo, las obras contaban más que las palabras y las imágenes, por lo que los gobernantes de la Europa de principios de la Edad Moderna también intentaban demostrar su poder «absoluto» con políticas grandiosas. Tres áreas de actividad gubernamental se convirtieron en los principales ámbitos en los que demostrar su poder: la religión, la administración y la guerra.

2. EL ABSOLUTISMO RELIGIOSO La principal crisis política de la Europa de la Alta Edad Moderna tenía una dimensión religiosa. Casi todo el mundo habría coincidido con el jesuita español, Pedro de Ribadeneira, cuando afirmaba que era una verdad cierta e infalible que el Estado no podía separarse de la religión y que no podía conservarse este si no se conservaba también aquella. Los enfrentamientos en los que la religión se unía a la política aumentaron a partir del momento en el que casi todos los gobiernos europeos apoyaron el concepto consagrado en la paz de Augsburgo de 1555: cuius regio eius religio –la fe de los súbditos debía ser la misma que la de su gobernante– [12]. En casi toda Europa esto significaba la imposición a la fuerza de una única ortodoxia por medio de un impresionante sistema de tribunales eclesiásticos. En muchos países católicos (Francia era una excepción) los tribunales de la inquisición interrogaban y castigaban a la gente que encontraban culpable de sostener puntos de vista heterodoxos sobre religión y moral. A lo largo del siglo XVII los inquisidores de Venecia juzgaron unos 1.500 casos y los de la ciudad vecina de Friuli juzgaron 2.000. El tribunal de Nápoles también vio por lo menos 2.000 casos a lo largo del siglo, mientras que los tres tribunales del Portugal metropolitano (Lisboa, Évora y Coimbra) vieron unos 1.500 casos. En la monarquía española, desde Sicilia y Cerdeña hasta México y Perú, había otros 22 tribunales del Santo Oficio que informaban de sus actividades a la Suprema, un consejo central nombrado por el rey que se reunía en el palacio real de Madrid. Entre ellos, se juzgaron por lo menos 100.000 casos en el siglo XVII[13].

Estas cifras son grandes, pero han de verse en perspectiva. En primer lugar, cada tribunal abarcaba un área enorme: 2,5 millones de personas vivían en el reino de Nápoles, por lo que los inquisidores procesaban solo un a porcentaje minúsculo de la población cada año. En segundo lugar, el impacto de la inquisición variaba según la zona y el momento: los casos que veía el tribunal de Nápoles provenían en su inmensa mayoría de la ciudad y en su totalidad de la diócesis, y el total anual pasó de más de 30 casos a principios del siglo XVII, a apenas 10 al final del mismo. En tercer lugar, los inquisidores solían imponer penas mucho más leves que los principales tribunales seculares. Así, menos de 800 casos denunciados entre 1540 y 1700 al tribunal central de la inquisición española terminaron en ejecución, una media de menos de cinco al año (aunque hubo 700 casos más en los que se quemó una imagen de los acusados porque o se habían escapado o habían muerto antes de la sentencia). El tribunal veneciano ejecutó a menos de una docena de personas en el siglo XVII y los inquisidores de Nápoles ejecutaron solo a tres (también hay que reconocer que ambos tribunales enviaron algunos casos «difíciles» a Roma, donde el tribunal del papa los condenó a la hoguera)[14]. Fue mucho mayor el número de casos que la inquisición condenó al exilio, la cárcel, trabajos forzados en galeras, azotes y grandes multas. Sin embargo, la mayoría de los juicios acababan con el acusado retractándose de sus errores y comprometiéndose a realizar un desalentador ciclo de rezos y devociones bajo supervisión eclesiástica durante meses y, a veces, años. Las sentencias que imponían los tribunales seculares eran mucho más severas: los jueces de Sevilla ejecutaron a 309 personas entre 1578 y 1616 y los de Venecia a 139 entre 1634 y 1663. El Parlement de París firmó 78 penas de muerte en el periodo comprendido entre noviembre de 1609 y noviembre de 1610, un ritmo que en diez años igualaría el número total de ejecuciones que la inquisición española llevó a cabo en más de un siglo y medio. Entonces, ¿por qué inspiraba la inquisición ese miedo universal? En primer lugar, porque sus acciones eran inesperadas, arbitrarias y secretas. Los inquisidores, que normalmente actuaban a partir de denuncias anónimas, arrestaban al sospechoso sin revelar la identidad del acusador ni la naturaleza del delito. De hecho, su primera pregunta siempre era: «¿Sabéis por qué estáis aquí?». En segundo lugar, algunos de los acusados sufrían torturas y muchos pasaban largos periodos en la cárcel, que tenían

que pagar de su propio bolsillo, hasta que confesaban. (La inquisición declaraba inocentes a muy pocos de sus prisioneros, aunque es cierto que suspendió algunos juicios por falta de pruebas.) Todos los condenados debían reconocer su error públicamente y aquellos a los que se encontraba culpables de herejía tenían que llevar un hábito penitencial (que en España se llamaba sambenito y en Italia habitello). En España, cuando el penitente moría el sambenito era expuesto (con una etiqueta explicativa) en la iglesia local y, hasta finales del siglo XVIII, cuando el hábito se deterioraba o desteñía la inquisición lo sustituía por otro. Otro motivo para este miedo popular generalizado provenía del cambio que se había producido en el principal objetivo de los inquisidores. Hasta mediados del siglo XVII la mayoría de los tribunales se concentraron en erradicar a los judíos, musulmanes y protestantes; luego, cuando prácticamente habían cumplido esta misión, se dedicaron a escudriñar las palabras y obras de los cristianos «corrientes», religiosos y seglares. Iban tras los sacerdotes que hacían declaraciones poco ortodoxas en sus sermones; que (como fue el caso de un fraile de Verona) exhibían un cuadro de su amante en las oraciones, afirmando que representaba a santa Lucía; o que abusaban del sacramento de la penitencia, como el cura de Valencia que en 1608 fue acusado de solicitar de 29 mujeres, la mayoría de ellas solteras, «por medio de invitaciones lascivas y amorosas, actos sucios e inmorales» a cambio de la absolución. Los inquisidores también detuvieron, interrogaron y castigaron a legos acusados de incesto, bigamia, sodomía, bestialismo, adulterio o fornicación –y a cualquiera que afirmara que la fornicación no era un pecado– así como a cualquiera que fuera acusado de brujería o prácticas supersticiosas. En sus interrogatorios no mostraban ni piedad, ni moderación. Incluso en los casos de sodomía, aunque normalmente aparecían en los registros como «el pecado innombrable», los inquisidores insistían en saber quién era la parte activa, si se había producido eyaculación de semen, así como el lugar, fecha y duración de cada «contacto». El tribunal de Zaragoza juzgó a más de 500 hombres por sodomía o bestialismo entre 1570 y 1630 y quemó en la hoguera a más de 100 de ellos, tantos como por herejía. Tal vez su severidad provenía del hecho de que pocos casos eran entre adultos consentidos. Por lo general no eran casos de amor, sino de concupiscencia, en los que hombres mayores explotaban a adolescentes y esclavos, o jóvenes que se prostituían porque,

según aducían, necesitaban el dinero para comer o vestirse. Casi la mitad de los acusados de sodomía que juzgó la inquisición de Zaragoza eran menores[15]. El creciente interés de la inquisición por los casos de sexo se produjo al mismo tiempo que el de los tribunales eclesiásticos de varios países protestantes. En el siglo XVII el consistorio calvinista de Ámsterdam juzgaba todos los años una media de unos 50 casos (en una comunidad calvinista que contaba con unos 50.000 miembros). Los más comunes eran casos de difamación, embriaguez, peleas, bigamia, incesto y –cada vez más– sexo extramarital: novias embarazadas, madres solteras, adúlteros y fornicadores. En 1654, por ejemplo, el tribunal citó a una criada, Hendrickje Stoffels, acusada de «prostituirse» con su señor, «Rembrandt el pintor», y se le prohibió tomar la comunión. Como la pertenencia a la iglesia (a cualquier iglesia) en la República holandesa seguía siendo voluntaria y no obligatoria, la excomunión era la sentencia más severa que decretaban estos tribunales eclesiásticos. Sin embargo, en los países en los que el calvinismo se convirtió en la religión oficial, los tribunales eclesiásticos desplegaban un repertorio mucho más amplio de castigos. Así en St. Andrews, una pequeña ciudad universitaria de Escocia, el tribunal de la iglesia local condenó en 1593 a tres mujeres que encontraron culpables de «prostitución» a pasar dos horas expuestas en un cepo en el mercado: una había fornicado mientras recibía beneficencia, la otra la habían encontrado dos veces con la misma persona y la tercera se había acostado con más de un hombre. Al año siguiente el mismo tribunal eclesiástico sentenció a un hombre al que hallaron culpable de adulterio a ser puesto en un cepo y «arrastrado por todas las calles de la ciudad» mientras estudiantes universitarios «y otros, una gran multitud» le lanzaban «huevos podridos, basura y barro». Luego «le hundieron la cabeza varias veces» en el mar, y después le condenaron a sentarse frente a la congregación de la iglesia vestido con un saco (el equivalente calvinista al sambenito) mientras el pastor le increpaba públicamente. Finalmente, los magistrados le desterraron[16]. Estos cuatro desafortunados se encontraban entre las 90 personas que el tribunal eclesiástico de St. Andrews condenó por algún desliz moral en los años 1593 y 1594. Como solo había 4.000 habitantes en la parroquia, esto representaba una «tasa de crimen moral» anual del 1 por 100, en contraste con la tasa del 1 por 1.000 de Ámsterdam y el 1 por

250.000 de Nápoles. Los delitos sexuales eran casi tan frecuentes como las infracciones de tráfico hoy en día. Además de reprimir los errores morales o confesionales, el absolutismo religioso ayudó a redefinir el mapa confesional de Europa. En la última década del siglo XVI, el protestantismo, en alguna de sus formas, se había convertido en la religión oficial de casi la mitad del continente europeo. En 1650, la porción protestante se había reducido a una quinta parte; el resto había vuelto al catolicismo. En los dominios de los Habsburgo y en Baviera, los gobernantes, católicos militantes, persiguieron a sus súbditos protestantes hasta el punto de que en 1628 quedaban muy pocos (excepto en Hungría). En Polonia, de las aproximadamente 560 iglesias protestantes que había en 1572, quedaban solo 240 en 1650. En Francia la corona prohibió a los protestantes buscar nuevos conversos a partir de 1598, les retiró sus privilegios políticos en 1629 y en 1685 les ordenó que se convirtieran al catolicismo o se fueran. Es cierto que la Iglesia calvinista obtuvo algunas conquistas a principios del siglo XVII –Hesse-Kassel en 1604, HolsteinGottorp en 1610–, pero fueron victorias sobre luteranos, no sobre católicos, y no podían equipararse ni de lejos a las enormes conquistas hechas por la Iglesia romana. Los católicos también lograron algunos triunfos sobre la iglesia ortodoxa. En 1596 un grupo de clérigos ortodoxos de Polonia y Lituania acordaron en el sínodo de Brest-Litovsk reconocer la supremacía papal, sin por ello renunciar a su propia liturgia (la iglesia uniate). En 1631 en la ciudad de Kiev en Ucrania (que no había firmado la Unión de Brest), el arzobispo Pedro Mohila fundó un colegio teológico inspirado en el modelo jesuita en el que el los profesores, algunos de ellos de formación jesuita, enseñaban en latín y utilizaban libros de texto adaptados de obras de teólogos occidentales. En 1645 se imprimió en Kiev un breve catecismo ortodoxo, basado en el catecismo latino de Canisius, que pronto se convirtió en el texto básico. La revuelta de Ucrania contra Polonia en 1648 y su subsiguiente unión con Rusia hizo que estas reformas de inspiración católica se extendieran por el este: en 1649 se publicó en Moscú una nueva edición del catecismo de Kiev y una escuela privada que enseñaba latín y griego abrió sus puertas[17]. Fueron muchas las razones del resurgimiento del catolicismo romano: en primer lugar su capacidad para presentar, bajo la dirección del papa, un

frente unido. Aunque, ciertamente, se produjeron divisiones internas –la más importante de las cuales fue la querella entre jansenistas y jesuitas–, al menos hasta la década de los cuarenta del siglo XVII las disputas se mantuvieron dentro de ciertos límites y tendieron a involucrar únicamente a teólogos. Los protestantes, por el contrario, se enfrentaron violentamente entre ellos. Anteriormente había habido una notable cooperación entre los diferentes credos protestantes: en Alemania, muchos pastores ofrecían servicios tanto luteranos como calvinistas, según lo exigiera el régimen local; mientras que en Polonia los luteranos y los calvinistas utilizaban a veces el mismo edificio (y compartían el mismo coro y acólitos), celebrando las misas en distintos momentos del día. Sin embargo, los intentos de alcanzar una mayor unión fracasaron. La Confessio Bohemica, que pretendía unir a los calvinistas, los luteranos, los hermanos bohemios y los husitas de la corona de Bohemia (1575, renovada en 1608), lograron solo un éxito limitado; y la Unión de Thorn (1595) entre luteranos, calvinistas y hermanos bohemios resultó un fracaso. En el oeste, aunque los calvinistas de Alemania, Ginebra, la República holandesa, Escocia e Inglaterra asistieron al sínodo de Dordrecht en 1618, la asamblea, contra lo que cabría esperar, censuró las opiniones luteranas y expulsó a 300 de sus propios pastores por mantener opiniones divergentes (véase cap. IV, «2. Los Países Bajos divididos»). Muchos luteranos odiaban a los calvinistas aún más que a los católicos. Matthias Hoë von Hoënegg, capellán del elector Juan Jorge de Sajonia (al que llamaban «el príncipe más luterano»), publicó una serie de agresivos panfletos con títulos tan intolerantes como Un sólido, justo y ortodoxo desprecio a los papistas y calvinistas (1601) o Una importante (y en estos tiempos muy necesaria) discusión sobre si es mejor transigir con los católicos… que con los calvinistas y por qué (1620). Estos incesantes y desatados enfrentamientos y riñas que se produjeron entre los diversos credos reformados, y también entre miembros de una misma doctrina, llevaron a muchos destacados hombres y mujeres a cambiar sus creencias protestantes por el catolicismo. Es cierto que los sobornos y pensiones del gobierno, «los honores y el estómago» como los llamó sarcásticamente sir Henry Wotton, facilitaron muchas conversiones; pero muchos «conversos» mencionaron que las divisiones internas de los protestantes eran uno de los principales motivos por los que habían

cambiado de credo. Como Wotton predijo, también de forma despectiva: «Con tantas discusiones acaloradas las iglesias acabarán quemándose»[18]. Mientras tanto el sistema católico se esforzaba en hacer que sus enseñanzas fueran más atractivas para la nobleza europea. En Francia, Pierre de Bérulle (1575-1629), quien se describió a sí mismo en cierta ocasión como «el confesor de los ricos», introdujo nuevas órdenes religiosas expresamente para nobles píos (los oratorianos) y para nobles devotas (las carmelitas). Otras órdenes nuevas combinaban unos simples votos con una dedicación a la ayuda social (como las ursulinas, fundadas en la última década del siglo XVI, que abrieron escuelas para chicas en muchos de sus conventos). En Polonia, un tercio de todos los libros impresos durante el siglo XVII eran panegíricos para la aristocracia, y cuatro quintas partes de estas publicaciones estaban escritas por sacerdotes. Algunos afirmaban que el diablo respetaba el estatus superior de los nobles, por lo que cualquier castigo sería administrado discretamente en zonas apartadas del infierno, y que Dios se comportaba como un monarca constitucional que siempre se dejaba aconsejar por su dieta celestial antes de tomar ninguna decisión. La Iglesia llegó a establecer una oficina de censura especial para expurgar cualquier obra escrita por cualquiera de sus miembros que pudiera ofender a los magnates. No es de sorprender que los nobles volvieran en tropel al rebaño católico. En 1570 Polonia tenía 59 senadores laicos no católicos (miembros de la cámara alta de la Dieta), pero en 1630 solo tenía 6. Los nuevos conversos desterraron a los pastores y cerraron las iglesias protestantes que había en sus dominios, además de apoyar en la Dieta una legislación dirigida contra los grupos reformados. La iglesia católica también le dedicó gran atención a los gobernantes. En tribunales estratégicamente situados, como los de Múnich y Viena, miembros elocuentes y modélicos de las órdenes religiosas crearon escuelas para la aristocracia, seminarios para el clero y misiones espirituales para los legos. Lo más significativo fue que se convirtieron en los confesores de monarcas y ministros, por lo que a menudo lograron alcanzar una gran influencia política. En su lecho de muerte, en 1598, Felipe II de España le aconsejó a su hijo que antes de emprender cualquier acción importante, la compartiera con su confesor. Felipe III le obedeció escrupulosamente. Se han conservado seis gruesos volúmenes de documentos que el rey y su confesor se intercambiaron en tan solo dos años: el confesor revisó y

comentó 285 documentos estatales que le fueron enviados en 1609, y 317 en 1610. Claudio Acquaviva, general de la Compañía de Jesús, publicó en 1602 un manual que explicaba a los confesores de los príncipes cómo debían animarles a seguir políticas apropiadas. Unos años después, el tratado del cardenal Roberto Bellarmino, Del deber de un príncipe cristiano, dedicado al príncipe Ladislao de Polonia, insistía en que todo gobernante respondía directamente ante Dios, el papa y su confesor. Las autoridades de Roma mantenían asidua correspondencia con los confesores situados en lugares estratégicos. El jesuita Wilhelm Lamormaini, confesor del emperador Fernando II (1624-1637), recibía varias cartas de Roma todas las semanas y sus respuestas contenían predicciones y consejos además de noticias. En 1624, por ejemplo, Lamormaini afirmaba: «Se pueden esperar grandes cosas de este emperador y puede que incluso toda Alemania [pueda] ser reconducida a la vieja fe, siempre que [el papa y el emperador juntos] asuman esta tarea vigorosamente y persistan en ella hasta el final»[19]. Lamormaini conocía bien a su emperador. Nacido en 1578, educado en la universidad jesuita de Ingolstadt y conocedor de cinco lenguas, Fernando poseía compromiso, energía e inteligencia. También mostraba una devoción poco común, asistía a misas a todas horas del día y de la noche, veneraba reliquias, realizaba peregrinaciones. Tanto en su etapa de archiduque, como en la de emperador (a partir de 1619), Fernando entendió la política como un arma para ganar la batalla entre católicos y protestantes y trabajó para reducir el poder de los «herejes» en sus dominios austriacos. En 1624 hizo la solemne promesa de «comprometerse a hacer todo lo que le permitieran las circunstancias» para impulsar la causa católica y a esto siguió el Edicto de Restitución (véase cap. VI, «2. Gustavo Adolfo y Wallenstein»). Para aumentar el poder de la iglesia de Roma, tanto dentro como fuera de sus estados, Fernando, como otros gobernantes católicos de su época, empleó todos los recursos que le ofrecía el absolutismo político.

3. EL ABSOLUTISMO POLÍTICO Los inicios de la Edad Moderna presenciaron una revolución en la escala y la naturaleza del gobierno en Europa. La burocracia de la corona francesa

pasó de tener unos 4.000 funcionarios en 1515 a tener más de 46.000 en 1665 y, al mismo tiempo, la cantidad de documentos que manejaban creció prodigiosamente. Se han conservado copias y actas de unas 18.000 cartas de la oficina del ministro francés de la guerra entre 1636 y 1642. «En ocasiones escribía a Monsieur de Bullion [ministro de Hacienda] hasta seis veces al día», recordó con nostalgia el ministro tiempo después. La situación era muy parecida en Castilla, donde 14 consejos centrales engendraban montañas de papel de las que el rey había de ocuparse. Según un embajador, que escribió hacia el final del reino de Felipe II: Alguien digno de crédito que frecuenta sus aposentos privados me ha informado de que el rey no está nunca ocioso, pues aparte de su deseo de leer personalmente toda la correspondencia que entra y sale en relación con todos los temas, de los embajadores y ministros de sus amplios dominios… escribe cada día de su propio puño y letra más de quinientos pliegos de papel, entre memorandos, consultas y órdenes, que constantemente envía a sus consejeros, jueces, secretarios y ministros, e incontables otros asuntos secretos que maneja con otros individuos. Es difícil de creer la cantidad de tiempo que ocupa firmando cartas, licencias, patentes y otros asuntos de gracia y justicia: algunos días llegan a ser 2.000 [documentos].

Según un espía inglés, el escribir era la «ocupación habitual» de Felipe «y de ese modo despacha más trabajo que tres secretarios, y así, con su pluma y su monedero, gobierna el mundo»[20]. Algunos gobernantes de la generación siguiente mantuvieron esta tradición. Enrique IV de Francia (1589-1610) añadía frecuentemente posdatas con su torpe letra cursiva a las cartas de sus secretarios y comprobaba personalmente las cuentas públicas que preparaban sus consejeros financieros. El duque Maximiliano de Baviera (1595-1651) fue aún más concienzudo. En una carta confidencial de 1611, decía: Cuido de mis asuntos yo mismo y compruebo mis cuentas yo mismo… La grandeza y la reputación no dependen del gasto, sino del gasto adecuado y del ahorro, de modo que lo poco haga mucho, y de unos cientos se conviertan en unos miles y unos miles en unos millones… Un príncipe [que no haga esto] no tendrá ni autoridad ni reputación; y aquellos que carezcan de esto se enfrentarán a la inestabilidad popular[21].

Durante la Guerra de los Treinta Años, Maximiliano extendió su estilo personal de gobierno a sus ejércitos. Exigía informes diarios a sus generales, dictaba las estrategias que debían seguir y les prohibió terminantemente luchar batallas sin su permiso expreso.

Muchos contemporáneos despreciaban a los gobernantes que pasaban tanto tiempo en sus mesas de trabajo. Un cortesano de Felipe II expresó así su disgusto: Durante años, la detenida atención que su majestad le dedica a los asuntos más triviales es algo que debe lamentarse, pues cuando un hombre encuentra cosas que hacer para evitar el trabajo, lo llamamos pasatiempo; pero cuando trabaja para encontrar cosas que hacer, no se le puede dar el nombre que merece. Aunque el cerebro de su majestad debe ser el mayor del mundo, como el de cualquier otro hombre es incapaz de organizar la multitud de sus asuntos si no hace alguna división entre aquellos que ha de tratar personalmente y aquellos que puede evitar delegándolos a otros. Pero su majestad no hace esta distinción… En vez de eso no se desentiende del todo de nada y toma de todos el material que debería delegar (que tiene que ver con individuos y detalles) y esto hace que no se concentre en lo general e importante porque encuentra estos detalles demasiado agotadores[22].

El crecimiento exponencial del gobierno de principios de la Edad Moderna produjo una crisis para los monarcas porque coincidió con un cambio significativo en la sociedad de la corte. Los burócratas codificaban y embellecían el ceremonial de la corte, restringían el acceso al rey y a su familia, y exigían una conformidad cultural y de comportamiento. Con el fin de mantener la magnificencia real, hasta las funciones más básicas se ritualizaron y, en consecuencia, se prolongaron: debe parecer que el monarca no hace nada con prisas. Más de la tercera parte del Basilicon Doron de Jacobo VI y I, un libro de consejos para su hijo y heredero publicado en 1597, trataba de «los deberes del rey en cuanto a comportamiento»: cómo había de comer, vestirse y actuar en todo momento. No decía nada sobre cómo tratar con el parlamento u obtener préstamos. Muchos monarcas buscaron una escapada temporal de la prisión del ceremonial de la corte. Felipe IV de España escribía poemas y traducía libros de historia extranjeros. También asistía regularmente al teatro y, al principio de su reinado, deambulaba de incógnito por las calles de la capital. Luis XIII de Francia componía y tocaba música para ballet y laúd; Segismundo III de Polonia pintaba; Jacobo VI y I escribió y publicó una docena de libros. Todos dedicaban también muchas horas a la caza y, durante la guerra, Felipe y Luis (al igual que Carlos I de Inglaterra, Cristián IV de Dinamarca y Gustavo Adolfo de Suecia) pasaron mucho tiempo con sus ejércitos.

En parte para disponer del tiempo que necesitaban para estas funciones tradicionales de la realeza, muchos monarcas de principios del siglo XVII delegaron el grueso de este cada vez más abundante papeleo a un primer ministro o «favorito». En una carta autocrítica que le escribió a su confidente, la monja María de Ágreda, Felipe IV decía: Habréis entendido la prudencia y satisfacción con que el rey don Felipe II, mi agüelo, gobernó esta monarquía, el cual, en todos tiempos, tuvo criados o ministros de quien hizo más confianza, y de quien se valió más para todos los negocios; de tal manera, que las últimas resoluciones y disposiciones siempre dejó reservadas para sí. Este modo de gobierno ha corrido en todas cuantas monarquías, así antiguas como modernas, ha habido en todos tiempos, pues en ninguna ha dejado de haber un ministro principal o criado confidente, de quien se valen más sus dueños, porque ellos no pueden por sí solos obrar todo lo necesario[23].

Su majestad exageraba. Prácticamente ningún «primer ministro o funcionario de confianza» del siglo XVII monopolizaba el poder y el patrocinio como lo hacían Lerma y Olivares en la monarquía española, Richelieu y Mazarino en Francia, Oxenstierna en Suecia y Buckingham en Inglaterra. Para lograr su magistral manejo del poder, los favoritos solían operar al margen de (o paralelamente a) los canales institucionales establecidos. La mayoría de ellos no ostentaba ningún cargo de gobierno importante (Axel Oxenstierna, canciller de Suecia, era una excepción), sin embargo filtraban el acceso al rey y el flujo de información que le llegaba a través de su persona. Crearon nuevos mecanismos y estructuras de poder bajo su control directo, normalmente dejando las instituciones existentes intactas y simplemente añadiendo un nuevo canal de gobierno. Así, unos días después de su ascensión al trono en 1598, Felipe III ordenó a todos los ministros que se comunicaran con él solo por escrito, nunca en persona, y que le enviaran los documentos a través de don Francisco de Sandoval y Rojas, duque de Lerma. Por su parte, los ministros ahora recibían las órdenes a través del favorito: se iniciaron las recomendaciones del consejo (las consultas) «En cumplimiento con lo que el rey ha ordenado a través del duque de Lerma, hemos discutido los siguientes asuntos…». Lerma también daba audiencias a diplomáticos extranjeros y se comunicada directamente con los embajadores y virreyes españoles en el extranjero. La mayoría de los favoritos también propusieron un ambicioso programa de reforma gubernamental o constitucional cuyo objetivo era restaurar la

fortuna del estado, como la Unión de Armas de Olivares (véase cap. VI, «3. El cardenal-infante») o los planes de Oxenstierna para la seguridad de Suecia y la compensación de Alemania (véase cap. VI, «2. Gustavo Adolfo y Wallenstein»). Para promover estos programas y evitar cualquier intento de independencia u oposición, los favoritos introducían una extensa red de clientes en la administración. Armand-Jean du Plessis, cardenal-duque de Richelieu, un típico ejemplo de esta política, creó un pequeño ejército de créatures (es decir, personas que había «creado»). Buscaba hombres que le fueran a ser fieles a él y solo a él sin excepción y sin reservas. No quiere a hombres que sirvan a dos amos, pues sabe muy bien que en ellos no encontrará fidelidad. Es tan difícil encontrar esta clase de hombres que si fuera necesario comprarlos, el cardenal pagaría su peso en oro[24].

Muchos de los clientes de Richelieu provenían de su tierra natal, Poitou (entre ellos su consejero personal, el padre José, autor de estas líneas). Otros eran parientes o amigos de la familia, otros eran descubrimientos personales que debían su promoción al favor del cardenal (como Julio Mazarino, que desarrolló aún más el sistema, llegando a tener, en 1661, 114 «criaturas» solo en el Ministerio de Hacienda). Estos hombres trabajaban en equipo, haciéndose favores recíprocamente e intercambiando información. Aprovechaban todas las oportunidades que se les presentaban para elogiar a Richelieu en presencia del rey y se aseguraban de que sus consejos y propuestas coincidieran con los del cardenal, ya que sabían que su supervivencia política dependía de que este conservara la confianza de Luis. Su devoción era total: cuando a una de las «criaturas» le ofrecieron la mano de una pariente de Richelieu, tras expresar su gratitud, hizo notar que carecía de importancia la pariente que se le otorgara «porque es en realidad con vuestra eminencia con quien me caso». Otros ministros-favoritos creaban redes de clientes similares. Tres cuartas partes de los consejeros de estado suecos que fueron nombrados en la primera mitad del siglo eran parientes del canciller Oxenstierna o de alguno de sus aliados políticos más cercanos. En España, a partir de 1598, Lerma llenó de empleados de su familia no solo los principales ministerios de Estado, sino también las casas tanto del rey como de la reina. Uno de ellos, su hijo, el duque de Uceda, terminó sucediéndole como favorito de Felipe III. Sin embargo, cuando Felipe yacía en su lecho de muerte, Olivares (el

favorito del heredero natural) le dijo a Uceda: «Ahora todo es mío». «¿Todo?», preguntó Uceda. «Sí, sin excepción», contestó el conde con aire de suficiencia, y cuando se produjo la sucesión de Felipe IV, los miembros del clan Guzmán sustituyeron a los Sandovales y a sus aliados[25]. Los favoritos también utilizaban propaganda impresa y visual para justificar su posición y glorificar sus logros. La obra de Lope de Vega de 1599, Las bodas entre el alma y el amor divino, que retrataba a Felipe II como Cristo (véase supra, «1. La teoría del absolutismo»), incluía al personaje de Juan Bautista, que representaba claramente al duque de Lerma. Cuando le preguntaban en la obra si era «aquel rey que los profetas prometen», el personaje inspirado en Lerma respondía: Su ángel soy… para ser de su sol sombra. Que aunque la sombra después de la luz ha de venir, soy sombra para decir que Él solo es luz y Dios es. Quien vino después de mi más fuerte es bien que se nombre; el Rey es Dios, yo soy hombre, vengo a aposentarle en ti[26].

Lerma fue el mecenas de arte más importante de su tiempo, coleccionó casi 1.500 cuadros entre 1599 y 1606 –un logro sin precedentes– y los expuso en numerosos palacios. Fue mecenas de escritores (entre ellos su pariente, fray Prudencio de Sandoval, que escribió una importante historia del emperador Carlos V en la que los miembros de la familia Sandoval tenían un papel destacado) y se convirtió en el principal mecenas del teatro español. También pagó a artistas para que representaran su poder. Rubens pintó a Lerma sobre un caballo, el primer retrato ecuestre que se hizo fuera de Italia de alguien que no era un soberano; Pantoja de la Cruz pintó retratos casi idénticos de Lerma y el rey vestidos con armadura, ambos en la misma pose y sujetando un bastón de mando. Parecían hermanos gemelos y esa era la intención. Lerma marcó un camino que siguieron otros. En el reinado de Felipe IV, Francisco de Quevedo, el escritor más brillante de la época, escribió una obra titulada Cómo ha de ser el privado que mostraba al consejero personal del rey, Valisero (un clarísimo anagrama de Olivares) como su mejor amigo y más brillante ministro. El pintor español más destacado, Diego de Velázquez, retrató repetidamente los logros de Olivares en enormes lienzos: su celebrado cuadro La rendición de Breda (Las lanzas) formaba parte de una serie de doce cuadros que celebraban los éxitos militares del ministerio de Olivares, que el favorito había encargado personalmente. El cuadro de

Velázquez La lección de equitación del príncipe Baltasar Carlos era más atrevido, en él aparecía Olivares en primer plano supervisando al joven heredero al trono mientras que el rey y la reina, en una escala mucho menor, miraban desde una ventana distante. En Francia, Richelieu también hizo que le retrataran prominentemente como el mejor amigo del rey y el ministro de mayor talento. En un grabado aparecía Luis XIII defendiéndose con un escudo que mostraba la cara de Richelieu; un cuadro representaba a Luis como el emperador romano Tito, repartiendo regalos a sus súbditos, y a Richelieu (vestido con una toga) detrás de él dirigiendo la acción; un tapiz mostraba al cardenal, vestido como Hércules, sosteniendo un enorme garrote y rodeado de enemigos derrotados. Finalmente, un grabado popular mostraba a Richelieu protegiendo la flor de lis (que representa a Francia) junto a un águila y un león (que representaban a los Habsburgo austríacos y españoles) encadenados a una columna. En este grabado aparecía la inscripción laudatoria «Peut-on assez louer cet excellent ministre» –un epigrama de doble lectura que podía interpretarse como: «¿Puede este excelente ministro ser suficientemente elogiado?» o «¿Nunca se va a sentir lo bastante elogiado este excelente ministro?»[27]. En Inglaterra, Jorge Villiers, duque de Buckingham y favorito tanto de Jacobo I como de Carlos I, hizo que Rubens le retratara en una pose inspirada en el Cristo resucitado. Se conocen 80 retratos del duque y en 6 años adquirió casi 400 cuadros. Los favoritos no eran baratos. Los ingresos anuales de Lerma pasaron de aproximadamente 20.000 escudos en 1595 (antes de llegar al poder), a 60.000 en 1599 (al final de su primer año en el puesto), a más de 250.000 en 1612 (56.000 libras esterlinas). Utilizó buena parte de su riqueza para construir, mejorar y amueblar un espléndido patrimonio: en la ciudad de Lerma, el duque creó uno de los complejos arquitectónicos más magníficos de la España del siglo XVII. También invirtió mucho dinero en la iglesia: destinó más de un millón de ducados de su fortuna a la fundación de 11 monasterios, 2 iglesias colegiadas y otras obras pías. Por su parte, los cardenales Richelieu y Mazarino utilizaron la iglesia para enriquecerse. En 1620 Richelieu recibía probablemente menos de 20.000 libras al año de todas sus fuentes de ingresos, pero a su muerte en 1642 ingresaba más de un millón de libras (100.000 libras esterlinas). Según un reciente estudio, ninguna fuente de ingresos era «excesiva o demasiado insignificante» para

Richelieu, por lo que el cardenal dejó un legado de más de 20 millones de libras; sus bienes incluían un palacio en París (que ahora es el Palais Royal), una villa con hermosos jardines en Reuil, justo al lado de la capital, además de un imponente palacio y una ciudad entera que hizo construir en Richelieu (Poitou)[28]. Las transacciones financieras de Mazarino son menos claras porque aunque llevaba un estricto control sobre sus bienes (como demuestra su correspondencia), hizo todo lo posible para esconderlos de todos los demás. Sin embargo, los registros de su banquero personal revelan que, entre 1641 y 1648, gestionó casi 8 millones de libras para el cardenal, una media de 80.000 libras esterlinas al año; y aunque, poco después, Mazarino perdió buena parte de su riqueza en la revolución de la Fronda, cuando murió en 1661 su patrimonio superaba los 40 millones de libras. Al menos Richelieu no se avergonzaba en absoluto de su insaciable afán de dinero: de hecho, lo veía como algo esencial. Sus cartas y memorias hacían eco continuamente de la opinión de Maximiliano de Baviera (véase supra), según el cual las personas sin dinero no recibían respeto, aunque fueran reyes, especialmente de los nobles, a quienes el cardenal veía como el principal obstáculo para la autoridad del gobierno. «Mantener a los nobles bajo la autoridad real es el único pivote alrededor de cual gira el Estado», afirmó en una ocasión[29]. Europa contaba con tres regiones aristocráticas diferenciadas. La primera era la de los países en los que los nobles y sus familias constituían una parte sustancial de la población total. Esto incluía a España, donde eran el 10 por 100; el Estado polaco-lituano, donde eran alrededor del 7 por 100; y Hungría, con aproximadamente el 5 por 100. En el extremo contrario, había algunos estados en los que los nobles eran el 1 por 100 o menos (a veces mucho menos): Brandeburgo, Prusia, las islas británicas, la República holandesa, Francia y Escandinavia[30]. Otros países se encontraban en algún punto entre estos dos extremos –aunque, en casi todas partes, la pródiga creación de nuevos títulos hizo que estos porcentajes se incrementaran durante la primera mitad del siglo–. En el reino de Nápoles el número de nobles con título casi se triplicó (de 118 en 1590 a 314 en 1640), mientras que en Castilla casi se duplicó (de 119 en 1598 a 229 en 1621), con Jacobo I y Carlos I llegó a haber más del doble de lores (de 56

en 1603 a 126 en 1628) y los irlandeses casi cuadriplicaron su número (de 29 en 1603 a 99 en 1640). Nuevos o viejos, la mayoría de los lores consideraban que tenían un triple rol político. En primer lugar, creían que debían ayudar al rey a gobernar; en segundo lugar, deseaban conservar la santidad de las leyes; y, en tercer lugar, intentaban llevar a la atención del rey las opiniones e intereses de sus dependientes. Las innovaciones burocráticas de principios del siglo XVII frustraron estos objetivos. Los ministros-favoritos, que intentaban concentrar todo el poder del gobierno en sus propias manos, invocaron las doctrinas del «absolutismo» para argumentar que la «necesidad» debía estar por encima de la ley en casos de emergencia (como la guerra) e intentaron monopolizar la atención del rey para favorecer las opiniones e intereses de sus propios dependientes. Animaban a los nobles a que recibieran una educación profesional y pudieran así ser «útiles» –tanto Richelieu como Olivares crearon academias para nobles con este fin–, pero pocos nobles ingresaron en ellas. Los nobles se inquietaban a medida que la recesión y los impuestos de guerra empezaban a consumir sus recursos, haciendo que aumentaran sus grandes deudas, y algunos hipotecaron la mitad de los ingresos de sus propiedades para pagarlas. Su supervivencia económica dependía ahora del favor real –la cesión de un cargo estatal lucrativo o una declaración real que suspendiera sus obligaciones de pago o redujera las tasas de interés de sus préstamos–, es decir, de la benevolencia del favorito y su equipo en la corte. Lo sucedido en Escocia durante el mandato de Carlos I es un clásico ejemplo de cómo el desprecio a la nobleza en tiempos de dificultades económicas podía conducir a la rebelión. Las demandas de impuestos del estado se dispararon de 200.000 libras escocesas en 1600-1609 a 4.000.000 libras escocesas (333.000 libras esterlinas) en 1630-1639, en un momento en el que el comercio menguaba y las cosechas fallaban, sumiendo a muchos terratenientes escoceses en profundas deudas. En 1637 el conde de Lothian le envió una queja urgente a su padre, que entonces residía en la corte de Carlos I: La tierra ha sido hierro en esta zona… y los cielos han sido bronce este verano, la cosecha ha sufrido hasta este momento unas inundaciones, unas riadas y unos vientos, que nadie recuerda nada parecido. Esto ha sacudido y podrido y arrastrado el poco maíz que crecía, por lo que cualquiera que no sea ciego puede ver que sin duda se ha producido un juicio sobre esta tierra.

Además en ella no queda ningún tipo de moneda, por lo que los hombres que están endeudados no pueden conseguir dinero para pagar a sus acreedores y los pocos que tienen dinero se lo guardan para ellos mismos, para gozar de una gran ventaja en esta penuria y necesidad. Así que, por lo que a mí respecta, si su señoría no convence a su señor tesorero para que pague los retrasos de vuestra pensión, creo que en poco tiempo me veré forzado a huir y dejar que los acreedores me atrapen, pues no puedo hacer lo imposible.

Aunque los retrasos de las pensiones quedaron sin pagar, lord Lothian no «huyó»: antes de que acabara el invierno se había unido a la oposición contra el gobierno y había firmado el National Covenant. Aunque se oponía «como otros nobles» a la política religiosa de Carlos, que quería imponer la liturgia inglesa y el libro de oraciones inglés en Escocia, al final fue el desesperado estado de sus libros de contabilidad lo que le convirtió en un rebelde. En 1640, el conde y sus colegas del convenio derrotaron en combate a las fuerzas de su soberano y le impusieron unas condiciones humillantes[31]. Despertar la animosidad de la nobleza era siempre muy arriesgado por la gran experiencia y los muchos recursos militares que tenían los lores. María de Médicis se atrevió a desafiar a su hijo Luis XIII en 1619-1620 (véase cap. IV, «1. La recuperación de Francia»), sobre todo porque había podido aliarse con Jean-Marie de la Valette, duque de Épernon y «coronel-general de la infantería de Francia», que se había aprovechado de su posición para reunir suficientes armas para equipar a 10.000 soldados de infantería y 600 de caballería, y para conseguir el apoyo de la mayoría de los oficiales de cinco de los seis regimientos de infantería del ejército real permanente. Muchos de ellos abandonaron sus puestos y se unieron a la rebelión de María cuando Épernon se lo pidió. Por toda Europa, cuando el inicio de una guerra obligaba a los estados a reclutar más tropas, solo podían hacerlo con la colaboración de los nobles que encargaban a parientes y clientes que reclutaran soldados en sus propias localidades, a menudo entre sus propios vasallos. En un intento de evitar esta dependencia de sus propios nobles, Richelieu (como la mayoría de los hombres de Estado de Europa) reclutó a un gran número de regimientos extranjeros. Sin embargo, estos también eran reclutados y dirigidos por nobles, por lo que en ellos había una gran proporción de parientes, clientes y vasallos de su coronel. La mayoría de los oficiales del regimiento de Dillon del ejército francés se apellidaban Dillon, del mismo modo que la

mayoría de los oficiales y soldados del regimiento enviado por sir Donald Mackay para servir a Cristián de Dinamarca en la década de los veinte del siglo XVII se apellidaban Mackay (o Monro, otra rama de la dinastía de los Mackay), y la mayoría de los oficiales y muchos de los hombres del regimiento irlandés de O’Neill en el ejército de los Países Bajos españoles eran O’Neills. El regreso de muchos de estos exiliados para luchar en la guerra civil de Gran Bretaña e Irlanda después de 1638 inclinó la balanza militar. Al animar a los monarcas a tratar a los nobles sin miramientos, los ministros que habían puesto su fe en la doctrina del absolutismo corrieron graves riesgos, especialmente en un momento en el que la guerra, y no la paz, era el estado normal de buena parte de Europa.

4. EL ESTADO Y LA GUERRA Muchos escritores del renacimiento consideraban que su mundo era más grande y mejor que nada que el pasado pudiera ofrecer y en ocasiones pensaban que los héroes de la Antigüedad habrían sido tristes fracasos como hombres del Renacimiento. «Debemos confesar», escribía el general inglés sir Roger Williams en 1590, que Alejandro, César, Escipión y Aníbal son los guerreros de mayor valor y renombre que jamás ha habido; no obstante, no tengáis ninguna duda de que, si hubieran conocido la artillería, nunca habrían arremetido contra las ciudades con arietes, ni habrían conquistado países con tanta facilidad si hubieran estado fortificados como lo están Alemania, Francia y los Países Bajos[32].

En el campo militar, por lo menos, esta hipérbole característicamente renacentista estaba totalmente justificada: la realidad militar del siglo XVI era, sin duda, mucho más compleja que la de los tiempos clásicos. Tres importantes innovaciones –el desarrollo de las fortalezas de artillería, de buques de guerra que disparaban andanadas y de las descargas de fuego de la infantería– produjeron una «revolución militar». En el transcurso del siglo XVI los ingenieros militares desarrollaron un nuevo sistema de fortificaciones de muros bajos y gruesos protegidos por una serie de bastiones angulares y puestos de avanzada dispuestos en forma de estrella. Cuando se encontraban en buen estado y contaban con una cantidad suficiente de armamento pesado y una guarnición adecuada para

su defensa, estas posiciones pocas veces podían tomarse por asalto: para conquistarlas era necesario un asedio completo, un gran ejército, tiempo y dinero. Las fortalezas de artillería (conocidas como fortalezas de «estilo moderno» en Italia y de «estilo italiano» en el resto del mundo) aparecían, por lo tanto, siempre que hubiera amenaza de guerra: en el norte de Italia, en Hungría, alrededor de las fronteras de Francia. En los Países Bajos, cuando comenzó la revuelta holandesa en 1572, 12 ciudades ya se habían convertido en fortalezas de artillería y los muros de otras 18 se habían sido parcialmente reconstruidos al estilo italiano. En 1648, cuando la revuelta terminó, los Países Bajos españoles disponían de 28 fortalezas de artillería y de 27 ciudades más con muros parcialmente modernizados; mientras que las provincias de Holanda y Utrecht en la República holandesa, que en 1572 poseían únicamente una fortaleza de artillería y 3 ciudades más con uno o dos bastiones, en 1648 tenían 13 fortalezas y 14 ciudades con bastiones. Para tomar cualquier fortaleza importante era necesario un enorme esfuerzo: cuando el ejército holandés rodeó ’s-Hertogenbosch (Bolduque) en 1629, se construyeron más de 40 kilómetros de obras de asedio y la operación duró casi cuatro meses. Los sitios fueron la mayor empresa de ingeniería de la época. También dictaron la forma de actuar en la guerra. Un escritor bélico inglés comentó en 1632: «Las acciones de las guerras modernas consisten principalmente en sitios, asaltos, ataques súbitos, escaramuzas, etc., y se permiten muy pocas batallas». Poco después, un colega suyo volvió a incidir en el tema: «Ahora las batallas no deciden los enfrentamientos nacionales y no exponen a los países al pillaje de los conquistadores, como antes; pues hacemos la guerra más como los zorros, que como los leones; y hay 20 asedios por cada batalla». El arquitecto militar más destacado del siglo XVII, el francés Sébastien Le Prestre de Vauban, expresó este hecho de forma aún más contundente: El ataque sobre las fortalezas se ha considerado siempre, justamente, uno de los elementos más esenciales del arte de la guerra. Pero desde que el número de fortalezas ha aumentado hasta el extremo de que ya no se puede entrar en territorio enemigo sin encontrarse con muchas ciudades fortificadas, su importancia ha aumentado hasta tal punto que se puede decir que hoy es la única forma de conquista y conservación. Ganar una batalla le da al vencedor un control provisional del campo, pero solo tomar las fortalezas le da el país entero… Una guerra de asedios expone menos al Estado y asegura mucho mejor las conquistas. Es hoy, por lo tanto, la forma más común de guerra en los Países Bajos, España e Italia, donde indudablemente las guerras se llevan a cabo con más sofisticación y disciplina que en ningún otro lugar del mundo.

En Alemania, las batallas tienen un papel más importante porque el país está más abierto y hay menos fortalezas[33].

Vauban tenía razón. En zonas que carecían de una buena defensa de fortalezas de artillería, la destrucción de un importante ejército solía llevar a la rendición de numerosas ciudades. Durante la Guerra de los Treinta años, la batalla de Breitenfeld en 1631 entregó la mayor parte de Alemania central a los vencedores protestantes y, tres años después, la victoria de los católicos en Nördlingen hizo que casi todas las guarniciones protestantes del sur de Alemania se rindieran o se retiraran. Sin embargo, respecto a los Países Bajos, donde pocas ciudades importantes carecían de fortificaciones modernas, Vauban comentó: Una batalla perdida… suele tener pocas consecuencias, pues la persecución del ejército derrotado dura solo dos, tres o cuatro leguas, porque las fortalezas vecinas del enemigo detienen a los vencedores y ofrecen refugio a los vencidos, salvándoles de la destrucción total[34].

La construcción de fortalezas de artillería se extendió por toda Europa: a Escandinavia, gracias a las tensiones entre Cristián IV de Dinamarca y sus vecinos; a la península ibérica tras el inicio de las revueltas internas en 1640; a Inglaterra e Irlanda cuando estalló la guerra civil en 1641-1642. En 1656 el estadista holandés Johan de Witt desdeñó el violento enfrentamiento que se estaba produciendo entre Suecia y Polonia porque «en esa guerra, tan salvaje y desenfrenada, hay mucho menos que aprender que en otras, donde la fortificación y el asedio se practican mejor»[35]. Sin embargo, la campaña sueca de ese año se detuvo ante la fortaleza de Zamosc, justo en el momento en el que la guerra ruso-polaca de 1632-1634 dependía del control de los bastiones que rodeaban Smolensk. El estilo bélico occidental, con su preferencia por los métodos de capital intensivo, frente a los de trabajo intensivo, fue imponiéndose gradualmente: por toda Europa, los sitios eclipsaron a las batallas en importancia y las guerras se eternizaron. Mientras tanto, la artillería pesada revolucionaba la guerra en el mar. Uno detrás de otro, los estados de la Europa atlántica empezaron a construir barcos especialmente diseñados para la guerra que disponían de artillería de gran calibre a varias alturas. A finales del siglo XVI algunos de estos buques arrastraban más de 1.000 toneladas y cargaban con 30 o 40 grandes cañones. En 1596, cuando 17 buques de guerra ingleses navegaron hasta

España y tomaron el puerto de Cádiz, dispararon casi 4.000 series de cañonazos y utilizaron más de 550 toneladas de pólvora, la mayor parte la utilizaron el día que tomaron la ciudad. Esto definió el estilo de la guerra naval europea durante dos siglos y las otras naciones del Atlántico europeo se apresuraron a ponerse al día. Las numerosas batallas que se lucharon en el mar del Norte a mediados del siglo XVII emplearon flotas de 100 o más buques construidos expresamente para la guerra. Estos buques se disponían en líneas opuestas de varios kilómetros de largo y se atacaban disparándose miles de cañonazos. La tercera innovación revolucionaria que se produjo en la estrategia militar de la época, la idea de utilizar a la infantería para disparar «andanadas» en batallas de tierra, tiene su origen en los Países Bajos. Los libros de Justus Lipsius (véase supra, «1. La teoría del absolutismo») elogiaban la disciplina y tácticas del ejército romano y en sus clases y luego en su correspondencia animó a su alumno Mauricio de Nassau, el líder de la República holandesa, a estudiar tratados militares romanos. Poco a poco, Mauricio y su primo Guillermo Luis se dieron cuenta de que el ejercicio de lanzamiento de jabalinas en filas cerradas que describían Eliano y otros escritores romanos se podía adaptar para uso de los mosqueteros. En la última década del siglo XVI, por lo tanto, empezaron a alinear la infantería del ejército holandés en filas en lugar de cuadros. Otro libro de Lipsius, De militia romana (1595), ofrecía más información sobre el sistema militar romano[36]. En la mayoría de las batallas del siglo XVI se enfrentaban densas columnas de lanceros, que empujaban las puntas de sus armas hacia las caras de los soldados del otro bando; y, como en una melé de rugby, el peso y el impacto solían decidir el resultado. A partir de 1590 el ejército holandés redujo el número de lanceros y en su lugar dispuso a los mosqueteros en hileras, disparando a sus enemigos en una secuencia en la que cuando la primera fila se retiraba para recargar, la siguiente le sustituía y así sucesivamente. Esta táctica podía detener a las formaciones de lanceros del enemigo, e incluso ataques de la caballería, pero necesitaba a muchos más hombres en combate personal y, por lo tanto, requería mayor coraje, habilidad y disciplina de cada uno de los soldados. También ponía gran énfasis en la capacidad de unidades tácticas enteras para realizar los movimientos necesarios para disparar descargas rápidas y simultáneas.

Mauricio y Guillermo Luis de Nassau descubrieron que la instrucción resolvía ambos problemas. Aunque los «ejercicios» de la infantería holandesa al principio provocaban la hilaridad de los oficiales y espectadores, este tipo de instrucción pronto se extendió. Los manuales militares ilustrados explicaban cómo entrenar a grandes conjuntos de hombres para disparar y cargar sus mosquetes al unísono. El primer libro que lo hizo fue la obra de Jacob de Gheyn Ejercicio de armas para arcabuces, mosquetes y lanzas de acuerdo con las órdenes de su excelencia, Mauricio, el príncipe de Orange, publicada por primera vez en holandés en 1607 y rápidamente traducido al danés, al inglés, al francés y al alemán. Estas tres innovaciones transformaron la guerra en Europa tanto en el mar como en la tierra; también iniciaron una carrera armamentística. Aparte de la construcción de fortalezas de artillería con forma de estrella de diseño cada vez más complejo a lo largo de todas las fronteras vulnerables –una especie de «star wars»–, se produjo un rápido aumento del número de soldados que mantenían los estados. A partir de mediados del siglo XVI la monarquía española tenía a unos 150.000 hombres en diversos escenarios de batalla, lo cual obligó a otros estados a hacer lo mismo. El ejército holandés mantuvo a más de 100.000 hombres durante la mayor parte de la década de los treinta; Gustavo Adolfo capitaneó a 120.000 soldados en 1632; Francia intentó movilizar a más de 200.000 hombres en 1639. Cuando la Guerra de los Treinta Años terminó en 1648, había unos 70.000 soldados imperiales enfrentados a unos 130.000 soldados enemigos (más de la mitad de los cuales eran suecos); al mismo tiempo, en Gran Bretaña e Irlanda, las diferentes fuerzas que luchaban en las guerras civiles sumaban más de 100.000 hombres. Una buena parte de estos soldados formaron parte de tropas permanentes. Los Habsburgo españoles mantenían un regimiento en cada una de sus posesiones italianas –Sicilia, Cerdeña, Nápoles y Milán– y los usaban como «fuerza de reacción rápida». Cuando en 1618 se desencadenaron los disturbios en Bohemia, las primeras tropas españolas que llegaron al auxilio del archiduque Fernando provenían de estas guarniciones italianas. Los Habsburgo austriacos también mantuvieron regimientos permanentes a lo largo de la frontera de Hungría y Croacia con el Imperio otomano. Cada una de esas fuerzas permanentes requería su propia red de instituciones militares y servicios complementarios: tribunales judiciales, atención

médica (a veces con hospitales especiales de formación y unidades móviles permanentes de cirugía de campaña) y capellán, además de los evidentes servicios de tesorería, secretariado, intendencia y avituallamiento. El desarrollo de la administración militar fue un poderoso estímulo para el crecimiento burocrático en Europa. También tuvo que ver el hecho de que en la primera mitad del siglo XVII hubiera pocos años de paz: si tomamos en consideración la totalidad del continente, no hubo ningún año en el que no se produjeran enfrentamientos. Polonia tuvo únicamente 15 años de paz, Francia solo 14 y la República holandesa solo 11. España, si se cuentan sus esfuerzos por defender las posesiones de ultramar de piratas e intrusos, no vivió ningún momento de paz (véase la figura 5). Figura 5. Guerra y paz en Europa, 1598-1650

El aumento de la beligerancia, junto con el creciente tamaño de los ejércitos y la necesidad de construir más y mayores fortalezas de artillería, tuvo como consecuencia lógica el aumento del gasto en defensa. La inflación general del periodo también acrecentó el coste de una guerra. Según escribió un administrador militar español en 1596:

Si se compara el coste presente de las tropas que sirven en los ejércitos y navíos de su majestad [Felipe II] y el coste de las del emperador Carlos V [fallecido en 1558], se verá que, para un número igual de hombres, hoy se necesita tres veces más dinero del que se solía gastar entonces.

Gracias a la prevalencia de los sitios, en cada campaña los sueldos de los ejércitos también debían pagarse durante mucho más tiempo. Como escribió en 1605 el teórico político italiano Giovanni Botero: «[Hoy en día] la guerra se alarga lo más posible y el objetivo no es aplastar, sino cansar; no es derrotar, sino desgastar al enemigo. Esta forma de guerra depende totalmente del dinero». O, según decía otro ministro español en un epigrama ese mismo año: el que se quede con el último escudo ganará[37]. El «último escudo», no obstante, podría ser difícil de encontrar. Pocos estados de inicios de la Edad Moderna iban a la guerra con el tesoro lleno: Enrique IV en 1610, Maximiliano de Baviera en 1619 y Cristián de Dinamarca en 1625 fueron las excepciones, y sus fondos para la guerra tampoco duraron mucho. Podía venir alguna ayuda de potencias extranjeras simpatizantes (Francia, por ejemplo, subvencionó tanto a la República holandesa como a Suecia en sus guerras contra los Habsburgo), pero normalmente los gobiernos financiaban las numerosas guerras por medio de préstamos. La mayoría de los estados del siglo XVII disfrutaban solo de un acceso limitado a los préstamos. Los banqueros normalmente exigían una garantía específica a cambio de sus préstamos, como los rendimientos de un impuesto futuro, más un interés; pero pocas veces aceptaban una amortización que dependiera de los rendimientos de un impuesto a más de tres años vista, por alto que fuera el interés. Por lo tanto, los gobiernos crearon nuevos impuestos específicamente para pagar sus préstamos. Solo esto explica las grandes tasas que se impusieron sobre los productos exportables de un país cuando cualquier otra consideración económica hubiera favorecido la estimulación de la producción a través de la reducción de impuestos. Esto también explica por qué los gobiernos seguían exigiendo impuestos aunque hubiera un alto riesgo de que estos provocaran resistencia (véase cap. I, «2. Ricos y pobres»). Con el tiempo, sin embargo, en cualquier guerra que se prolongara, los banqueros se volvían reticentes a prestar más, o bien porque no podían encontrarse nuevos impuestos lucrativos, o porque la intranquilidad de los contribuyentes ponía en peligro

los ingresos. Cuando todos los ingresos presentes y futuros habían sido asignados a la devolución de préstamos pasados, a los gobiernos no les quedaba dinero para continuar la guerra. Esto solía tener dos consecuencias. En primer lugar, se emitían órdenes para llegar a acuerdos de paz a casi cualquier precio (como hicieron España en 1607 y Francia en 1648: véanse cap. 4, «2. Los Países Bajos divididos», y cap. VII, «5. El fin de la Guerra de los Treinta Años»). En segundo lugar, el Estado se declaraba en bancarrota, como hizo la tesorería castellana en 1596, 1607, 1627, 1647 y 1653; y como hizo la francesa en 1598 y 1648. La «bancarrota» congelaba todos los contratos de préstamo existentes, liberando así los impuestos que se habían destinado a su pago, cuyos beneficios volvían ahora al tesoro, permitiendo a los estados sobrevivir mientras negociaban con sus acreedores. Pasado un tiempo, la mayoría de los banqueros aceptaban que sus préstamos a corto plazo y alto interés se convirtieran en bonos de bajo interés (que inmediatamente pasaban a sus propios acreedores) y entonces el ciclo de pedir préstamos a corto plazo a cambio de impuestos volvía a empezar. La única excepción a esta destructiva dinámica se produjo en la República holandesa, donde las provincias que la constituían financiaron sus guerras principalmente a través de la venta de bonos y anualidades, en los que los ingresos de impuestos tan solo garantizaban el pago de los intereses. Gracias a la prosperidad de la economía holandesa, las tasas de interés bajaron del 8 por 100 anual en 1600, al 5 por 100 en 1640 y al 4 por 100 en 1655, por lo que buena parte del rendimiento de los impuestos pudo utilizarse para el presupuesto de defensa. A principios de la década de los cuarenta casi el 90 por 100 de los ingresos totales de la República (casi 2,5 millones de libras esterlinas) se dedicaron a la guerra y solo el 4 por 100 se dedicó a pagar las deudas. Esto hizo que el gobierno holandés pudiera pagar a su ejército y a su armada con regularidad, de hecho, en 1620, viendo que estaba a punto de estallar una guerra, pagaron un mes de sueldo por adelantado. La estructura de las finanzas militares era muy distinta en otros lugares. Otros ejércitos europeos de principios de la Edad Moderna tenían que arreglárselas en gran medida por sí mismos. En 1626, Alberto de Wallenstein dijo que necesitaba de su patrón, el emperador Fernando II, «un par de millones de táleros al año para seguir con esta larga guerra», aunque

su ejército costaba al menos 12 millones de táleros (2.600.000 libras esterlinas) al año[38]. La clave no estaba en conseguir el dinero, sino los bienes que necesitaban los soldados. La forma más simple de hacer esto era por medio del saqueo: cuando tomaban una ciudad enemiga o pasaban a través de territorio enemigo, las tropas cogían directamente lo que querían (y podían llevarse con ellos). Sin embargo, en una guerra larga resultaba un método demasiado destructivo e impredecible, por lo que los ejércitos desarrollaron un «sistema de contribución»: un impuesto regular que debían pagar comunidades circundantes. Bajo la amenaza de violencia en caso de negativa los representantes civiles y militares establecían conjuntamente las cantidades de comida, ropa, alojamiento, municiones y transporte con las que cada comunidad debía «contribuir». A cambio, la comunidad recibía cartas de protección y a veces una guarnición, para asegurarse de que ningún otro ejército competía por sus precarios recursos. En las zonas en las que se batallaba con frecuencia, los oficiales locales intercambiaban regularmente noticias sobre movimientos de tropas y había boletines que contenían informes detallados y predicciones basadas en información sobre los movimientos militares en la zona. Gracias a esto las comunidades podían acumular dinero y provisiones antes de que llegaran los soldados y así evitar los saqueos. Esto también permitía a los ejércitos sobrevivir incluso cuando los gobiernos para los que luchaban carecían del dinero para pagar sus sueldos. El mayor tamaño de los ejércitos y las armadas planteó otros retos logísticos para los gobiernos de principios de la Edad Moderna. Un ejército de campaña de 30.000 hombres –mayor que la mayoría de las ciudades europeas de la época– necesitaba, como mínimo, 20.000 kilogramos de pan todos los días. Para producir esto había que hornear más de 5.000 kilogramos de harina a diario y para transportar los hornos (y la madera para calentarlos) hacían falta 250 carretas, con sus animales de carga. En un gran ejército estos animales, junto con los de la artillería, la caballería, los oficiales y el tren de equipaje, podían ser hasta las 20.000 bestias, que consumían un total de 90 toneladas de pienso –400 acres de pasto– todos los días. Y no hay que olvidar a las personas que seguían al campamento. Cuando el ejército español sitió Bergen-op-Zoom en la República holandesa en 1622, los pastores calvinistas de la ciudad asediada anotaron virtuosamente en su diario que «nunca se había visto una cola tan larga en

un cuerpo tan pequeño… Tantos carros, caballos de carga, jamelgos, seguidores, lacayos, mujeres, niños y una muchedumbre que era mucho mayor en número que el ejército mismo». El sitio fracasó. Como anotó en sus memorias el cardenal Richelieu: «En los libros de historia encontramos que hubo muchos más ejércitos que perecieron por falta de comida y falta de orden que por la acción de los enemigos»[39]. El mayor problema de la guerra fue siempre lo que Carl von Clausewitz llamó «fricción»: Todo en la guerra es muy simple, pero hasta la cosa más simple es difícil. Las dificultades se acumulan y terminan produciendo un tipo de fricción que es inconcebible a menos que uno haya experimentado la guerra… Incontables incidentes menores –el tipo de incidentes que nunca puedes llegar a predecir– se combinan para bajar el nivel general del rendimiento, para que uno nunca acabe de llegar al objetivo buscado… la maquinaria militar –el ejército y todo lo relacionado con él– es, en principio, muy simple y por lo tanto parece fácil de manejar. Pero no hay que olvidar que ninguno de sus componentes está hecho de una única pieza: cada parte se compone de individuos… existe el riesgo de que el menos importante de ellos haga que las cosas se retrasen o que, de alguna manera, no funcionen.

A principios de 1646, el principal consejero de Felipe IV, don Luis de Haro, descubrió por sí mismo cuán cierto era esto cuando fue a Cádiz para supervisar la provisión de víveres de la flota española del Atlántico para la siguiente campaña. Había conseguido reunirlo todo excepto el vino, pero antes de que esto pudiera ser embarcado, unas lluvias torrenciales volvieron intransitables las carreteras de Andalucía. Haro se desesperó y escribió a su majestad confesándole lo mucho que lamentaba que, tras superar todos los demás obstáculos de la preparación y asegurar la paga de los hombres con gran antelación, se hubieran visto impedidos por estos accidentes meteorológicos, que podían provocar un retraso considerable que ni con diligencia, ni con dinero podía rectificarse. Haro estaba decidido a no moverse de allí, para que no se perdiera un segundo. Cada minuto importaba si se quería que los barcos navegaran en abril. La forma como los pequeños accidentes bastaban para paralizar a una flota solo podía entenderla quien la vivía, como don Luis de Haro en esta ocasión[40]. Los lectores de las páginas siguientes deberán tener en cuenta esta iracunda y angustiada carta de don Luis de Haro. A pesar de los grandes poderes y derechos que el absolutismo confirió a los estados a principios del siglo XVII, las probabilidades de fracaso en cualquier empresa compleja

seguían siendo elevadas. Entre las muchas crisis y «accidentes» que se produjeron, debiéramos tal vez maravillarnos de que consiguiera hacerse algo.

[1] J. H. Elliott, Europe divided, 1559-1598, 2.a ed., Oxford, 2000, p. 42. Véase todo el capítulo 2, «The Problem of the State» [ed. cast.: La Europa dividida, 1558-1598, Madrid, Siglo XXI de España, 1988 (2.a ed., Barcelona, Crítica, 2002)]. [2] J. de Solórzano y Pereira, Política indiana, III, Madrid: Biblioteca de Autores Españoles, t. CCLIV, 1972, p. 301. La obra se publicó primero en latín en 1629 y luego en español en 1647. [3] Archivo General de Simancas, Estado 2566, unfol., Don Diego de la Torre a Felipe IV, 18 de febrero de 1648; Archives du Ministère des Affaires Étrangères, París, Correspondance politique: Angleterre 54/1.107, M. de Bellièvre al secretario de Estado Brienne, 31 de diciembre de 1646. [4] Citas de C. Hill, «Puritans and the “dark corners of the land”», Transactions of the Royal Historical Society, 5.a serie, XIII (1963), p. 97; y J. Tazbir, «La Conquête de l’Amérique à la lumière de l’opinion polonaise», Acta poloniae historica XVII (1968), p. 15. [5] C. H. McIlwain, The political works of James I, Cambridge, Massachusetts, 1918, pp. 307-308; P. Cardin Le Bret, De la souveraineté du roy, París, 1632, p. 193-195; J. de mariana, De rege et regis institutione, libri III, Toledo, 1599; J. Althusius, Politica methodice digesta, Emden, 1602. [6] A. Feros, Kingship and Favoritism in the Spain of Philip III 1598-1621, Cambridge, 2000, p. 71: sermón funerario por Felipe II [ed. cast.: El Duque de Lerma: realeza y privanza en la España de Felipe III, Madrid, Marcial Pons, 2002]; y L. W. Forster, The temper of 17th-century German literature, Londres, 1952, p. 9: sermón funerario por Jorge de Hesse-Darmstadt. [7] R. Filmer, The anarchy of a limited or mixed monarchy. Véase también un tratado republicano inglés de 1653: «La pregunta nunca fue si deberíamos ser gobernados por un poder arbitrario, sino en manos de quién debería estar ese poder». Ambas obras se citan en G. L. Mosse, The struggle for sovereignty in England 1603-1628, East Lansing, 1950, pp. 174-175. [8] Los sorprendentes cambios de fe de Lipsius denotan su pertenencia a una secta pequeña pero influyente, la «Familia del Amor», que permitía a sus miembros participar en las ceremonias públicas de todas las iglesias cristianas, porque, según decían, tenían acceso directo a los mandamientos de Dios. Sin embargo, en 1591 tanto los calvinistas como los libertinos de la República holandesa atacaron la opción religiosa de Lipsius y tuvo que renunciar a su cátedra de Leiden, para ir primero a Alemania y luego a la Lovaina católica –donde «pasó sus últimos años purgando sus libros anteriores para que los quitaran del Índice de Libros Prohibidos y escribiendo ensayos sobre milagrosos santuarios de la Virgen María que habían curado a inválidos beatos con males tan leves como la ceguera o tener una pierna más corta que la otra» (A. Grafton, «Civic humanism and scientific scolarship at Leiden», en T. Bender [ed.], The university and the city: from medieval origins to the present, Oxford, 1988, pp. 68-69). [9] Th. Hobbes, Leviathan, or the matter, forme, and power of a common-wealth, ecclesiasticall and civill, Londres, 1651; ed. de R. Tuck, Cambridge, 1996, pp. 153-154. Hobbes, quien escribió exiliado en Francia, también encargó una traducción francesa del libro, que nunca se publicó (ibid., X y LII). Su presuntuosa afirmación posterior se encuentra citada en Q. Skinner, «Conquest and consent: Thomas Hobbes and the Engagement controversy», en G. E. Aylmer (ed.), The Interregnum: the quest for settlement, Londres, 1972, p. 97. Más tarde apareció una traducción holandesa cuyo objetivo era exactamente el mismo: «que los súbditos de este estado profundicen en su conocimiento

de la soberanía y el legítimo gobierno por medio de la buena instrucción». (Introducción del traductor Abraham van Berkel, para Hobbes, Leviathan: of van de stoffe, gedaente, ende magt van de keckelycke ende wereltlycke regeeringe, Ámsterdam, 1667, sig. *5v.) Cuando se publicó, la República holandesa estaba gobernada por los Estados Generales y no tenía estatúder. Los tribunales holandeses prohibieron la obra en 1674 tras la restauración del estatúder. [10] En Missae Sex de Rogier, publicada en 1598 por la imprenta del rey en Madrid, la Missa Philippus II Rex Hispaniae aparecía en primer lugar. Una grabación de la misma junto con otras piezas compuestas en honor al rey Felipe se encuentran en Philip II. Music for the life and death of the Spanish king (CD), cantada por el coro de la catedral de Westminster dirigido por James O’Donnell. [11] El Salón de Reinos del palacio del Buen Retiro, durante largo tiempo convertido en el Museo del Ejército, pronto será restaurado a su estado original; el «gran lago» aún puede ser admirado en el parque del Buen Retiro de Madrid. El «salón de mármol» del Palacio Real de Varsovia ha sido magníficamente restaurado; pero del «Fórum de los Vassa», proyectado por Giovanni Battista Gisleni, solo se construyó la columna erigida en 1644 en memoria de Segismundo III. [12] P. de Ribadeneira, Tratado de la religión y virtudes que debe tener el príncipe cristiano para gobernar y conservar sus estados, Madrid, 1595; Biblioteca de Autores Españoles, t. LX, pp. 467471. El tratado, reimpreso en 1597 y 1601, pronto fue traducido al inglés, francés, italiano y latín. H. Sturmberger cita otras opiniones similares, tanto protestantes como católicas, en su libro Kaiser Ferdinand II und das Problem des Absolutismus, Múnich, 1957, II. Sobre la paz de Augsburgo, véase G. R. Elton, Reformation Europe, 2.a ed., Oxford, 1998, pp. 188-189 [ed. cast. a partir de la primera edición original: La Europa de la Reforma, 1517-1559, Madrid, Siglo XXI de España, 1974]. [13] Estas cifras son mínimos. Los registros de la mayoría de los tribunales de inquisición se encuentran hoy muy incompletos. Por ejemplo, solo se han conservado 43 casos del archivo del tribunal de Nápoles entre 1583 y 1604, aunque otros registros mencionan 91 casos, una pérdida del 60 por 100. Asimismo, del tribunal de Granada solo se conservan 538 «relaciones de causa» recibidas por la Suprema entre 1550 y 1700, aunque se sabe que hubo 1.187 juicios. [14] El caso más conocido es el de Giordano Bruno, que fue arrestado por inquisidores venecianos por mantener opiniones heréticas y publicar libros sospechosos y luego enviado a Roma donde, tras un juicio que duró siete años, lo quemaron en la hoguera en 1600: véase cap. VIII, «Galileo, hereje». [15] Los casos de sodomía de la inquisición aragonesa han sido meticulosamente estudiados y situados en una perspectiva comparativa por E. W. Monter, Frontiers of heresy: The Spanish Inquisition from the Basque lands to Sicily, Cambridge, 1990, pp. 276-299. Los registros de la inquisición de Lisboa incluyen diecinueve gruesos volúmenes de casos de sodomía de los siglos XVII y XVIII: la mayoría de ellos tenían que ver con clérigos, adolescentes y esclavos, pero algunos eran casos de hombres acusados por mujeres (a veces sus esposas) de practicar el sexo anal. Para los casos de brujería, véase cap. VIII, «Lo sobrenatural». [16] Datos de H. Roodenburg, Onder censuur. De kerkelike tucht in de geremormeerde gemeente van Amsterdam 1578-1700, Hilversum, 1990, p. 230; y D. Hay Fleming, Register of the minister, elders and deacons of the Christian congregation of St Andrews… 1559-1600, II, Edimburgo, 1890, pp. 766 y 793. [17] Sobre la rebelión de Ucrania y los acontecimientos que le siguieron, véase J. Stoye, Europe unfolding 1648-1688, 2.a ed., Oxford, 2000, pp. 24-31 [ed. cast. a partir de la primera edición original: El despliegue de Europa, 1648-1688, Madrid, Siglo XXI de España, 1974]. [18] H. Wotton, Panegyrick to King Charles (escrito ca.1630), en el libro de Wotton, Reliquiae Wottoniae, 4.a ed., Londres, 1685, p. 147. Sobre el jansenismo incipiente, véase J. Stoye, Europe unfolding, cit., pp. 163-170.

[19] G. González Dávila, Historia de la vida y hechos del ínclito monarca, amado y santo, Don Felipe III, 1632; Madrid, 1771, p. 28: el consejo de Felipe II. R. Bireley, Religion and politics in the age of the Counter-Reformation: Emperor Ferdinand II, William Lamormaini SJ, and the formation of imperial policy, Chapel Hill, Carolina del Norte, 1981, p. 21: Lamormaini al cardenal Barberini, secretario de Estado papal, 3 de agosto de 1624. Se han conservado más de 1.000 cartas del general jesuita Vitelleschi a Lamormaini escritas entre 1624 y 1637: una media de más de seis al mes. [20] Archivio di Stato, Venice, Senato: dispacci Spagna 20/68-72, Embajador Lippomano al dogo y el Senado, 14 de abril de 1587; T. Birch, Memoirs of the reign of Queen Elizabeth, I, Londres, 1754, p. 82, Anthony Standen a Lord Burghley, 8 de septiembre de 1592. [21] H. Dollinger, Studien zur Finanzreform Maximilian I. von Bayern in der Jahren 1598-1618. Ein Beitrag zur Geschichte des Frühabsolutismus, Gotinga, 1968, II: Maximiliano al padre Haller, confesor de la reina Margarita de España, su prima, 15 de enero de 1611, «en secreto y solo para vuestros ojos». [22] Biblioteca Casanatense, Roma, MS. 2417/39, don Juan de Silva, conde de Portalegre, a Esteban de Ibarra, 13 de agosto de 1589. [23] C. Seco Serrano, Cartas de Sor María de Jesús de Ágreda y Felipe IV, I, Madrid, 1958: Biblioteca de Autores Españoles, t. CVIII, p. 91: Felipe IV a sor María, 30 de enero de 1647, una carta fascinante que explica extensamente cómo había gobernado el rey hasta esa fecha. [24] J. R. Major, «The crown and the aristocracy in Renaissance France», American Historical Review LXIX (1964), p. 639. [25] J. H. Elliott, The count-duke of Olivares: The statesman in an age of decline, New Haven, Connecticut, y Londres, 1986, p. 42, donde cita una colección de anécdotas contemporáneas sobre el conde-duque [ed. cast.: El conde-duque de Olivares. El político en una época de decadencia, Barcelona, Crítica, 2004]. [26] A. Feros, Kingship and Favoritism, cit., p. 103, donde cita Bodas entre el alma y el amor divino, de Lope, publicada por primera vez en su libro El peregrino en su patria de 1604. [27] J. Brown, «“Peut-on assez louer cet excellent ministre?” Imagery of the Favourite in England, France and Spain», en J. H. Elliott y L. W. B. Brockliss (eds.), The world of the Favourite, New Haven, Connecticut y Londres 1999, pp. 223-235, discute todas estas obras de la década de los treinta del siglo XVII e incluye ilustraciones [ed. cast.: El mundo de los validos, Madrid, Taurus, 1999]. [28] Le doy las gracias a Patrick Williams por haberme facilitado las cifras de los ingresos de Lerma de su estudio sobre el duque: El Gran Valido: el Duque de Lerma, la Corte y el gobierno de Felipe III, 1598-1621, Valladolid, 2010; sobre Richelieu, véase J. Bergin, Cardinal Richelieu: power and the pursuit of wealth, New Haven, Connecticut, y Londres, 1985, cinco. Casi todos los anteriores historiadores habían pasado por alto el extraordinario afán del cardenal por amasar riqueza. [29] R. Briggs, «Richelieu and reform: rhetoric and political reality», en J. Bergin y L. W. B. Brockliss (eds.), Richelieu and his age, Oxford, 1992, p. 72: documento de Richelieu de 1624. Véase también la opinión del cardenal sobre la nobleza en su Testament politique, ed. de L. André, París, 1947, pp. 218-223. [30] Estas cifras tan grandes son engañosas porque había enormes diferencias dentro de los estados. Así en España, para producir la media del 10 por 100, todas las familias de las provincias del norte de Vizcaya y Guipúzcoa contaban como nobles, pero solo el 1 por 100 en la provincia de Córdoba. En Polonia, Mazovia tenía algunos pueblos cuyos habitantes eran en su mayoría –y a veces en su totalidad– nobles empobrecidos, pero en la región alrededor de Cracovia solo eran el 2 por 100, para producir la media general del 25 por 100 en Mazovia, y entre el 6 y el 7,5 por 100 en todo el Estado polaco-lituano. Además, «a medida que se van realizando estudios más detallados sobre la demografía de la nobleza, utilizando registros fiscales y de otro tipo, los cálculos anteriores tienen

que revisarse a la baja», H. M. Scott (ed.), The European nobilities of the 17th and 18th centuries, I, Londres, 1995, p. 21. [31] K. M. Brown, «Aristocratic finances and the origins of the Scottish Revolution», English Historical Review CIV (1989), p. 87, Lothian al conde de Ancram, 29 de octubre de 1637. [32] J. X. Evans (ed.), The works of Sir Roger Williams, Oxford, 1972, p. 33, de Williams, A briefe discourse of warre, Londres, 1590. [33] J. Cruso, Militarie instructions for the cavallrie, Cambridge, 1632, p. 105; Roger Boyle, conde de Orrery, A treatise of the art of war, Londres, 1677, p. 15; y Sébastien le Prestre de Vauban, Mémoire pour servir d’instruction dans la conduite des sièges et dans la défense des places, escrita ca. 1670, Leiden, 1740, pp. 3-5. [34] Vauban, Traité de l’attaque des places (manuscrito que se encuentra en la Brown Military Collection de Anna S. K. en la biblioteca Hay, Providence, Rhode Island: segunda paginación, pp. 12, escrita en algún momento entre 1670 y 1704). [35] R. Fruin y J. W. Kernkamp (eds.), Brieven van Johan de Witt, I, Ámsterdam, 1906, pp. 326327: de Witt a Jan van Sijpesteyn, su sobrino, 23 de junio de 1656. Sijpesteyn le había pedido permiso a su tío para adquirir experiencia militar luchando en la guerra. [36] Curiosamente, aunque Lipsius publicó De militia romana después de mudarse a Lovaina en los Países Bajos españoles y dedicó la obra al príncipe Felipe de España, su libro elogiaba la adaptación de las técnicas romanas que Mauricio había llevado a cabo y más tarde le ofreció consejo a los holandeses sobre cómo mejorar su sistema militar (para que lo usaran contra las tropas que defendían el país en el que vivía Lipsius). Véase P. Burman (ed.), Sylloges epistolarum a viris illustribus scriptarum tomi quinque, I, Leiden, 1727, pp. 743-745: G. Sandelin a Lipsius, 16 de julio de 1595, y la respuesta de Lipsius al mes siguiente. [37] British Library, Additional Ms 28,373/129-30, Memorial de Esteban de Ibarra, 15 de diciembre de 1596; G. Botero, Relatione della Republica Venetiana, Venecia, 1605, fo.19v; Archivo General de Simancas, Estado, 2023/134, consulta del consejo de Estado, 6 de enero de 1605, opinión del conde de Olivares (padre del conde-duque). [38] A. Ernstberger, Hans de Witte, Finanzmann Wallensteins, Wiesbaden 1954, p. 166: Wallenstein al conde Harrach, tesorero imperial, 28 de enero de 1626. [39] C. A. Campan (ed.), Bergues sur le Soom assiégée le 18 juillet & desassiégée le 3 d’octobre ensuivant, selon la description de trois pasteurs de l’église d’icelle, Middelburg, 1623; reimpreso en Bruselas, 1867, p. 247; Richelieu, Testament politique, cit., p. 480. [40] C. von Clausewitz, On War, escrito en la década de los veinte del siglo XIX; ed. y trad. de M. Howard y P. Paret, Princeton, Nueva Jersey, 1984, pp. 119 y 86; D. Goodman, Spanish naval power, 1589-1665: reconstruction and defeat, Cambridge, 1997, pp. 156-157: Haro a Felipe IV, Cádiz, 14 de febrero de 1646.

III. EL TIEMPO DE LA AGITACIÓN EN EL ESTE, 1593-1618

1. LOS HABSBURGO DE AUSTRIA Y LOS TURCOS Aunque el año 1598 sirva como línea divisoria para la historia de Europa occidental –con la muerte de Felipe II, la paz de Vervins, el edicto de Nantes y la creación del Estado de los archiduques (véase el capítulo IV)–, más al este esta división no tiene mucho sentido. Allí el punto de inflexión fue 1592-1593, cuando se produjo una unión dinástica entre el Estado polaco-lituano y Suecia y en los Balcanes estalló una larga y encarnizada guerra entre el Imperio otomano y el Imperio de los Habsburgo. En 1590, a cambio de un subsidio anual de Rodolfo II, emperador del Sacro Imperio Romano y rey de Hungría, el sultán renovó el tratado que había garantizado formalmente la paz en los Balcanes durante veintidós años[1]. Sin embargo, ese mismo año, los turcos terminaron la larga guerra que mantenían con Irán, su vecino del este, lo cual les aportó un botín, prestigio y nuevas tierras de gran riqueza en el Cáucaso. Muchos de los consejeros del sultán le proponían que desplegara inmediatamente su victorioso ejército hacia el oeste y, a pesar de las pensiones personales que Rodolfo pagaba a algunos importantes ministros de Estambul para conservar la paz, el estallido de una nueva guerra en Hungría parecía algo inevitable. La frontera balcánica entre los dos imperios iba desde el Adriático hasta el macizo de los Tatra, cruzando la gran llanura húngara y todos los principales ríos que la atraviesan: el Sava, el Drava, el Danubio y el Tisza (véase el mapa 2). Aunque entre 1521 y 1566 los turcos habían podido atravesar las fortificaciones que protegían la frontera sudeste de Hungría, los arquitectos militares italianos habían creado un nuevo sistema defensivo basado en fortalezas. En la última década del siglo XVI la frontera fluctuaba entre estas ciudades sólidamente fortificadas, rodeadas de asentamientos de refugiados. Esta red defensiva proporcionaba tanto una protección contra los ataques de pequeña envergadura como un rápido sistema de alarma contra los ataques a gran escala. También proporcionaba un medio de vida a bandidos y saqueadores, conocidos como uskoks (que

originalmente significaba «refugiados») en el lado de los Habsburgo y gazis (que originalmente significaba «guerreros de la fe») en el lado otomano. Sus actividades empezaron la guerra. En 1591, tras una serie de fructuosas incursiones de los uskoks, el gobernador turco de Bosnia envió a Croacia una expedición que tomó una serie de puestos avanzados cristianos; en 1592 regresó una fuerza mayor que tomó más asentamientos y derrotó a las tropas de socorro imperiales. En 1593, un ejército turco aún mayor inició la invasión, pero en esta ocasión las tropas de refuerzo de los Habsburgo atacaron por sorpresa a sus enemigos y miles de turcos –incluyendo al gobernador de Bosnia– perecieron durante su huida. El sultán envió inmediatamente a su mayor ejército a Belgrado para llevar a cabo una respuesta militar de enormes proporciones. A principios del año siguiente, con la ayuda de la caballería tártara de Crimea, los turcos tomaron la fortaleza de Györ (Rába), a 100 kilómetros de Viena, la capital de Austria. Mapa 2. Europa sudoriental, ca. 1600

Rodolfo II buscó aliados desesperadamente. Los representantes que envió al oeste consiguieron dinero y ayuda militar de España, el papado y de

varios príncipes italianos; en el este forjó una alianza con los gobernantes de dos estados balcánicos casi autónomos, Transilvania y Valaquia. Ambos hacía tiempo que habían reconocido la soberanía otomana, pagaban tributos a la tesorería turca y ayudaban a suministrar provisiones a las fuerzas del sultán en los Balcanes. Las campañas que el ejército otomano llevaba a cabo en Hungría aumentaban enormemente estas obligaciones por lo que, en octubre de 1594, Miguel el Bravo, príncipe de Valaquia, arrestó y ejecutó a los oficiales financieros del sultán y conquistó las fortalezas que tenía en el Danubio. Segismundo Báthory, príncipe de Transilvania (un principado de mucho mayor tamaño y riqueza) firmó una alianza con Rodolfo en enero de 1595. Estas estrategias impidieron que los turcos abastecieran a su ejército en Hungría y permitieron que los Habsburgo tomaran la importante fortaleza de Esztergom (Gran) en 1595. Al mismo tiempo, Miguel efectuó asaltos al sur del Danubio, saqueó Plevna y llegó a estar a cinco días de distancia de Estambul, mientras un ejército polaco expulsaba a los tártaros que habían ocupado un tercer principado balcánico semiindependiente, Moldavia. Estos reveses coincidieron con el inicio del reinado del sultán Mehmet III (1595-1603) y parecían augurar lo peor, pero pronto le salvaron las divisiones entre sus oponentes cristianos. Miguel el Bravo, que sabía hablar y escribir en griego, se erigió como el campeón de la ortodoxia griega y la independencia balcánica con el fin de conseguir apoyo para su rebelión. Naturalmente, esto no gustó a sus vecinos católicos romanos. Algunos líderes polacos querían recuperar Moldavia, que en el pasado había sido una provincia del país, y en octubre de 1595 el canciller Jan Zamoyski firmó un tratado de partición con los turcos. Al tener este flanco asegurado, Mehmet se embarcó en un osado plan: mientras sus aliados tártaros atacaban Valaquia, dirigió en persona su principal ejército hacia Hungría. No debe olvidarse la magnitud de semejante empresa: un gran ejército tardaba entre dos y tres meses en recorrer los 1.000 kilómetros de carretera militar que había entre Estambul y Belgrado, puerta de entrada a la gran llanura húngara, con una velocidad media de 13 kilómetros al día. Sin embargo, más allá de Belgrado donde la caballería tártara y las tropas de las provincias balcánicas del Imperio solían unirse a los soldados de Anatolia y las tierras árabes, tuvieron que abrirse caminos especiales para el ejército y construirse pontones para cada campaña. El ejército viajaba con grandes

rebaños de ovejas y vacas para cubrir las necesidades de carne durante el viaje, y las armas, los suministros y los carros con equipaje eran arrastrados por bueyes, búfalos, camellos, mulas y caballos de tiro. Los cultivos de arroz subvencionados por el gobierno que había junto a los principales ríos de los Balcanes proporcionaban a las tropas su alimento básico preferido para el camino. Gracias a estas medidas, en 1596 Mehmet llevó a Hungría un ejército de más de 100.000 hombres, que tomó primero la importante fortaleza de Erlau, cortando las comunicaciones entre Austria y Transilvania. Un ejército de refuerzo casi logró la victoria en la batalla de Mezo Keresztes (cerca de Erlau) en octubre pero, aunque el sultán y la mayoría de sus aliados huyeron, un inesperado contraataque realizado por la guardia de palacio sobre los victoriosos cristianos mientras estos saqueaban el campamento abandonado volvió a reunir al derrotado ejército otomano. Tanto el ejército de los Habsburgo como el de Transilvania sufrieron una terrible masacre y Miguel de Valaquia se apresuró a firmar la paz, lo que restauró el control otomano sobre el Danubio. Los consejeros del sultán cometieron ahora un crítico error: tras esta estrecha victoria, pasaron lista al ejército, condenaron por deserción a todos los vasallos que no estaban presentes y confiscaron sus tierras. Esto le aportó al sultán grandes ingresos con los que recompensar a sus tropas, pero los que se encontraron en la «lista de desertores» tuvieron que huir. Algunos buscaron refugio en Anatolia, donde formaron bandas de bandidos (conocidos como celali) que sembraron el terror en el centro del Imperio; otros se unieron al sha de Irán, ansiosos por recuperar lo que habían perdido en la guerra. La necesidad de restablecer el orden en el Imperio impidió que los turcos explotaran eficazmente la victoria de Mezo Keresztes. Por el contrario, en un intento de aprovecharse de la desunión turca, en junio de 1598, Miguel de Valaquia firmó una alianza con Rodolfo y volvió a realizar asaltos al sur del Danubio. Sin embargo, a principios de 1599, Andrés Báthory, cardenal de la iglesia romana educado en Polonia, sucedió a su primo Segismundo como príncipe de Transilvania y rompió inmediatamente la alianza con Rodolfo y Miguel para buscar un acercamiento con Polonia[2]. Miguel firmó enseguida una nueva paz con el sultán e invadió Transilvania. Derrotó a Andrés y en noviembre de 1599 se declaró príncipe. La primavera siguiente Miguel invadió también Moldavia, donde se habían refugiado los

partidarios polacos y húngaros de Andrés Báthory y, en junio de 1600, las ciudades moldavas le reconocieron como gobernante. Ahora controlaba los tres principados. El repentino crecimiento de su poder alarmó a todos los vecinos de Miguel –los Habsburgo, los polacos y los turcos– y, tiempo después ese mismo año, un ejército polaco volvió a ocupar Moldavia mientras las fuerzas imperiales invadían Transilvania. En 1601 los polacos también entraron en Transilvania, por lo que los Habsburgo y Miguel no tuvieron más remedio que coalicionarse para expulsarlos, pero Miguel cometió la imprudencia de escribirle al sultán para ofrecerle su lealtad a cambio de ciertas condiciones. El comandante de las fuerzas imperiales interceptó la carta e hizo ejecutar a Miguel por traición en agosto de 1601. En los dieciocho meses siguientes, los otomanos recuperaron el control de los tres principados, que quedaron bajo su dominio hasta el siglo XIX. Tres hechos impidieron que los turcos sacaran más partido de su ventaja. En primer lugar, los celali arrasaron Anatolia –la principal reserva de impuestos y tropas del Imperio– y desafiaron a los grandes ejércitos que el sultán envió contra ellos, provocando disturbios en la capital. En segundo lugar, en 1603, Irán volvió a declarar la guerra e inició la reconquista de las provincias caucásicas perdidas. En tercer lugar, Mehmet III murió al final del año y tras su muerte se produjo una lucha de poder para controlar a su joven heredero. Ahora la guerra de posiciones dominaba la lucha entre Habsburgo y turcos y cada campaña estaba centrada en el sitio de una sola fortaleza. Los Habsburgo también tenían problemas. Rodolfo II ejercía tan solo una soberanía parcial sobre el «Sacro Imperio Romano de la Nación Alemana», que comprendía alrededor de 1.000 territorios disgregados, algunos de ellos muy pequeños (especialmente en el sur de Alemania, donde algunos súbditos imperiales gobernaban solo un pueblo) pero otros muy grandes. Tanto el electorado protestante de Sajonia, como el ducado católico de Baviera tenían un millón de habitantes o más (aproximadamente la misma población que Portugal), el elector palatino gobernaba a unas 600.000 personas, y Württemberg y Tréveris tenían alrededor de 400.000 habitantes cada una. El devenir de las herencias podía producir repentinos cambios bastante significativos. Mientras que Juan Jorge de Sajonia decidió dividir sus tierras a su muerte en 1651, Juan Segismundo de Brandeburgo adquirió

los ducados renanos de Cléveris y Mark en 1614 y la Prusia Ducal en 1618, casi duplicando el tamaño de sus territorios. Sin embargo, en esta época dos familias dominaban el Imperio y entre ellas poseían casi la mitad de su territorio. Los Habsburgo tenían un bloque compacto de territorios en el sudeste con puestos de avanzada en Alsacia; y los Wittelsbach gobernaban Baviera, el Alto y Bajo Palatinado y las tierras eclesiásticas de Colonia, Lieja y Münster. Aunque los diversos miembros de las dos dinastías casi nunca estaban de acuerdo, todos soñaban con reunir las tierras de la familia. En el fragmentado Sacro Imperio Romano vivían unos 20 millones de personas. El número de habitantes creció rápidamente en las décadas anteriores a 1618, gracias a las favorables condiciones económicas, y varios escritores dejaron constancia de la rápida rehabilitación de las tierras y de la recolonización de pueblos abandonados en muchas zonas de Alemania. Los datos que han quedado también muestran que aumentó el comercio por tierra y agua, así como la producción de minerales, textiles (especialmente lino) y carpintería metálica. Nuevos bancos públicos abrieron en Hamburgo en 1619 y en Núremberg en 1621. Aunque algunas áreas sufrieron una aguda crisis en la década final del siglo XVI, en general, a principios del XVII la economía alemana era próspera y estable. En cambio, los asuntos políticos y religiosos entraron en un estado de crisis continua. La parálisis afectó a las tres instituciones principales del Imperio: los Círculos (Kreise), que se encargaban de la defensa regional, la Corte Suprema (Reichskammergericht), que se encargaba de la resolución de disputas entre gobernantes, y la Dieta (Reichstag), que se encargaba de la aprobación de impuestos y legislación para todo el Imperio. En todos los casos, fue por culpa de la religión. A partir de la década de los veinte del siglo XVI los súbditos luteranos del Imperio aprovecharon cualquier avance otomano por el valle del Danubio para obtener garantías de tolerancia religiosa a cambio de su apoyo militar y financiero. Como un predicador católico comentó amargamente: «La amenaza turca es una bendición para los luteranos: si no fuera por ella, podríamos tratarlos de una forma muy distinta»[3]. El número de estados luteranos aumentaba y también lo hacía el número de súbditos luteranos en muchos estados católicos: por ejemplo, en 1590, probablemente el 90 por 100 de la población del Austria de los Habsburgo y de Bohemia había abandonado el catolicismo romano. Los calvinistas, aunque no obtuvieron una tolerancia oficial para su credo,

también ganaron algo de terreno (véase cap. II, «2. El absolutismo religioso»). Todo esto llevó al caos. El Círculo de Suabia, en el sur de Alemania, por ejemplo, estaba formado por 68 nobles seculares, 40 obispos y abades, y 32 ciudades libres imperiales, y en 1600 casi la mitad de sus miembros y prácticamente la mitad de su población era protestante (luteranos o calvinistas) y el resto eran católicos. Ahora eran incapaces de ponerse de acuerdo para establecer políticas comunes. Por aquel entonces la mayoría de los gobernantes alemanes católicos intentaban activamente reducir la influencia protestante en el Imperio. Como los católicos gozaban de una mayoría numérica tanto en la Dieta como en la Corte Suprema, cuando actuaban de forma conjunta, no había forma de que los protestantes pudieran defender constitucionalmente sus intereses. A partir de 1601 los protestantes dejaron, por lo tanto, de aceptar las decisiones de la Corte Suprema en materia de disputas eclesiásticas y dos años más tarde exigieron una representación igual a la de los católicos tanto en la Dieta como en la Corte Suprema. Los católicos se la denegaron. Los sucesos de la ciudad libre imperial de Donauwörth, en la que la paz de Augsburgo exigía que hubiera tolerancia tanto para los católicos como para los luteranos, demostraron claramente las consecuencias de la ausencia de protección constitucional para los protestantes. En 1607 la minoría católica de la ciudad se quejó al emperador de que estaba siendo hostigada por los protestantes en la práctica de su religión. Rodolfo nombró al duque católico Maximiliano de Baviera, cuyos territorios estaban justo al otro lado del Danubio, Comisario Imperial para que protegiera a la minoría católica oprimida y, en diciembre de 1607, el ejército bávaro ocupó la ciudad. Al oír la noticia, el duque luterano de Neoburgo, temiendo las consecuencias de esta acción, exclamó: «¡Maximiliano, Maximiliano: no sabes lo que estás haciendo!». Comprendió enseguida que el golpe acabaría con cualquier posibilidad de cooperación en la Dieta que iba a celebrarse el mes siguiente[4]. Y así fue. Cuando el emperador solicitó más impuestos para cubrir sus gastos en la guerra turca, los protestantes exigieron como condición cambios religiosos que beneficiaran al protestantismo en general y al calvinismo en particular. En un desacertado ejercicio de «la táctica del miedo» los príncipes católicos respondieron con una moción que solicitaba la devolución de todas las propiedades de la iglesia que habían sido secularizadas desde 1552 (el final de la última guerra religiosa en

Alemania) y, tras algunas maniobras infructuosas, en abril de 1608 la mayoría de los representantes protestantes, dirigidos por el elector Federico IV del Palatinado, se fueron de la Dieta. En mayo Federico convenció a muchos de sus seguidores, tanto luteranos como calvinistas, para que superaran sus diferencias y firmaran una alianza defensiva que debía durar diez años, la Unión Evangélica, dirigida por el elector palatino, en la que se prometían apoyo mutuo en caso de ataque. En poco tiempo, 9 príncipes y 17 ciudades imperiales entraron en esta unión. Maximiliano de Baviera se dirigió ahora a los principales prelados católicos del sur de Alemania y, tras largas negociaciones, en julio de 1609 formaron una Liga, dirigida por el duque, dedicada a la defensa mutua y a la conservación de la fe católica. En poco tiempo, Maximiliano contó con el apoyo de 20 gobernantes católicos. Maximiliano dedicó su larga vida al engrandecimiento de su Estado y su religión. Como escribió al principio de su reinado: «Creo que a nosotros los príncipes solo nos aprecian los poderes espirituales y seculares por “razón de Estado” y creo que el respeto solo lo reciben aquellos que poseen muchas tierras o mucho dinero… La acumulación de dinero será mi objetivo»[5]. Maximiliano supervisó la administración de su ducado personalmente, para extraer de él el máximo beneficio y, a través de la frugalidad y la firmeza, en 1618 consiguió acumular unos fondos de unos 4 millones de táleros (830.000 libras esterlinas). Esta combinación de activos líquidos y determinación convirtió a Maximiliano en una figura extraordinaria en la política europea: mientras que la mayoría de los otros gobernantes tenían enormes deudas, el duque de Baviera disponía de dinero para cumplir sus promesas. Pero Maximiliano no podía financiar la Liga por sí mismo. Agradeció por lo tanto los subsidios tanto de Felipe III de España (que aceptó el puesto de Protector de la Liga) y del papa. La Unión Protestante también buscó apoyo extranjero. En el verano de 1610 se empezaron a negociar una alianza entre Inglaterra y la Unión y un matrimonio entre el nuevo elector palatino, Federico V, y la hija de Jacobo I, Isabel: lo primero se llevó a cabo en abril de 1612, lo segundo en febrero de 1613. La República holandesa, cada vez más dominada por el tío de Federico, Mauricio de Nassau, firmó un tratado de alianza con la Unión en mayo de 1613. También se produjeron contactos culturales entre La Haya, Heidelberg y Londres. El erudito holandés Janus

Gruter se convirtió en bibliotecario palatino y las obras del alquimista inglés Robert Fludd se imprimieron en el Palatinado. Fludd y sus colaboradores también establecieron vínculos con eruditos de otro centro del saber renacentista: Praga. A principios del siglo XVII las tierras de los Habsburgo, que tenían alrededor de 8 millones de súbditos, contaban con cuatro cortes separadas. La corte de Praga, desde la que el emperador Rodolfo II gobernaba Bohemia y sus tierras aliadas de Moravia, Silesia y Lusacia, así como el noroeste de Hungría. Su hermano Matías gobernaba la Baja Austria (cuya capital era Viena) y la Alta Austria (cuya capital era Linz), mientras que otro hermano, Maximiliano, gobernaba el Vorderösterreich (Tirol y sus apéndices suabos, cuya capital era Innsbruck). Finalmente, desde Graz, su primo el archiduque Fernando gobernaba la Austria Central (Estiria, Carintia y Carniola) (véase el cuadro 3). Las relaciones entre las cuatro cortes eran tensas. Aunque en apariencia se reconocía la primacía de Rodolfo –«me inclino humilde y completamente ante la graciosa y soberana voluntad de vuestra majestad, para que hagáis conmigo lo que os plazca», dijo sumisamente uno de ellos en una ocasión–, en la práctica frecuentemente ignoraban o desobedecían sus deseos, especialmente a partir de 1600, cuando el emperador empezó a pasar cada vez más tiempo recluido[6]. El embajador español no vio a Rodolfo durante más de un año; breves episodios de diligencia se alternaban con largos periodos de pasividad. Al prolongarse la guerra en Hungría, la animosidad contra Rodolfo, encabezada por su hermano (y presunto heredero) Matías, fue en aumento. Cuadro 3. La casa de los Habsburgo, 1550-1650

Matías siempre había sido impetuoso. En 1576 el archiduque desafió las órdenes de su hermano y fue a los Países Bajos para convertirse en el dirigente nominal de la rebelión contra Felipe II. Cuando escapó del «laberinto de los Países Bajos» (como lo llamaba él), en 1581, se llevó a algunos de sus consejeros protestantes a Linz para que le ayudaran en el gobierno de la Alta Austria y rechazó las peticiones imperiales de que prescindiera de ellos. En 1586-1587, desafiando una vez más la voluntad del emperador, se embarcó en un viaje por el norte de Europa, en el que visitó diversas ciudades reformistas. El flirteo de Matías con el protestantismo internacional contrastaba acentuadamente con el comportamiento de su primo Fernando. En 1599 el archiduque educado por los jesuitas expulsó a todos los líderes protestantes de Austria Central (entre ellos al matemático y profesor de Graz Johannes Kepler), cerró todas las iglesias y escuelas reformadas y quemó públicamente todos los libros prohibidos. Al parecer esto hizo reaccionar a Rodolfo. Despidió a buen número de viejos consejeros y los reemplazó por un grupo de hombres más jóvenes, que en su mayor parte favorecían el absolutismo en materia de política y el catolicismo de la Contrarreforma en materia de religión. El grupo, liderado por Zdene ˇ k Lobkovic (que fue nombrado gran canciller de Bohemia) y Franz von Dietrichstein (elegido obispo de Olomouc, en Moravia), estableció estrechas alianzas con el

nuncio del papa y el embajador de España en la corte imperial, lo que les valió el mote de «partido español». Una de sus primeras medidas, en octubre de 1599, fue poner en funcionamiento el tribunal especial que se había establecido en la Baja Austria tras una importante revuelta campesina. Este tribunal no solo castigó a los rebeldes, sino que también privó a los protestantes de sus cargos y de su sustento. En 1602, tras la ejecución de Miguel el Bravo, los agentes de Rodolfo aplicaron la misma política en Transilvania y Hungría: tribunales especiales acusaban a los representantes protestantes de traición, les expulsaban y confiscaban sus tierras. También reclamaron las iglesias protestantes para uso católico. Esto era una absoluta insensatez. Según el propio papado, Transilvania tenía en este momento menos de 30 sacerdotes católicos y Hungría apenas 300 (la mayoría de ellos en la provincia de Croacia, en el sur): no había ciudades controladas por católicos y prácticamente no había nobles católicos. La mayoría protestante, capitaneada por los calvinistas Esteban Bocskay y Bethlen Gabor, pidieron entonces ayuda a los turcos y, a finales de 1604, el sultán reconoció a Bocskay como gobernante de Transilvania y Hungría y prometió realizar una importante campaña a lo largo del Danubio al año siguiente. Llegado a este punto, Rodolfo se encerró en su palacio y se negó a ver a nadie. Los archiduques temían que la incapacidad de Rodolfo pusiera en peligro todas sus tierras. En abril de 1605 Fernando y Maximiliano le dieron en secreto autorización a Matías para que llegara a un acuerdo con los húngaros y los turcos. No lo logró: ese verano, el ejército turco reconquistó Esztergom y otras varias fortalezas fronterizas, y las fuerzas de Bocskay invadieron la vecina Moravia. Sin embargo, al año siguiente, Matías negoció el tratado de Viena (junio de 1606), que puso fin a la revuelta húngara al otorgar absoluta tolerancia religiosa y perdonar todos los actos de rebelión. También reconoció a Bocskay como príncipe de Transilvana. Después, gracias a los buenos oficios de Bocskay, Matías firmó el tratado de Zsitvatorok con los turcos (1606), con el que cedió las tierras que había perdido el año anterior, pero puso fin a la obligación de los Habsburgo de pagar tributo al sultán. Inesperadamente, Rodolfo rechazó estos acuerdos. Finalmente ratificó ambos tratados, pero dijo que lo hacía solo por coacción y luego elaboró un memorial de agravios en el que criticó la conducta de su hermano en la

guerra, sus concesiones a los turcos y, sobre todo, la tolerancia que le había garantizado a los húngaros. Inevitablemente, Matías se sintió insultado por esto y decidió hacer causa común con los húngaros, que estaban ansiosos por afianzar los beneficios que habían obtenido con el tratado de Viena. En enero de 1608 los húngaros depusieron a Rodolfo y aclamaron a Matías como su rey. Luego los estados de Austria y Moravia también reconocieron a Matías como su gobernante y el archiduque dirigió a Praga un ejército pagado por sus nuevos súbditos para forzar a Rodolfo a que reconociera sus nuevos títulos. Fernando de Estiria enseguida vio el peligro. «Los procedimientos del archiduque Matías son sin duda extraños», escribió. «Todos los católicos lo lamentan profundamente, pero los protestantes están jubilosos»[7]. Los estados de la Alta Austria, dirigidos por el calvinista Jorge Erasmo Tschernembl, pronto exigieron garantías de su propia libertad religiosa, como las que habían conseguido Hungría. Cuando Matías se las negó, formaron un gobierno provisional que se alió no solo con los protestantes de la Baja Austria, sino también con Cristián de Anhalt, administrador del Alto Palatinado y el principal líder de la Unión Evangélica, que prometió enviar ayuda militar si los confederados eran atacados. Esto rompió la resistencia de Matías: en marzo de 1609 confirmó todas las libertades políticas y religiosas de sus nuevos súbditos. Estos acontecimientos dejaron tan solo a Bohemia, Silesia y Lusacia bajo el gobierno directo de Rodolfo. Sus estados se habían mantenido al margen durante el enfrentamiento entre el emperador y su hermano, pero ellos también se sirvieron de los buenos oficios de Cristián de Anhalt, y de la amenaza militar, para conseguir amplias garantías de libertad política y religiosa. En julio de 1609, Rodolfo firmó una «Carta de Majestad» en la que otorgaba a las tierras de Bohemia la misma tolerancia religiosa que a las otras provincias hereditarias bajo el mando de Matías y creaba una comisión permanente de los estados, conocida como los «defensores», para garantizar que las concesiones religiosas se llevaran a cabo adecuadamente. Cuando en enero de 1611 Rodolfo fue tan perverso como para darle permiso a su primo Leopoldo para que invadiera Bohemia con 7.000 soldados imperiales, los «defensores» reclutaron tropas y solicitaron la ayuda de Matías. En mayo declararon a Rodolfo incapaz de gobernar Bohemia y, en cuanto confirmó la «Carta de Majestad», eligieron en su

lugar a Matías como rey. Rodolfo enloqueció irrevocablemente y murió en enero de 1612. Seis meses después Matías se convirtió en emperador del Sacro Imperio Romano. El nuevo emperador no fue más decidido que su hermano, pero por lo menos delegó la responsabilidad de las decisiones que no podía o no quería tomar por sí mismo: otorgó amplios poderes a su consejo privado. No obstante, ni siquiera la revitalización del consejo privado podía resolver los problemas a los que se enfrentaba el Imperio ahora. Los protestantes seguían negándose a llevar sus disputas ante los tribunales imperiales, y la existencia de dos ligas religiosas armadas en el Imperio suponía una constante amenaza para la paz (en 1610 casi fueron a la guerra por la disputa sobre la sucesión de Jülich-Cléveris; véase cap. IV, «1. La recuperación de Francia»). Por lo tanto Matías convocó una Dieta imperial en 1613 (la primera desde 1608 y la última hasta 1640) con la esperanza de restablecer la autoridad de las instituciones imperiales y convencer a la Unión y a la Liga de que se disolvieran. No lo consiguió: los protestantes exigieron una satisfacción inmediata en ciertos asuntos –como la retirada de las tropas bávaras que seguían en Donauwörth– y se marcharon cuando no la consiguieron. Por toda Alemania los gobiernos empezaron realizar enormes inversiones en defensa; construyeron fortificaciones de estilo italiano y formaron ejércitos. En 1615 un poderoso príncipe calvinista reconoció: «Tengo mucho miedo de que los estados del Imperio, al enfrentarse encarnecidamente entre ellos, puedan iniciar una nefasta conflagración que les afecte no solo a ellos… sino también a todos los países que están, de una u otra forma, conectados con Alemania»[8]. Entonces, en 1617, la situación pareció mejorar repentinamente. Los agentes de Matías convencieron a la Liga Católica de que se disolviera (aunque Maximiliano de Baviera creó inmediatamente otra alianza defensiva con sus vecinos católicos), y la Unión Evangélica también perdió fuerza. Muchos miembros la abandonaron y los que quedaban solo aceptaron renovar su alianza durante cuatro años más. Además declararon que estaban dispuestos a garantizar los territorios que en ese momento pertenecían a los miembros, pero no cualquier otro territorio que pudieran reclamar. Matías también trabajó duramente para facilitar la sucesión tras su muerte, pero su familia le desbarató los planes. El emperador prefería a su primo

Fernando de Estiria, pero Felipe II de España consideraba que tenía más derecho al trono (véase el cuadro 3) y soñaba con reunir todas las tierras de los Habsburgo bajo un único cetro. Poco a poco, Felipe se dio cuenta de que no tenía poder para impedirlo, por lo que, con la ayuda de sus consejeros, redactó una lista de concesiones a cambio de las cuales estaría dispuesto a apoyar la sucesión de Fernando a los tronos de Bohemia y Hungría, y finalmente del Imperio. Los consejeros de Felipe en los Países Bajos querían Alsacia y el Tirol, porque se encontraban en medio del «camino español» que unía Lombardía con los Países Bajos (véase cap. IV, «1. La recuperación de Francia»), mientras que los españoles dirigían sus codiciosas miradas hacia tres feudos que había en la costa mediterránea de Italia (Piombino, Correggio y Finale Liguria). El rey decidió pedir todos estos territorios y añadió una concesión personal más: que sus herederos varones tendrían derecho de sucesión antes que cualquier mujer descendiente de Fernando. Naturalmente, el archiduque consideró que estas exigencias eran abusivas pero, como la salud de Matías se deterioraba y aún no había un acuerdo sobre la sucesión, en marzo de 1617 firmó un tratado secreto en el que accedía a todo lo que Felipe había pedido[9]. El julio siguiente, a pesar de los esfuerzos de los enviados palatinos para interferir en el proceso, los estados de la corona de Bohemia aceptaron unánimemente a Fernando como rey designado y, en diciembre, los estados de Hungría hicieron lo mismo. Parecía que la crisis de la monarquía de los Habsburgo hubiera llegado a su fin.

2. LOS VASA Y SUS ENEMIGOS Si los Habsburgo eran la dinastía dominante en la Europa occidental y central a finales del siglo XVI, la familia Vasa ocupaba una posición análoga en el norte y el este. En 1587 la Dieta polaca eligió a Segismundo Vasa, el hijo único del rey Juan III de Suecia, como rey y en 1592 heredó también la corona sueca. Por lo tanto gobernó una monarquía compuesta cuyo considerable tamaño constituía a la vez su mayor fuerza y su mayor debilidad. El Estado polaco-lituano, al que se agregó Ucrania en 1569, era el estado más grande de Europa, abarcaba casi un millón de kilómetros cuadrados[10]. La monarquía sueca, que incluía Finlandia y Estonia, tenía

casi el mismo tamaño. Así, la autoridad de Segismundo se extendía desde las colonias suecas del mar Blanco hasta casi las orillas del mar Negro, que estaban a unos 2.000 kilómetros de distancia. Hay que reconocer que este vasto territorio tenía muy poco acceso al mar. Los daneses controlaban ambos lados del Sund (y, por lo tanto, el acceso al Báltico) y el único puerto de Suecia en el mar del Norte, Alvsborg, era vulnerable al ataque de los daneses. Además ambos reinos, gracias a las grandes extensiones de estepas, bosques, pantanos y lagos, estaban escasamente poblados. Hacía falta, por lo tanto, un monarca de excepcional talento para mantener unida la herencia de los Vasa. Pocos de sus súbditos polacos creían que Segismundo tuviera ese talento. Bromeaban sobre lo contrario: «Nuestro rey es el hombre de las tres “Tes”: taciturnidad, tardanza y tenacidad». Sin duda esta última cualidad era cierta. Segismundo se refería a sí mismo siempre como «rey de Suecia», aunque había sido depuesto por sus súbditos en 1599; de hecho, en 1632, en su lecho de muerte, uno de sus últimos gestos fue imponer la corona sueca en la cabeza de su hijo Ladislao. La tenacidad de Segismundo también logró importantes éxitos: suprimió la inestabilidad interna y sus tropas derrotaron repetidamente a Rusia, Suecia y a los turcos. En 1611 llegaron a conquistar Moscú y llevarse al zar a Varsovia donde murió en ignominiosa cautividad. Los problemas políticos que había en ambos reinos de Vasa habrían constituido un gran reto hasta para el más hábil de los gobernantes. En Polonia, cuando el último rey de la dinastía de los Jagellón murió en 1572 sin dejar un claro heredero, los nobles tuvieron la oportunidad de negociar con los diversos candidatos a la sucesión, obteniendo amplias concesiones constitucionales y religiosas que fueron confirmadas y ampliadas por Segismundo en su elección de 1587. La aprobación de la Dieta, compuesta por 143 senadores que provenían en su mayoría de los magnates y 170 diputados en su mayoría de la pequeña nobleza, fue a partir de ese momento necesaria para recaudar impuestos, legislar, declarar una guerra o firmar una paz. La asamblea también tenía el derecho constitucional a oponerse al rey en algunas circunstancias. Algunos magnates y oficiales reales también tenían amplios poderes. El canciller Jan Zamoyski dirigió la elección de Segismundo en 1587 (llegando incluso a derrotar en batalla y capturar a su principal rival, el archiduque Maximiliano de Austria), llevó a cabo su propia política en los Balcanes en la década final del siglo XVI, y contrató a

arquitectos italianos para construir una fortaleza inexpugnable alrededor de su cuartel general de Zamosc. La religión complicó la situación aún más. El protestantismo hizo importantes incursiones en la Polonia católica, mientras que en Lituania y Ucrania había una mayoría ortodoxa que compartía territorio con católicos y protestantes. Suecia, por el contrario, se volvió mayoritariamente luterana y, aunque en 1592 la Dieta acordó aceptar a un monarca católico, obtuvo numerosas garantías constitucionales y religiosas a cambio. A partir de entonces, Carlos, el tío de Segismundo, que gobernaba un vasto ducado semiautónomo en el centro de Suecia, organizó una resistencia contra el rey ausente y cuando, en 1598, Segismundo volvió de Polonia con un ejército, Carlos lo derrotó. El año siguiente la Dieta sueca depuso a Segismundo, nombró a Carlos «líder» del reino, y después le coronó, convirtiéndolo así en el rey Carlos IX. Segismundo nunca regresó (véase el cuadro 4)[11]. Cuadro 4. Los enlaces de los Vasa, 1560-1660

La disputa entre los Vasa se intensificó rápidamente. En 1600 un ejército de 17.000 hombres enviado por Carlos cruzó el Báltico para invadir Livonia, un territorio por el que desde hacía cuarenta años Polonia, Rusia y Suecia competían encarnecidamente. Al final, los suecos habían

conquistado los puertos de Tallinn y Narva, con sus tierras interiores y Polonia había consolidado su dominio sobre el puerto de Riga, más al sur, y el área que lo rodeaba. Las fuerzas de Carlos pretendían ahora conquistar este puerto, pero Polonia lo defendió enérgicamente. Sus tropas ganaron una serie de victorias, que culminaron en Kirchholm en 1605 donde con solo 3.600 hombres los polacos aniquilaron a un ejército de casi 11.000 hombres dirigido por el propio Carlos. Después la lucha cesó durante un tiempo. Tres razones explican esta interrupción. En primer lugar, Polonia se vio sacudida por una importante rebelión; en segundo lugar, Suecia se vio implicada en una costosa guerra con Dinamarca; y, en tercer lugar, tanto Suecia como Polonia intervinieron en los asuntos de Moscovia. La rebelión polaca, conocida como el Rokosz, empezó en 1606 y duró tres años[12]. Segismundo se había creado muchos enemigos en su reino del sur. Sus campañas en Suecia y Livonia habían resultado onerosas y el agonizante canciller Zamoyski hizo una amarga crítica de los fallos militares y financieros de Segismundo en la Dieta de 1605. El rey también toleraba los ataques de los católicos contra las propiedades e iglesias protestantes en las ciudades reales (y muy especialmente en Cracovia, la capital, donde los motines de 1591 llevaron a la prohibición del culto protestante en la ciudad). Esto alarmó a las comunidades reformadas y llevó, en 1599, a un acercamiento entre los dirigentes protestantes y ortodoxos. Finalmente, Segismundo estuvo tramando la forma de que su hijo Ladislao fuera preelegido rey, para sortear así el principio de elecciones libres del monarca, que se consideraba la piedra angular de las libertades de los nobles. El Rokosz se aprovechó de todas estas tensiones. En marzo de 1606, representantes de la nobleza protestante y ortodoxa de la cámara baja de la Dieta propusieron una legislación que permitiera un mayor grado de tolerancia, poniendo así fin a los tumultos religiosos. Estas medidas fueron aceptadas por los diputados católicos, pero fueron rechazadas por Segismundo, el clero católico y por un grupo de influyentes magnates. Los disidentes, capitaneados por un prominente católico, respondieron a este desafío reuniéndose por su cuenta para redactar un memorial de agravios a los que se pedía que Segismundo pusiera remedio. Sus exigencias incluían el nombramiento de los principales funcionarios por parte de la Dieta y la

subordinación de la Dieta general a las Dietas provinciales (como en la República holandesa). Segismundo dividió a sus enemigos al hacer concesiones solo a sus súbditos ortodoxos que, en consecuencia, dejaron de oponerse a él. Esto exasperó a los protestantes y, a principios de 1607, declararon destituido a Segismundo. Esta actuación, como esperaba el rey, dividió por completo al Rokosz y, en julio, un ejército real, ayudado por tropas suministradas por varios importantes magnates, derrotó a los rebeldes. La intervención de las tropas de los magnates garantizó que se tratara con indulgencia a los rebeldes cuando se rindieran en el transcurso de los años 1608 y 1609 y aumentó aún más el poder de los grandes nobles en la Dieta. La rebelión polaca podría haberle ofrecido a Suecia un grato respiro en el que reorganizar sus finanzas, estiradas hasta el límite tras derrotar a Segismundo e invadir Livonia, y remediar las deficiencias militares explotadas por los polacos. Pero Carlos IX decidió mantener sus fuerzas en un estado de alerta permanente. En el este, envió una expedición militar para que intervinieran en la guerra civil rusa e hizo otro intento de conquistar Livonia (frustrado una vez más por el ejército polaco en Klushino en julio de 1610: véase infra, «3. La violación de Rusia»). Pero lo más relevante fue que sus relaciones con Dinamarca se deterioraban cada vez más. Aunque Suecia se había liberado de la soberanía danesa en 1523, Dinamarca seguía siendo mucho más fuerte. Sus reyes gobernaban no solo la península de Jutlandia y casi todas las islas del Báltico, sino también Groenlandia, Islandia, las Feroe, Noruega y las provincias de Bohuslan, Scane, Halland y Blekinge, en el lado este del río Sund. También poseían los ducados de Holstein y Schleswig. Estos amplios territorios, aunque remotos y poco poblados (en 1600 debían de tener un millón y medio de habitantes), animaron a los reyes daneses a seguir acrecentando sus posesiones. Los ducados que poseían en Alemania, que los convertían en príncipes del Sacro Imperio Romano, les llevaron a buscar nuevos territorios en el sur, mientras que puestos de avanzada que tenían en el Atlántico les animaban a intentar controlar toda la navegación y pesca de los mares del norte. Su control sobre las tierras de ambos lados del Sund –y con ellas de todo acceso fluvial al Báltico– dio pie a que impusieran altos

peajes a los barcos que navegaban por el río. Todo esto les creó muchos enemigos. Aunque a finales del siglo XVI la mayoría de las disputas entre los reinos rivales se resolvían por medio de reuniones en la frontera entre negociadores suecos y daneses, dos problemas quedaron sin resolver. El primero se debía a las campañas suecas en Livonia, que implicaban el bloqueo del puerto de Riga. Dinamarca era propietaria de la isla de Osel, cerca del puerto de Riga, y los barcos extranjeros que intentaban saltarse el bloqueo sueco a menudo se refugiaban allí, lo que llevaba a frecuentes violaciones de las aguas territoriales danesas por parte de sus perseguidores suecos. La otra zona conflictiva era la margen ártica de Escandinavia, donde colonos y funcionarios de Dinamarca (que también gobernaba Noruega) competían con la creciente presencia sueca. En particular entre 1600 y 1609, se fundaron colonias e iglesias suecas en el Lejano Norte, se enviaron pastores y administradores y se mejoraron las comunicaciones. La tensión iba en aumento. La aristocracia de Dinamarca disfrutaba, como la de Suecia y Polonia, de un gran poder político. En 1588, con la coronación de Cristián IV, que tenía 11 años, el consejo de Estado (controlado por los nobles más ricos) intentó restringir los poderes de la corona, pero, en 1596, a partir del momento en el que empezó a gobernar por sí mismo, Cristián luchó por su independencia. Realizó una política externa activa: compró tierras en el norte de Alemania (donde había crecido en la casa de sus abuelos, los duques de Mecklemburgo), hizo alianzas matrimoniales y subvencionó a sus vecinos y parientes. También participó activamente en empresas económicas (como la fundación de una Compañía Danesa de las Indias Orientales en 1616). Finalmente, se interesó personalmente en todos los aspectos del gobierno, especialmente cuando ofrecían oportunidades de beneficio, y en 1618 había amasado una fortuna personal solo superada por la de Maximiliano de Baviera. Como Maximiliano, Cristián era muy religioso (aunque su religión era la luterana); a diferencia de Maximiliano, tenía unos gustos inmoderados. En 1632, cuando tenía 25 años, un enviado inglés a Copenhague comentó: «La vida de este rey es beber todo el día y acostarse todas las noches con una puta». No lo decía de broma. Uno de los consejeros de Cristián anotaba meticulosamente la ingestión diaria de alcohol de la corte, evaluando el

grado de embriaguez en su diario con una, dos o tres cruces. Una noche memorable durante un viaje a Noruega en 1604, encontramos en el diario cuatro cruces seguidas de la oración «Libera nos domine» («Líbranos, Señor»). La corte danesa parece haberse pasado el equivalente a un mes de cada año completamente borracha[13]. El viaje a Noruega de 1604 fue uno de los diversos viajes que emprendió el rey; también visitó el cabo Norte y sus islas bálticas. Por lo tanto, Cristián se tomó la política de provocación que Carlos IX en el Báltico y el Ártico como algo personal. En 1603, 1604 y 1610 el rey de Dinamarca intentó sin éxito convencer a su consejo de que considerara la agresión sueca como casus belli, pero, en vez de eso, el consejo apeló a los estados suecos para que contuvieran la fastidiosa política de su soberano. Sin embargo, en 1610 no lo lograron. Cuando los consejeros de Carlos le recordaron que, además de las hostilidades en Rusia, una guerra con Dinamarca sería «intolerable, de hecho imposible de soportar», el rey amenazó con abdicar a menos que el consejo y los estados aprobaran su política exterior. Estaba convencido de que el consejo danés, la opinión internacional o la solidaridad protestante dejarían que Suecia se saliera con la suya con sus políticas de provocación. Sin embargo, al final, Cristián acabó siguiendo el ejemplo de Carlos: amenazó a su consejo con declarar la guerra sin su apoyo, como duque de Holstein. Las hostilidades empezaron en abril de 1611 y en unas semanas las fuerzas danesas tomaron Kalmar, la fortaleza más importante del sur de Suecia. La reacción inicial de Carlos fue desafiar a Cristián a un duelo, secundado únicamente por dos nobles «de acuerdo con la antigua costumbre gótica», para resolver el asunto. Cristián le sugirió groseramente a su rival que buscara el calor de una chimenea y la ayuda de un médico que le devolviera el sentido común y añadió: «¡Deberíais avergonzaros, viejo idiota, por comportaros ante un honorable señor de esta forma, que sin duda habéis aprendido de una vieja prostituta que solo sabe defenderse con riñas!». Carlos, un anciano decrépito, murió en octubre[14]. Gustavo Adolfo, el nuevo rey de Suecia, heredó de su padre un reino asediado desde fuera y en vías de desintegración desde dentro. Carlos había conseguido enemistarse con todos sus antiguos partidarios, debido a su política infructuosa pero onerosa y a sus modales arbitrarios y caprichosos. Gustavo solo tenía diecisiete años y la constitución sueca le impedía tomar

plenos poderes hasta la edad de veinticuatro. Por lo tanto tuvo que hacer concesiones explícitas y en su carta de acceso al trono, jurada en diciembre de 1611, el clero obtuvo total autonomía y la garantía de que el luteranismo sería la única religión de Suecia; los nobles recibieron amplios privilegios sociales y una posición dominante en el gobierno; y a los súbditos en general se les prometió una justicia imparcial. Mientras tanto, el consejo, dirigido por Axel Oxenstierna, comenzó a dirigir una enérgica defensa contra la invasión danesa que, sin embargo, no consiguió grandes avances. Tras un año más de batallas, Suecia aceptó agradecida una oferta de la República holandesa –que temía las consecuencias estratégicas que podía tener para su comercio en el Báltico una victoria holandesa absoluta– para mediar un acuerdo. Con la paz de Knared (enero de 1613) Suecia renunció a todas sus pretensiones en el Báltico y el Ártico y prometió pagar una fuerte indemnización de guerra. La ciudad de Alvsborg, único puerto de Suecia en el mar del Norte, permaneció en manos danesas hasta 1619 cuando el último plazo del exigido rescate de un millón de táleros (208.000 libras esterlinas, buena parte de ello prestado por los holandeses) llegó a la tesorería personal de Cristián. El incremento de los impuestos y los préstamos para pagar el rescate de Alvsborg provocó agitaciones en Suecia: se produjeron revueltas populares en algunas provincias y muchas ciudades y nobles se opusieron (incluso la reina madre se negó a pagar). Un puñado de reformas domésticas –una ordenanza judicial en 1614 mejoró el sistema legal; el reglamento de la Dieta se vio simplificado por otra ordenanza en 1617– hicieron poco por apaciguar a los descontentos, dado que la intervención sueca en Rusia siguió exigiendo costosas campañas militares hasta 1617. Gustavo también temía un nuevo intento por parte de Segismundo de recuperar su herencia. Más de 400 exiliados suecos residían aún en Polonia, con la esperanza de que se produjera la restauración de un rey católico, y en 1613 Segismundo (que se casó con una princesa de los Habsburgo) firmó un tratado con el emperador Matías en el que se prometieron asistencia mutua contra los rebeldes. Gustavo, por lo tanto, se apresuró a establecer alianzas con la República holandesa (1614), con la Unión Protestante alemana (1615) y finalmente con Dinamarca (1619). Probablemente ninguno de estos éxitos diplomáticos habría bastado si Segismundo hubiera realizado otra invasión como la de 1598. Pocos

habrían luchado hasta la muerte por el joven e inexperto Gustavo o en memoria de su colérico y autocrático padre. El descendiente de la casa de los Vasa no se salvó gracias a sus propios esfuerzos, sino a que el Estado polaco-lituano estuviera más interesado en aprovecharse de las dificultades internas de Rusia que de las de Suecia.

3. LA VIOLACIÓN DE RUSIA Según un observador inglés en Moscú, la peculiar política de Iván el Terrible, zar de Rusia de 1533 a 1584, había producido «odio general, destrucción, miedo y descontento en todo su reino… Dios tiene reservada una gran plaga para este pueblo». Iván había destruido a muchas de las antiguas familias aristocráticas (boyardos) de Moscovia y purgado deliberadamente las zonas del norte y del centro del país de sus oponentes, desterrándolos a las fronteras y creando un Estado aparte (oprichnina) en el centro. Después de esto había provocado una nueva huida de este núcleo central a causa de los impuestos y las levas en él instaurados para subvencionar la guerra de Livonia: los impuestos pagados por la propiedad de un noble medio pasaron de 8 rublos a comienzos del siglo XVI a 42 a mediados y a 151 a finales de siglo. En la década final del siglo XVI casi la mitad de las tierras del centro de Moscovia habían quedado totalmente abandonadas, y otro 40 por 100 estaba demasiado despoblado para pagar impuestos. No es de extrañar, por lo tanto, que muchos nobles y campesinos prefirieran probar fortuna en las «nuevas tierras» del sur y el este. Sobre los que quedaron, otro visitante inglés escribió proféticamente en 1591: La práctica tiránica [del zar]… ha alterado de tal manera este país, y lo ha llenado de tanto rencor y odio mortal desde entonces, que no se apagará (como parece ahora) hasta que arda de nuevo en una conflagración civil… El desesperado estado de cosas en el interior hace que la mayor parte del pueblo desee una invasión extranjera que imaginan sería la única forma de librarse del pesado yugo de este tiránico gobierno[15].

Semejante derrotismo se vio reforzado por las desastrosas cosechas obtenidas entre 1601 y 1604, periodo en el que el precio del grano se multiplicó por quince: la ciudad moría de hambre y los campesinos desesperados se ahogaban en los pantanos. Nuevos fugitivos huyeron a las

tierras limítrofes del Estado moscovita para unirse a los boyardos y otros exiliados que tenían poderosos motivos de queja contra el gobierno central. El hecho de que el Estado moscovita sobreviviera intacto dos décadas tras la muerte de Iván fue debido en gran medida a la habilidad de Boris Godunov. A partir de 1585 fue el miembro más destacado del consejo de regencia del hijo bobalicón y sucesor de Iván, Fedor; en 1591 fue nombrado primer consejero, con derecho a mantener correspondencia directa con los gobiernos extranjeros; y cuando Fedor murió, en 1598, fue elegido zar. Boris siguió una política de retirada del Báltico, extendiendo la tregua con Polonia en 1587 y firmando la paz con Suecia en 1595, y dio los pasos necesarios para asegurar la frontera meridional. Tras detener un ataque contra Moscú de los tártaros de Crimea en 1591, el gobierno comenzó a construir una red de ciudades fortificadas a lo largo del Volga central (Samara, 1585; Tsaritsyn, 1588; Saratov, 1590) y también a lo largo del Don (Voronezh; 1586; Elets, 1592). En 1598, Boris condujo en persona una campaña contra los tártaros. Estas medidas eran sensatas, aunque no ofrecían una seguridad total a los habitantes del sur de Rusia (en la primera mitad del siglo XVII, al menos 200.000 rusos fueron capturados en el transcurso de las incursiones tártaras y, en su mayoría, vendidos como esclavos). Mientras tanto, desde su base minera de Perm, la familia Stroganov había comenzado en la década de los sesenta del siglo XVI a explorar las tierras del otro lado de los Urales, en busca de mineral de hierro y sal. También cazaron animales por sus pieles, estableciendo ciudades fortificadas a las cuales el gobierno suministraba una guarnición y colonos (algunos de ellos criminales deportados). En 1610 llegaban a Moscovia desde Siberia unas 200.000 pieles de marta cibelina cada año, y esta prosperidad animó al gobierno de Moscú a enviar recursos suficientes para derrotar los ataques de las tribus de kalmucos de la estepa. También promovía la migración: en el año 1622 había alrededor de 23.000 colonos rusos al este de los Urales. La continuidad de la fiebre de las pieles en Siberia a lo largo de las primeras décadas del siglo XVII resulta particularmente notable, dado que el Estado moscovita, del que dependían los colonos para su defensa, se vino prácticamente abajo. Los «grandes desórdenes» (smuta) de Moscovia comenzaron el primer año de hambre, 1601, con el descubrimiento de una conspiración contra Boris por parte de la familia Romanov, cuyo cabecilla,

Fedor (primo del zar Fedor), había sido un popular candidato a la elección de zar en 1598. Tras la conspiración, Boris deportó a los líderes rebeldes y confiscó sus tierras; también forzó a Fedor a hacer votos monásticos para evitar que jamás pudiera llegar a ser zar: su nombre monástico fue Filaret (Filareto). Sin embargo, al continuar las malas cosechas, en 1603 se produjo una importante revuelta popular entre los campesinos y siervos del sur. Aunque Boris los derrotó en una batalla campal cerca de la capital, los supervivientes se retiraron al sur uniéndose rápidamente a otro cabecilla popular, el «falso Dimitri». En la década siguiente al menos veinte personas pretendieron ser Dimitri, el hermano perdido del zar Fedor (que, de hecho, había muerto en 1591), y todos ellos consiguieron convencer a alguna gente de la veracidad de sus afirmaciones. Rusia había sido gobernada por los descendientes directos de Rurik, un líder vikingo, durante siete siglos y sus súbditos creían que los miembros de aquella casa poseían poderes sobrenaturales y una autoridad que un zar simplemente electo jamás podría igualar. Las devastadoras hambrunas fueron consideradas por algunos como prueba de que Boris carecía del mandato divino para gobernar y creían que solo la restauración de un descendiente de Rurik podría devolver la paz y la prosperidad a Rusia. Cualquier falso Dimitri gozaba, por lo tanto, de ciertas ventajas naturales, y la existencia de los descontentos boyardos, cosacos y otros refugiados en el sur suministraba una fuerza por medio de la cual convertir las simpatías en acción. Además, el primer falso Dimitri gozaba de cierto apoyo en el Estado polaco-lituano, donde había vivido desde 1602, convirtiéndose en secreto al catolicismo. Desde ahí, tras una audiencia con Segismundo, dirigió un ejército de 3.500 hombres a Rusia en agosto de 1604. Al principio tuvo éxito, pero cinco meses después sus fuerzas fueron aplastadas por un ejército dirigido por el príncipe Vasili Shuiski. Dimitri huyó y sus partidarios polacos comenzaron a regresar a su país. La Dieta polaca solicitó que el rey repudiara a Dimitri: «¿Qué es todo esto, una escena de una comedia de Plauto o Terencio?», exclamó el canciller Zamoyski. Pero la súbita muerte de Boris Godunov renovó la suerte del pretendiente. Aunque Moscú reconoció en un principio como zar a Fedor, hijo de Boris, el ejército se pronunció a favor de Dimitri y Fedor Godunov fue torturado hasta la muerte y sus parientes deportados. En junio, Dimitri entró en Moscú y fue coronado.

Los boyardos, encabezados por Shuiski, esperaban una dócil marioneta. Pronto descubrieron que no lo era. Aunque sus orígenes permanecen en la oscuridad (hay pruebas que sugieren que era Grishka Otrepev, un monje renegado), pronto comenzó a seguir una política propia. Reforzó la autoridad de los señores sobre sus siervos, aunque permitió que aquellos siervos que habían huido al sur antes de 1601 fueran libres; planeó enviar a jóvenes rusos a estudiar en el extranjero (como había hecho Boris) y siguió apoyando la expansión en Siberia. Pero esta política no contribuyó a ganarle el apoyo de Moscú, donde los nobles se dedicaron enseguida a explotar la impopularidad de tres actuaciones de Dimitri. En primer lugar, había conservado a su servicio a los extranjeros alemanes y polacos que le habían ayudado a alcanzar el poder y les había otorgado generosas recompensas; en segundo lugar, y más importante, había dejado de lado a la Iglesia ortodoxa e implantado una capilla jesuita en Moscú; y en tercer lugar, y esto fue crucial, el 18 de mayo de 1606 se había casado con una princesa polaca y la había hecho coronar como zarina. Una semana más tarde, Vasili Shuiski organizó un alzamiento popular en Moscú contra los centenares de polacos que habían llegado para asistir a la boda, y mientras la ciudad se debatía, él y otros boyardos entraron en el Kremlin y asesinaron a Dimitri. Al día siguiente, Shuiski fue proclamado zar por los boyardos. Pero no se realizó ningún intento de obtener la aprobación de la Iglesia ni de los estados; y no pasó mucho tiempo antes de que la agitación comenzara de nuevo. En esta ocasión fue la pequeña nobleza la que encabezó la oposición, y también recurrió a los servicios de un falso Dimitri (este era un antiguo seguidor de Dimitri I que había escapado a la matanza del Kremlin y ahora afirmaba ser el anterior zar). El nuevo pretendiente, al que podríamos llamar Dimitri II, fue a Polonia para intentar obtener apoyo extranjero. Nombró como comandante de campo a un cosaco que acababa de regresar del cautiverio a bordo de una galera turca: Iván Bolotnikov. El nuevo comandante estableció su cuartel general en Putivl, 550 kilómetros al sudoeste de Moscú, donde reunió al ejército permanente con fugitivos y restos de anteriores ejércitos rebeldes. En su marcha hacia Moscú, las ciudades, una detrás de otra, se volvieron contra sus nobles locales, espoleadas por la propaganda antiboyarda realizada por Bolotnikov. Incluso los oficiales del ejército de Shuiski se negaron a combatir por el «zar de los boyardos».

En octubre de 1606, el ejército puso sitio a Moscú y distribuyó cartas a la población en nombre de Dimitri en las que se les ordenaba «tomar Moscú, destruir las casas de los magnates, los poderosos y los bien nacidos y tomar para sí a sus esposas e hijas»[16]. Shuiski contraatacó organizando al clero ortodoxo para que predicara enérgicamente a su favor. Justo en el momento en que parecía que los pobres de Moscú iban a alzarse en favor de Dimitri, dejando entrar a los sitiadores, un importante grupo de pequeños nobles abandonó el ejército de Bolotnikov (noviembre de 1606). Moscú se salvó y Shuiski obtuvo gradualmente apoyo suficiente para forzar la rendición de los rebeldes (octubre de 1607). Desafortunadamente para Shuiski, gracias al final de la Rokosz en Polonia, Dimitri II contó con un importante apoyo de Segismundo para invadir Moscú. En mayo de 1608, alrededor de 5.000 polacos marchaban sobre Moscú y, mientras la capital era asediada, las fuerzas polacas y cosacas de Dimitri ocuparon la mayor parte del sur de Rusia. En esta desesperada situación, Shuiski también solicitó ayuda extranjera. Como estaba aislado en todas las demás direcciones, solicitó ayuda militar a Carlos IX de Suecia, ofreciendo a cambio la cesión de algunas tierras rusas del Báltico: una fuerza expedicionaria de 5.000 suecos terminó por romper el cerco de Dimitri en torno a Moscú. Mientras tanto, otro ejército polaco estaba asediando Smolensk, una ciudad que mantenía lealtad a Shuiski y que estaba protegida por nuevas fortificaciones de piedra. En julio de 1610 el ejército polaco derrotó a las fuerzas de Shuiski y a sus aliados suecos en Klushino y poco después un motín en Moscú forzó a Shuiski a abdicar. El consejo de los boyardos, que controlaba la capital, aceptó reconocer al hijo de Segismundo, Ladislao, como zar –el sexto en cinco años– y a admitir que hubiera una guarnición polaca en el Kremlin de Moscú. También enviaron a Shuiski, a sus hermanos y a muchos otros líderes rusos a Varsovia, donde hicieron una humillante aparición ante Segismundo y la Dieta polaca. Shuiski murió en cautividad. Desgraciadamente, Segismundo se mantuvo indeciso. En primer lugar, Smolensk seguía resistiéndose y, como la continuidad del apoyo de la Dieta polaca dependía de su conquista, el rey concentró sus recursos allí en lugar de trasladar su guarnición a Moscú. En segundo lugar, deseaba que la unión de Polonia y Moscovia se realizara en su propia persona: no quería que Ladislao (que tenía por aquel entonces quince años) llegara a ser zar y

pudiera llevar a cabo una política independiente. Finalmente, se produjo una enconada disputa acerca de la religión del zar electo. Los boyardos insistían en que Ladislao debía convertirse a la ortodoxia, pero Segismundo no quería ni oír hablar de ello, ni tampoco sus seguidores católicos. El papa había declarado que la invasión de Moscovia era una «cruzada» y, bajo patronazgo real, los escritores polacos producían mucha literatura patriotera sobre la reconversión de los «cismáticos» ortodoxos a la fe romana (por ejemplo, la Polonia de las llanuras, de Piotr Grabowski, en 1596, y el Cántico de Moscú, de Pável Palczawski, en 1609). Segismundo no podía volver la espalda a todo esto así como así. Sin embargo, mientras los polacos planteaban dificultades y los suecos se curaban las heridas, los obispos ortodoxos y algunos boyardos empezaron a poner en circulación cartas avisando a sus compatriotas del peligro que representaba Ladislao para su religión. También describían el brutal comportamiento de las tropas polacas que rodeaban Smolensk. Gradualmente se fue configurando un partido conocido como «movimiento nacional», compuesto por antiguos seguidores de Dimitri II (asesinado en diciembre de 1610) y cosacos del Don, junto con ciudadanos y pequeños nobles procedentes de las zonas que habían apoyado a Shuiski. En la anarquía resultante, las fuerzas suecas intervinieron de nuevo y, por un acuerdo con parte del movimiento nacional, ocuparon Nóvgorod y todas las provincias bálticas. Carlos IX ofreció a su segundo hijo, Carlos Felipe, como candidato a zar. Entonces, en junio de 1611, Smolensk cayó en manos de Segismundo y la Dieta polaca inmediatamente decidió poner fin a todo impuesto para la guerra: no veían ventaja alguna en ulteriores dispendios. Esto dejó a las guarniciones polacas de Moscovia en una posición extremadamente incómoda, dado que las fuerzas del movimiento nacional las tenían bajo asedio. Primero comieron hierba y desperdicios, después se comieron los unos a los otros, y, finalmente, los supervivientes se rindieron. El Kremlin de Moscú cayó en noviembre de 1612. Los dirigentes del movimiento nacional formaron ahora una «asamblea nacional» (Zemsky Sobor) para elegir un nuevo zar. Algunos de sus miembros se inclinaban por Carlos Felipe de Suecia, pero su causa se vino abajo al no hacer acto de presencia en Moscú; los cosacos, por el contrario, deseaban elegir al único pariente vivo de Iván IV, Miguel Romanov, hijo de Fedor, y finalmente lograron su

objetivo. En marzo de 1613, la asamblea nacional nombró zar a Miguel, que tenía solo dieciséis años. Los boyardos pretendían que su nuevo gobernante fuera, de alguna forma, un monarca constitucional. Al igual que Shuiski, Ladislao y Carlos Felipe, fue obligado a ofrecer a sus súbditos ciertas garantías antes de su coronación. Dado que estas no fueron puestas por escrito, su exacta naturaleza sigue sin conocerse, pero Miguel prometió, al parecer, gobernar tan solo con el consejo de los estados, que permanecieron en sesión casi constantemente durante la totalidad de su reinado, y dar a los boyardos una participación en el gobierno. Con su ayuda, el nuevo zar comenzó a restaurar el orden. En 1614, todos los cosacos aceptaron la autoridad de Miguel (aunque algunos de ellos seguían creyendo que Dimitri II estaba aún vivo). Esto resolvió, en cierta medida, el problema del orden en el sur. La restauración de la paz en el norte y el oeste, donde grupos de bandidos operaban a las puertas mismas de Moscú con toda impunidad, dependía de que se llegara a un acuerdo con Suecia y Polonia, y ninguno de ellos parecía dispuesto a ceder fácilmente. De hecho, en 1615 un ejército sueco invadió Moscovia de nuevo y puso sitio a Pskov. Solo cuando no consiguió capturar la ciudad se emprendieron conversaciones. Finalmente, por la paz de Stolbova (marzo de 1617), Suecia reconoció a Miguel como zar y devolvió Nóvgorod a cambio de una indemnización en metálico y la total soberanía sobre Kexholm e Inglia, que unían sus provincias de Estonia y Finlandia, Rusia quedaba, pues, completamente aislada del Báltico: Arcángel, en el mar Blanco, era el único puerto del Imperio y los caminos que lo unían con Moscú se convirtieron en su principal vía de comunicación. Llegar a un acuerdo con Polonia resultó mucho más difícil. Tras la derrota de 1612, las unidades polacas que habían sobrevivido en Moscovia se amotinaron y regresaron lentamente a sus casas donde causaron grandes daños hasta que la Dieta aprobó por votación la recaudación de un impuesto para que se les pagara y desmovilizara. Sin embargo, Segismundo decidió usar estos nuevos ingresos para invadir Rusia una vez más. Sus fuerzas, capitaneadas por el príncipe Ladislao, avanzaron inexorablemente hacia Moscú, que atacaron en octubre de 1618. El asalto resultó fallido –por aquel entonces Moscú disponía de unos 100.000 habitantes y de cuatro círculos concéntricos de fortificaciones–, por lo que en enero de 1619 en Deulino (justamente fuera de la ciudad) se firmó una tregua que debía durar hasta

1633. Los términos eran duros: Polonia conservaba Smolensk y sus otras conquistas del oeste; tampoco se reconocía el título de Miguel (Ladislao continuaba afirmando ser el zar). Segismundo construyó la «capilla de Moscovia» en Varsovia para celebrar el triunfo de Polonia e introdujo la religión católica en todos los nuevos territorios. Lo único que salió ganando Rusia, aparte de la finalización de las hostilidades, fue que el intercambio de prisioneros de guerra permitió que Filaret, el padre de Miguel Romanov y un hombre de gran valía, volviera a Moscú donde, en julio de 1619, fue nombrado patriarca y primer ministro. Filaret deseaba vengarse. Los éxitos de Polonia exacerbaron la eterna hostilidad de los rusos hacia su vecino occidental: desde la Edad Media, los artistas rusos siempre representaban al diablo como un hombre bien afeitado y vestido como un polaco, y si, por casualidad, un católico entraba en una iglesia ortodoxa, el edificio se barría y purificaba inmediatamente. Sin embargo, por el momento, Filaret se concentró en restablecer el poder central por toda Rusia. Reorganizó la burocracia y sometió a los bandidos. También inició un ambicioso trabajo de agrimensura: equipos de funcionarios armados con cintas métricas y ábacos comenzaron a dibujar mapas de Moscovia, el trabajo cartográfico más antiguo conocido en Rusia. Sin embargo, lo que no mostraban estos mapas eran las grandes zonas de tierras yermas que existían aún en la mayoría de las regiones: las hambrunas, las rebeliones y las guerras de la época de los desórdenes habían reducido la población rusa casi en una cuarta parte y producido una miseria indescriptible. Sin embargo, en 1616 los estados bálticos estaban todos en paz por primera vez en dos décadas. Rusia y Suecia habían sobrevivido ambas a serias amenazas contra su existencia; Dinamarca y, especialmente, Polonia habían ganado mucho de sus proyectos expansionistas. Los holandeses, cuyos intereses en el Báltico crecieron con el número de barcos que atravesaban el Sund –su «comercio madre»– habían demostrado por su mediación en la paz de Knared en 1613 y sus préstamos a Suecia que deseaban que en la región hubiera un equilibro de poder y que disponían de la fuerza necesaria para mantenerlo. También se beneficiaron de la paz, porque Suecia abrió sus minas de cobre a los empresarios holandeses como garantía para sus préstamos. No obstante, la paz del Báltico estaba a punto

de verse turbada por acontecimientos que sucedieron más al sur y que ni los holandeses podían controlar.

[1] Sobre los orígenes de la «tregua» de 1568 de Hungría, véase J. H. Elliott, Europe divided 15591598, 2.a ed., Oxford, 2000, pp. 118-119. [2] Los dos países habían estado unidos bajo el mando del tío de Segismundo, Esteban Báthory, desde 1576 hasta 1586: véase Elliott, Europe divided, cit., pp. 161-163. [3] J. Loserth, Reformation und Gegenreformation in den innerösterreichiscen Ländern im XVI Jahrhundert, Stuttgart, 1898, p. 247, sermón del predicador de la corte del archiduque Carlos de Estiria (padre del emperador Fernando II), 29 de enero de 1578. Sobre las luchas religiosas del imperio a finales del siglo XVI, véase Elliott, Europe divided, cit., pp. 166-168. [4] E. Kossol, Die Reichspolitik des Pfalzgrafen Philipp Ludwig von Neuburg (1547-1614), Gotinga, 1976, p. 167, el duque a sus consejeros, 17 de noviembre de 1607. Felipe Luis también era un Wittelsbach, Neoburgo está solo 30 kilómetros al sur de Donauwörth. [5] H. Dollinger, «Kurfürst Maximilian I. von Bayern und Justus Lipsius», Archiv für Kulturgeschichte XLVI (1964), pp. 227-308: Maximiliano a su padre (que acababa de abdicar en su favor), 21 de junio de 1598. Véanse también las opiniones sobre el poder del dinero que el duque expresó más tarde citadas en cap. II, «3. El absolutismo político». [6] R. J. W. Evans, Rudolf II and his world, Oxford, 1973, p. 59: el archiduque Maximiliano a Rodolfo II, 22 de octubre de 1600. Sobre el principio de las carreras de Rodolfo y Matías, véase Elliott, Europe divided, cit., pp. 191-192, 196-197 y 257-258. [7] J. Franzl, Ferdinand II. Kaiser im Zwiespalt der Zeit, Graz, 1978, p. 116: Fernando en febrero de 1608. [8] A. D. Lublinskaya, Frantsiya v nachale XVII veka, 1610-1620 rr (Francia a principios del siglo XVII, 1610-1620), Leningrado, 1959, p. 186; Mauricio de Hesse-Kassel a Luis XIII, 23 de marzo de 1615. Le agradezco a Brian Pearce que compartiera conmigo su traducción no publicada de esta obra. [9] En ese caso, Fernando cedió los feudos italianos pero nunca transfirió Alsacia o el Tirol. Su hijo se convirtió en el emperador Fernando III en 1637. [10] El título oficial del estado fue «Rzeczpospolita obojga narodow» (la comunidad de las dos naciones; es decir, Polonia y Lituania). En este volumen me refiero a él como «Polonia» o «el Estado polaco-lituano». [11] Para más información véase Elliott, Europe divided, cit., pp. 259-261. [12] El nombre Rokosz deriva de la ciudad de Rakosz, cerca de Budapest en Hungría, donde se habían reunido los nobles húngaros en 1526 para defender los valores del reino (gobernado en aquella época por la misma dinastía Jagellón que en Polonia). Personificaba la idea de que el estamento noble era el depositario final de la soberanía. [13] P. D. Lockhart, Denmark and the Thirty Years War 1618-1648, Cranbury, Nueva Jersey, 1996, p. 55: Lord Leicester en 1632; E. L. Petersen, «Conspicuous consumption: the Danish nobility of the 17th century», Kwartalnik historii kultury materialnej, I, 1982, p. 64: el diario de Esge Brock, 1604. (La entrada se reproduce en G. Parker, The Thirty Years War, 2.a ed., Londres, 1996, ilustración 24 [ed. cast.: La Guerra de los Treinta Años, Barcelona, Crítica, 1998; reed., Madrid, Antonio Machado, 2004].) [14] Datos de S. Heiberg, Christian IV. Monarken, mennesket og myten, Copenhague, 1988, pp. 175-176 (le agradezco esta referencia a Paul Lockhart). Carlos tuvo suerte, pues Cristián era famoso

por su puntería, gracias en parte a su costumbre de utilizar perros para practicar el tiro al blanco. Según un escocés que le conocía bien, el rey era «el tirador con mejor puntería que he visto nunca, pues siempre le acierta en la cabeza a cualquier perro al que dispare»; R. Monro, Monro, his expedition with the worthy Scots regiment called Mac-keys, ed. de W. S. Brockington, Westport, Connecticut, 1999, p. 55. [15] Jerome Horsey (1590) y Giles Fletcher (1591) ambos citados en E. Bond (ed.), Russia at the close of the 16th century, Londres, 1856, pp. 34, 45, 163 y 206. [16] P. Avrich, Russian rebels 1600-1800, Londres, 1972, p. 32, citado con otros materiales similares.

IV. NEUTRALIDAD ARMADA EN EL OESTE, 1598-1618

1. LA RECUPERACIÓN DE FRANCIA Enrique IV, el primer rey Borbón de Francia, dijo en una ocasión que había subido al trono en 1589 siendo «un marido sin esposa, un rey sin reino y un guerrero sin dinero». Las tres afirmaciones eran ciertas. Diecisiete años antes, cuando solo era rey de Navarra, se había casado con Margarita de Valois, la hermana del rey francés; cinco días después miles de sus seguidores protestantes murieron en la masacre de San Bartolomé y Enrique fue puesto en arresto domiciliario. El matrimonio nunca se recuperó, pero Enrique no pudo conseguir la nulidad hasta 1599. En cuanto recuperó la libertad, el rey no solo negoció un contrato matrimonial con María de Médicis, sobrina del gran duque de Toscana, sino que también le prometió a su amante, Enriqueta d’Entragues que se casaría con ella si le daba un hijo varón. Como el primer hijo de Enriqueta nació muerto, Enrique se casó con María (consumando la unión la noche antes de la ceremonia); pero la alojó en palacio cerca de los aposentos de Enriqueta y frecuentó los lechos de ambas. Ambas mujeres dieron a luz a sus hijos en 1601 y a sus hijas en 1602. Es posible que la indiferencia de Enrique hacia las doctrinas cristianas sobre el matrimonio proviniera de su poco convencional historia religiosa. Recibió una sólida educación calvinista en la pequeña corte de Navarra al pie de los pirineos, pero le obligaron a abjurar y a unirse a la iglesia católica en 1572 después de San Bartolomé. Sin embargo, cuatro años más tarde, salió de su confinamiento y se convirtió en el líder indiscutible de los protestantes franceses. A partir de entonces, dirigió su propia política externa, forjando alianzas (y recibiendo subsidios de) Inglaterra, los holandeses y los estados protestantes de Alemania. También llevó personalmente a su ejército a la guerra –«Seguid mi pluma blanca», dijo en una ocasión a sus oficiales, «la encontraréis donde quiera que haya peligro»– y ganó convincentes victorias contra casi todos sus adversarios. En los asuntos de Estado demostró la misma maestría que en el campo de batalla. En una ocasión en la que le desafiaron los jueces del Tribunal

Supremo, Enrique les recordó que Dios había elegido «ponerme al mando de este reino, que es mío tanto por herencia como por nombramiento». Y continuó: «En el pasado, la necesidad me llevó a ser soldado» y «he saltado sobre las murallas de las ciudades… ¡Pero ahora soy rey y hablo como rey y espero ser obedecido!»[1]. Sin embargo, Enrique solía conseguir lo que quería a través de su ingenio y sabiduría y, aunque tuvo que enfrentarse y reprimir varias rebeliones aristocráticas, en una década restableció el poder de la corona francesa tras casi cuarenta años de impotencia e humillación. Cuando asesinaron a Enrique III en 1589, las órdenes oficiales del rey solo se cumplían en el valle del Loira, el tesoro estaba vacío y una organización pagada por España controlaba buena parte de Francia. Cuando asesinaron a Enrique IV en 1610 (después de al menos 23 intentos fallidos) las órdenes reales eran respetadas en toda Francia, el tesoro gozaba de un excedente y Francia enviaba regulares subsidios a las potencias extranjeras cuya independencia Enrique quería garantizar. La suerte cambió en 1598. Por una parte, la paz de Vervins (2 de mayo de 1598) puso fin a la guerra contra España, y una serie de acuerdos privados y sobornos por un total de 7 millones de escudos (1.750.000 libras esterlinas, una cantidad casi equivalente a los ingresos anuales de la corona) persuadieron a los aliados franceses de España de que abandonaran la lucha. Por otra parte, en abril, Enrique convenció tanto a los católicos como a los hugonotes (calvinistas) para que dejaran las armas. El acuerdo, conocido como el edicto de Nantes, consistía en cuatro documentos distintos. Un edicto de 92 artículos detallaba una serie de compromisos religiosos de largo alcance. Para empezar, perdonaba todos los actos hostiles que se habían cometido antes de la ascensión de Enrique: ninguna de las partes podía exigir reparación o entablar un proceso legal por un daño que hubiera sufrido antes de 1589. Además, permitía una absoluta libertad de conciencia: los protestantes podían pensar, hablar, escribir y rendir culto como quisieran dentro en sus casas. Además, podían practicar su religión públicamente en tres lugares distintos –en las tierras de los nobles hugonotes, en dos ciudades de cada región administrativa (bailliage) y en cualquier otro lugar donde las prácticas del calvinismo se hubieran celebrado públicamente en 1596 y 1597– y no podía impedírseles acceder a cargos públicos por motivos religiosos. Pero eso era todo. El edicto prohibía la práctica del calvinismo en todas las demás zonas, así como cualquier forma de proselitismo. En

cambio, permitía el culto y las reuniones católicas en todas partes. Además, los hugonotes tenían que pagar diezmos a la iglesia católica local y respetar todas las fiestas católicas (esos días no podían trabajar). En el documento quedaron algunas ambigüedades y contradicciones, por lo que, poco después, Enrique firmó 56 artículos más, en su mayoría dedicados a clarificar artículos anteriores o a hacer excepciones (por ejemplo, en algunos lugares en los que había acuerdos anteriores que prohibían la convivencia de ambos cultos en una misma ciudad). En cuanto estuvieron registrados por los tribunales franceses, solo otro edicto podía revocar estos dos documentos. Enrique también firmó dos garantías personales más, que recibieron el nombre de brevets, en los que realizaba concesiones para los hugonotes que sabía que los tribunales –en los que había una inmensa mayoría de jueces católicos– nunca aceptarían. La primera destinaba 45.000 escudos (10.000 libras esterlinas) al año del tesoro público para un fin «que su majestad no quiere especificar o declarar»: de hecho, el dinero estaba destinado a pagar los salarios de los ministros hugonotes, tal vez para compensarles por la pérdida de los diezmos. El segundo brevet dedicaba 180.000 escudos (40.000 libras esterlinas) anuales al mantenimiento de guarniciones en unas 50 ciudades hugonotes y les otorgaba a los calvinistas el derecho a guarnecer con tropas casi 100 «lugares de refugio» más con sus propios medios. Estas concesiones, aunque amplias, estaban limitadas en el tiempo –expiraban después de 8 años a menos que se renovaran– pero ofrecían una importante seguridad adicional a los hugonotes a partir del momento en el que desmovilizaran sus ejércitos[2]. El edicto de Nantes tardó meses en formularse y una década en cumplirse. A los hugonotes no les gustaban las cláusulas que restringían sus actividades; los católicos temían la autonomía religiosa, militar y política que se había conferido a los protestantes. Enrique tuvo que equilibrar cada concesión que hacía a unos con algo similar para los otros. Consiguió satisfacer a muchos católicos al hacer que volvieran los jesuitas a Francia en 1603. También promovió la formación de nuevas órdenes religiosas, pero también renovó las brevets en 1608, reconfortando así a los protestantes. El Parlement de París, que tenía potestad sobre media Francia, acordó registrar el edicto de Nantes en febrero de 1599 y la mayoría de los otros tribunales hicieron lo mismo al año siguiente (aunque el Parlement de Ruán se negó a registrarlo hasta 1609).

El edicto hizo que la iglesia católica francesa ganara fuerza rápidamente. El número total de conventos que había en Francia se duplicó entre 1600 y 1650. Algunos pertenecían a ramas de órdenes religiosas establecidas: los benedictinos de san Mauro, que solo tenían 80 monjes en 1620, llegaron a tener más de 1.000 en más de 40 conventos en 1650 (incluyendo, a partir de 1631, Saint Germain des Prés, en las afueras de París, que pronto se convirtió en un destacado centro de estudio monástico); el convento de monjas cistercienses de Port-Royal, cerca de París, reformado en 1609, se convirtió en un importante centro del jansenismo bajo la dirección de su joven abadesa, Angélique Arnauld. También había conventos que pertenecían a nuevas órdenes. Pierre de Bérulle, un sacerdote devoto que tenía excelentes conexiones con la corte, fundó la sociedad del Oratorio de Jesucristo en 1611 (que en 1624 contaba con 40 casas religiosas, y en 1660 con 63). Los jesuitas, readmitidos en Francia en 1603, no solo crearon conventos, sino también colegios: dos décadas después tenían unos 40.000 estudiantes, muchos de ellos hijos de la elite profesional. La orden también le proporcionaba a la monarquía sus confesores. El impacto de estas transformaciones inclinó la balanza religiosa en varias zonas. Así, Loudun, una ciudad predominantemente hugonote de Poitou, recibió a las carmelitas en 1604, a los jesuitas en 1606, a los capuchinos en 1616, a las Hijas del Calvario en 1624 y a las ursulinas en 1626. Se crearon seminarios diocesanos para el clero secular: en 1614 había 8, en 1620 había 16, y en 1660 unos 70. Sin embargo, no todos lograron un éxito inmediato. El obispo Richelieu estableció un seminario en Luçon en 1611 financiado por un impuesto sobre los ingresos eclesiásticos. La enorme oposición del clero local afectado por el nuevo impuesto paralizó el proyecto, y cinco años después Richelieu le cedió el seminario a los oratorios de Bérulle; pero ellos también fracasaron y la institución cerró sus puertas. Bérulle y sus seguidores tuvieron más éxito con otra iniciativa: la preparación de sacerdotes para trabajos misioneros en Francia, especialmente en las regiones hugonotes. A partir de 1625, equipos especiales viajaron por pueblos y pequeñas ciudades para presentar una versión simplificada de la doctrina católica con discursos entusiastas e imágenes portátiles. Otros dos reformistas hicieron cruciales contribuciones: Vicente de Paúl que apoyó enérgicamente la creación de seminarios, fundó nuevas órdenes religiosas dedicadas a las obras de

caridad y, a partir de 1631, empezó a dirigir «retiros» para ordenandos; y Francisco de Sales que enseñó cómo se practicaba el culto religioso en familia en su libro Introducción a la vida devota (1609), frecuentemente reimpreso y traducido. Con el tiempo, estos esfuerzos pacíficos le permitieron a los católicos alcanzar el éxito que no habían obtenido con las guerras religiosas: la iglesia hugonote pasó de tener unos 1.250.000 miembros en 1600 a 500.000 o menos en 1680. Sin embargo, eso no fue hasta más tarde. Aquellos que criticaban a Enrique IV por haber aparcado el problema hugonote, y no haberlo resuelto, no tenían en cuenta que se enfrentaba a una minoría numerosa y bien organizada. La «pretendida religión reformada» (La Religion Prétendue Reformée), como la llamaban los católicos, tenía más de 700 iglesias en 1598, que frecuentaba casi el 10 por 100 de la población francesa, y entre ellos había enormes tropas de veteranos. Además, incluso el rey si hubiera albergado el deseo de aplastar a sus antiguos partidarios, carecía de los medios para hacerlo: tras tres décadas de guerra, Francia estaba arruinada. La Francia de Enrique IV abarcaba unos 480.000 kilómetros cuadrados. Tenía casi exactamente el mismo tamaño que su gran rival, España (que contaba con 490.000 kilómetros cuadrados). Francia, como España, era una «monarquía compuesta»: ambos países habían alcanzado su grandeza mediante un proceso de unificación territorial que había tenido lugar durante los últimos años del siglo XV y los primeros del XVI. Francia englobaba un núcleo de territorios gobernados directamente desde París (conocidos como los pays d’élections por los recaudadores de impuestos, los élus, que repartían los impuestos entre las parroquias), y una periferia de provincias, conocidas como los pays d’états (provincias con estados), en las que el ejercicio de la autoridad real se veía seriamente obstaculizado por las instituciones locales. Los principales pays d’états (Bretaña, Borgoña, el Delfinado, Guyena, Languedoc y Provenza, en 1600) ocupaban casi un tercio de Francia. Francia contaba con dos grandes ventajas frente a España en lo que respecta a recursos naturales. En primer lugar, su población era de 14 millones, frente a los 8 millones de España. En segundo lugar, sus campos producían todos los productos de primera necesidad y muchos lujos. Según Maximilien de Béthune, duque de Sully y principal asesor financiero de

Enrique IV, «los cultivos y los pastos» eran los dos «pechos de Francia» cuya leche alimentaba y aumentaba el bienestar de todos sus habitantes. Aparecieron nuevos cultivos como el maíz, el trigo sarraceno, las judías, los tomates y las patatas. Sully también supervisó la construcción de puentes, carreteras y canales, e invirtió 5.500.000 millones de libras tornesas (460.000 libras esterlinas) en vías de comunicación entre 1605 y 1610 –una cifra que no se igualó hasta 1680– permitiendo que regiones previamente aisladas exportaran sus excedentes. Excepto en los años de hambrunas generalizadas, Francia casi nunca importaba comida del extranjero. No obstante, el país no alcanzó la autonomía en lo que respecta a productos manufacturados, aunque el gobierno hizo todo lo que pudo para reducir el balance negativo del comercio. Por una parte, las leyes suntuarias limitaron el uso de telas de oro y plata; por otra parte, las nuevas fábricas reales producían los productos de lujo que quería la elite: cristal, sedas, satenes y tapices. Una comisión de comercio, instaurada en 1602, restableció la industria de tejido de seda en Tours y Lyon, promovió la producción de lino en Picardía y Bretaña y estimuló la producción textil lanar en toda Francia. Enrique IV y Sully también consiguieron darle una base sólida a las finanzas del Estado francés. En cuanto finalizaron las guerras en 1598 estabilizaron la deuda estatal, de 147 millones de libras (12 millones de libras esterlinas), en parte rechazando obligaciones extranjeras. Por ejemplo, el príncipe Cristián de Anhalt solicitó más de 3 millones de libras de pagos retrasados por la ayuda militar que le había prestado a los protestantes franceses (es decir, a Enrique y a Sully) durante las guerras civiles. Nunca se las pagaron; de hecho, en 1818 sus herederos, que aún no habían cobrado, exigieron del descendiente de Enrique, Luis XVIII, un pago inmediato del capital ¡más 293 años de intereses! Sully ofreció un pago inmediato a algunos otros acreedores a cambio de una reducción de sus demandas –le permitió al gran duque de Toscana reducir la dote de María de Médicis a cambio de que le descontara algunas deudas de guerra de Enrique–. Para el resto de sus obligaciones, en 1601 redujo unilateralmente la tasa de interés sobre las deudas del Estado al 6,25 por 100, e incluso después de esto retrasó los pagos. Uno de los primos del rey amenazó con hacer que asesinaran al ministro a menos que recibiera su dinero, pero Sully no se inmutó y la deuda no se pagó.

Gracias en parte a estas medidas, Sully empezó a reemplazar los impuestos directos por los indirectos, el más famoso y lucrativo de los cuales era conocido como la paulette, un acuerdo de nueve años (renovable) que permitía a los funcionarios del gobierno vender sus cargos en cualquier momento a una persona elegida por ellos a cambio de un pago anual al tesoro. Fijada en 1604 en una sesentava parte del valor anual del cargo, la paulette era una excelente inversión para los funcionarios ansiosos de asegurar el futuro de sus hijos. Pero tuvo consecuencias sociales importantes, quizá no previstas: creó una nueva elite conocida como la «nobleza de la toga» (por contraposición a la tradicional «nobleza de la espada»), que vendía o legaba cargos de la corona a su propio arbitrio. Hasta los jueces e inspectores de impuestos provenían ahora casi exclusivamente de las filas de la aristocracia de la toga, y la nueva elite formó sindicatos (syndicats d’officiers) que velaban celosamente por sus salarios, las perspectivas de su carrera y la autonomía de sus instituciones provinciales (véase cap. VII, «3. El resurgir de Francia»). Sin embargo, eso no fue hasta más tarde. Para Sully la importancia de la paulette residía en su volumen de ingresos: 2 millones de libras anuales, aproximadamente el 10 por 100 de los ingresos totales de la corona. Incluso después de que volviera la paz, en 1598, Enrique IV siguió destinando la mitad de sus ingresos a la defensa. Prestaba especial atención a la protección de las fronteras del norte y el este. Reconstruyó o mejoró las fortificaciones de casi 50 ciudades distintas y realizó mediciones y mapas de todas las regiones fronterizas que consideraba vulnerables. La preocupación de Enrique era comprensible. España solía mantener un ejército de 5.000 hombres en Lombardía y 50.000 más en el sur de los Países Bajos. Los hombres, el dinero y las municiones podían desplazarse con rapidez de Milán a Bruselas, y a la inversa, por un pasillo militar conocido como el «camino español» (véase el mapa 3). Estaba claro que, en caso de una nueva guerra con España, la seguridad de Francia dependería de que pudieran romper esta red de comunicaciones. Mapa 3. La frontera del este de Francia, 1598-1648

La primera oportunidad de atacar el camino español se presentó con motivo de una disputa por la propiedad del pequeño marquesado de Saluzzo, enclave del sudoeste de los Alpes rodeado por las tierras del duque de Saboya. El último marqués había dejado Saluzzo a los franceses a su muerte en 1548 pero, como durante las guerras de religión no había ejercido un control estricto, el marquesado se convirtió en un foco de calvinismo. Cuando en 1588 los hugonotes tomaron Château-Dauphin, capital de Saluzzo, el católico duque de Saboya invadió y anexionó el enclave. En la paz de Vervins, diez años después, la cuestión de Saluzzo fue remitida al arbitraje papal, dado que, aunque Enrique IV tenía un claro derecho sobre el territorio, el duque de Saboya se oponía a que una poderosa guarnición francesa volviera al centro de su territorio. Por lo tanto, ofreció ceder a Francia el territorio de Bresse, en su frontera occidental, a cambio de conservar Saluzzo. Felipe II de España se opuso a ello, aduciendo que la entrega de Bresse bloquearía el camino español y le prometió al duque de Saboya (que era cuñado suyo) pleno apoyo militar si rechazaba el acuerdo con Francia. Y esa fue la torpe decisión que adoptó en agosto de 1600. Enrique IV, anticipándose a los problemas, estaba ya en Lyon y había movilizado un ejército: cuatro días después le declaró la guerra a Saboya y dirigió a un ejército de 50.000 hombres para invadirla. En una semana, sus hombres habían alcanzado los pasos alpinos sin que llegara un solo soldado español para ayudar al duque. Sin embargo, Enrique aceptó la mediación papal en la disputa. En la paz de Lyon (enero de 1601) Francia cedió Saluzzo, pero recibió a cambio todos los territorios que tenían los Saboya al oeste del Ródano salvo un estrecho valle que permitía el paso de tropas y dinero español de Lombardía a los Países Bajos. Pero solo a duras penas: el camino español se reducía en este punto a un único puente sobre el Ródano, que los franceses podían destruir (y destruían) cuando les venía en gana para impedir que los Países Bajos recibieran refuerzos. Tras la guerra de Saluzzo, Enrique, por lo general, alcanzó sus objetivos diplomáticos por medios pacíficos, y especialmente a través de subsidios juiciosamente distribuidos entre los enemigos de España. Los holandeses en particular fueron generosamente ayudados, recibiendo más de 12 millones de libras (1.200.000 libras esterlinas) entre 1598 y 1610. Entre 1605 y 1607, cuando los holandeses se enfrentaron solos al poderío español, los subsidios alcanzaron casi los dos millones de libras anuales, lo que representaba el 10

por 100 del presupuesto total francés. También se enviaron subsidios a Ginebra (unas 70.000 libras anuales después del fallido intento del duque de Saboya de tomar la ciudad, en 1602: la Escalade). En general, Enrique procuró pacificar las luchas confesionales en el extranjero temiendo que pudieran iniciar una nueva guerra de religión en Francia. En esto el rey siguió el consejo no de Sully, que con frecuencia se mostró favorable a la agresión contra España, sino de cuatro hombres de más edad que entraron a su servicio tras haber sido consejeros de su predecesor, Enrique III, y, en algunos casos, de sus rivales de la Liga Católica: Pomponne de Bellièvre (hasta su muerte en 1607), Pierre Jeannin, Nicolas de Neufville, señor de Villeroy, y Nicolas Brûlart de Sillery. Estos ancianos estadistas, que llegaron a ser conocidos como «los viejos anticuados» (barbons), desempeñaron un papel importante en la negociación de los compromisos entre protestantes y católicos que pusieron fin a las guerras de religión. Después de la guerra de Saluzzo intervinieron para buscar una reconciliación entre Venecia y el papado en 1606-1607 y entre España y Holanda en 1607-1609. Sin embargo, la muerte de Juan Guillermo, duque de Jülich-Cléveris y Berg, conde de Mark y Ravensburgo, en marzo de 1609 provocó una crisis que puso fin a la política pacífica de Enrique. El duque no dejó descendencia y muchos parientes reclamaron su rica herencia, que estaba situada en la Baja Renania, cerca de los Países Bajos (véase el cuadro 5). El emperador Rodolfo II, como señor feudal de los ducados, tenía derecho a decidir la sucesión y a investir al siguiente heredero, pero la lucha con su hermano Matías y con los estados bohemios (véase cap. III, «1. Los Habsburgo de Austria y los turcos») le mantuvo ocupado hasta julio. Durante ese intervalo la mayoría de los pretendientes –dirigidos por el elector de Brandeburgo y por el conde de Neoburgo, ambos luteranos– acordaron, ante la insistencia de otros príncipes alemanes, aceptar mediación para resolver el problema de sucesión. Sin embargo, en ese momento, Rodolfo nombró a su primo, el obispo Leopoldo de Passau (que también era hermano de la reina de España) como su comisario y, el 23 de julio, después de atravesar Alemania de incógnito, Leopoldo tomó posesión de la ciudad de Jülich, y de su ciudadela fortificada, en nombre del emperador.

Cuadro 5. La sucesión de Jülich-Cléveris

Aunque el nombramiento de un comisario imperial era el procedimiento habitual para resolver una crisis política en el Imperio, la experiencia de Donauwörth (véase cap. III, «1. Los Habsburgo de Austria y los turcos») había levantado graves dudas sobre la imparcialidad de Rodolfo. Por lo tanto la llegada de Leopoldo a Jülich hizo que la sucesión de JülichCléveris pasara de ser un problema alemán a ser un problema internacional. Como escribió lúcidamente un diplomático inglés: Todo este asunto, si se considera de forma superficial, puede parecer algo simplemente trivial y ordinario, pero examinado debidamente con todas las consecuencias que inevitablemente tendrá (si se me permite expresar libremente mi humilde opinión) significará, [si] se lleva a cabo, el mantenimiento o el menoscabo de la grandeza de la Casa de Austria y de la Iglesia de Roma en estos territorios.

Por su parte, en cuanto oyó las noticias, Enrique IV le dijo a un representante de los Habsburgo que había en su corte que «por razones de Estado no podía o no debía permitir que la casa de Austria ampliara su

dominio sobre los ducados», y amenazó con dirigir un ejército a Alemania para defender los derechos de los pretendientes[3]. Sin embargo, los pretendientes rechazaron su oferta ya que todos deseaban recibir la herencia en su totalidad y temían que la presión externa pudiera hacer que se produjera una partición de la misma. La situación se mantuvo inestable hasta noviembre de 1609, cuando Rodolfo informó a los pretendientes de que si no entregaban lo que retenían en el plazo de seis semanas, se les declararía proscritos. Para evitar que se cumpliera esta amenaza, la Unión Evangélica (véase cap. III, «1. Los Habsburgo de Austria y los turcos») decidió reunir un ejército, capitaneado por Cristián de Anhalt, para forzar a Leopoldo a abandonar Jülich. Anhalt, por su parte, logró que Enrique prometiera contribuir a esta empresa con sus tropas. Poco después la República holandesa y Jacobo I de Inglaterra también prometieron ayuda militar y así, en marzo de 1610, los pretendientes contaron con la ayuda de 30.000 soldados. Leopoldo, en cambio, encontró poco apoyo. El emperador no le envió refuerzos; sus compañeros, los obispos alemanes, ignoraron su solicitud de ayuda. Ni siquiera recibió el apoyo de su pariente, el archiduque Alberto de Bruselas: de hecho, en mayo de 1610 Alberto le dio permiso a Enrique IV para que cruzara sus territorios en su marcha hacia Jülich. Las intenciones del rey francés en Alemania, si es que tenía alguna aparte asegurar Jülich, causaban la perplejidad de los observadores. En palabras de sir Ralph Winwood, un diplomático inglés: Cuáles son sus intenciones, en una empresa de unas dimensiones, una dificultad y un peligro tan grandes, y (por lo que vemos ahora) un objetivo tan pequeño, se preguntan los más sabios de estas tierras sin llegar a ninguna conclusión… ¿[Por qué] llevar un ejército de 30.000 hombres, acompañado de 50 cañones, a un lugar tan miserable como Jülich… [y] contra un enemigo tan despreciable como Leopoldo quien, si la información que nos ha llegado es cierta, ha huido ya, pues de ninguna manera se expondría al peligro de un asedio?

Si el rey tenía un motivo oculto lo mantuvo en absoluto secreto; y le acompañó a la tumba cuando el 14 de mayo de 1610 –el día después de que Winwood escribiera esta desconcertada carta– un fanático católico mató al rey en París de una puñalada[4]. Sin embargo, tras un breve hiato Francia cumplió el compromiso de Enrique hacia sus aliados. En julio de 1610 un ejército formado por tropas francesas, holandesas y de la Unión inició el sitio de Jülich (de donde, como

había predicho Winwood, Leopoldo había huido) y en septiembre la guarnición se rindió. Las tropas extranjeras se retiraron entonces, dejando a los representantes de los dos principales pretendientes –Brandeburgo y Neoburgo– en la difícil situación de tener que compartir la posesión de los ducados. María de Médicis, reina regente de Francia en representación de su hijo Luis XIII, de 9 años, podía concentrarse ahora en asentar su autoridad en su país. La hostilidad de la prensa francesa complicó su labor. Enrique IV comentó en una ocasión: «Si cortara todas las lenguas viperinas, tendría muchos súbditos mudos». En 1604 un viajero inglés coincidía con esta opinión: Resulta imposible de creer, y odioso de oír, cómo el francés habla, y expresa con total impudencia sus estúpidos pensamientos, no solo sobre los estados extranjeros y los príncipes del mundo, sino incluso sobre su propio estado y sobre su propio rey; sobre el que no dudará en decir cualquier cosa que oiga, y a veces cosas que no son ciertas. Este insufrible vicio suyo, lo considero el peor de todos, porque de todos me parece el más ilícito y desleal[5].

Como es natural, las críticas aumentaron tras la muerte de Enrique, cuando la dirección de la política real recayó sobre un trío italiano: María de Médicis (regente, hasta 1614, cuando Luis XIII alcanzó la mayoría de edad), Leonora Galigai (criada por la misma nodriza que la reina y, posteriormente, su ayudante de cámara) y el marido de Leonora, Concino Concini (un noble florentino que había estado al servicio de Enrique IV). El trío destituyó a Sully a principios de 1611 y dominó a los restantes barbons (Villeroy, Brûlart y Jeannin); pero no pudo hacer lo mismo con los magnates, dirigidos por el príncipe de Condé y el conde de Soissons (primos del rey), que se lamentaban amargamente de que se les hubiera privado de toda participación en el gobierno minoritario. Al principio, María compró el apoyo de los príncipes usando los excedentes que Sully había acumulado para pagar las deudas que la corona tenía con ellos; pero en enero de 1614, capitaneados por Condé, los príncipes se marcharon de la corte y empezaron a reunir un ejército. El mes siguiente, mientas seguían reclutando tropas y ocupaban una ciudad tras otra, publicaron una relación de agravios, en la que se solicitaba a María que convocara los Estados Generales del reino. La reina y los barbons «no sabíamos a qué santo rezar, ni qué decisión tomar… pues ni podemos

garantizar la paz ni tomar la decisión de declarar la guerra»[6]. Por lo tanto accedieron a convocar una asamblea nacional, pero orquestaron una ambiciosa campaña para excluir a los críticos de la reina. Como la selección de diputados se llevó a cabo durante el verano, María viajó por las provincias con el joven Luis XIII (que formalmente alcanzaba su mayoría de edad en octubre de 1614, justo antes de que se reuniera la asamblea). También permitió la publicación de centenares de panfletos políticos contra los grandes. Aunque los Estados Generales (los primeros que se convocaban desde 1593 y los últimos antes de 1789) presentaron casi un millar de quejas distintas, los críticos estaban tan divididos que la regente pudo disolver la asamblea, en mayo de 1615, sin dar satisfacción a una sola de ellas. Esto resultó imprudente. Los grandes se sintieron ofendidos por esta humillación y pronto movilizaron de nuevo a sus ejércitos –incluso empezaron a reclutar tropas en Alemania– para hacerse oír en el gobierno e impedir el matrimonio que se había propuesto entre Luis XIII y una princesa española (y entre el príncipe Felipe de España y la hermana de Luis). También hicieron causa común con los nobles hugonotes, que explotaron la debilidad de la regente para hacer nuevas demandas. Aunque los matrimonios entre las dinastías borbona y habsburgo se celebraron de todas formas en noviembre de 1615, el gobierno entabló negociaciones con sus adversarios al mes siguiente y en mayo de 1616, con el tratado de Loudun, hicieron amplias concesiones. María le prometió a los nobles incluir a Condé y a otros en el consejo real y pagar 3 millones de libras (300.000 libras esterlinas) para sufragar la desmovilización de su ejército. A los hugonotes les dio permiso para que construyeran nuevas fortificaciones (e incluso aceptó pagar parte del coste). Sin embargo, seis meses después, María encarceló a Condé. Cuando otros grandes se levantaron en armas contra ella en febrero de 1617 los declaró culpables de traición con un edicto redactado por su nuevo secretario de Estado, el obispo Richelieu de Luçon, quien también reclutó tropas en Alemania, Suiza y la República de Holanda. Pero la posición del gobierno pronto resultó insostenible. Los hugonotes empezaron a movilizarse de nuevo para apoyar a los príncipes y la Unión Evangélica declaró que, si estallaba la guerra, apoyarían activamente a sus correligionarios. María también tuvo que enfrentarse a otro enemigo en su propia casa: ahora ya no era reina regente, solo

presidenta el consejo real, y no se había dado cuenta del intenso resentimiento que albergaba su inseguro hijo Luis XIII hacia las despóticas –y ahora infructuosas– políticas, que llevaba a cabo sin consultar con él en lo más mínimo. Se sabe más sobre la infancia y adolescencia de Luis que sobre la de ninguna otra persona antes de la Edad Moderna. Su comadrona publicó un libro sobre las circunstancias de su nacimiento –en el que se incluyó el hecho de que, durante el parto, Enrique no dejara de preguntar si el bebé era o no varón– y en los siguientes veintisiete años su médico, Jean Héroard, se dedicó a anotar todos los días el contenido exacto de su conversación, sus comidas, e incluso sus excrementos. Héroard también incluyó los escritos y dibujos infantiles de Luis en su diario, transcribió su «lenguaje de bebé», y apuntó todas las veces que el príncipe recibió castigo físico (16 veces solo en 1604). En noviembre de 1615, incluyó una narración detallada de la noche de bodas de Luis, en la que el rey pasó exactamente dos horas y cuarto con su nueva esposa. Volvió «tras haberlo hecho dos veces, según nos dijo. Y su miembro parecía enrojecido. Le pregunté cómo lo había hecho, y el rey respondió: “Le pregunté si quería hacerlo, y me dijo que sí”». Los cónyuges tenían apenas 15 años de edad[7]. La insistencia del doctor en controlar cada detalle de la vida de su paciente sin duda le acomplejó; y el comportamiento de sus padres probablemente también. Enrique le dedicó mucha atención a su numerosa progenie ilegítima (todos ellos se educaron en la corte) hasta que fue asesinado, cuando Luis tenía 9 años. Al principio María mostró poco interés por el chico, sin duda porque estaba a menudo embarazada (tuvo 5 hijos más en 8 años), pero luego intentó controlarle. Luis entraba en los aposentos de su madre varias veces al día para que le aconsejara en su gobierno y para firmar las órdenes que se emitían en su nombre. No es de sorprender que a Luis le faltara seguridad, que desconfiara de los demás y que odiara el trato directo con la gente. Sin embargo, el joven rey también tuvo inesperados momentos de decisión, desde abril de 1617 cuando, aconsejado por uno de sus cortesanos, Carlos Alberto de Luynes, hizo que asesinaran a Concini mientras entraba en el palacio del Louvre. Se deshizo de los otros consejeros de María con igual rapidez. Cuando Richelieu llegó al palacio para averiguar lo que había pasado, Luis le gritó: «Luçon, al fin me he liberado de vuestra tiranía». Cuando el obispo intentó responder, el rey respondió «¡Marchaos!

¡Marchaos! ¡Abandonad el palacio!». Condenó a Richelieu y a María al exilio. Poco después sus jueces, tal y como les había ordenado, condenaron y ejecutaron a Leonora Galigai por brujería. En cambio, el rey perdonó a los grandes, por lo que todos vivieron para luchar de nuevo (cuando su exclusión del consejo real presidido por Luynes les molestó tanto como su anterior exclusión bajo la presidencia de Concini). Los hugonotes, ahora aislados, se apresuraron a firmar la paz. Estas prolongadas disputas domésticas impidieron que Francia realizara una política exterior consistente, lo cual benefició mucho a los Habsburgo. En 1614, el ejército español puso sitio a parte de Jülich-Cléveris mientras María luchaba por llenar los Estados Generales con sus partidarios; en 1617, después de animar al duque de Saboya para que atacara a los aliados de España en Italia, Francia le abandonó. En 1618, al saber de la defenestración de Praga, Luynes preguntó si se podía llegar a Bohemia por mar. Mientras se ponía en marcha la revuelta en Bohemia, en Francia estallaron nuevos disturbios domésticos. Incluso en el exilio, María conservaba todos sus ingresos, tierras y cargos y aquellos que no estaban de acuerdo con el nuevo régimen no tardaron en poner sus esperanzas en ella. A principios de 1619 escapó de su confinamiento y desafió a su hijo, acusándole de permitir que Luynes arruinara el reino. Richelieu se ofreció como mediador: Luis aceptó y María adoptó al obispo como su principal asesor, pero no siguió su consejo. En su lugar, prosiguió con su rebelión hasta la derrota de su ejército en Ponts-de-Cé (Anjou) en agosto de 1620. Solo entonces le permitió a Richelieu negociar una reconciliación con Luynes y con su hijo y recuperó su puesto en el consejo real. La corona francesa estuvo al fin libre para ocuparse de los acuciantes problemas a los que se enfrentaba, el poder de lo hugonotes y nobles en su país, y la creciente fuerza de los Habsburgo en el extranjero. El año 1620, en palabras del historiador ruso A. D. Lublinskaya, significó un «punto de inflexión en la historia política de Francia», pues la victoria del ejército de Luis en Ponts-de-Cé inició tanto la fase crucial del desarrollo del absolutismo francés y una era de intervención más activa de Francia en el extranjero.

2. LOS PAÍSES BAJOS DIVIDIDOS

Al final de su larga vida, Felipe II de España abandonó la política que había seguido desde 1572 de intentar forzar a sus anteriores súbditos holandeses a volver a la obediencia a través del uso implacable de la fuerza militar. Las Provincias Unidas (así se conocía a las zonas que se habían rebelado contra España) mejoraron su posición de dos formas durante la década final del siglo XVI. Establecieron una frontera defensiva a lo largo de los ríos Mosa y Waal y desarrollaron un lucrativo comercio con las tierras mediterráneas, los puertos ibéricos, la América española y, finalmente, Indonesia. Todo el mundo era consciente de que estos logros se debían tanto a la ineptitud española como a la habilidad holandesa. En palabras de un observador pontificio en Bruselas: «El progreso de los protestantes se debe más a su diligencia y energía que a su potencia militar, pero más aún se debe a la falta de todo obstáculo»[8]. En un esfuerzo final por crear un «obstáculo» que detuviera el avance holandés, en mayo de 1598 Felipe II decidió convertir los Países Bajos en un estado separado bajo el mando de su hija Isabel, casándola con su primo, el archiduque Alberto de Austria, gobernador general de los Países Bajos españoles desde 1595. Tras la muerte del rey en septiembre de 1598, «los archiduques», como se les conoció, gobernaron el Franco Condado y Borgoña, así como los territorios al sur del Mosa y el Waal, y Felipe III heredó el resto del reino de su padre. Al principio, sin embargo, el nuevo régimen fue poco más que un satélite de España: los archiduques no podían declarar la guerra o firmar la paz sin consentimiento español, y tenían que prometer que lucharían contra los mismos enemigos que España. Tropas controladas directamente desde Madrid ocupaban las ciudades clave y un ejército de 60.000 hombres, casi todos pagados por España, ocupaban el resto del país. Además los archiduques acordaron que, si no tenían ningún heredero, cuando cualquiera de ellos dos muriera, su «Estado» revertiría a España. Sin embargo, el gobierno de Bruselas llevó a cabo su propia política en muchos asuntos. A principios de 1598, el archiduque Alberto, que aún era gobernador general de Felipe II, ignoró las instrucciones explícitas del rey de no devolver a los franceses Calais (el único puerto de aguas profundas de España en el norte), que había sido conquistado hacía dos años:

Aunque he tomado en consideración lo que me ha escrito su majestad sobre este asunto, y la orden que recientemente me ha enviado al respecto… las cosas están ahora tan cambiadas y son tan diferentes de lo que eran antes que el ruinoso estado de [las provincias] me ha forzado a tomar la decisión de conceder dicha restitución[9].

Tras la transferencia de poder, los archiduques continuaron siguiendo políticas cuyo objetivo era llevar la paz a los Países Bajos, independientemente de los fines estratégicos generales de España. Al principio la beligerancia de sus enemigos impidió que esto fuera posible. En 1600 Mauricio de Nassau, comandante jefe de los ejércitos de la República holandesa, invadió la provincia de Flandes y puso sitio a Nieuwpoort. Los archiduques no pudieron ignorar esta amenaza y Alberto mismo capitaneó el ejército que luchó contra los holandeses en una playa en las afueras de Nieuwpoort. Aunque, gracias a su artillería superior, los holandeses infligieron graves daños y no cedieron terreno, también sufrieron grandes pérdidas y tuvieron que retirarse, dejando Nieuwpoort en manos españolas. Los archiduques se concentraron ahora en afianzar sus fronteras. En 1600 dejaron claro que se mantendrían neutrales si España declarara la guerra a Francia por el marquesado de Saluzzo (véase supra, «1. La recuperación de Francia») y tres años más tarde, al saber de la muerte de Isabel, enviaron inmediatamente a un emisario para felicitar a Jacobo VI de Escocia por su coronación y liberaron a todos los prisioneros ingleses. Jacobo correspondió a estos gestos de paz negándose a renovar las «patentes de corso» que legalizaban los ataques de los piratas ingleses sobre los barcos de los Habsburgo (todas las patentes que había entonces perdían su validez a la muerte de Isabel) y en julio de 1603 decretó una suspensión general de las hostilidades. Los Habsburgo pronto negociaron con Inglaterra y pusieron fin a 19 onerosos años de conflicto con el tratado de Londres (agosto de 1604). Mientras tanto, en los Países Bajos se estaba produciendo una guerra de posiciones: los holandeses tomaron Rheinberg en 1601, Grave en 1602 y Sluis en 1604; los archiduques capturaron Ostende, tras un sitio de tres años, en 1604. El agotamiento financiero impidió mayores éxitos: ninguna de las facciones podía permitirse mantener ejércitos ofensivos y defensivos indefinidamente. Por lo tanto los holandeses redujeron sus ejércitos; los españoles no lo hicieron y esto causó el amotinamiento de las tropas cuando

su paga dejó de llegar desde España. Se produjeron por lo menos 16 motines en el ejército español de Flandes entre 1598 y 1602. Solo los esfuerzos de Ambrosio Spínola, un banquero genovés que en 1601, y luego en 1602, llevó grandes contingentes de refuerzos italianos y españoles a los Países Bajos por el camino español, rompió este ciclo. Aunque sus críticos bromeaban sobre el hecho de que se hubiera convertido en general sin siquiera haber sido soldado, Spínola mostró una notable aptitud para el mando y empleó su gran fortuna personal para pagar a las tropas que asediaban Ostende cuando no llegaba dinero de España. Sin sus esfuerzos el sitio habría fracasado. Tras esta victoria, los archiduques nombraron a Spínola comandante en jefe del ejército de Flandes, un título que solo podía conceder el rey, y le enviaron a Madrid para confirmar su nombramiento. Aunque a Felipe III le molestó esta usurpación de poder, se vio forzado a aceptar cuando Spínola amenazó con retirarse a sus tierras y dejar de poner su crédito y su dinero al servicio de España. Spínola justificó inmediatamente la confianza que se había depositado en él. Para la campaña de 1605 creó dos ejércitos: mientras uno inmovilizaba al ejército alemán en Flandes, dirigió con el otro una rápida campaña al nordeste y conquistó tres fortalezas. Los holandeses temían ahora que Spínola llevara sus fuerzas al interior de su territorio e hicieron una enorme inversión para construir 250 kilómetros de murallas fortificadas (con sus bastiones, revellines y hornabeques) a lo largo de los ríos Ijsel y Waal. Mientras tanto, Spínola volvió a ir a Madrid y convenció al rey para que ordenara otra importante campaña con dos ejércitos. En 1606, aunque no logró abrirse paso a través de la línea de Ijsel, tomó Groenlo y recuperó Rheinberg, asegurando y ampliando sus conquistas del año anterior en el nordeste. El intento de Mauricio de recuperar Groenlo ese mismo año fracasó ignominiosamente (véase el mapa 4, cap. V). En palabras de Johan van Oldenbarnevelt, un veterano dirigente holandés, la guerra había supuesto para la República «poca gloria y mucho gasto». Por otra parte, entre 1597 y 1606 la República perdió más territorio del que ganó (aunque duplicara el tamaño de su ejército, quintuplicara el gasto en fortificaciones y tuviera que imponer impopulares nuevos impuestos sobre consumos específicos). Por otra parte, el embargo de España sobre el comercio holandés con la península eliminó casi por completo esta productiva fuente de comercio. Al mismo tiempo, graves ataques contra

comerciantes holandeses en el Caribe acabaron temporalmente con otra lucrativa fuente de comercio a la que se habían dedicado más de 100 barcos cada año. Tan solo en el comercio holandés con el este del Asia portugués se produjo un importante crecimiento. En la década final del siglo XVI, surgieron varias compañías en la República que comerciaban directamente con las zonas productoras de especias del archipiélago indonesio y, en 1602, Oldenbarnevelt les convenció de que se asociaran para crear la Compañía Unida de las Indias Orientales. Aunque los beneficios resultaron erráticos, los inversores tenían un enorme interés en las existencias de la compañía. Aún así, a principios de 1606, Oldenbarnevelt le confesó a un colega: No nos atrevemos a subir más los impuestos en las ciudades y los pueblos por miedo a los disturbios… Más de la mitad de los habitantes de las ciudades y el campo desean la paz y… si se produjeran nuevos reveses, el resto no se mantendría impasible, especialmente si tenemos en cuenta que las provincias han perdido todos los negocios, prosperidad y la mayor parte de su navegación con los [tratados de paz que se han firmado] con Francia e Inglaterra[10].

Más tarde ese mismo año, después de que Spínola infligiera «nuevos reveses», Oldenbarnevelt advirtió que la posición financiera de la República ya no era sostenible, por lo que o debía solicitar la protección francesa o buscar un acuerdo con España. Los Estados Generales tomaron, por lo tanto, tres decisiones: enviar una flota dirigida por el almirante Jakob van Heemskerck para que atacara a la flota española; mantener sus fuerzas terrestres en una posición defensiva, sin ejército de campaña; e invitar a los archiduques a que enviaran representantes para negociar el fin de la guerra. Por una extraña coincidencia, los consejeros de Felipe III ya habían tomado una decisión paralela. Al carecer también de dinero para realizar otra ofensiva, decidieron que la campaña de 1607 sería puramente defensiva. Sin embargo, no comunicaron esta decisión a Bruselas, como, en un principio, los archiduques tampoco informaron a Madrid de que habían mandado a un enviado para ver si los «rebeldes» estaban dispuestos a entablar conversaciones. Los archiduques tampoco consultaron a Madrid antes de hacerles una promesa unilateral a los holandeses: Deseando, más que nada en el mundo, liberar a los Países Bajos y a sus respetables habitantes de las miserias de esta guerra, por el presente documento declaran que están dispuestos a negociar con los Estados Generales de los Países Bajos Unidos como, y considerándolas como, tierras, provincias y estados libres sobre los que sus altezas no reclaman ningún derecho, ya sea

en el contexto de paz permanente, de tregua o de armisticio, durante doce, quince o veinte años[11].

A cambio, los archiduques solicitaron y recibieron la garantía de Oldenbarnevelt de que los holandeses abandonarían sus conquistas recientes en las Indias Orientales. Aunque las dos concesiones distaban de ser iguales –a cambio de su compromiso específico por escrito, los archiduques recibieron solo una vaga garantía verbal–, en abril de 1607 las dos partes firmaron un alto el fuego que terminó con la lucha en los Países Bajos. Este repentino acuerdo, tras 35 años de guerra, cogió al resto de Europa por sorpresa. Los gobiernos francés e inglés sabían de las conversaciones, pero habían asumido que la República les consultaría antes de tomar cualquier decisión. Los líderes holandeses se apresuraron a recordar a sus antiguos aliados que solo podían permitirse seguir luchando a cambio de unos subsidios sustanciosos. La noticia del alto el fuego llegó a España cinco días después de que la flota de Heemskerck hubiera destruido una escuadra española frente a Gibraltar –un poderoso recordatorio de que el armisticio no decía nada de la guerra naval– pero pocos vieron alternativa alguna. La guerra en Venecia parecía inminente (véase infra, «3. España bajo Felipe III»), y el tesoro español debía más de 22 millones de ducados (casi 5 millones de libras esterlinas) en préstamos a corto plazo y había comprometido todos sus beneficios de los próximos cuatro años. En noviembre de 1607, Felipe III emitió un decreto de bancarrota que hizo que sus préstamos se convirtieran en títulos consolidados no amortizables, con la consecuencia de que ningún banquero estuvo dispuesto a prestar dinero nuevamente. Sin embargo, muchos ministros españoles se opusieron vehementemente a las conversaciones de paz. El conde de Fuentes, gobernador de la Lombardía española, fue particularmente insistente después de que el acuerdo con el que se resolvió la disputa entre Venecia y el papado eliminara la amenaza de guerra con Italia y no pudo abstenerse de señalarle al rey que no daba una buena impresión ni ante Dios ni ante el mundo que su majestad fuera suplicándole la paz a sus rebeldes. Felipe no se dejó afectar por esto. En julio de 1608, al parecer sin consultar con su consejo, informó al archiduque Alberto de que su deseo y última e inmutable

decisión era que si los representantes de las Provincias Unidas prometían que en todas ellas habría un ejercicio libre y público de la sagrada fe católica apostólica y romana, estaría de acuerdo con cederles la soberanía mientras durara el culto libre y público. Sin embargo, sin esto, y sin la inmediata retirada holandesa de las Indias Orientales, Felipe insistía en que no firmaría ninguna paz[12]. Pero no tenía en cuenta que los archiduques tenían sus propios planes. En septiembre de 1608, a través de Pierre Jeannin, el representante de Enrique IV en las conversaciones, los archiduques ofrecieron una larga tregua que reconocía la independencia de la República holandesa. Haciendo caso omiso de las explícitas condiciones de Felipe III, ni solicitaron (ni recibieron) ninguna concesión religiosa a cambio de la tregua, aunque los holandeses sí aceptaron abrir el Escalda y no comerciar con los territorios americanos de Felipe. Las concesiones de los archiduques inclinaron la balanza en las Provincias Unidas a favor de aquellos que deseaban la paz (principalmente por razones económicas), frente a aquellos que querían seguir la guerra (principalmente por motivos ideológicos). Felipe III, aunque una vez más se hubieran ignorado sus estrategias, tenía no obstante la esperanza de que esta tregua temporal debilitara a los holandeses mientras España recuperaba su fuerza financiera, aceptando otra vez lo que ya era un hecho consumado. A pesar de la continua oposición de la provincia de Zelanda, las distintas partes firmaron una tregua de 12 años en Amberes en 1609. Francia e Inglaterra dieron un inmediato reconocimiento a los enviados holandeses en sus respectivas capitales y también enviaron a sus propios representantes a La Haya, como embajadores con pleno derecho, otorgándole por lo tanto a la República el estatus de Estado soberano. Los holandeses, por su parte, redujeron su ejército y distribuyeron a la mayoría de sus tropas restantes por un cordón de ciudades fuertemente fortificadas alrededor de la periferia del Estado; las provincias centrales se encargaron del pago de los sueldos de estas guarniciones. Se reanudó el comercio con el mundo hispánico y, aunque Oldenbarnevelt vetó los planes de establecer una Compañía de las Indias Occidentales que coordinara el comercio holandés en las Américas, las actividades de la Compañía de las Indias Orientales prosperaron.

La Compañía no fue el único beneficiario de la Tregua de los Doce Años. Los archiduques, que habían trabajado por la paz de forma tan consistente, hicieron buen uso de la suspensión de las hostilidades. Más de tres décadas de guerra salvaje habían destruido prácticamente la infraestructura económica de los Países Bajos del sur. En palabras de un viajero inglés de 1609: Tan pronto como entré en el país del archiduque, que empieza después de Lillow [Lilloo], me encontré… con una provincia afligida por la guerra. El pueblo descorazonado, y más quejoso hacia sus gobernantes que vengativo hacia sus enemigos. La bravura de la gente que queda y la laboriosidad del comerciante, muy decaídas. El campesino trabajando solo para vivir, sin deseo de enriquecerse para disfrute de otro. Las ciudades (todo lo que no sean sus fortificaciones) ruinosas. Y, para concluir, la gente cada vez más pobre con menos impuestos, que estos florecen cuando los estados prosperan[13].

Otro hecho confirma este lúgubre panorama. Entre 1567 y 1609, cerca de 100.000 personas abandonaron los Países Bajos del sur, llevando sus riquezas y conocimientos al norte, a Alemania, a Inglaterra y sobre todo a la República holandesa. Además, se destruían personas y propiedades desenfrenadamente: muchas comunidades de Flandes y Brabante perdieron entre un tercio y la mitad de su población; muchos pueblos desaparecieron por completo y en otros la cantidad de tierra cultivada se redujo casi a nada. Sin embargo, tan pronto como concluyó la lucha, comenzó la recuperación. El número de bautismos registrados en los archivos parroquiales se disparó, y continuó aumentando (en la mayoría de los casos) hasta la década de los cuarenta del siglo XVII. Entre 1598 y 1648, unos 600 comerciantes de los Países Bajos del sur comerciaron con la monarquía española. Seda, azúcar y otros productos coloniales fluyeron hacia Amberes en cantidades considerables, mientras que las vastas sumas enviadas desde España e Italia para pagar a los ejércitos llevaron la prosperidad a ciertos banqueros, cantineros y contratistas militares de las «provincias obedientes». Muchas industrias del sur también florecieron de nuevo. En la década de los veinte la producción de los principales centros textiles competía con las ganancias de antes de la guerra: las «nuevas pañerías» de Hondschoote, por ejemplo, manufacturaron algunos años más de 60.000 piezas de tela (la mayoría de las cuales se exportaban a España). En muchas ciudades aparecieron industrias especializadas en productos de lujo (seda, encajes, tapices, cristalería, joyería) y los beneficios obtenidos por estas

empresas pueden verse aún hoy en las ricas casas de las ciudades de Amberes, Gante y Bruselas. También hubo una rápida recuperación en el campo. Las mejoras en los métodos agrícolas fueron legendarias y un observador inglés afirmó que entre Dunkerque y Brujas vio «un campo tan rico como jamás mis ojos habían contemplado, repleto de buen trigo y buena cebada, y excelentes praderas y pastos»[14]. El «Estado de los archiduques» experimentó una regeneración espiritual además de económica. Con la ayuda de los nuncios papales (que a partir de 1596 contaron con una sede permanente), el gobierno se esforzó en mejorar la calidad de la iglesia católica. Los seminarios diocesanos subieron el nivel educativo y moral del clero parroquial y grandes números de hombres y mujeres entraron en las órdenes religiosas, especialmente en los jesuitas (que pasaron de tener 17 conventos en 1598 a 46 en 1640) y los capuchinos (que tenían 12 casas religiosas en 1595 y 42 en 1626). La educación católica de los legos también creció dramáticamente: solo en Amberes, los jesuitas educaron a 300 alumnos en 1591 y a 600 en 1613, mientras que en 1620 más de 3.000 niños de la ciudad asistían los domingos a clases de catequismo gratuitas (pero obligatorias). Se imprimían grandes cantidades de libros y grabados religiosos. Además se construían nuevas iglesias y se restauraban las antiguas a un ritmo que no tenía parangón en ningún otro lugar de Europa. Además, estas iglesias –tanto las nuevas como las antiguas– eran magníficamente embellecidas por artistas como Peter Paul Rubens, que volvió en 1608 de Italia y empezó a pintar una serie de grandes retablos que revolucionaron el arte religioso en la Europa católica del norte. Los archiduques también intentaron erradicar el protestantismo. Un edicto de diciembre de 1609 ordenó la expulsión de todos los no católicos y, salvo en la zona cercana a la frontera holandesa, la mayoría de las minorías protestantes encubiertas que quedaron enseguida fueron reduciéndose. El clero de los archiduques también trabajó con gran entusiasmo, y con algunos de sus mejores hombres, en la «misión holandesa»: un intento de hacer llegar sacerdotes, liturgia y literatura religiosa a los católicos de las Provincias Unidas. Sus imprentas imprimían panfletos, libros de historia y manuales religiosos para explicar lo que un buen católico debía creer en política y religión, representando la revuelta como la obra de unos cuantos hombres malvados, y los desastres de la guerra como el castigo de Dios sobre los Países Bajos por la opulencia y los lujos del pasado. Estos escritos

también solicitaban la reunión de las 17 provincias, con los Habsburgo y el trabajo conjunto de los Habsburgo y la iglesia católica para eliminar la independencia –tanto religiosa como política– de la República. Poco a poco en los Países Bajos del sur se fue creando una identidad colectiva capaz de resistir las futuras incursiones, tanto intelectuales y como militares, de holandeses y franceses. Aunque las zonas de Brabante, Limburgo y Flandes capturadas por los holandeses antes de 1609 se hicieron calvinistas, aquellas que se anexionaron después de 1621 siguieron siendo incondicionalmente católicas. Lo mismo sucedió con los habitantes de Lille que, aunque se convirtieron en franceses a la fuerza cuando Luis XIV conquistó la ciudad en 1667, permanecieron leales a sus antiguos gobernantes durante el resto del siglo, celebrando los nacimientos y bodas de la casa de los Habsburgo y ayudando a los soldados de la guarnición francesa a desertar y unirse a las fuerzas españolas. Así, la tregua sirvió para reforzar la cohesión en los Países Bajos del sur, tal y como esperaban los archiduques. En la República sucedió lo contrario. Los acontecimientos pronto le dieron la razón a los que decían que el alto al fuego desataría la discordia. Tal vez era inevitable, porque la mayoría de las provincias que se habían rebelado contra España no tenían ni una historia ni una tradición que las uniera. Frisia y Güeldres (Gelderland) habían pasado gran parte del siglo XV luchando contra Holanda y Zelanda, con Overijsel y Utrecht como botín y campo de batalla. Las provincias del interior estaban bajo el dominio de los Habsburgo únicamente desde el reinado de Carlos V, y conservaban sus derechos, sus leyes y libertades locales. Tenían incluso sus propias lenguas: si bien las provincias occidentales hablaban holandés, Frisia tenía (y aún tiene) su propia lengua, y las provincias orientales hablaban «oosters» (que los holandeses entendían con gran dificultad) o alemán. Los príncipes de Orange y la mayor parte de su entorno hablaban francés, al igual que muchos de los refugiados que llegaban a los Países Bajos del norte procedentes del sur. En 1607, los acuerdos para celebrar un sínodo nacional de la Iglesia reformada se hicieron «en las dos lenguas de los Países Bajos: francés y holandés». La complejidad religiosa de la República era aún mayor. Haciendo una gran generalización, un observador extranjero de finales del siglo XVII calculó que un tercio de la población de las Provincias Unidas era calvinista, otro tercio era católico y el resto era anabaptista, luterano, judío

o indiferente. Sin duda había algo de verdad en esto, no había una mayoría de población calvinista, pero la fuerza de los otros grupos religiosos (e irreligiosos) no era uniforme. Así, en 1600 los anabaptistas constituían más de la mitad de la población frisia y el 13 por 100 de la población de toda la provincia. En la década de los veinte entre los 20.000 habitantes de Róterdam había casi un 10 por 100 de católicos, y el resto pertenecía a una de diez religiones distintas, o a ninguna. A falta de una religión, un idioma o una historia comunes, la supervivencia de las Provincias Unidas dependía de que los diversos participantes encontraran alguna ventaja política o económica en continuar su asociación. A primera vista las ventajas económicas parecían muchas y muy evidentes. El comercio de las provincias del norte había prosperado, tanto por tierra como por mar, desde la década final del siglo XVI. Esto fue acompañado por un crecimiento de la población, la industria y la actividad mercantil, especialmente en Holanda. Las crecientes oportunidades de beneficio atrajeron a inmigrantes de todas las partes de Europa, pero sobre todo de los Países Bajos del sur. Muchos de estos refugiados eran ricos: alrededor de un tercio de los ciudadanos más ricos de Ámsterdam inscritos en el registro de impuestos de 1631 eran oriundos de los Países Bajos del sur. Sin embargo, la situación de las provincias del interior de la República era muy diferente. Güeldres había servido de campo de batalla e incluso durante la tregua hizo grandes pagos a las guarniciones de ambos lados, y un quinto de las tierras cultivables de Overijsel estaban abandonadas. Estas distintas experiencias económicas dieron lugar a serias divisiones políticas. La casa de Orange-Nassau aportó cierta cohesión a la joven República. El conde Mauricio de Nassau (príncipe de Orange a partir de 1618) fue capitán general del ejército federal y estatúder de Holanda, Zelanda, Güeldres, Overijsel y Utrecht, siendo su primo Guillermo Luis estatúder de Frisia y Groninga. Ciertas instituciones estaban más al servicio de la Unión que de cualquier provincia individual, como era el caso del consejo de Estado (para asuntos militares), la casa de la moneda, el almirantazgo y el tribunal de cuentas. El poder ejecutivo quedaba, sin embargo, en manos de los estados provinciales de cada una de las siete provincias de la Unión, cada una de las cuales enviaba delegados a los Estados Generales. Esta asamblea suprema era un cuerpo sorprendentemente pequeño: rara vez se compuso de más de doce diputados (y, a menudo, de no más de cuatro o cinco) porque todas sus

decisiones requerían una ratificación de las siete asambleas provinciales de la República, que formaban una confederación de estados más que una unión federal. Naturalmente, a menudo alcanzar la unanimidad era difícil –a veces imposible– y hasta 1618 la opinión de Holanda, que aportaba casi dos tercios de los ingresos por impuestos de la Unión, solía prevalecer. De hecho, en algunos asuntos, entre los que estuvo la decisión primero de negociar y luego de poner fin a la tregua con España en 1607-1609, la política por la que abogaba Holanda se puso en práctica a pesar de la oposición de una o más provincias. Para garantizar la aprobación de cada una de las asambleas provinciales también hacía falta mucho tiempo y paciencia, porque, incluso allí, los delegados no podían decidir nada sin consultar con sus «principales»: los magistrados de las 18 ciudades «con derecho a voto» y la nobleza provincial, que representaba al campo. Para garantizar esto, a partir de 1585 los estados de Holanda, por ejemplo, solo podían discutir los temas que estuvieran en una agenda que anteriormente hubiera circulado entre todos sus «principales». En la República holandesa la toma de decisiones requería largas consultas con varios centenares de personas. Tal fragmentación le otorgaba una gran influencia al principal cargo permanente de los estados, el abogado Johan van Oldenbarnevelt, quien (junto a una Comisión Permanente) organizaba la agenda de las reuniones y dirigía las discusiones. Aunque los estados de las otras provincias eran más pequeños, sus decisiones también implicaban a un grupo grande de miembros de la elite local. En toda la República, unos 2.000 patricios (conocidos como «regentes») de 57 ciudades, además de muchos nobles, tenían derecho a participar en las decisiones. No era «democrático» si lo juzgamos con criterios modernos, pero con la excepción de la República veneciana – donde unos 2.500 ciudadanos adultos varones tenían voz– ningún otro estado importante consultaba a tanta gente en temas de política nacional. Durante la mayor parte del siglo XVII, el gobierno de las principales ciudades de las Provincias Unidas permaneció en manos de un patriciado cerrado, hasta 1618 solían ser miembros de las mismas familias que habían gobernado las ciudades antes de la revuelta. Estas familias regentes realizaban a menudo acuerdos formales entre ellos para asegurarse de que los cargos rotaban en un orden fijo dentro del cerrado círculo, excluyendo así a todos los demás (fueran nuevos ricos o inmigrantes del sur) de su parte

del poder urbano. Parecía un mundo hecho para garantizar la permanencia de los oligarcas. Sin embargo, surgían fácilmente fricciones en torno a ciertos temas polémicos, especialmente cuanto tenían que ver con la política religiosa, financiera y exterior. Holanda, por ejemplo, solía abogar por la paz con España porque pagaba una parte mayor del presupuesto militar confederado que todas las demás provincias juntas. Zelanda, en cambio, solía oponerse a la paz con España porque la provincia se beneficiaba tanto de la piratería a costa de España como de los ingresos que generaban los peajes y los pasaportes que se usaban en el río Escalda. El clero calvinista también se oponía enérgicamente a la paz, utilizando no solo los púlpitos, sino también sus contactos con determinados regentes (que a menudo eran sus hermanos, sobrinos y padres). Asimismo, la mayoría de los refugiados de Flandes y Brabante se oponían a cualquier acuerdo con el poder que los había llevado al exilio. En las discusiones de 1607-1609 sobre si había que poner fin o no a la guerra, estos diversos grupos empezaron a fusionarse. Por una parte estaban los regentes de Holanda y Utrecht, liderados por Oldenbarnevelt, que querían la paz en el extranjero y medidas para la tolerancia de los católicos y otras minorías religiosas en su país. Frente a ellos había una coalición formada por provincias que se beneficiaban de la guerra (como Zelanda), por ministros calvinistas que querían ampliar el control de la iglesia reformada sobre la educación y la cultura, por inmigrantes del sur que querían una parte de poder político y una política más agresiva hacia los Habsburgo, y por la casa de Orange que podía perder buena parte de su influencia y patronazgo si la República desmovilizaba sus fuerzas armadas. Incluso antes de las conversaciones sobre la tregua, ya se habían empezado a formar dos bandos opuestos a partir de una disputa entre dos teólogos de la universidad de Leiden: Jacobus Arminius, un teólogo liberal reformado, y Franciscus Gomarus, refugiado flamenco y estricto calvinista. Gomarus abogaba por una doctrina estricta de «predestinación absoluta», donde cada individuo estaba destinado desde el principio a la salvación o a la condenación. Arminius, en cambio, argumentaba que debía tenerse en cuenta la libertad del individuo. En 1605 el desacuerdo se extendió de los profesores y sus estudiantes a los trabajadores textiles de Leiden (muchos de los cuales también eran refugiados flamencos con fuertes opiniones calvinistas), y a preocupados grupos de cristianos reformados por toda la

República. Como era de esperar, el debate sobre la salvación polarizó las opiniones de la población beata y la pasión fue en aumento. Alarmado, Oldenbarnevelt decidió que revisar el catecismo y la confesión de la iglesia reformada era la mejor forma de solucionar las disputas que amenazaban su unidad y en 1607 convocó una reunión con los principales ministros de la iglesia para discutir posibles cambios. Aquello causó la ira de los ministros, que declararon que la confesión era sacrosanta y condenaron cualquier intento de cambiar la doctrina por parte de las autoridades civiles. Aunque Arminius murió en 1609, al año siguiente sus partidarios presentaron una «Protesta» a los estados de Holanda en la que solicitaban una revisión de la confesión de la fe; también reconocieron expresamente la subordinación de la iglesia al estado y reafirmaron la posición de Arminius respecto a la predestinación. Los gomaristas respondieron con una «Contraprotesta» en la que, además de ratificar su posición teológica, solicitaban un sínodo nacional para dar respuesta a los temas discutidos y solicitar la dimisión de todos los sacerdotes que rechazaran su interpretación de la doctrina reformada. También pidieron la ayuda de los sacerdotes de otras provincias y de la casa de Orange, mientras que los seguidores de Arminius solicitaron el apoyo de Oldenbarnevelt. Hugo Grocio, magistrado en jefe de Róterdam, intensificó la disputa en 1613 con un contundente discurso en el que atacaba a los gomaristas, describiéndolos como enemigos de la estabilidad del Estado, la unidad de la iglesia y la libertad de conciencia. El hecho de que algunos teólogos católicos se opusieran también a la predestinación hizo que los arminianos fueran acusados de ser procatólicos y en varias ciudades sus iglesias fueron atacadas y sus ministros acosados. Se produjeron otros disturbios. En 1616 se produjo un importante levantamiento en Delft contra un aumento en el impuesto sobre el consumo de trigo: multitudes dirigidas por mujeres sitiaron el ayuntamiento durante dos días, levantaron barricadas y apedrearon las casas de los patricios. Aunque no estaban relacionados con el problema religioso, estos distubios se sumaron a la tensión general y, en agosto de 1616, el príncipe Mauricio confesaba a sus amigos íntimos que no veía otro medio de restaurar el orden que emplear la fuerza de las armas. Las actitudes pronto se radicalizaron: Mauricio y Oldenbarnevelt intercambiaron duras palabras en una reunión pública en enero de 1617, y por primera vez el estatúder se puso abiertamente del lado de los gomaristas.

A partir de entonces, la participación popular en la disputa creció rápidamente al estallar una cruel guerra de panfletos: los aproximadamente 50 panfletos que se publicaron en la República en 1614, se convirtieron en 80 en 1615, más de 100 en 1616, 175 en 1617 y más de 300 en 1618. Casi todos tenían que ver con la disputa religiosa. Entretanto, mucha gente que vivía en poblaciones holandesas con pastores arminianos se desplazaban a comunidades vecinas para poder oír a sacerdotes gomaristas. En La Haya, Mauricio empezó a ir a una iglesia gomarista para ver misa. Ni él ni las tropas que tenía bajo su control hicieron nada para proteger a los arminianos contra los ataques de la gente. Con esta amenaza sobre el orden público, los estados de Holanda, encabezados por Oldenbarnevelt, cometieron un terrible error en agosto de 1617. Aprobaron una resolución que autorizaba a las ciudades a reclutar tropas especiales (conocidas como waardgelders) si lo juzgaba necesario para el mantenimiento de la ley y el orden. Las tropas debían jurar lealtad a la ciudad que las había reclutado. Esta medida declaraba también que las tropas del ejército confederado pagado por Holanda debían su principal lealtad a los estados provinciales, no a los Estados Generales. Mauricio sintió como si le hubieran abofeteado y declaró que esta resolución era una «afrenta a la verdadera religión reformada y a mi persona». También se unió a los gomaristas para solicitar un sínodo nacional que pusiera fin a las disputas religiosas y recorrió las provincias del interior, purgando a sus elites de arminianos. Al mes siguiente las ciudades holandesas se sometieron y Mauricio arrestó a Oldenbarnevelt, a Grocio y a sus principales partidarios. Mauricio tomó ahora una serie de pasos que transformaron la configuración religiosa y política de la República holandesa. En noviembre de 1618 el sínodo nacional se celebró finalmente en Dordrecht (Dort), a él asistieron no solo delegados holandeses, sino también líderes calvinistas ingleses, alemanes y suizos. Tras seis meses de debate condenaron a los arminianos como herejes y «perturbadores de la paz» tanto en la iglesia como en el estado: alrededor de 200 sacerdotes holandeses perdieron su medio de vida, y más de 80 de ellos fueron al exilio. Entretanto, Mauricio destituyó a las autoridades de las ciudades holandesas que habían apoyado a Oldenbarnevelt, sustituyendo a regentes de enorme experiencia con hombres que no habían tenido ningún contacto con la gestión pública y eran

incapaces de administrar los asuntos de los estados de Holanda y de los Estados Generales de forma tan efectiva como lo habían hecho sus predecesores. Inevitablemente esto le dio más poder al estatúder y a las otras provincias. Mauricio también eliminó a los arminianos de las escuelas e universidades y realizó una purga sistemática en las diversas milicias urbanas. Los grandes retratos en grupo de milicianos que pintaron Frans Hals y otros artistas reflejan este último cambio de una forma sutil pero reveladora. En los retratos realizados antes de 1618 aparecen los miembros de las compañías urbanas con fajas y estandartes en los que muestran sus propios colores o los de la ciudad; en los retratos pintados posteriormente muestran o bien los colores de la República (naranja, blanco y azul) o los del estatúder (naranja). Tras haber debilitado de esta forma a los «principales» cuyos delegados asistían a los Estados Generales, en mayo de 1619 Mauricio convenció a la asamblea de que sentenciara a Grocio a cadena perpetua (de la que escapó dos años después) y a Oldenbarnevelt a muerte. El abogado, de 72 años de edad, murió dignamente en el patíbulo al día siguiente. Aunque generaciones posteriores han condenado la caída y ejecución de Oldenbarnevelt, pocos observadores contemporáneos la criticaron. Los artistas conmemoraron la rendición de las unidades de waardgelder en cuadros y grabados como si se tratara de la mayor victoria de Mauricio y, en Londres, Fletcher y Massinger llevaron al teatro la obra The tragedy of Sir John van Oldenbarnevelt, unos meses después de los acontecimientos que representaba. La mayoría de los mercaderes extranjeros se alegraron, ya que habían sufrido por las prácticas de monopolio que Oldenbarnevelt había llevado a cabo para proteger el comercio y las industrias holandesas. Los militantes protestantes del país y del extranjero creían que la República holandesa estaba ahora preparada para convertirse en el centro de una «internacional calvinista», pues el golpe de Mauricio llevó al poder a aquellos que se habían opuesto a la Tregua de los Doce Años. De hecho sucedió lo contrario. La caída del experimentado Oldenbarnevelt y de sus aliados, que coincidió con el ascenso del incompetente Luynes en Francia, fue un regalo para los Habsburgo, al permitirle a España tomar la iniciativa en política internacional.

3. ESPAÑA BAJO FELIPE III Incluso un implacable crítico como el historiador inglés William Camden reconoció que el rey de España se había convertido en «un príncipe cuyo Imperio llegaba tan lejos y era tan extenso, más que el de cualquier emperador que hubiera habido antes de él, que podía decir sin faltar a la verdad, Sol mihi semper lucet: el sol siempre brilla sobre mí». Poco después un visitante galés en España se maravillaba de que «el sol brilla durante las veinticuatro horas del día en alguna u otra parte de sus territorios»[15]. Su entusiasmo desmiente la opinión, que incluso por aquel entonces era habitual en algunas partes, de que el «declive de España» empezó en la última década del siglo XVI y continuó inexorablemente a partir de entonces: de hecho, el Imperio español era mucho más poderoso a la muerte de Felipe III en 1621 que a la muerte de su padre en 1598. Felipe II le legó a su hijo más territorio del que había heredado. Aun sin los rebeldes Países Bajos del norte, sus fuerzas mantenían el control sobre Italia y varios enclaves del norte de África y en 1580 consiguieron reclamar del trono de Portugal, logrando que la península ibérica estuviera unida bajo un único cetro por primera vez en casi un milenio. En ultramar, Felipe gobernaba el amplio imperio portugués, las Filipinas, las islas del Caribe y la mayor parte del centro y el sur de América. Sin embargo, las bases de casi toda esta impresionante estructura eran débiles y en cuanto murió el rey empezaron las críticas alarmistas. Un diplomático español en Roma comentó que el Imperio español estaba convirtiéndose poco a poco en la diana a la que el mundo entero quería disparar sus flechas. Afirmó que ningún imperio, por grande que fuera, había podido soportar muchas guerras en diferentes puntos durante largo tiempo y argumentó que si solo podía pensarse en la defensa y nunca se conseguía asestar un gran golpe ofensivo contra alguno de los enemigos, para después volverse contra los otros, dudaba que pudiera mantenerse un imperio tan disgregado como el español. El imperio en el que nunca se ponía el sol se había convertido por lo tanto en una diana sobre la que nunca se ponía el sol. Al mismo tiempo Baltasar Álamos de Barrientos, un abogado que estaba al servicio del gobierno, realizó un devastador análisis de la debilitada posición internacional de

España. Tras describir ampliamente el desafecto que sentían los súbditos en todos los estados de la monarquía excepto Castilla –había una rebelión en los Países Bajos del norte y una intensa animadversión contra España en los del sur; descontento en Portugal, en la Italia española, Aragón y las Américas– Álamos de Barrientos evaluó implacablemente la hostilidad de casi todos los vecinos de la monarquía. Francia, aunque ahora estaba en paz, tenía un rey poderoso (Enrique IV) que gobernaba un estado unificado lleno de tropas de disciplinados veteranos: apoyaría cualquier guerra que pudiera debilitar a España. El odio que Inglaterra siempre había sentido hacia España le llevó a apoyar a los rebeldes de la península, a intervenir en las Américas e incluso a realizar ataques directos sobre la península. A los estados independientes más grandes de Italia, el papado incluido, les molestaba la dominación española y deseaban que terminara; ya no se podía confiar en el apoyo de nadie. Entretanto, Martín González de Cellorigo, un abogado que trabajó para la inquisición española, publicó un «Memorial» para la «Restauración de España» que afirmaba que incluso en Castilla, el centro político y económico de la monarquía, la situación «ha llegado al tiempo que todos juzgamos por de peor condición que los pasados». utilizó explícitamente (tal vez por primera vez) la expresión «el declive de España»[16]. Cellorigo escribió a la sombra de una epidemia de plaga que, combinada con una serie de pobres cosechas y una subida de los precios de la comida, redujo la población de Castilla alrededor de un 10 por 100: unas 600.000 personas murieron. La primera novela moderna, el Guzmán de Alfarache de Mateo Alemán (dos partes, Madrid, 1599 y 1604), reflejaba la impotente desesperación de los españoles atrapados entre «la peste que bajaba de Castilla y el hambre que subía de Andalucía». Muchos españoles se preocuparon por la gran pérdida de población que esto produjo. «¿Qué es la tierra sin hombres?», preguntaba un ensayo alarmista en 1610; «ellos son la hacienda y el caudal y la honra, no la tierra y mucho menos el dinero». «Nada hay más necesario para mantenerse fuerte y rico un reino que la muchedumbre de gente», decía otro en 1617. Sancho de Moncada, un sacerdote de Toledo, utilizó métodos demográficos «modernos» en 1619 (al parecer por primera vez en la historia) para descubrir por qué la zona donde vivía estaba tan despoblada. Consultó los registros de bautismos, matrimonios y entierros de las parroquias locales y descubrió dos cambios

significativos. En primer lugar, la peste y el hambre habían aumentado dramáticamente las muertes y reducido los nacimientos entre 1598 y 1602; en segundo lugar, tras la catástrofe, menos gente se había casado y había tenido hijos. «Los años de 1617 y 1618», escribió, los registros parroquiales de los alrededores de Toledo registraron «la mitad de los casamientos que solían». Moncada sugería a continuación que esto se debía principalmente a la pobreza, puesto que la gente había dejado de casarse porque no tenía dinero para comprar comida y construirse una casa, añadiendo que el gran peso de los impuestos mantenía el bajo nivel de vida. Los magistrados de Burgos, que en el pasado había sido el centro mercantil de Castilla, coincidían con su opinión. En 1624 informaron al rey de que los grandes impuestos habían despoblado la ciudad de tal forma que la gente que quedaba se estaba marchando porque ya no podía ganarse la vida. Los impuestos, cada vez más altos, que tenían que pagarse en Burgos, afectaron a 2.247 familias en 1595, pero solo a 1.528 en 1611 y a 823 en 1624[17]. La continua crisis estimuló a muchos escritores a analizar los problemas económicos de España y proponer remedios. Se conservan casi 200 tratados de los reinos de Felipe III y Felipe IV (muchos otros se perdieron porque nunca fueron impresos). Sus autores, conocidos como arbitristas (palabra acuñada por Cervantes en 1613 para referirse a las personas que ofrecían arbitrios o remedios), solían echarle las culpas a la rígida estructura económica y social del campo. Su obsesión con la búsqueda de remedios prácticos para el mal de España contrastaba enormemente con el punto de vista mesiánico del propio gobierno. En su primera reunión con el consejo de Estado, Felipe III ordenó a sus ministros que hicieran dos cosas. «En primer lugar, que los asuntos de Estado que discutáis estén de acuerdo con los preceptos de la ley divina»; en segundo lugar, aunque debían esforzarse por movilizar todos los recursos humanos disponibles para las guerras de España, «que también haya rezos y súplicas a Dios, para que el mundo entienda que no confiamos tanto en el poder de nuestros ejércitos como en el favor del poderoso brazo del señor». Unos años después, a pesar de los continuos reveses de la guerra de los Países Bajos, Felipe juró que con el fin de restituir por completo la fe católica en esas provincias, estaba dispuesto a entregar y arriesgar todo lo que Dios le había dado, incluso su propia persona[18].

Felipe III, que solo tenía 12 años cuando fue coronado, no mostró tanta decisión en muchos ámbitos. Los 14 consejos asesores que había en el palacio real de Madrid tomaron en nombre del rey la mayoría de las decisiones: sus recomendaciones por lo general tan solo recibían un breve visto bueno de la pluma del rey. Incluso en el ámbito de los asuntos exteriores el rey aprobaba, prácticamente sin comentarios, nueve de cada diez consultas que le enviaba el consejo de Estado. La avalancha de documentos que producía su imperio mundial había sobrepasado totalmente a Felipe II y su hijo no pretendía que le pasara lo mismo: unas horas después de su coronación, anunció que confiaría en el duque de Lerma para que «examinara» su correspondencia y tratara con sus otros consejeros. Normalmente Lerma también ejercía su poder de forma indirecta: así, aunque el consejo de Estado se reunió 739 veces entre 1598 y 1618, el duque solo asistió a 22 sesiones. En su lugar, daba audiencias, leía los papeles entrantes y escribía cientos de memorandos en los que daba instrucciones a los consejeros sobre cómo resolver asuntos concretos. Un portugués que visitó la corte en 1605 anotó en su diario la divertida historia de un soldado que, desanimado por su larga espera para ver a Lerma, fue a ver al rey en su lugar. «“Id a hablar con el duque”, le dijo el rey como era habitual. “Si pudiera hablar con el duque, no habría venido a ver a su majestad”, respondió el soldado»[19]. Lerma no podía hacerlo todo. Permitía que procónsules como el conde de Fuentes de Milán y, sobre todo, los archiduques de Bruselas se encargaran, por lo menos algunas veces, de las iniciativas de política exterior (véase supra, «2. Los Países Bajos divididos»). Tal vez como penitencia por lo que muchos de sus súbditos (y el papa) percibían como una debilidad hacia los protestantes en el extranjero, Lerma y su señor decidieron mostrarse firmes en relación con el tema de los enfrentamientos religiosos internos. La progresiva reconquista de España de sus invasores musulmanes en la Edad Media había dejado una considerable población de moriscos –antiguos súbditos de los estados árabes que se habían convertido, al menos nominalmente, al cristianismo–. Intentos anteriores de erradicar las prácticas musulmanas entre ellos habían provocado revueltas en el reino de Granada, donde los moriscos constituían más de la mitad de la población total. Tras una importante rebelión en 1568-1571, el gobierno deportó a los moriscos supervivientes, unos 80.000, de Granada y los instaló a la fuerza

en pequeños grupos por toda Castilla. Incluso ahí, las prácticas islámicas continuaron y muchas redes familiares siguieron intactas. Más de 100.000 moriscos vivían también en Valencia, la mayoría de ellos concentrados en pueblos donde toda la población era morisca, y había un número casi igual en Aragón. Periódicamente, surgían rumores de planes de una nueva rebelión, y las cortes de Castilla solicitaban al rey que expulsara a los moriscos, pero en vez de hacerlo, en 1596, Felipe II creó un comité especial para la educación religiosa de los moriscos valencianos. También ordenó a todos los obispos que formaran un equipo de 12 misioneros, con perfecto conocimiento del árabe, y que cada uno de estos equipos estuviera dirigido por «un fraile con experiencia en la evangelización del Nuevo Mundo». El rey confió la labor conjuntamente a José de Acosta, un jesuita que había realizado una gran labor de evangelización en las Américas, y al futuro duque de Lerma, entonces virrey de Valencia. Cuando esta iniciativa fracasó, se intensificaron las peticiones de una expulsión a gran escala de los moriscos (los tratados de Cellorigo y Álamos de Barrientos, por ejemplo, abogaban por la aplicación de medidas extremas contra los moriscos)[20]. En 1607, mientras autorizaba de mala gana el alto el fuego en los Países Bajos, Felipe III empezó a reunir todos los documentos que hablaban de la expulsión. En abril de 1609, el mismo mes que se cerraba la Tregua de los Doce Años con los protestantes holandeses, firmó un decreto que ordenaba la expulsión de todos los moriscos, aunque retrasó su publicación seis meses, hasta que se hubieron reunido suficientes tropas para ejecutarlo. Se trajo de Nápoles un regimiento de veteranos para supervisar la captura de aquellos que como Ricote, el morisco de Don Quijote, intentaban regresar. En 1614, habían sido deportados unos 275.000 moriscos, la mayoría de las cuales se dirigieron a Francia o al norte de África. La mayor parte de los pueblos abandonados por los moriscos nunca fueron recolonizados; muchos de los complejos sistemas de regadío que habían creado se echaron a perder por falta de cuidados, y casi toda la producción industrial, especialmente la de seda, se perdió. La medida supuso un duro golpe demográfico y económico del que la corona de Aragón tardó en recuperarse, mientras la piratería de los antiguos moriscos que ahora tenían su base en el norte de África diezmaba la flota española. Sin embargo, la expulsión, que se llevó a cabo con ejemplar eficiencia, fue inmensamente popular en la península: de

las imprentas manaban jubilosos panfletos y las autoridades públicas, incluido el rey, encargaban series de cuadros para celebrar la limpieza étnica de España. Los asuntos exteriores dieron pocas alegrías durante los años de Lerma. Solo en 1601, un desembarco español en Kinsale en Irlanda y un intento de conquistar Argel en el norte de África fracasaron, y el duque de Saboya firmó el humillante tratado de Lyon con Francia. La paz entre Inglaterra y España, firmada en 1604, no logró garantizar ni la tolerancia hacia los católicos ingleses ni la retirada de las tropas inglesas que estaban al servicio de los holandeses. La tregua de los doce años no solo no logró garantizar la tolerancia hacia los católicos en los Países Bajos del norte, sino que no se aplicó en ultramar, donde los comerciantes holandeses continuaron creando un imperio comercial a expensas de los súbditos de Felipe III. A partir de la última década del siglo XVI, los corsarios holandeses (y, hasta 1603, también ingleses) causaron pérdidas de entre 100.000 y 200.000 libras esterlinas cada año en los barcos portugueses y españoles. Al mismo tiempo, la amenaza de una invasión por mar originaba un enorme gasto para la reparación de las fortificaciones costeras de España, Portugal y los territorios de ultramar, así como para la creación de una milicia para la defensa de la costa y el mantenimiento de poderosas escuadras navales en el Atlántico, el mar Caribe y el mar Arábigo. Una parte cada vez mayor de la plata que se extraía de las minas del Nuevo Mundo fue a mejorar las defensas de América y las Filipinas contra el riesgo de ataque holandés: entre 1618 y 1621 el gobierno del México español envió 1,62 millones de pesos –alrededor de 400.000 libras esterlinas– a Filipinas y solo 1,5 millones de pesos a España. Esto era precisamente lo que pretendían los holandeses, impedir que España invirtiera sus recursos en Europa. En 1598, 1615 y 1622, la República envió flotas al Pacífico con órdenes de atacar los intereses españoles y portugueses. También formó alianzas «con todos los príncipes y potentados que se oponían a la tiranía y exigencias de la monarquía universal del rey de España, como los reyes de Francia, Inglaterra, Dinamarca y Suecia, la República de Venecia, la Liga Hanseática y otros.» Entre los «otros» se incluían varios estados musulmanes –como Marruecos (desde 1608), el sultán otomano (desde 1611) y Argel (desde 1612)– «porque estas ciudades o reinos sentían… una profunda hostilidad hacia

España». Los holandeses mandaron enviados y cónsules residentes a estos estados mediterráneos y también se convirtieron en sus principales proveedores de armas y municiones[21]. Esta agresiva política exterior significaba que, aunque en los Países Bajos hubiera cesado la guerra abierta entre España y los holandeses, ambos tomaban bandos opuestos en cuanto surgía una crisis internacional. Aunque la intervención exterior en 1609-1610 hizo que se produjera un acuerdo provisional en Jülich-Cléveris en el que no hubo participación española (véase supra, «1. La recuperación de Francia»), a ninguno de los dos principales pretendientes –el elector de Brandeburgo y el conde de Neoburgo– le gustó. Ambos deseaban la totalidad de la herencia y buscaron la ayuda de aliados extranjeros: primero se la solicitaron a sus parientes y compañeros protestantes y luego, al no obtenerla, se convirtieron a otras religiones. En julio de 1613 el conde de Neoburgo se convirtió secretamente al catolicismo y cuatro meses después se casó con la hermana de Maximiliano de Baviera; rápidamente consiguió que Madrid y Bruselas le prometieran asistencia militar en caso de ataque. Más tarde ese mismo año el elector de Brandeburgo anunció públicamente su conversión al calvinismo. Por lo tanto, en lugar de dos pretendientes luteranos que compartían la herencia, uno católico y uno calvinista buscaban ahora una excusa para hacerse con el control absoluto[22]. La oportunidad llegó en mayo de 1614, cuando una compañía de soldados holandeses entró en Jülich, la única ciudad bien fortificada de los ducados. Neoburgo consideró esto como una prueba de que su rival intentaba arrebatarle sus territorios y cuatro días después tomó la ciudad de Dusseldorf, la capital administrativa, y solicitó la ayuda de sus nuevos aliados católicos. Una vez más los archiduques tomaron la iniciativa, arrastrando a España tras de sí: en junio prometieron ayudar a Neoburgo y comenzaron a reclutar tropas; el 9 de agosto informaron fríamente al rey de que su ejército iba a invadir los ducados el día 20 (lo cual no le daba tiempo a Madrid para oponerse). De acuerdo con el calendario, Ambrosio Spínola dirigió el ejército de Flandes a territorio alemán y, actuando como comisario imperial, hizo en primer lugar que se cumpliera un edicto de Matías II que permitía el culto católico en la ciudad de Aquisgrán y luego entró en los ducados. El 5 de septiembre tomó la estratégica ciudad de Wesel.

La invasión de Spínola, claramente al servicio del emperador, impulsó a Brandeburgo y a sus aliados a entrar en acción. Aunque Francia seguía paralizada por la revuelta de los príncipes y sus partidarios hugonotes, Mauricio de Nassau reunió tropas de las guarniciones fronterizas y, con notable velocidad, los llevó a los ducados el 7 de septiembre. Durante un mes los dos generales de los Países Bajos ocuparon una ciudad de Renania tras otra, pero evitaron una confrontación directa. Entonces Spínola, que no tenía el apoyo financiero de España, le propuso a Mauricio un alto el fuego que le diera a las partes una posibilidad de resolver sus diferencias. En consecuencia se inició una conferencia de paz en la ciudad de Xanten en octubre, pero, una vez más, los pretendientes no se pusieron de acuerdo. Por lo tanto, en noviembre, los enviados de Francia e Inglaterra (que actuaban como mediadores) presentaron una fórmula para su inmediata aceptación. Dividieron los ducados en dos mitades más o menos iguales –Cléveris, Mark, Ravensburgo y Ravenstein por una parte; Jülich y Berg por la otra– y ordenaron a los pretendientes que se echaran las partes a suertes, en cuanto se hubieran retirado todas las tropas extranjeras. Pero no establecieron ningún procedimiento para la retirada, de modo que las guarniciones española y holandesa permanecieron allí, haciendo que los ducados se convirtieran en un campo de operaciones adicional cuando terminó la Tregua de los Doce Años en 1621. Los dos pretendientes ejercieron su jurisdicción solo cuando y donde le permitieron sus aliados[23]. La segunda crisis Jülich-Cléveris fue uno de los pocos éxitos de la política exterior de los años de Lerma. La guerra por Saluzzo en 1600-1601 no solo ponía en peligro el camino español que unía Lombardía con los Países Bajos, sino que también aumentaba el riesgo de una intervención francesa en el norte de Italia. Por lo tanto, el conde de Fuentes, gobernador de Lombardía de 1600 a 1610, fortificó cuatro nuevas ciudades con bastiones; envió a un regimiento de veteranos a Saboya para proteger el camino español; ocupó el pequeño estado de Finale, lo que le dio a Lombardía una salida directa al mar; y construyó una fortaleza en la entrada de la Valtelina, un valle que conectaba Lombardía con Austria. España también extendió su protección formal a sus principales aliados de la península itálica –la República de Génova; los ducados de Mantua, Módena y Saboya– y les pagó sustanciosos subsidios anuales.

En 1606 una nueva crisis enfrentó a Venecia, el mayor Estado independiente de Italia, contra el papado. La disputa surgió de la insistencia del dogo y el Senado de controlar todos los asuntos eclesiásticos de la República: imponiendo tasas a los clérigos, castigando a los sacerdotes condenados por crímenes civiles, limitando la adquisición de bienes raíces por parte del clero y prohibiendo la introducción de nuevas órdenes religiosas y la construcción de nuevos edificios eclesiásticos sin su previo consentimiento. Poco después de su elección, el papa Pablo V (1605-1621) ordenó que cesaran estas prácticas y, cuando la República se negó, puso Venecia bajo interdicto. Solicitó el apoyo de España para que, si fuera necesario, invadiera la ciudad e impusiera su autoridad. En junio de 1606 Felipe III, tal y como se le había pedido, le ordenó a Fuentes y al virrey de Nápoles que se prepararan para la guerra. 30.000 soldados y una flota estuvieron dispuestas para el ataque hasta que en abril de 1607 los venecianos llegaron a un acuerdo con el papa. Esto marcó el punto culminante de la influencia de España sobre Italia, la última vez que logró conseguir lo que quería con solo enseñar los dientes. Muchos italianos habían aceptado la hegemonía española porque solo España parecía capaz de defender la península de los turcos otomanos que, hasta la década final del siglo XVI no se acercaron a una distancia de 100 kilómetros de Trieste (véase cap. III, «1. Los Habsburgo de Austria y los turcos»). Sin embargo, en cuanto disminuyó el peligro de un ataque por tierra tras la paz de Zsitvatorok, en Italia se puso de moda cuestionar el derecho de España de dominar la península. En 1609 el duque Carlos Manuel de Saboya, cuñado de Felipe III, expulsó a las guarniciones españolas que había instalado Fuentes y, al año siguiente, firmó un tratado de alianza con Francia en el que se prometieron apoyo militar si España atacaba a cualquiera de los signatarios. Aunque el asesinato de Enrique IV pronto invalidó este acuerdo, en 1613 Saboya reclutó un ejército con el que desafiar a España por la sucesión de los ducados de Mantua y Monferrato, ambos gobernados por la familia Gonzaga, los aliados italianos más leales a España. Los problemas empezaron cuando el duque Francisco Gonzaga murió en 1612, dejando a una hija de 3 años, María, y a dos hermanos que habían recibido órdenes sagradas, el mayor de los cuales reclamó ambos ducados. Sin embargo, aunque solo un varón podía heredar Mantua, una mujer podía

heredar Monferrato: Carlos Manuel de Saboya sostenía que María –su nieta, puesto que el duque Francisco había sido su yerno– debería heredar Monferrato. En abril de 1613 invadió y ocupó el territorio, que limitaba con Saboya, en nombre de su nieta. El nuevo duque de Mantua solicitó socorro español y, tras varios intentos fallidos de negociar un acuerdo, las hostilidades empezaron en junio de 1614, coincidiendo con el inicio de la segunda crisis de Jülich-Cléveris. En Madrid el consejo de Estado recomendó que Italia tuviera preferencia sobre el norte de Europa y enviaron recursos a Lombardía. Sin embargo, el nuevo comandante (al que nombraron por ser el primo de Lerma) llevó mal la campaña, quedándose atascado en los asedios. Mientras tanto, el duque de Saboya movilizaba a la opinión popular presentándose como el campeón de la libertad italiana frente al yugo de los Habsburgo –los vituperiosos poemas de Le Filippiche, de Alessandro Tassoni, marcaron la pauta– y buscó apoyo extranjero. Antes de que llegara, en junio de 1615, los diplomáticos franceses y británicos negociaron la paz de Asti por la que España prometía retirar sus fuerzas de Monferrato inmediatamente y prometía no usar el camino español durante seis meses. Francia, Venecia y Gran Bretaña, por su parte, prometieron defender Saboya si España atacaba, mientras que Saboya y Mantua acordaban dejar la resolución del tema de la sucesión en manos del sacro emperador romano, soberano de los ducados. Finalmente, al duque de Saboya le garantizaron que María no se casaría sin su conocimiento. Este tratado deslució gravemente la posición de España –un panfleto español anónimo sobre la paz de Asti llevaba el título de El funeral de la reputación de España– y desacreditó totalmente a Lerma. Al duque no le faltaban enemigos en la corte, incluso en la familia real. La mayoría de los observadores percibieron la hostilidad de tres poderosas mujeres: la emperatriz María, la tía de Felipe III (y, gracias a la endogamia de los Habsburgo, también su abuela), su hija sor Margarita de la Cruz, y su sobrina la reina Margarita. Las tres tenían estrechos vínculos con Austria, donde habían nacido ambas Margaritas, y con Bruselas, pues el archiduque Alberto era el hijo más joven de María y el hermano mayor de sor Margarita. Por lo tanto presionaban continuamente al rey, a su favorito y a otros ministros para que apoyaran a sus parientes y causaban problemas cuando sus deseos no se materializaban. En 1610, por ejemplo, Margarita

de la Cruz ayudó a publicar un libro que criticaba a Lerma y le presentó el manuscrito directamente al rey. Cinco años después, tras la paz de Asti, patrocinó otra devastadora crítica al gobierno de Lerma escrita por el confesor de su sobrina[24]. Más tarde ese mismo año, Margarita también hizo presión para que España actuara, cuando Venecia le declaró la guerra a su primo (y cuñado de Felipe III), el archiduque Fernando de Estiria. El conflicto empezó porque los comerciantes venecianos estaban hartos de perder barcos por los actos de piratería de los uskoks, cuya base estaba en el puerto croata de Segna (y, por lo tanto, eran súbditos del archiduque Fernando). De tanto en tanto, su piratería a expensas de cristianos y musulmanes resultaba tan lucrativa que los habitantes de Segna iban de rodillas de la bahía a la iglesia principal en acción de gracias. Sin embargo, la paz de Zsitvatorok en 1606 prohibió los asaltos a los navíos turcos y los venecianos (que dependían de la buena voluntad otomana para buena parte de su comercio) intentaron que se cumpliera el armisticio. El gasto de la República «contra gli uscocchi» subió de 120.000 escudos al año en la última década del siglo XVI a 360.000 (80.000 libras esterlinas) en 1615. Sin embargo a Fernando le molestaron los intentos de Venecia de controlar el Adriático, que afectaba a la libertad de comercio de sus súbditos, y las relaciones entre los dos se deterioraron hasta que en agosto de 1615 la República atacó a los territorios del archiduque. También buscó apoyo extranjero, logrando finalmente ofertas de Gran Bretaña y la República holandesa. Sin embargo, el principal aliado de Venecia era Carlos Manuel de Saboya. Con la ayuda de 10.000 «voluntarios» franceses (de hecho se trataba de tropas desmovilizadas tras la paz de Loudun) y 4.000 alemanes reclutados con el consentimiento de la Unión Evangélica, el duque invadió Monferrato una vez más en septiembre de 1616. Aunque el ejército español de Lombardía logró defenderse, no pudo ayudar a Fernando. En cambio, los venecianos recibieron una ayuda extranjera considerable: ese mismo mes, el conde Juan de Nassau (un primo de Mauricio) aceptó reclutar 3.000 soldados holandeses para que estuvieran al servicio de Venecia. Estos acontecimientos causaron gran consternación en la corte española. Lerma realizó una de sus infrecuentes visitas a una reunión en la que estaban presentes los consejeros de Estado y de guerra y dirigió una discusión sobre el tipo de acción que España debía llevar a cabo. Hablando él primero, señaló que aunque la colusión política entre Holanda, Inglaterra,

Venecia y Saboya era bastante grave, introducir tropas calvinistas en Italia era mucho peor. «Había, por lo tanto, que interrumpir estos refuerzos del norte?», preguntó, «¿Cómo hacerlo? ¿Es más importante mantener la religión y la fe [católicas] en Italia que romper la tregua [con los holandeses]?». La respuesta del consejo fue firme y clara: Italia tiene preferencia. Si la República holandesa ayudaba a Saboya o a Venecia, España podría declarar la guerra con la conciencia limpia[25]. En mayo de 1617, 2.500 tropas holandesas desembarcaron en Venecia y se unieron al sitio de la fortaleza de Gradisca, que era propiedad de Fernando. En otoño llegaron más tropas holandesas, junto con algunos voluntarios ingleses. Es cierto que los holandeses se amotinaron y que (según el embajador inglés en Venecia) los ingleses estaban demasiado adictos a «las tres “ces”: comida, cerveza y cama» para luchar de forma eficaz; pero una flota de barcos ingleses y holandeses enviada al Adriático impidió eficazmente que los barcos españoles llegaran con la ayuda hasta donde estaba Fernando. Entretanto, el momento de calma en la guerra civil francesa que siguió al asesinato de Concini permitió a las tropas voluntarias francesas cruzar los Alpes una vez más para luchar por Saboya. Afortunadamente para los Habsburgo, la mediación papal puso fin a la lucha en Monferrato en octubre de 1617 (la paz de Pavía), posponiendo la decisión sobre la sucesión de Mantua. Esto permitió que España enviara dinero y tropas para ayudar a Fernando, a cambio de su promesa de ceder importantes territorios y de apoyar su candidatura como sucesor de Matías en el trono de Hungría y Bohemia (véase cap. III, «1. Los Habsburgo de Austria y los turcos»). En febrero de 1618, deseando poder concentrarse en los asuntos de Alemania, Fernando resolvió sus diferencias con Venecia (en la paz de Wiener Neustadt). Una comisión conjunta austriaco-veneciana entró entonces en Segna, ejecutó a algunos líderes uskoks y reubicó a muchos de los restantes en el interior. Esta serie de acuerdos, que coincidió con los pactos de Rusia con Polonia y Suecia, hizo que algunos observadores auguraran una nueva era de paz. El embajador inglés en Saboya creía que «habían cerrado las puertas de Jano y prometido calma y días venturosos, no solo a los habitantes de esta provincia de Italia, sino a la mayor parte de la cristiandad»[26]. Sin embargo, la situación política general seguía siendo tensa. Dos coaliciones poderosas y hostiles se encontraban una frente a la otra en Europa. Una unía

a Viena, Bruselas, Madrid y Milán, y contaba con el apoyo tácito de Roma, Múnich y Varsovia; la otra unía a Londres, La Haya, Turín y Venecia, con el apoyo tácito de París, Estocolmo, Copenhague y varios bastiones protestantes alemanes. Las dos alianzas unían tres áreas sensibles, en cualquiera de ellas podía estallar la guerra con facilidad: la primera se encontraba en los Países Bajos, donde la tregua entre España y los holandeses expiraba en abril de 1621; la segunda en el Imperio, donde las ligas confesionales alemanas y los estados protestantes de tierras de los Habsburgo parecían estar abocados a la violencia. La tercera en el Báltico, donde una división religiosa similar, reforzada por diferencias dinásticas, enfrentaba a la Suecia luterana con la Polonia católica. Igualmente peligrosa era la rivalidad entre los Borbón y los Habsburgo, que convertía a todas las zonas de valor estratégico para ambas partes –Lorena, Saboya, los cantones suizos, los ducados independientes del norte de Italia– en focos potenciales de conflicto. Aunque el embajador inglés de Saboya se sentía optimista sobre «la paz en nuestro tiempo», otros temían que, con tantos puntos de tensión y tantas alianzas internacionales entre ellos, no iba a poder evitarse durante mucho tiempo una guerra europea. Pronto se vio que estaban en lo cierto.

[1] R. Mousnier, The Assassination of Henry IV: the tyrannicide problem and the consolidation of the French absolute monarchy in the early 17th century, Londres, 1973, pp. 4-7: el discurso de Enrique a los jueces del Parlement de París, 7 de enero de 1599. Para más información sobre San Bartolomé y sobre la primera década de Enrique IV, véase J. H. Elliott, Europe divided 1559-1598, 2.a ed., Oxford, 2000, pp. 144-153 y 229-247. [2] El texto de los cuatro documentos está disponible en inglés en Mousnier, The Assassination of Henry IV, cit., pp. 316-363. Es difícil de fechar: Enrique probablemente aprobó el edicto el 14 de abril –el documento en sí no tenía fecha porque no era legal hasta que hubiera sido registrado por los diversos tribunales del reino– y firmó los «artículos secretos» el 2 de mayo, el mismo día que firmó la paz de Vervins, el primer brevet (corto) el 3 de abril y el segundo (mucho más largo) el 30 de abril. Irónicamente el nombre del secretario que refrendó los artículos era «Forget» (olvidar). [3] A. Anderson, On the verge of war: international relations and the Jülich-Kleve succession crises (1609-1614), Boston, Massachusetts, 1999, p. 211: Ralph Winwood a lord Salisbury, La Haya, 17 de octubre de 1609, calendario gregoriano; y p. 48, Pieter Pecquius al archiduque Alberto, París, 3 de agosto de 1609. [4] Anderson, On the verge, p. 95, Winwood a Salisbury, 13 de mayo de 1619, calendario gregoriano. La relación más completa de los «grandes designios» aparece en Économies Royales de Sully. La fuente parece impecable –Enrique estaba viajando en su carruaje para discutir la campaña con Sully cuando le apuñalaron– pero el pasaje apareció solo en la versión de 1662: no está ni en el

propio manuscrito de Sully ni en la edición de 1638, impresa bajo su dirección. El material parece haberse añadido para convencer a los contemporáneos de Luis XIV de que las belicosas intenciones de su soberano no eran más que una continuación de las de su abuelo. [5] Thomas Dallington, citado en A. Soman, «Press, public and censorship in France before Richelieu», Proceedings of the American Philosophical Society CXX (1976), p. 462. [6] A. D. Lublinskaya, Frantsiya v nachale XVII veka, 1610-1620 rr, Leningrado, 1959, p. 136: Villeroy a Jeannin, 24 de abril de 1614. [7] Louise Bourgeoise, Mme Boursier, Récit véritable de la naissance de Messeigneurs et Dames les enfans de France, París, 1609; M. Foisil (ed.), Journal de Jean Héroard, 2 vols., París, 1989: véanse pp. 2330-2331 sobre la consumación del matrimonio (25 de noviembre de 1615). [8] Archivo Segreto Vaticano, Nunziatura Fiandra, III. 1/155, Inocencio Malvasia (en Bruselas) al cardenal Aldobrandini (en Roma), 30 de julio de 1593. Sobre la lucha holandesa en la última década del siglo XVI, véase Elliott, Europe divided, cit., pp. 236-237. [9] P. C. Allen, Philip III and the Pax Hispanica, 1598-1621: the failure of Grand Strategy, New Haven, Connecticut, y Londres, 2000, p. 15 [ed. cast.: Felipe III y la Pax Hispanica, 1598-1621: el fracaso de la gran estrategia, Madrid, Alianza, 2001]; Alberto a Felipe II, 6 de enero de 1598. [10] J. Israel, The Dutch Republic: its rise, greatness and fall, 1477-1806, Oxford, 1995, p. 398: Oldenbarnevelt al embajador François van Aerssen, 18 de enero de 1606. [11] Israel, The Dutch Republic, cit., p. 401: la declaración secreta del archiduque, 13 de marzo de 1607. [12] Archivo General de Simancas, Estado 1297/42, Fuentes a Felipe II, 5 de noviembre de 1608; Allen, Philip III…, cit., pp. 217-218, Felipe III a Alberto, 15 de julio de 1608. [13] C. H. Firth (ed.), Stuart Tracts 1603-1693, Westminster, 1903, pp. 218-220: «Observations upon the state of the Archduke’s country, 1609». [14] Sir Richard Weston, A discours of husbandrie used in Brabant and Flanders showing wonderful improvement of land there, Londres, 1650, p. 2. [15] William Camden, The historie of the most renowned and victorious princesse Elizabeth, parte I (ed. en latín, 1615; ed. en inglés, Londres, 1630), libro IV, p. 131; James Howell, Epistiolae Hoelianae: familiar letters domestick and foreign, 1645: ed. de J. Jacobs, Londres, 1890, p. 198, Howell a Lord Colchester, 1 de febrero de 1623. [16] Instituto de Valencia de Don Juan, Madrid, 82/444, duque de Sessa (embajador español en Roma) a don Baltasar de Zúñiga (embajador español en Bruselas), 28 de septiembre de 1600, minuta; B. Álamos de Barrientos, Discurso político al rey Felipe III al comienzo de su reinado, ed. de M. Sánchez, Madrid, 1990, pp. 31 y 42-52 (este texto, aunque no se publicó hasta el siglo XIX, circuló mucho en forma de manuscrito en 1599 y 1600); M. González de Cellorigo, Memorial de la política necessaria y útil restauración a la República de España, Valladolid, 1600; ed. de J. Pérez de Ayala, Madrid, 1991, p. 94. [17] Pedro de Valencia y Cristóbal Suárez de Figueroa citados por J. A. Maravall, Estado moderno y mentalidad social, I, Madrid, 1972, pp. 117-119; S. de Moncada, Restauración política de España, Madrid, 1619; ed. de J. Vilar, Madrid, 1974, pp. 135-138; T. López Mata, La ciudad y el castillo de Burgos, Burgos, n.d., p. 284, ayuntamiento para Felipe IV. [18] G. González Dávila, Histoira de la vida y hechos del ínclito monarca, amado y santo, don Felipe III, 1632, Madrid, 1771, pp. 44-45; M. Alcocer, Consultas del consejo de Estado, 1600-03, Valladolid, 1930: Archivo Histórico Español III, p. 278, respuesta de Felipe III a una consulta del 26 de noviembre de 1602. Para más información sobre «imperialismo mesiánico» en la corte de los Habsburgo españoles, véase G. Parker, The world is not enough: the imperial vision of Philip II of Spain, Waco, Texas, 2001, pp. 29-51.

[19] Thomé Pinheiro da Veiga, Fastigimia, ou fastos geniaes, Oporto, 1971: Collecção de manuscriptos ineditos agora dados a estampa, III), p. 59. [20] Sobre la revuelta morisca de 1568-71, véase Elliott, Europe divided, cit., pp. 122-125; sobre el proyecto para la «Instrucción de los Moriscos de Valencia» véase IV de DJ 45/177, consulta del 11 de julio de 1596. [21] L. van Aitzema, Saken van staet ende oorlog in ende omtrent de Vereenigde Nederlanden, I, La Haya, 1669, I, pp. 103 (entrada del año 1631) y 146 (renovación del tratado con Argelia, julio de 1622). [22] Aunque no debemos excluir el papel de la verdadera convicción religiosa en estas decisiones, Alison Anderson ha apuntado lúcidamente la frecuencia con la que las conversiones religiosas sucedían en medio de peleas familiares: así, disputas eminentemente dinásticas entre los gobernantes de Hesse y Sajonia, y entre los Wittelsbach y los Habsburgo, adquirían un componente confesional: véase Anderson, On the verge of war, cit., p. 145. [23] Las tropas españolas permanecieron en Jülich-Berg, que se convirtió en la parte de Neoburgo, hasta 1659; las tropas holandesas defendieron Cléveris-Mark para Brandeburgo hasta 1672. La sucesión siguió disputándose hasta 1666, cuando (tras varios acuerdos provisionales que no se cumplieron) los pretendientes acabaron aceptando una partición de los territorios. Véase J. Stoye, Europe unfolding, 1648-1688, 2.a ed., Oxford, 2000, p. 21. [24] C. Pérez de Herrera, Al católico y poderosíssimo rey de las Españas y Nuevo Mundo… Felipe III, Madrid, 1610, y J. de Santa María, Tratado de república y policía christiana para reyes y príncipes, Madrid, 1615. [25] AGS Guerra Antigua 808, unfol., consultas del 26 y 28 de diciembre de 1616. Curiosamente, el consejo estaba dispuesto a sacrificar Filipinas, si era necesario, para mantener su posición en Italia, porque originalmente la corona había reunido la flota que necesitaban para bloquear el acceso al Mediterráneo con el fin de aliviar la presión holandesa sobre Manila. [26] H. G. R. Reade, Sidelights on the Thirty Years’ War, I, Londres, 1924, p. 183: Isaac Wake al secretario de Estado Naunton, 15 de junio de 1618, mientras los españoles abandonaban su última conquista en Monferrato.

V. EL APOGEO DEL IMPERIALISMO DE LOS HABSBURGO, 1618-1629

1. LA REVUELTA DE BOHEMIA «El mes de mayo no transcurrirá sin que se produzca una gran dificultad… porque todo está ya dispuesto, especialmente en aquellos lugares en los que la comunidad goza de gran poder»[1]. La predicción para el año 1618 realizada por Johannes Kepler, el astrólogo más famoso de su tiempo, resultó correcta: en mayo se produjo en Bohemia una «gran dificultad» que iba a destruir tanto la prosperidad del reino como el poder de sus estados. Kepler, que había vivido en Praga durante una década, sabía que la carta de majestad de 1609 (véase cap. III, «1. Los Habsburgo de Austria y los turcos») no había resuelto la situación religiosa en las tierras bohemias. Ante todo, el acuerdo no decía nada sobre el derecho de los protestantes a tener iglesias en tierras pertenecientes a la corona, pero posteriormente enajenadas a la iglesia católica (la cuestión era importante: al arzobispo de Praga, por ejemplo, Matías le había enajenado 132 parroquias entre 1611 y 1619). Se produjeron graves controversias en dos ciudades donde los nuevos señores eclesiásticos católicos intentaron cerrar las iglesias protestantes construidas de acuerdo con los términos de la carta de majestad: Broumov (Braunau) y Hroby (Klostergrab), las dos en el norte del reino. Los estados bohemios protestaron, pero el gobierno les ignoró; en cambio, en 1617 ordenó el arresto de los principales protestantes de Broumov y la destrucción de la iglesia protestante de Hroby. Además, durante el invierno de 1617-1618, el gobierno de la regencia (compuesto por siete católicos y tres protestantes) estableció una oficina de censura, prohibió la utilización de subsidios católicos para pagar a los ministros protestantes y se negó a admitir a no católicos en cargos públicos. En palabras de Polyxena Lobkovic, esposa del canciller de Bohemia, «Las cosas están llegando rápidamente al punto en el que o bien los papistas

ajustarán cuentas con los protestantes, o bien los protestantes con los papistas»[2]. La comisión de defensores, que había sido creada por la carta de majestad, reaccionó a estas provocaciones convocando una reunión de los estados en Praga en marzo de 1618. La asamblea solicitó del emperador (en Viena) que reparara los daños causados por sus regentes; también escribió a los estados de Moravia, Silesia y Lusacia (que se hallaban unidos a la corona de Bohemia por una unión federal) solicitando su apoyo. Dos semanas más tarde, Matías rechazó esta solicitud, declaró que la asamblea era ilegal y prohibió expresamente que volviera a reunirse. Esto era sin duda anticonstitucional –el derecho de los defensores a convocar una asamblea estaba garantizado en la carta de majestad– por lo que los defensores convocaron de nuevo a sus seguidores en Praga en el mes de mayo. De nuevo el gobierno les instó a que se dispersaran, pero los delegados se negaron. En lugar de esto, el 23 de mayo invadieron el palacio real y arrojaron por la ventana a dos de los regentes católicos que encontraron allí, sobre la base de que habían aconsejado a Matías rechazar la petición anterior de la asamblea y eran enemigos acérrimos de las libertades del reino. Dos días después de la defenestración de Praga, la asamblea eligió un comité de 36 «directores», 12 de cada uno de los estados de la Dieta (nobles, pequeños nobles y burgueses), para formar un gobierno provisional, y les autorizó a formar un ejército de 5.000 hombres para expulsar a las pocas guarniciones del país leales al emperador. Los directores también se propusieron obtener el apoyo de la opinión pública europea: una Apología publicada en mayo presentaba su postura como una actitud de tolerancia y constitucionalismo frente al fanatismo y al absolutismo (de los malos consejeros de Matías, por supuesto, no del soberano) y solicitaba apoyo. Los directores hicieron llamamientos a los estados de las otras provincias de los Habsburgo y en el verano de 1618 Silesia y Lusacia enviaron tropas a Bohemia (Moravia hizo lo mismo la primavera siguiente). También buscaron apoyo en Alemania y algunos príncipes simpatizantes como Cristián de Anhalt, que tanto les había ayudado en la crisis de 1609, suministraron equipo militar. En junio de 1618 Bohemia pidió entrar en la Unión Evangélica y solicitó ayuda militar.

Los vínculos que se habían forjado recientemente entre los enemigos de los Habsburgo durante la guerra por Monferrato también entraron en juego. La Unión Evangélica le había permitido a Carlos Manuel de Saboya reclutar un regimiento de alemanes el año anterior; ahora el duque ofrecía secretamente pagar al mismo ejército, capitaneado por el conde Ernesto de Mansfeld para luchar por los estados bohemios. Federico del Palatinado, que reconoció inmediatamente a los directores como gobierno legítimo, también envió ayuda clandestina. En noviembre de 1618 Mansfeld tomó Pilsen, uno de los últimos reductos imperiales que quedaban en el reino, y Matías aceptó negociar. Tras su muerte en marzo de 1619 continuaron las conversaciones informales entre los directores y el archiduque Fernando, que, como rey designado de Bohemia, tomó automáticamente las riendas del poder cuando murió su primo; pero no llegaron a ningún acuerdo. Por lo tanto, en mayo el ejército confederado se dirigió al sur para poner sitio a Viena. Esto fue un punto álgido de la rebelión. Aunque en Europa muchos deseaban lo mejor para los bohemios, en este momento pocos, aparte de Carlos Manuel y Federico, enviaron ayuda militar. La rebelión de María de Médicis y sus aliados aristocráticos impedía la intervención francesa. La República holandesa, paralizada por la disputa entre Oldenbarnevelt y Mauricio de Nassau (véase cap. IV, «2. Los Países Bajos divididos»), rechazó o desvió todas las peticiones de ayuda de los bohemios: así, en agosto de 1618, Holanda le pidió a los protestantes alemanes que ofrecieran su ayuda; en noviembre le pasaron a Jacobo I una petición de fondos que le había hecho Bohemia. Jacobo se la negó. Aunque había firmado un tratado de alianza con la Unión Evangélica y había casado a su hija con Federico del Palatinado, no tenía tiempo para los rebeldes, especialmente para los rebeldes republicanos. Se ofreció en cambio como mediador en la disputa entre Fernando y sus súbditos. Fernando, por el contrario, recibió un importante apoyo extranjero. El papa le suministró un subsidio mensual; Felipe III, que ya le había dado casi 100.000 libras esterlinas de ayuda en la guerra de los uskoks en 1617, le envió la misma cantidad de dinero al año siguiente. El ministro de finanzas español protestó, pero el rey le desautorizó «puesto que, si la casa de Austria perdiera el Imperio por falta de [dinero], nada estaría seguro en Italia». Felipe se encontraba bajo la influencia del «partido austriaco» de su

corte, dirigido ahora por don Baltasar de Zúñiga, que había sido embajador en Viena (y antes en París y Bruselas), con la eficaz asistencia de la embajadora imperial en Madrid y prima de Felipe nacida en Austria, sor Margarita de la Cruz. El duque de Lerma intentó organizar otro ataque sobre Argel pero, al ver que sus adversarios podían derrotarle con facilidad, decidió hacerse sacerdote. En marzo de 1618, ante la insistencia española, el papa le nombró cardenal. En cuanto llegaron a España las noticias de su nombramiento, Lerma empezó a abandonar sus cargos en palacio y en octubre puso fin a su ministerio. Cuatro meses después, Felipe decidió suspender la campaña de Argel para ayudar a Viena. El desesperado estado de Bohemia y la preocupación por el resto de Alemania le habían dado mucho que pensar. Consideraba que lo más importante era que la casa de Austria mantuviera el título imperial. A pesar de los muchos esfuerzos por encontrar recursos para ocuparse de este problema sin comprometer la campaña de Argel, el tesoro real se encontraba en tal estado que era imposible llevar a cabo ambas empresas. Por lo tanto, por los riesgos que implicaría hacerlo todo y porque retrasaría la ayuda a Bohemia, consideró necesario centrarse en este último asunto[3]. En febrero de 1619 el rey autorizó que 7.000 soldados del ejército de Flandes y 10.000 hombres del de Milán se dirigieran hacia Viena. En junio, con su ayuda, las fuerzas de Fernando derrotaron a Mansfeld cerca de Pilsen y se hicieron con su correspondencia del frente, llena de comprometidas cartas entre los bohemios, Saboya, los holandeses y los venecianos. Saboya, totalmente desacreditado, retiró inmediatamente sus tropas del ejército confederado, forzándolo a levantar el sitio de Viena y a retroceder hacia Bohemia. Sin embargo, en julio de 1619 los estados de la Baja Austria decidieron apoyar a los rebeldes y crearon un comité permanente para gobernar el país hasta que el archiduque prometiera defender sus libertades. Una asamblea general de los diversos territorios de los Habsburgo, celebrada en Praga, tomó fuertes medidas, confiscando las propiedades de la corona, la iglesia católica y de los súbditos leales al gobierno. El 22 de agosto depusieron a Fernando y, tras cuatro días de discusión, decidieron, por una inmensa mayoría, ofrecer la corona a Federico del Palatinado. En muchos aspectos los dirigentes bohemios habían escogido un buen momento para su nuevo desafío. La muerte de Matías dejaba vacante el

título imperial, y no existía acuerdo entre los siete electores acerca de su sucesor. Cuando se reunieron en Fráncfort, los electores de Colonia, Tréveris y Maguncia se inclinaban por el archiduque Fernando, mientras que Brandeburgo, Sajonia y el Palatinado apoyaban a Maximiliano de Baviera. Como, por ley imperial, nadie –salvo los electores, sus comitivas y los ciudadanos– podía entrar en la ciudad durante una reunión electoral, no llegó noticia alguna de lo que había sucedido en Praga, que estaba a unos 500 kilómetros de distancia. El 28 de agosto Fernando, al que en Fráncfort todo el mundo seguía considerando rey de Bohemia y por lo tanto uno de los siete electores, se votó a sí mismo como emperador y todos sus partidarios (o sus delegados) hicieron lo mismo. El representante del Palatinado en Fráncfort vio inmediatamente el peligro de esta doble elección. «Si es cierto que los bohemios están a punto de deponer a Fernando y elegir otro rey», advirtió a su señor adivinando lo que se avecinaba, Que se prepare ya todo el mundo para una guerra que durará veinte, treinta o cuarenta años. Los españoles de la casa de Austria emplearán todos sus recursos para recuperar Bohemia; de hecho, los españoles preferirían perder los Países Bajos que permitir que su dinastía perdiera el control de Bohemia de forma tan humillante y escandalosa[4].

Federico convocó inmediatamente una reunión de la Unión Evangélica para que le aconsejaran sobre cuál debía ser su siguiente paso. La asamblea fue cauta: aunque algunos miembros (dirigidos por Cristián de Anhalt) le urgieron a que aceptara la corona bohemia, la mayoría se opuso a ello. Además, prometieron que solo defenderían al Palatinado en caso de ataque. Después, Federico consultó con sus propios consejeros, que expusieron 14 razones para rechazar la oferta bohemia, la más importante de las cuales era la predicción de que «la aceptación iniciaría una guerra religiosa generalizada», y solo 6 razones a favor. Incluso aquellos que defendían la intervención le aconsejaron a Federico que esperara hasta que algunos aliados extranjeros, sobre todo Inglaterra y Holanda, se hubieran comprometido con la causa. Eran consejos sensatos, pero Federico –que solo tenía 23 años– no tardó en impacientarse. Por una parte, recibió cartas optimistas de partidarios ingleses que le aseguraban que su suegro Jacobo I no permitiría que su causa fracasara; por otra parte, llegaron noticias de que Bethlen Gabor,

príncipe de Transilvania, había declarado a favor de los confederados e invadido la Hungría de los Habsburgo. El príncipe ocupó Kosice, capital de la división oriental del reino, y la Dieta lo nombró «protector de Hungría». Probablemente Federico temió que si retrasaba su respuesta, los bohemios se aliarían con otro príncipe. Al mismo tiempo, Anhalt y otros le recordaban el papel de la divina providencia en su elección y afirmaban que Dios le apoyaría en una causa tan justa. Al parecer esto fue lo que le hizo decidirse. El 28 de septiembre, sin haber recibido ninguna respuesta formal de Londres o La Haya, decidió aceptar la corona bohemia afirmando que la oportunidad «es un llamamiento divino que no debo desobedecer. Mi único objetivo es servir a Dios y a su iglesia»[5]. Fue coronado en Praga en noviembre de 1619, dieciocho meses después de la defenestración y ocho meses después de la muerte de Matías. Entretanto, Bethlen Gabor, habiendo finalizado la conquista de Hungría, marchó sobre Viena, apoyado por el ejército confederado bohemio; y en diciembre llegó un enviado del sultán otomano, que le ofreció ayuda militar contra los Habsburgo. Por segunda vez en seis meses, la capital imperial parecía estar a punto de caer, pero la racha de victorias finalizó abruptamente cuando Bethlen recibió la noticia de que un ejército cosaco, enviado por el rey de Polonia para ayudar a su cuñado Fernando, estaba arrasando Transilvania. Polonia pagaría cara esta acción –provocó una invasión turca a gran escala en 1620, porque Transilvania se encontraba bajo protectorado otomano–, pero salvó a Viena puesto que Bethlen retiró inmediatamente sus fuerzas, forzando, por lo tanto, a sus aliados a retirar las suyas. En enero de 1620 firmó una tregua de nueve meses con Fernando. Esto dejó peligrosamente aislada a la causa de los bohemios: del extranjero lo único que tenían ahora eran promesas vacías. Una obra de teatro jesuita en Amberes incluía una escena en la que un correo anunciaba al elector palatino que acababan de llegar 100.000 arenques de Dinamarca; 100.000 quesos de Holanda y 100.000 embajadores de Inglaterra. Fernando tuvo mucho más éxito. Inmediatamente después de su elección, el nuevo emperador viajó desde Fráncfort, acompañado por el embajador español, el conde de Oñate, para pedirle apoyo a Maximiliano de Baviera. Cuando Maximiliano respondió que no podía actuar si no tenía garantizado el apoyo español, Oñate (sin esperar instrucciones de Madrid o Bruselas) prometió el envío inmediato de tropas de los Países Bajos y Lombardía para

reforzar el ejército de la Liga, así como la invasión del Palatinado Renano al año siguiente. Al ver que Maximiliano seguía indeciso, el ingenioso embajador convenció a Fernando para que prometiera no solo el reembolso de todos los gastos en los que incurriera el ejército de la Liga y la conservación de cualquier parte del Palatinado que conquistara, sino también, en caso de una victoria total (que Oñate consideraba improbable), la transferencia del electorado palatino de Federico a Maximiliano. El tratado de Múnich (octubre de 1619) incorporaba estas promesas de gran alcance y Maximiliano se dedicó a aumentar el ejército de la Liga hasta 25.000 hombres. Podía permitírselo fácilmente: su fortuna personal era de casi un millón de libras esterlinas (y, de todas formas, Fernando había prometido que le reembolsaría todos los gastos). En abril de 1620, el emperador lanzó el ultimátum de que a menos que Federico se retirara del territorio de los Habsburgo en el plazo de un mes le declararía la guerra; y Felipe III autorizó a Ambrogio Spínola para que invadiera el Palatinado Renano en cuanto expirara el ultimátum imperial. También envió casi 500.000 libras esterlinas a Alemania entre 1619 y 1620. El papa envió 100.000 libras esterlinas más, Génova pagó un subsidio y Toscana envió algunas tropas. Ahora todo dependía de la Unión Evangélica. En una reunión de emergencia celebrada en diciembre de 1619 sus miembros se negaron una vez más a suministrar dinero o tropas a Bohemia e incluso solicitaron que Federico renunciara a su salario de comandante en jefe de la Unión (porque ahora pasaba todo el tiempo en Bohemia). Sin embargo, reiteraron su promesa de defender el Palatinado en caso de ataque y movilizaron un ejército. Entonces intervino Francia. Pierre Jeannin, un veterano ministro, le aconsejó a Luis XIII que «debilitara un poco el bando que ahora es más fuerte, para que esté dispuesto a aceptar una paz»; en consecuencia, en diciembre de 1619 el rey le garantizó su apoyo al embajador imperial que había en su corte. Cinco meses después envió una embajada a Alemania, dirigida por el duque de Angoulême, con órdenes de lograr un alto el fuego entre la Unión y la Liga en el oeste y entre Fernando y Federico en el este. Sin embargo, en cuanto partió Angoulême, Luis se centró en derrotar a su madre y a sus partidarios aristocráticos: incluso perdió contacto con sus agentes en Alemania mientras hacía campaña en Normandía y Anjou (véase cap. IV, «1. La recuperación de Francia»). Sin embargo, en Ulm el 3 de

julio de 1620 Angoulême convenció tanto a la Unión como a los líderes de la Liga de que cesaran las hostilidades mutuas, permitiendo que el ejército de la Liga (que incluía a muchos destacados voluntarios, entre los que se encontraba René Descartes) se desplazara hacia el este. Luis no podía creérselo. Los líderes de la Unión, escribió anticipando lo que iba a suceder, quieren separar su interés y causa de la de Bohemia; pero ¿realmente creen que, cuando sus enemigos consigan tomar Bohemia por la fuerza, les dejarán vivir en paz?[6].

Era demasiado tarde. Al final de julio de 1620 el ejército de la Liga había suprimido toda resistencia en el norte de Austria y unido fuerzas con las tropas de los Habsburgo que habían invadido el sur de Austria. En agosto, mientras Luis luchaba en Anjou, Spínola, a la cabeza de 22.000 soldados del ejército de Flandes, atravesó el Rin y entró en el Palatinado, donde tomó 30 ciudades en seis meses. Las fuerzas de Federico, de un tamaño muy inferior, se retiraron a unas cuantas fortalezas mientras los soldados españoles y de la Liga ocupaban el resto del territorio. Mientras tanto, más al este, Juan Jorge de Sajonia, el «principal príncipe luterano» también se puso del lado del emperador. Aceptó invadir la vecina Lusatia, una de las tierras rebeldes de los Habsburgo que estaba unida a Bohemia, a cambio de la promesa de que podría conservar todos los territorios que conquistara hasta que el emperador reembolsara sus gastos. En agosto sus fuerzas tomaron la zona con poco esfuerzo. Lógicamente, al duque de Angoulême, que ahora estaba en Viena, le resultó más difícil negociar un segundo alto el fuego. De acuerdo con uno de los consejeros de Fernando, como «no puede ganarse nada más por medio de tratados» el emperador había «decidido asegurar la obediencia absoluta de sus súbditos, y esto solo podía hacerse con la espada»[7]. El principal ejército confederado, que estaba bajo el mando de Cristián de Anhalt, permanecía aún intacto; de hecho, con casi 24.000 hombres, superaba ligeramente en número a las fuerzas católicas. Pero las tropas no recibían su paga y estaban desmoralizadas. Anhalt retrocedió hasta Praga y esperó que la llegada del invierno salvara su causa. Al darse cuenta de esto, Juan ’t Serclaes, conde de Tilly, comandante del ejército de la Liga, decidió arriesgarse y enfrentarse en una batalla definitiva. El 8 de noviembre de 1620 atacaron a los confederados, parapetados en trincheras excavadas a toda prisa en la Montaña Blanca (Bílá Hora), una alta meseta al oeste de la

capital de Bohemia. El combate duró tan solo una hora, pero resultó decisivo: los confederados fueron derrotados y se retiraron desordenadamente a la ciudad. Anhalt perdió la cancillería del frente, llena de correspondencia comprometida con Bethlen Gabor y otros. Federico y su mujer huyeron de Praga al día siguiente, con tanta prisa que abandonaron sus joyas reales y ni siquiera pudieron contar a sus hijos y durante un tiempo llegaron a temer haberse dejado a alguno atrás. Por aquel entonces, un soldado y diplomático inglés que estaba en Bohemia comentó lúcidamente el significado de la Montaña Blanca. La pérdida de soldados no fue muy desigual, pero la pérdida de cañones, equipaje y reputación constituye la victoria de las tropas imperiales que, según parece, han conquistado Bohemia; y todas las inmunidades, privilegios y… [concesiones religiosas han quedado ahora] anulados. Y si por petición obtienen una nueva situación, será solo la ley del conquistador, que ya ha pedido elegantemente a los miembros de la religión protestante que justifiquen lo que tienen, y que lo pongan a buen recaudo, para que se hagan una idea de lo que les espera[8].

Pocos continuaron oponiendo resistencia a los Habsburgo. Los hombres de Mansfeld ocuparon Pilsen hasta marzo de 1621 y algunas tropas enviadas con retraso por Holanda conservaron Tábor hasta noviembre de 1621 y Trebon hasta octubre de 1622. Dos guarniciones británicas resistieron en el Palatinado Renano hasta marzo de 1623. Por aquel entonces, las tropas católicas controlaban todos los territorios de Federico: la Liga dominaba el Alto Palatinado, la Alta Austria y la parte oriental del Palatinado Renano; España ocupaba la parte occidental; Sajonia ocupaba Lusacia; y las tropas de Fernando (financiadas en gran medida por España) recuperaron el resto. La publicación de la correspondencia robada de los confederados, en un panfleto titulado «La cancillería secreta del príncipe de Anhalt» en 1621, desacreditaba totalmente a Federico –al que llamaban sarcásticamente «el rey de un invierno»–, que huyó con su familia y unos cuantos seguidores leales a la República de Holanda.

2. AÑOS DE VICTORIA La victoria de los Habsburgo sobre los confederados y sus aliados extranjeros quedó así cómodamente asegurada antes de que expirara la Tregua de los Doce Años con Holanda en abril de 1621. Mientras su

ejército regresaba a Bruselas, Spínola logró incluso intimidar a la Unión Evangélica para que dispersara sus tropas a cambio de la garantía de que España respetaría su neutralidad (acuerdo de Maguncia). La Unión se disolvió en mayo, permitiendo que las fuerzas de la Liga redujeran a las fortalezas que todavía resistían en nombre de Federico. En retrospectiva, la decisión española de dejar que la tregua holandesa expirara en 1621 resulta sorprendente, dado que pocos habían previsto una victoria tan fácil en Alemania y nadie deseaba combatir simultáneamente en dos frentes. El tema se había estado debatiendo en Madrid desde 1618, cuando una circular del secretario del rey invitó a los consejeros centrales a dar su opinión sobre la política correcta a seguir respecto a los Países Bajos a partir de 1621. El consejo de Hacienda, como era de esperar, se oponía a cualquier acción, como una declaración de guerra, que pudiera incrementar el gasto público, especialmente en un momento en que había muchos fondos asignados a Alemania. También fue este el punto de vista adoptado por los archiduques en Bruselas. No obstante, los consejos de Portugal y las Indias insistían en que la tregua había arruinado los imperios ultramarinos ibéricos al permitir a los holandeses desarrollar su comercio y mantener fuertes en África occidental, India, Indonesia y Brasil. Desde la tregua, barcos comerciales armados holandeses navegaban por todos los mares: más de 150 barcos holandeses visitaban el Caribe cada año y 25 más comerciaban con África occidental, 20 con Brasil y (desde 1600) 10 con Extremo Oriente. Si esto hubiera sido todo, tal vez el gobierno español habría estado dispuesto a tolerar la presencia holandesa en ultramar. Pero la República también se dedicó a fomentar rebeliones contra España entre las tribus nativas de América y se produjeron ataques directos contra puestos coloniales españoles y portugueses. Así pues, los consejeros de Felipe III pudieron argumentar no solo que la tregua hubiera enriquecido a Holanda, sino que la prolongación del statu quo empobrecería a las potencias ibéricas si proseguía la erosión de sus imperios ultramarinos. El consejo de Estado temía también que, si no se reemprendía la guerra en los Países Bajos, los holandeses tendrían las manos libres para apoyar de nuevo a los enemigos de España en Italia, como ya habían hecho en el caso de Saboya y Venecia en 1618.

El gobierno de Felipe III se vio así enfrentado a un dilema irresoluble: por una parte, la posición estratégica y la prosperidad comercial de la monarquía hacían necesaria la guerra; por otra parte, la falta de dinero y la excesiva extensión de sus recursos dictaban prudencia. Incluso una vez recibidas todas las opiniones, en abril de 1619, el primer ministro del rey, don Baltasar de Zúñiga, no veía solución alguna. No se podía reducir por la fuerza de las armas a estas provincias a su antigua obediencia. Todo el que analizara la cuestión cuidadosamente y sin apasionamientos quedaría impresionado por la fuerza militar de esas provincias, tanto en tierra como en el mar, y la ventaja de su posición geográfica, rodeada por el mar y por grandes ríos y cercana a Francia, Alemania e Inglaterra; además los Países Bajos estaban en toda su grandeza, mientras que España estaba sumida en la confusión. Prometerse conquistar a los holandeses era perseguir un imposible, era engañarse. A los que culpaban de todos los problemas a la tregua y veían grandes beneficios en romperla les decía que, se le pusiera o no fin, España siempre estaría en desventaja. Los acontecimientos podían llegar a un punto en el que, cualquiera que fuera la decisión tomada, esta sería mala, no por falta de buenos consejos, sino porque la situación había llegado a ser tan desesperada que no era posible concebir remedio alguno[9]. Resulta significativo que si bien Zúñiga y sus compañeros de consejo tenían muy claro lo que constituía una derrota para España, eran incapaces de imaginar lo que podía constituir una victoria. Finalmente decidieron renovar la tregua solo si se cambiaban tres puntos del acuerdo original en beneficio de España: una tolerancia absoluta para los católicos romanos en la República; una navegación libre por el río Escalda desde y hasta Amberes; y el cese del comercio ilegal holandés con América. La República holandesa, por supuesto, tenía sus propios planes. Las secuelas de la crisis waardgelder (véase cap. IV, «2. Los Países Bajos divididos») mantenían los ánimos encendidos y Mauricio de Nassau llevó una enorme cantidad de tropas a las ciudades arminianas de Holanda y Utrecht para mantener el orden. No se involucró cuando Spínola invadió el Palatinado Renano; y, aunque Holanda fuera responsable de la paga de unos 5.000 soldados confederados de la Montaña Blanca, los subsidios que le había prometido a Bohemia siempre llegaban tarde. Ahora Mauricio tenía que decidir si renovaba la Tregua de los Doce Años, que expiraba en abril

de 1621. Mauricio era un hombre de secretos que dejaba pocas cosas por escrito, y ahora es casi imposible saber cuáles eran sus verdaderos planes, pero parece que podría haber aceptado una renovación de la tregua en los términos existentes (aunque solo fuera porque esta opción le permitiría intervenir de forma más eficaz en el Imperio). Su principal prioridad era evitar un debate en profundidad sobre el tema en el seno de la República que reabriría todas las heridas recientes. Por lo tanto preparaba una estratagema para sabotear las conversaciones sobre la renovación desde su inicio. En esto no estaba solo. Luis XIII y Luynes también deseaban que se reanudara la guerra en los Países Bajos, dado que esto restaría recursos españoles a Italia, donde Francia intentaba restablecer su influencia. En enero de 1621 el embajador francés en Bruselas recibió instrucciones de buscar «hábilmente la oportunidad de encauzar la situación allá con arreglo a las intenciones de su majestad de que la tregua sea rota». Por su parte Jacobo I también estaba a favor de que se reanudaran las guerras de los Países Bajos, pues podían hacer que España estuviera más dispuesta a aceptar la restauración de su yerno Federico en el Palatinado. En este tenso ambiente, Mauricio envió un mensaje secreto a Bruselas en febrero de 1621 en el que decía que si un representante de los archiduques venía a La Haya para proponer que los Estados Generales reconocieran la soberanía española, haría lo posible por garantizar una paz duradera sobre esta base (a cambio de ciertas recompensas del rey y ciertos favores personales). Aunque parezca increíble, los archiduques se creyeron esta propuesta tan descaradamente inverosímil y recibieron autorización de España para responder. El mes siguiente su emisario se puso en camino. Impertérrito ante la multitud que rodeaba su carruaje, gritando «Colgad a los papistas», llegó finalmente a los Estados Generales y les invitó una vez más a aceptar al rey de España como su legítimo soberano. Tal y como había planeado Mauricio, esto provocó la ira de todos los presentes en los Estados Generales y no solo rechazaron enfadados cualquier conversación sobre una renovación de la tregua, sino que además delegaron en su estatúder el control absoluto de cualquier negociación posterior. La tregua expiró el 9 de abril. La República holandesa se había preparado bien para este resultado: en 1620 había pagado a las tropas todos los sueldos atrasados e incluso les

había dado un mes de paga por adelantado. Por contra, una buena parte de las fuerzas de los archiduques –y su principal comandante, Spínola– seguía en Alemania. Alberto esperaba desesperadamente poder mantener la paz y con ella la prosperidad e integridad de sus territorios, pero en julio de 1621 murió y el control de los Países Bajos del sur volvió a España, aunque no a Felipe III, que había muerto hacía cinco meses. Fue sucedido por su hijo de 17 años, Felipe IV, que mantuvo a don Baltasar de Zúñiga como primer ministro, por lo que la fatídica decisión recayó sobre el veterano diplomático. Zúñiga había pasado muchos años en Bruselas (donde había contraído matrimonio con una neerlandesa): como varios otros ministros de la corte española con experiencia en los Países Bajos, comprendía perfectamente los riesgos de reiniciar la guerra con los Países Bajos, pero no podía aceptar la humillación que hubiera implicado invitar a los holandeses a renovar la tregua en los mismos términos que antes. En julio el consejo de Estado español recomendó unánimemente que el ejército de Flandes volviera a luchar contra Holanda. La guerra por tierra fue solo uno de los campos de batalla. Ambos bandos impusieron también sanciones económicas. Los holandeses bloquearon los puertos flamencos, impusieron tasas draconianas sobre todo el comercio con los Países Bajos del sur y crearon una Compañía de las Indias Occidentales para coordinar los ataques sobre América. Los españoles, por su parte, invirtieron dinero en la creación de un escuadrón naval en los puertos flamencos e impusieron un embargo inmediato sobre el comercio holandés con la península ibérica. Todos los barcos holandeses y toda la mercancía holandesa que estuviera en barcos no neutrales sería por lo tanto confiscada. Puesto que unos 500 barcos holandeses al año (que representaban, en términos de tonelaje, casi la mitad del comercio marítimo de la República) habían comerciado provechosamente con los imperios de España y Portugal durante la tregua, el embargo produjo una dramática disminución en el comercio de la República. Spínola se puso en camino en agosto de 1621 pero, en lugar de dirigirse al norte, regresó a Alemania y sitió Jülich, que desde 1614 estaba defendida por una gran guarnición holandesa. La ciudad se rindió después de cinco meses. Esto bloqueó los intentos tanto de Mauricio como de Jacobo de enviar más ayuda al Palatinado, donde los ejércitos de España y la Liga unieron fuerzas y en 1622 destruyeron casi todas las tropas restantes que

luchaban por Federico (quien por un tiempo las dirigió personalmente). Entretanto, Spínola sitió precipitadamente el puerto de Bergen-op-Zoom, pero, a pesar de todos sus esfuerzos, el canal que unía la ciudad con el mar permaneció abierto por lo que a lo largo del asedio no dejaron de entrar alimentos y refuerzos. Spínola tampoco logró acercar sus trincheras lo suficiente como para amenazar eficazmente a los sitiados, aunque las pérdidas entre los asaltantes alcanzaron proporciones alarmantes. Según el diario que mantenían algunos de los sitiados, «Del alba al anochecer puede verse a los soldados saltando como conejos de su agujero, abandonando las trincheras, setos, matorrales y zanjas donde están escondidos, para correr sin aliento hacia la ciudad». Un día, un desertor italiano llegó tambaleándose hasta los muros de Bergen pidiendo asilo. «¿De dónde vienes?», preguntaron los guardas. «Del infierno», respondió[10]. De los 18.000 hombres que cercaron Bergen en julio, en octubre solo sobrevivía la mitad, lo que forzó a Spínola a abandonar el asedio porque no le quedaban suficientes hombres para enfrentarse a la inminente llegada de Mauricio con un ejército de refuerzo. En España fue un nuevo ministro quien recibió las noticias de este revés. Zúñiga había fallecido en octubre de 1622 y su sobrino, don Gaspar de Guzmán, conde de Olivares, que había estado a cargo de la casa de Felipe IV desde 1615, había ocupado su puesto. Olivares le doblaba la edad al rey, pero no tenía mucha más experiencia que él en asuntos públicos: a diferencia de su tío, nunca había ocupado cargos militares o diplomáticos o servido en el extranjero. Tal y como comentó inmediatamente el embajador imperial en Madrid, tras la muerte de Zúñiga ahí nadie sabía nada de asuntos alemanes[11]. La importancia de estas carencias pronto se hizo notar. Federico V había sido declarado proscrito por el emperador en enero de 1621. Mucha gente, entre ellos los reyes de España y Gran Bretaña, tenían la esperanza de que el «rey de un invierno» sometiera a Fernando y renunciara a sus ambiciones sobre Bohemia con el fin de recuperar sus posesiones ancestrales, pero la invasión del Imperio que Federico llevó a cabo en 1622 hizo que esto fuera imposible. En enero de 1623 el emperador convocó una reunión de los más importantes príncipes del Imperio en Ratisbona, donde propuso (de acuerdo con el tratado de Múnich de 1619)

que Federico fuera privado de su dignidad electoral así como del Alto Palatinado y que ambos fueran transferidos a Maximiliano de Baviera. Esto alarmó hasta a los aliados de Fernando. Los siete electorados habían sido establecidos en perpetuidad por la Bula de Oro de 1356, que todo el mundo consideraba la constitución fundamental del Imperio. La archiduquesa Isabel, que ahora gobernaba los Países Bajos del sur al servicio de España, advirtió que la transferencia electoral conllevaría una guerra religiosa generalizada. Sin embargo, Fernando se ganó al elector de Sajonia ofreciéndole la cesión de Lusacia, y el cuñado de Fernando, Segismundo de Polonia, le prometió al elector de Brandeburgo amplios derechos sobre Prusia Oriental a cambio de su conformidad. Los enviados papales ayudaron a los electores católicos a superar sus escrúpulos al señalar que la transferencia les otorgaría una mayoría permanente de cinco a dos en el colegio electoral, en lugar de cuatro a tres. Aún así, en vistas de la amplia oposición, en febrero de 1623, Fernando solo se atrevió a investir a Maximiliano con la dignidad electoral y el Alto Palatinado de forma vitalicia, dejando sin resolver la solución a largo plazo de los problemas que había causado la rebeldía de Federico. A corto plazo el nuevo arreglo funcionó bien. La Liga Católica votó la aprobación de más impuestos para mantener a su ejército y Fernando y Maximiliano renovaron su alianza defensiva. Juntos, sus ejércitos persiguieron a las tropas restantes de Federico y destruyeron a su principal ejército, capitaneado por el duque Cristián de Brunswick, en Stadtlohn mientras intentaba escapar a las Provincias Unidas (en agosto de 1623). Por todo el sur de Alemania confiscaron también las tierras de los enemigos de Fernando y reclamaron tierras de la iglesia que habían sido secularizadas por gobernantes protestantes. Fernando ya había iniciado la tarea de castigar a los rebeldes en las tierras de los Habsburgo. En agosto de 1619, mucho antes de la batalla de la Montaña Blanca, había autorizado a los comandantes de su ejército para que se apoderaran de las pertenencias de los rebeldes a modo de paga; 15 días después de la batalla otra proclama confiscaba todas las propiedades de los rebeldes y creaba una comisión judicial para juzgar a sus oponentes. En 1621 Fernando aprobó la ejecución de 27 personas (entre las que se encontraba el rector de la Universidad de Praga) por traición, la

confiscación de unas 600 tierras (que abarcaban la mitad del reino) y la apropiación de numerosas fortunas de comerciantes. Los que sobrevivieron al escrutinio de los jueces sufrieron su castigo de una manera diferente: por la rápida devaluación de la moneda. Hacia finales de 1621, el emperador decidió saldar cuentas con sus fuerzas vendiendo todas las tierras confiscadas por una suma equivalente a 5 millones de libras esterlinas. Para ayudar a los compradores a reunir esta suma con rapidez (había que seguir pagando al ejército hasta que quedara desmovilizado), Fernando concedió una licencia a un consorcio de los principales compradores que les permitía acuñar nuevas monedas con bajo contenido de plata y distribuirlas a los antiguos precios, más altos. Mientras que 1 tálero imperial valía 90 kreuzers bohemios en 1618, en cinco años el tipo de cambio cayó hasta 675, arruinando la economía del reino. Los estudiantes no podían permitirse asistir a escuelas y universidades; aquellos que dependían de salarios o pensiones se morían de hambre; los artesanos y comerciantes recurrieron al trueque («No vamos a vender buena carne por mala moneda» protestaban los carniceros de Praga). La emigración se convirtió en una avalancha: la población de Bohemia se redujo en un 50 por 100 de 1620 a 1650 y la de Moravia en un 30 por 100. Muchos de los refugiados huyeron a la vecina Sajonia, donde la iglesia checa de Dresde contaba con 74 miembros en 1623, 400 en 1629 y 642 en 1632. Trajeron consigo riqueza y experiencia y mantuvieron sus costumbres, lenguaje, religión y organización, incluyendo las imprentas en las que publicaron obras tan importantes como la edición Checa del Laberinto del mundo de Comenius (Pirna, 1631), una triste y amarga exposición de la futilidad de los ideales y las aspiraciones del hombre en contraste con la seguridad de la protección de Dios. El clero luterano de Sajonia comenzó a temer la influencia corruptora de tantos calvinistas y husitas devotos en su seno, y empezó a imprimir textos en checo para explicar la doctrina luterana con la esperanza de convertir a algunos de los recién llegados. Mientras tanto, Fernando tomó medidas para purificar e unificar sus diversos territorios. En 1621 decretó que todas las provincias de su patrimonio habían de permanecer unidas para siempre y ser heredadas por el primogénito. Creó una cancillería común y amplió la competencia del consejo de guerra austriaco y el tribunal supremo hasta abarcar la totalidad

de las tierras patrimoniales. Revisó la constitución de Austria en 1625 y la de Bohemia en 1627 (el proceso incluyó la revocación ceremonial de la Carta de Majestad, que Fernando desgarró simbólicamente con dos golpes de su daga). Moravia recibió su «constitución renovada» en 1628. En todas estas zonas el alemán se convirtió en la lengua oficial del gobierno y el catolicismo, en la única religión legal. La independencia de los estados fue abolida (excepto en Hungría, donde Bethlen Gabor de Transilvania aún ansiaba ampliar sus territorios; Fernando no deseaba repetir los errores de 1604-1605). Los católicos que compraron propiedad confiscada después de la batalla de la Montaña Blanca siguieron el ejemplo de Fernando a la hora de imponer la uniformidad religiosa, política y lingüística. Las medidas impuestas por el noble y militar checo, Alberto de Wallenstein, que en los años 1622-1624 adquirió el ducado de Friedland, que abarcaba 250 kilómetros cuadrados al norte de Bohemia, pueden servir como ejemplo. El gobierno de Wallenstein se realizaba por completo en alemán («Debéis tener un funcionario alemán en la cancillería, ya que no deseo que nada sea tratado en checo») y escribió casi todas sus cartas en este idioma. En la cúspide de su poder, en su casa había unas 900 personas (incluyendo un verdugo privado), la mayor parte de las cuales procedían de las tierras de Wallenstein. El nuevo duque llevó a cabo políticas económicas que beneficiaban a sus súbditos: les compró la exención del tránsito y acantonamiento militar; siempre que podía compraba en su ducado lo que necesitaba para su casa y, a partir de 1625, para los ejércitos imperiales que estaban a su mando («prefiero que se lo queden los habitantes de Friedland antes de que me roben unos extraños»); favoreció la prospección de recursos naturales y suministró el capital para desarrollarlos; en 1628 ordenó la publicación de un Sistema económico de veintiún puntos en el que explicaba cómo habían de ser explotadas sus tierras. Castigaba a todo aquel que le contrariara con su propio sistema judicial con respecto al cual, por decreto imperial, no hubo apelación posible a partir de 1627. Así los habitantes podían ser obligados a beber tan solo la cerveza fabricada en las cervecerías ducales, y el no hacerlo así suponía multas para ellos, para el tabernero y para el señor de la villa en la que la violación se hubiera producido. Además, la cerveza tenía que ser de buena calidad: un fabricante cuya cerveza dejó mal sabor en el paladar ducal fue sentenciado a cien

latigazos. Este absolutismo a nivel local no se limitaba a las cuestiones económicas. Mientras la Reformationskommission expulsaba en el resto de Bohemia a todos los ministros protestantes en 1622 y posteriormente a todos los protestantes en 1628, Wallenstein llevó a cabo sus propias purgas en Friedland aunque a un ritmo más lento. Incluso hizo planes para una organización eclesiástica propia bajo la dirección de un nuevo obispo (plan que, al igual que la constitución y la Dieta proyectadas para el ducado, se vino abajo porque Wallenstein murió antes de que pudiera ser llevado a cabo). Finalmente, la combinación de la persecución religiosa de Fernando y sus despiadadas exigencias económicas, junto con la devaluación de la moneda, produjo revueltas populares en Bohemia, Moravia y, en 1626, en la Alta Austria. Los señores austríacos habían empleado durante algún tiempo administradores profesionales para que se hicieran cargo de sus dominios partiendo de principios más eficaces (incrementando las prestaciones de trabajo y los impuestos, adquiriendo derechos legales para imponerlos y controlando los movimientos y el consumo de sus súbditos). Tras la importante revuelta campesina de 1595-1597 se produjo un cierto relajamiento de la presión. Sin embargo, a partir de 1620, la nueva situación produjo una inmediata nueva crisis. Los ejércitos de la Liga Católica habían reconquistado la Alta Austria así como el Alto Palatinado, y Fernando estaba de acuerdo con que Maximiliano debía administrar ambos territorios hasta que se pudieran devolver los gastos militares del duque, sustituyendo el interés de la deuda con los ingresos de los impuestos. Además, Fernando solicitó que las fuerzas de ocupación bávaras llevaran a cabo las mismas purgas religiosas que se habían hecho en el resto de sus tierras. Así, en 1624, un decreto ordenó a todos los pastores y maestros protestantes que se marcharan y, en 1625, otro le dio a todos los residentes del ducado un plazo de seis meses para participar en el culto católico o emigrar. Cuando al gobernador bávaro le pareció que algunos funcionarios locales no mostraban entusiasmo por la nueva orden, les invitó a una reunión en mayo de 1626, les reprendió con un discurso y ordenó la inmediata ejecución de 17 de ellos. Este comportamiento arbitrario provocó el levantamiento popular más importante de las tierras germanoparlantes desde la Guerra de los Campesinos de 1524-1525. Sus líderes provenían de familias tanto católicas

como protestantes de la Alta Austria, y su ejército derrotó en primer lugar a los bávaros y luego puso sitio a la capital administrativa, Linz. La invasión de Alemania que Cristián de Dinamarca llevó a cabo simultáneamente (véase «3. Ascenso y caída de una coalición») permitió que la rebelión se extendiera. Hicieron falta 12.000 hombres del ejército de la Liga Católica para restaurar el orden. En 1628 uno de los principales agravios de los rebeldes fue reparado: el Alto Palatinado, transferido a Maximiliano, se valoró en 2 millones de libras esterlinas, una cantidad que correspondía exactamente con la deuda que tenían los Habsburgo con Baviera y la Liga, y así la Alta Austria volvió a ser gobernada por Fernando. Ahora su control sobre las tierras patrimoniales era absoluto.

3. ASCENSO Y CAÍDA DE UNA COALICIÓN En 1621 un destacamento del ejército de Federico V interceptó un correo imperial que llevaba un paquete de cartas del emperador al nuncio papal de Viena. Revelaban con embarazoso detalle los planes de los Habsburgo y el papado para la reorganización del Imperio tras la derrota de Federico. Al año siguiente el consejero de Federico, Ludwig Camerarius, publicó las cartas, junto con un jocoso pero irrecusable comentario, en un libro titulado La cancillería española. Sus cartas revelaban en toda su extensión las maquinaciones papales en España, Italia y Alemania a fin de garantizar tanto el electorado palatino para Maximiliano como la recatolización de las zonas protestantes del Imperio. Al principio, los católicos no lo creyeron al considerarlo una falsificación, pero la transferencia electoral que se produjo en febrero de 1623 puso de manifiesto que todo lo que Camerarius había escrito era cierto. Este se apresuró por lo tanto a reimprimir La cancillería española con añadidos y esta vez tuvo un éxito aún mayor, que Federico y los aliados que aún tenía no tardaron en explotar[12]. Desde La Haya, el gobierno en el exilio de Federico (en el que se encontraba Camerarius) estaban realizando un incesante esfuerzo para formar una coalición anti-Habsburgo con dos objetivos relacionados entre sí: combatir pro causa comuni (es decir, la restauración de una paz religiosa y política en el Imperio, favorable a los estados protestantes) y pro rege bohemiae (es decir, por la recuperación de Bohemia y el Palatinado para

Federico). Lógicamente, ambos objetivos no despertaban el mismo interés en todas partes y, aunque muchos apoyaban el primero, al principio pocos abogaban por el segundo. Cuando Federico se encontró con Cristián IV de Dinamarca (el tío de su mujer por parte de madre) en una conferencia de príncipes protestantes en Segeberg (Holstein) en marzo de 1621, el rey le preguntó enfadado: «¿Quién os ha aconsejado echar a reyes y tomar reinos? Si fueron vuestros consejeros quienes lo hicieron, fueron unos canallas». Sin embargo, la conferencia, convocada por Cristián y a la que asistieron representantes holandeses e ingleses además de protestantes alemanes, solicitó que Fernando disolviera los ejércitos del Imperio y de la Liga, que le devolviera a Federico sus tierras ancestrales y su título electoral, y que concediera la libertad de religión en el Imperio (incluida Bohemia). Si no lo hacía amenazaban con reclutar un ejército, bajo el mando de Cristián, para librar al Palatinado del ejército español. Esto resultó ser pura palabrería. Varios príncipes alemanes firmaron por separado una paz con Fernando (entre ellos Anhalt, que se instaló en Dinamarca tras la conferencia de Segeberg y le suplicó el perdón al emperador, perdón que le fue concedido en 1624). Holanda, en ese momento en el que la Tregua de los Doce Años estaba a punto de expirar, tenía poco dinero y pocas tropas disponibles con las que enfrentarse a una importante campaña en Alemania. Pero, ante todo, Jacobo I decidió que lo mejor que podía hacer para ayudar a su yerno era negociar con España: mientras él se mantuviera al margen, ninguna cruzada protestante a favor de Federico podría prosperar. Como dijo Cristián de Brunswick, el principal general de Federico, en su pintoresco juicio, así como Alejandro, Julio César y Enrique IV [de Francia] tienen una gran reputación y son celebrados como los más destacados héroes del mundo, a ese viejo cagapantalones, ese viejo cagacamas inglés se le considera, por su estupidez, el mayor cretino del mundo[13].

La política de Jacobo fue determinante para impedir que su yerno consiguiera el Palatinado. En 1621 solicitó, y obtuvo, de los Habsburgo un «alto el fuego» en Renania y al año siguiente consiguió que se celebrara una conferencia de paz para resolver todos los conflictos; pero ambas cosas debilitaron la causa de Federico, pues entretanto tuvo que seguir pagando a sus tropas y en el momento en el que se reiniciaron las hostilidades, ya no le quedaba dinero. Después, Jacobo envió un emisario especial a Madrid con una doble misión: organizar un matrimonio entre su hijo Carlos, el príncipe

de Gales, y una hija de Felipe IV, y conseguir la restitución del Palatinado. Cuando este enviado le aseguró que España «no celebraría el matrimonio si no decidía restaurar el Palatinado, ni restauraría el Palatinado si no decidía celebrar el matrimonio», como prueba de buena voluntad, Jacobo I aceptó entregar a las fuerzas españolas las últimas posiciones del Palatinado que eran leales a Federico (y tenían guarniciones inglesas). Entretanto, un ministro español convenció a Carlos de que la mejor forma de cerrar el trato era ir a España en persona. De hecho, afirmaba (haciendo un vulgar juego de palabras): «En lo que a nosotros respecta, la decisión ya está tomada, y hay mucha voluntad en que el príncipe de Gales cabalgue a España… y lo que deseamos es que el asunto se trate corriendo la posta, con la máxima celeridad»[14]. Carlos se tomó en serio esta sugerencia y entonces empezó a desarrollarse un extraño drama. Salió de Inglaterra en secreto con el favorito de su padre, Jorge Villiers, duque de Buckingham. Viajaron de incógnito con los poco creíbles nombres de Tom y John Smith y llegaron inesperadamente a Madrid en marzo de 1623. Sin embargo, por aquel entonces, la insistencia de Jacobo de combinar un matrimonio con España con la restauración de Federico V ya no era viable, puesto que Maximiliano tenía ahora el Alto y buena parte del Bajo Palatinado, así como la dignidad electoral. Difícilmente podía esperarse que los entregara sumisamente. Sin embargo Felipe IV, que permitió que llamaran a su hermana «la princesa de Inglaterra», todavía veía importantes ventajas en el matrimonio. En primer lugar, una alianza con Inglaterra pondría una importante presión sobre Holanda para que negociara; en segundo lugar, podía hacer que obtuviera una concesión que su padre no había logrado en 1604, la tolerancia religiosa para los católicos ingleses. Felipe se sorprendió gratamente al ver que primero Carlos y luego Jacobo aceptaban estas condiciones. Sin embargo, al transmitir el solemne juramento de su padre Carlos exigió la garantía de que España ayudara a devolverle el Palatinado a Federico a la fuerza. Esto, por supuesto, ya no era posible y, en un incómodo encuentro cara a cara, Olivares dio tres razones por las que se lo negaban. En primer lugar, le dijo a Carlos, España no tenía ninguna responsabilidad hacia el Palatinado; en segundo lugar, el emperador no le había encargado que negociara; y «en tercer lugar no podéis pensar que su majestad, [Felipe IV], está dispuesto a dejar a su majestad imperial, su cuñado, [Fernando II], sin ayuda en futuras

ocasiones». Carlos, sorprendido, al parecer respondió: «Si mantenéis esto, aquí se acaba todo; pues sin esto no podéis esperar ni matrimonio ni amistad». Tras pasar seis frustrantes meses en España, Carlos y Buckingham volvieron a Inglaterra. Aunque el príncipe dejó a un representante para que contrajera matrimonio por poderes con la infanta, la celebración del mismo dependía de una condición. Como explicó después a su enviado en Madrid: A menos que ese rey [Felipe IV] prometa de alguna forma solapada ayudar a mi padre con su ejército, en caso de que fracase la mediación, para devolverle a mi cuñado [Federico] su dignidad y sus herencias, no puede haber ni matrimonio ni amistad. No des respuestas. No permitas retrasos[15].

Efectivamente, ahí se acabó todo. Aunque Felipe había puesto ya la fecha en la que su hermana se casaría por poderes con Carlos, la recepción de este mensaje fue la excusa para que se cancelaran todos los planes. La infanta dejó de llamarse la «princesa de Inglaterra». Durante unos cuantos meses más Jacobo mantuvo la esperanza de que su iniciativa de paz con España salvara a Federico, pero el elector sabía que no podía confiar en ello. Sus diplomáticos trabajaron duramente para crear una agresiva coalición anti-Habsburgo. Pusieron sus esperanzas primero en la República holandesa, donde tanto Mauricio de Nassau (que murió en marzo de 1625) como su hermanastro y sucesor, Federico Enrique, trataban a Federico y a su entorno con esplendor real. El matrimonio de Federico Enrique con Amalia von Solms, hija de un importante consejero Palatino, fortaleció la alianza. Como lo hizo la creciente presión militar de España. A principios de 1624 Spínola lanzó un importante ataque a través de los ríos congelados al centro de la República, arrasando enormes territorios y casi llegando a Utrecht; y en agosto puso sitio a Breda, una importante ciudad del norte de Brabante. En octubre Olivares creó una unidad especial en Sevilla, el Almirantazgo, con una flota de 24 barcos, para organizar convoyes que navegaran entre Flandes y España y para que la prohibición de usar puertos españoles que había sobre los barcos holandeses se cumpliera más estrictamente. La República respondió a esto enviando una flota al Pacífico, que arrasó la costa del Perú español, y otra flota para tomar Bahía, la capital del Brasil portugués. Ambas lograron sus objetivos en mayo de 1624 –un notable

logro de proyección de poder– pero el gobierno de Madrid reaccionó con rapidez. Las fuerzas locales expulsaron pronto a los holandeses de Perú y en mayo de 1625 una enorme flota ibérica –52 barcos y 12.500 hombres: mucho mayor que cualquier flota que hubiera cruzado anteriormente el Atlántico– reconquistó Bahía. En los Países Bajos, tras la muerte de Mauricio, Federico Enrique tuvo que andarse con cuidado cuando fue nombrado sucesor de su hermanastro. Pero lo peor fue que, en junio, Spínola logró la rendición de Breda. Entretanto, convencido de que «quitarles el comercio a los holandeses es lo más importante que podemos hacer para ayudar en la guerra de los Países Bajos y provocar un acuerdo favorable», los Habsburgo españoles y austriacos unieron fuerzas para ampliar el embargo comercial sobre los ríos que transportaban buena parte del comercio entre la República y Alemania (véase el mapa 4). Los precios empezaron a subir en las Provincias Unidas; acababan las provisiones de madera, vitales para la construcción de barcos; la sal no podía importarse en cantidades suficientes; y disminuyó la pesca de arenques (en parte porque el bloqueo suprimió algunos de los mercados, pero también por los devastadores ataques de los corsarios flamencos sobre la flota pesquera). Entre 1625 y 1628 la República se encontraba prácticamente sitiada y, como el comercio y la industria se tambaleaban al tiempo que subían los impuestos, se produjeron importantes trifulcas en varias ciudades holandesas. Mapa 4. La República holandesa acorralada, 1621-1629

Al fracasar los intentos de la República de desviar los recursos españoles de la guerra en los Países Bajos, aumentó su entusiasmo por los intentos del Palatinado de movilizar las fuerzas anti-Habsburgo en otras partes de Europa. Camerarius intentó primero asegurar el apoyo de Suecia y quedó profundamente impresionado por la personalidad de Gustavo Adolfo (a quien llamaba «Gedeón»): «No puedo alabar adecuadamente las heroicas virtudes de ese rey: piedad, prudencia, decisión. No tiene igual en toda Europa. Si el rey de Inglaterra tuviera su espíritu, nuestro Federico no solo tendría el Palatinado, sino también el reino de Bohemia». Tal entusiasmo resultó prematuro, pues Gustavo se negó a unirse a cualquier coalición que no pudiera controlar y, en lugar de ello, invadió Polonia (véase cap. VI, «1. Suecia y Polonia»). Francia también fue una decepción. Hay que reconocer que, alarmado por el éxito de los Habsburgo, a principios de 1624 Luis XIII entabló conversaciones no solo con Inglaterra (en las que propuso un matrimonio entre su hermana Enriqueta María y el príncipe Carlos), sino

también con Holanda. Acordó pagarle a la República un subsidio de 1.200.000 libras (120.000 libras esterlinas), más un millón más cada año, para ayudar a sufragar los gastos de lucha en España. A cambio, una flota holandesa le ayudaría a reducir la ciudad portuaria rebelde de La Rochela. Sin embargo, el acuerdo no sirvió para que avanzara la causa palatina. Como dijo el nuevo primer ministro de Luis, el cardenal Richelieu (el anterior obispo de Luçon), quejándose enfadado a un confidente: «No podemos ni contribuir a [la restauración del Palatinado] por nuestra fe católica, ni oponernos a ella sin que nos lo reprochen nuestros aliados»[16]. Sin embargo, en diciembre de 1624, Luis y Jacobo establecieron una alianza: el príncipe Carlos se casaría con la hermana de Luis y los dos estados financiarían conjuntamente un ejército reclutado en Inglaterra por el conde Ernesto de Mansfeld para recuperar el Palatinado y mantener las «libertades alemanas». Sin embargo, Jacobo insistió en que el ejército de Mansfeld no debía entrar en territorio español o atacar tropas españolas; por lo que nunca llegó más allá de Zelanda. Solo la muerte del rey en abril de 1625 consiguió que salieran de este punto muerto. Casi inmediatamente Carlos I firmó una alianza con el duque, y en octubre una gran flota inglesa y holandesa salió de Plymouth con órdenes de capturar barcos españoles y conquistar un puerto español. Aunque las tropas inglesas pasaron aproximadamente una semana en suelo español cerca de Cádiz, no lograron ni tomar el puerto ni ningún botín importante. Además, la flota volvió en un estado lamentable: de los 88 barcos ingleses y 12.000 hombres que partieron, solo regresaron 50 barcos y 5.000 hombres– una catástrofe similar en escala a la de la Armada Invencible hacía casi 40 años. Carlos también se posicionó contra los Habsburgo austriacos, esta vez aliándose con su tío, Cristián IV de Dinamarca. Aunque en la conferencia de Segeberg Cristián se había negado a luchar por Federico, tenía una deuda económica secreta con él y no tardó en enviar subsidios a otros adversarios alemanes del emperador: al final de 1622 les había enviado casi un millón de táleros (208.000 libras esterlinas). Sin embargo, el ejército de la Liga se adentraba inexorablemente en el norte de Alemania, mientras los gobernantes católicos erradicaban sistemáticamente el protestantismo y empezaban a reclamar las tierras eclesiásticas secularizadas. Cristián se sintió amenazado porque había adquirido muchas tierras secularizadas en el

círculo de la Baja Sajonia. También le molestaba la labor de la «Congregación para la Propagación de la Fe» que había sido recientemente fundada en Roma para enviar jesuitas a Dinamarca, donde habían contactado con los pocos fieles católicos que quedaban allí. A principios de 1625 Cristián creía que necesitaba posicionarse fuertemente contra la conspiración católica que percibía a su alrededor y en abril consiguió ser elegido comandante militar del círculo de la Baja Sajonia. Reclutó un ejército, que pagó de su fortuna personal y con la ayuda económica de Carlos I. El rey inglés también aceptó poner el ejército de Mansfeld, que aún languidecía en la República holandesa, al servicio danés y le permitió al general reclutar refuerzos en Gran Bretaña. Cristián se dirigió entonces al sur y ocupó todos los pasos del río Weser, casi retando a Tilly para que le atacara. Los planes hostiles de Inglaterra, Dinamarca y Holanda no pasaron desapercibidos. Maximiliano se preocupó porque «Tilly no puede imponerse por sí mismo. Los daneses tienen muchas ventajas: actuarán primero y nos superarán»[17]. El emperador, que había prestado siete de sus regimientos para ayudar a Felipe IV, también oyó rumores de que Bethlen Gabor planeaba una invasión y temía no ser capaz de defender sus propias tierras. Por lo tanto, en abril de 1625, nombró a Wallenstein, que se había enriquecido con su nuevo ducado de Friedland, «jefe de todas nuestras tropas activas en este momento, sea en el Sacro Imperio Romano o en los Países Bajos», y le ordenó que creara «un ejército de batalla, o bien a partir de nuestras unidades existentes o mediante el reclutamiento de regimientos, para que haya 24.000 hombres en total». En agosto, mientras el ejército de la Liga esperaba a orillas del Weser, vigilando al ejército danés, Wallenstein se desplazó hacia el norte y acampó en el Elba. Cristián, al verse en desventaja, envió representantes a La Haya, donde delegados ingleses y holandeses intentaban concertar una estrategia común para la campaña anti-Habsburgo del año siguiente. En diciembre de 1625 las tres potencias firmaron la alianza de La Haya, por la que Inglaterra y Holanda prometían preparar otra expedición naval contra España y Cristián se comprometía a cruzar el Weser con su ejército y recuperar el Palatinado, llevándose a Tilly por delante. Entretanto, Mansfeld bajaría por el Elba con un segundo ejército, pasaría por delante de Wallenstein para unirse a

Bethlen Gabor en Hungría. Sus fuerzas combinadas recuperarían Bohemia para Federico. Como era de esperar, esta ambiciosa campaña no salió como habían planeado. En abril de 1626 Mansfeld consiguió cruzar el Elba por Dessau, donde Wallenstein había construido inexpugnables fortificaciones alrededor del puente, lo cual le retrasó desde el principio. Aunque Mansfeld logró escapar hacia el sudeste perseguido por la mayor parte del ejército de Wallenstein, en agosto Tilly aniquiló a Cristián en Lutter, donde el rey perdió a la mitad de su ejército y la totalidad de su artillería de campo. Sus aliados alemanes se apresuraron a firmar la paz con los vencedores y el rey se retiró humillado a Holstein para reorganizar sus fuerzas. Sin embargo, Mansfeld prosiguió su marcha hacia Hungría, donde entre las fuerzas de Bethen había un pequeño contingente turco, hasta que llegaron noticias de que el ejército del sultán había sufrido una importante derrota frente a Bagdad. Al carecer de apoyo del norte por la derrota de Lutter y careciendo ahora de ayuda del sur por la derrota de Bagdad, Bethlen tuvo que hacer las paces: no podía enfrentarse a los Habsburgo solo. Wallenstein firmó un armisticio con el príncipe y luego fue desgastando progresivamente las fuerzas de Mansfed hasta que su comandante, desesperado, se rindió y las abandonó. Murió poco después. Esto le dio a Wallenstein libertad para volver a la guerra contra Dinamarca y en 1627 él y Tilly ocuparon metódicamente primero Holstein y luego la totalidad de la península de Jutlandia. Sin embargo, no pudieron llegar a las islas del Báltico y Cristián usó su flota para realizar asaltos tras las líneas católicas. En un intento de obtener un puerto en el Báltico donde construir su propia flota, Wallenstein intentó ocupar Stralsund, que estaba defendido por fuerzas suecas y danesas (véase cap. VI, «1. Suecia y Polonia»). Para ayudar a financiar la campaña del Báltico, Fernando le dio a Wallenstein el ducado de Meklemburgo, confiscado por el emperador a sus gobernantes hereditarios por su firme apoyo a Cristián. El nuevo duque gobernaba ahora a 300.000 súbditos y se instaló en el palacio de Güstrow, donde había nacido Cristián, para dirigir las fases finales de la guerra. Sin embargo sus aliados se habían cansado de la lucha, y del coste del ejército de Wallenstein, que había aumentado de 112.000 hombres en 1627 a 130.000 en 1628. En enero de 1629, cuando incluso esta enorme fuerza no

lograba avanzar en su intento de tomar Stralsund, comenzaron las conversaciones de paz en enero de 1629. El mes siguiente, Cristián se reunió personalmente con Gustavo Adolfo. Aunque su rival parecía desear sinceramente una alianza anti-Habsburgo, Cristián se limitó a utilizar la unidad de las fuerzas escandinavas para arrancar concesiones de sus enemigos. Los representantes de Fernando aceptaron entonces retirar todas sus fuerzas sin pedir compensación alguna; solo pidieron que Cristián les prometiera no entrometerse nunca más en los asuntos internos del Imperio. Las partes firmaron la paz de Lübeck en mayo de 1629. Aunque le había costado unos 8 millones de táleros (1.600.000 libras esterlinas) y tan solo había conseguido humillación y derrota, Cristián escapó de su guerra continental mejor parado de lo que podría haberse esperado. Solo un firmante de la alianza de La Haya de diciembre de 1625 obtuvo algún beneficio de su apoyo a Federico: la República holandesa. Aunque los esfuerzos del Almirantazgo en España y el creciente escuadrón de barcos de guerra españoles en Dunkerque y Ostende (la «Armada de Flandes») había perjudicado gravemente el comercio holandés, como también lo había hecho la interrupción del comercio en el Báltico a causa de las diversas guerras que se lucharon en sus orillas, la presión militar directa sobre la República disminuyó. Mientras el emperador y sus aliados alemanes se concentraban en Dinamarca, España recortó su gasto militar en los Países Bajos. Inmediatamente después de la toma de Breda, Felipe redujo el ejército de Flandes en casi un tercio, y decidió defender únicamente lo que ya tenía con el fin de que hubiera suficiente dinero para apoyar a Fernando, intimidar a Francia y mantener sometida a Italia. Esto fue precipitado. Tal y como señaló Spínola muchos años antes, los enemigos holandeses podían defenderse con facilidad en la guerra, mientras que Felipe no podía. Esto se debía a las grandes ventajas que tenían gracias a los ríos, que les permitían viajar con sus ejércitos en dos días a lugares a los que el ejército español solamente podía llegar en quince días, por lo que tenían tiempo de fortificarse en cualquier lugar que eligieran antes de que llegaran las fuerzas del rey[18]. Si España quería derrotar a los holandeses, el ejército de Flandes necesitaba ser numéricamente superior. Sin embargo, por primera vez en las guerras de los Países Bajos, el ejército holandés era ahora mayor y realizaba avances militares, como la toma de Oldenzaal en 1626 seguida de la de

Groenlo en 1627, dos de las ciudades del nordeste que había capturado Spínola en los años 1605 y 1606. En 1627, a pesar de la reducción del gasto en los Países Bajos, el tesoro de Felipe IV se declaró en bancarrota y congeló sus deudas. Al año siguiente una flota holandesa capitaneada por Piet Heyn capturó en Cuba la flota del tesoro de América, obteniendo un botín de plata, barcos y mercancías por un valor de casi 3 millones de libras esterlinas. Los pagos de España al ejército de Flandes se vieron gravemente afectados. Nada llegó entre octubre de 1628 y mayo de 1629. Entretanto, los holandeses utilizaron el tesoro de Piet Heyn para reclutar un ejército de un tamaño sin precedentes –129.000 hombres: mucho mayor de lo que jamás había sido el ejército de Flandes– y forzaron la rendición de ’s-Hertogenbosch, ciudad del norte de Brabante de gran importancia estratégica que había servido también como cuartel general de la propaganda y la labor misionera de los católicos en la República. Holanda ocupó la ciudad y 170 pueblos de sus alrededores. Al mismo tiempo, otro destacamento especial tomó por asalto el río Wesel en Renania, rompiendo así el bloqueo español de los grandes ríos. Mientras tanto la Compañía de las Indias Occidentales, al servicio de la cual estaba Heyn, empleó su parte de las ganancias para financiar otra tentativa de crear una base en Brasil: una flota de 67 barcos, con 7.000 hombres, que estableció una «cabeza de puente» en Pernambuco (el rincón nororiental de Brasil) en marzo de 1630. Por aquel entonces, Spínola estaba en Madrid. Había llegado de Bruselas dos años antes con un sencillo mensaje para el rey y Olivares: o encontraban fondos para devolver al ejército de Flandes la capacidad ofensiva que había tenido antes de 1625 o llegaban a un acuerdo con Holanda. Ya se habían producido una serie de intentos poco entusiastas de negociación tras el fracaso de las discusiones de 1621. Un intermediario, Madame ’t Serclaes (pariente de Tilly y una de las pocas diplomáticas de ese siglo) había cruzado la frontera casi 40 veces entre 1621 y 1625. En 1627 otro enviado, el pintor Peter Paul Rubens, tras una de sus misiones, ofreció un sombrío informe desde Amberes: Esta ciudad languidece como un cuerpo tísico que se consume poco a poco. Cada día vemos decrecer el número de habitantes, ya que esta desgraciada gente carece de medios para ganarse la vida, ya sea por medio de la manufactura o del comercio[19].

En poco tiempo, decía, ni siquiera valdría la pena defender los Países Bajos. Sin embargo España continuó insistiendo en que se reconociera algún tipo de soberanía sobre las provincias del norte y en que hubiera una cierta tolerancia religiosa para los católicos a cambio de un acuerdo. La cadena de victorias conseguidas por los Habsburgo en Alemania suavizó la intransigencia holandesa y se inició otra ronda de conversaciones informales. Spínola trabajaba incesantemente para convencer a Felipe IV y a sus consejeros de que, como no podía ganarse la guerra en los Países Bajos, debían aceptar cualquier acuerdo que simplemente salvaguardara la «religión y reputación» (es decir, la tolerancia hacia los católicos holandeses y algunas concesiones simbólicas en otros asuntos). Olivares, por el contrario, insistió en enfocar la situación de los Países Bajos dentro de un contexto más amplio. Una victoria imperial en Alemania, aseguraba, podría transformar la situación en todo el norte de Europa a favor de los Habsburgo; solo con que España se mantuviera firme, la presión imperial pondría a los holandeses a sus pies. El debate continuó durante más de un año, en el que Spínola permaneció en la corte para que se tuviera en cuenta su punto de vista (y también para asegurarse de que el rey saldaba las deudas que tenía con él). Durante un tiempo, los acontecimientos parecían darle la razón a Olivares. Las tropas que había prestado Fernando cruzaron el río Ijssel y tomaron la ciudad de Amersfoort. Entretanto, Wallenstein, tras firmar la paz de Lübeck con Dinamarca, envió a Bruselas a 20.000 hombres de su ejército. Sin embargo, en julio de 1629 cambió las órdenes: las tropas imperiales debían ahora dirigirse a Italia. La visión de Olivares también era inexacta, pues el destino de los Países Bajos (y de la hegemonía de los Habsburgo) no iba a decidirse en el norte de Europa, sino en el norte de Italia.

4. FRANCIA Y LA GUERRA FRÍA POR ITALIA La península italiana era en 1600 la zona más densamente poblada y más urbanizada de Europa. Tenía 13 millones de habitantes y la densidad de población era de 42 habitantes por kilómetro cuadrado. Había 32 ciudades con más de 10.000 habitantes y 5 con más de 100.000. Nápoles era, con la

excepción de Estambul, la ciudad más grande de Europa. No obstante, Italia estaba fragmentada políticamente hasta extremos asombrosos. Aunque los reyes de España gobernaban Cerdeña, Sicilia y casi la mitad de la península (sobre todo Nápoles en el sur y Lombardía en el norte), lo cual sumaba una población total de 5 millones, más de 60 dinastías compartían el resto. Los estados independientes más importantes también tenían poblaciones impresionantes. La República de Venecia (que gobernaba Creta, algunos puestos de avanzada en los Balcanes y en Friuli y una buena parte del sur del valle del Po) gobernaba a casi 2 millones de súbditos; el papado tenía casi el mismo número; y el duque de Saboya tenía alrededor de un millón a ambos lados de los Alpes. El gran Ducado de Toscana tenía una población de unos 750.000, la República de Génova (que también gobernaba Córcega) unos 450.000, el ducado de Mantua-Monferrato solo un poco menos. Estos grandes estados siempre competían por controlar a sus vecinos menores, a través de matrimonios o conquistas. Así, tanto Lombardía (es decir, España) como Venecia deseaban dominar el valle alpino conocido como la Valtelina, que en el pasado había pertenecido a Lombardía. En la zona el poder efectivo estaba en manos de los líderes de tres asociaciones de terratenientes conocidas como las Ligas Grises (Grisons o Graubünden: véase el mapa 5). Las Ligas administraban conjuntamente la Valtelina como un Estado vasallo, vendiendo los cargos al mejor postor y dejando luego que los titulares de estos cargos recuperaran su inversión de los habitantes locales. La Reforma añadió un componente religioso a esta injusticia política. La mayoría de los miembros de las Ligas Grises se convirtieron al protestantismo, pero la Valtelina seguía siendo incondicionalmente católica. Sus habitantes rechazaban enérgicamente las medidas protestantizantes de sus gobernantes, que a veces utilizaban propiedades de la iglesia católica para mantener las recién fundadas escuelas protestantes y a veces simplemente se apropiaban de ellas para uso particular. Los registros de las visitas diocesanas del final del siglo XVI muestran un terrible grado de abandono, había muchas parroquias sin sacerdote y varias que ni siquiera tenían púlpito u ornamentos eclesiásticos. Mapa 5. La Valtelina

Esta región que estaba caracterizada por la inestabilidad política y religiosa, que ya había sufrido una revuelta sangrienta en 1572, la cruzaban tres importantes caminos. Uno conectaba Venecia con Francia, otro Lombardía con Austria, y el tercero unía Lombardía con Alsacia y los Países Bajos. Por lo tanto la zona era una de las encrucijadas de la política europea, donde los mensajeros, las tropas y el tesoro de los los Habsburgo se cruzaban con aquellos de sus principales rivales. La guerra de Saluzzo de 1600-1601 (véase cap. IV, «1. La recuperación de Francia») puso a las Ligas Grises en la primera fila de la política europea, porque la paz de Lyon privó a Francia de su tradicional acceso a Italia (a través de Saluzzo y Saboya) y a España de su seguro pasillo a los Países Bajos (a través de Saboya y el Franco Condado). Ambas potencias buscaron inmediatamente nuevas rutas para llevar sus comunicaciones imperiales. En 1601 Francia firmó un tratado con las Ligas Grises por el que se reservaba los valles «para ella sola» en materia militar, dos años después, a pesar de la naturaleza aparentemente exclusiva de esta concesión, Venecia firmó un acuerdo similar. Cuando las ofertas españolas fueron rechazadas, el gobernador de Lombardía, el conde de Fuentes, construyó una poderosa fortaleza («el Fuerte Fuentes») en la entrada de la Valtelina y prohibió toda exportación de Lombardía a las Ligas Grises. También empezó una generosa campaña de distribución de sobornos a los líderes católicos del valle, dado que el interés es la mejor forma de dominio que se puede tener sobre los suizos, como informaba Fuentes cínicamente a Felipe III. En 1607 esta política dio sus frutos cuando un intento veneciano de enviar tropas a través de los valles alpinos provocó un levantamiento popular de las comunidades católicas y bloqueó los pasos a Italia. Finalmente, los protestantes recuperaron el control, ejecutaron a dos líderes católicos y restauraron el orden, pero el problema básico no quedó resuelto: los valles no podían permanecer neutrales, pero la adhesión abierta o bien a los Habsburgo o a los anti-Habsburgo produciría divisiones fatales. En 1618 se produjo otro disturbio. Las Ligas Grises prestaron ayuda clandestina a Venecia en su lucha contra Fernando de Estiria y los uskoks (véase cap. IV, «3. España bajo Felipe III»), por lo que sus súbditos católicos protestaron. La reacción protestante fue sorprendentemente violenta: un ejército marchó sobre la Valtelina y arrestó, juzgó, torturó y ejecutó a dos líderes católicos. También desterraron a otros 14 importantes

católicos. En este momento la revuelta de Bohemia convirtió a la Valtelina en una pieza crucial para los Habsburgo, ansiosos por crear un pasillo militar seguro para enviar hombres y dinero de Italia a Europa central. El gobernador de Lombardía prestó oídos a los católicos de la Valtelina cuando estos solicitaron apoyo para un levantamiento que se había planeado contra las Ligas Grises, que tras la purga de 1618 imponían la protestantización cada vez más enérgicamente. En consecuencia, en julio de 1620 un ejército español llegó a la entrada de la Valtelina y la bloqueó por el norte mientras que los católicos del valle masacraban a unos 600 protestantes. Los católicos y sus partidarios de los Habsburgo invadieron todas las tierras de las Ligas Grises. A partir de ese momento, 4.000 soldados guarnicionaron los valles mientras, gracias al éxito de las campañas de Spínola en Alemania, 3.600 españoles dominaban Alsacia con 5.000 hombres más en el Palatinado Renano. En 1622, en palabras del embajador inglés de Venecia, sir Henry Wotton, «los españoles pueden ahora caminar (mientras tengan un pie en el Bajo Palatinado) desde Milán hasta Dunkerque sin salir de sus heredades y adquisiciones, cuestión de terrible importancia en mi opinión»[20]. En 1623 los temores de Wotton se hicieron realidad cuando un ejército español de más de 7.000 hombres salió de Italia y marchó por los valles de los Alpes hasta el sur de Alemania y los Países Bajos. Fue la rotundidad del éxito de los Habsburgo lo que causó su caída. Puede que las otras potencias hubieran permitido que tomaran la Valtelina, pero no podían aceptar que ocupara toda la región. En febrero de 1623 Francia, Venecia y Saboya firmaron el Tratado de Lyon, en el que se comprometían a expulsar a los Habsburgo de las tierras de las Ligas Grises y a apoyar la reivindicación de Saboya de los territorios de Monferrato y Génova. Los españoles reaccionaron entregando la Valtelina al papado, que envió sus propias fuerzas; pero esto seguía dejando a Austria en posesión de los demás valles, y permitía que las tropas españolas atravesaran la Valtelina. Por lo tanto Francia envió su propio ejército, que en el transcurso de 1624 ocupó todas las tierras de las Ligas Grises. Sin embargo, dos años más tarde, los conquistadores devolvieron sumisamente la Valtelina al papado, lo que permitió a España enviar ejércitos a Alemania en 1631, 1633 y 1634, y al emperador enviar tropas a Lombardía en 1629-1631.

El vacilante ritmo de la intervención francesa en Italia reflejaba la determinación de Luis XIII de eliminar a sus enemigos internos antes de embarcarse en onerosas empresas en el extranjero. Inmediatamente después de su reconciliación con María de Médicis en agosto de 1620 (véase cap. IV, «1. La recuperación de Francia»), mientras el emperador y sus aliados reprimían la revuelta bohemia, Luis marchó al sur a la ancestral provincia de su padre, Béarn, que se encontraba al pie de los Pirineos. Béarn, como Navarra, seguía siendo un Estado independiente, que desde 1589 solo estaba vinculado a Francia por una unión personal. Enrique IV había decretado una paz religiosa específica para estas tierras, basada en el edicto de Nantes, pero con diferencias, y su cumplimiento estaba resultando lento. En 1617 Luis decretó que se devolviera toda la tierra católica secularizada, pero los protestantes de Béarn rechazaron este «edicto de Restitución» y solicitaron el apoyo de los hugonotes de Francia. El rey hizo entonces que se cumpliera este decreto y también unió formalmente Béarn y Navarra con Francia. La asamblea nacional de los hugonotes empezó a reclutar tropas. En 1621 Luis se dirigió contra St. Jean d’Angély, una importante fortaleza hugonote y, en cuanto la hubo tomado, sitió la ciudad protestante de Montpellier. La paz de Montpellier (firmada tras la rendición de la ciudad en octubre de 1622) significó un gran sacrificio para los hugonotes. Perdieron el derecho de mantener asambleas nacionales; perdieron todas las fortalezas que había tomado el ejército del rey; y aceptaron entregar al rey todos los places de sûreté que les quedaban en el plazo de tres años. Estas campañas domésticas, a pesar de su éxito, le impidieron a Francia llevar una política exterior enérgica. Desconcertado por el rápido progreso de los Habsburgo, tras la muerte de Luynes en diciembre de 1621 Luis recurrió al único barbon que quedaba con vida, el canciller Brûlart. Pero Brûlart tampoco logró llevar a cabo una política exterior efectiva. A principios de 1624 el elector de Sajonia le preguntó amargamente al embajador francés de su corte: «¿Hay todavía un rey en Francia?». Este tipo de insultos herían profundamente a Luis en su orgullo. Pronto sustituyó a Brûlart como primer ministro por otro cortesano, Carlos de La Vieuville. María de Médicis y el partido católico francés (los «devotos») protestaron porque el nuevo régimen no había logrado garantizar la tolerancia para los católicos ingleses, una concesión que formaba parte del contrato de matrimonio de la hermana del rey con Carlos Estuardo y que

todo el mundo sabía que España había obtenido el año anterior. Protestaron aún más enérgicamente cuando La Vieuville firmó un tratado de subsidio en el que se comprometía a ayudar a la República holandesa en su guerra contra España. Por lo tanto, en agosto de 1624 Luis destituyó una vez más a su primer ministro y nombró en su lugar al cardenal Armand-Jean du Plessis de Richelieu. Esta vez el ministro duraría 18 años. El secreto de la supervivencia de Richelieu es difícil de descifrar. Es cierto que, a diferencia de sus predecesores, se aseguró de hacer a Luis partícipe en todas las etapas de la toma de decisiones para que el rey ni se sintiera excluido ni le culpara si las medidas fracasaban. Además, no estaba a cargo personalmente de ninguna cartera, sino que confiaba los ministerios a sus parientes y clientes («créatures»). A diferencia de su gran rival Olivares, Richelieu no vivió en el palacio real o tuvo cargo alguno en la casa del rey, por lo que pasó largos periodos separado de Luis y necesitaba mantenerse en continuo contacto con los confidentes que tenía entre la gente del entorno del rey para estar al corriente de cualquier mauvaise humeur que pudiera minar su posición de confianza. También tenía que arreglárselas para ocultar las noticias o decisiones desagradables hasta que el rey estuviera de un humor adecuado para recibirlas. El cardenal dijo en una ocasión que le resultaba más difícil dominar el despacho de Luis que todo el resto de Europa. Nada había preparado a Richelieu para el poder supremo. Era hijo de un prominente funcionario real que murió joven y creció en París, pero en su juventud había dado pocas muestras de grandeza: durante sus días de estudiante contrajo gonorrea, por lo que necesito tratamiento médico en dos ocasiones antes de salir de la capital en 1608 para vivir en Luçon, el obispado familiar de Poitou. Sin embargo, una vez allí, su lucha por mejorar el nivel de la iglesia y por dominar a los hugonotes impresionó a otros reformistas católicos, especialmente a Pierre de Bérulle (que le consiguió un cargo en la casa de María de Médicis) y al padre José (el superior de la orden de los capuchinos en Poitou, que se convirtió en su confidente). Ellos le ayudaron a conseguir un puesto importante en el gobierno en 1616. Cuando, al año siguiente cayó en desgracia (véase cap. IV, «1. La recuperación de Francia»), Richelieu se posicionó con los dévots cuyo principal objetivo político era la destrucción de la independencia de los hugonotes, y en 1620 se convirtió en el principal consejero político de la

reina madre. También fue su limosnero y superintendente de su casa (y, como tal, supervisó la instalación de una magnífica serie de cuadros de Rubens que conmemoraban los «Triunfos» de María en el palacio de Luxemburgo). En 1622, ante la insistencia de María, el papa nombró a Richelieu cardenal. Richelieu mantuvo todos los cargos que tenía en la casa de María cuando volvió a entrar en el consejo real en 1624, y durante los seis años siguientes vivió una existencia esquizofrénica, intentando perseguir los objetivos de la reina madre mientras luchaba por mantener la posición internacional de Francia. Siguió por lo tanto pagando a los holandeses los subsidios prometidos por La Vieuville (a pesar de haberlos criticado en el pasado). Prometió también apoyar los planes del duque de Saboya de atacar la República de Génova: un ejército de tropas francesas y saboyanas sitió Génova en marzo de 1625, con el claro objetivo de impedir que España enviara refuerzos a la Valtelina. Luego los hugonotes de La Rochela se rebelaron y tomaron las islas vecinas de Ré y Oléron, mientras los hugonotes de Languedoc movilizaban un ejército. Los devotos, capitaneados por Bérulle y apoyados por María y por la reina Ana de Austria, insistieron en que la supresión de la independencia hugonote debía ser prioritaria a cualquier otra intervención en el extranjero (especialmente contra otros estados católicos). Mientras tanto, el ejército español lograba una serie de sorprendentes éxitos. En la primavera de 1625 recuperaron de los holandeses Bahía en Brasil y Breda en los Países Bajos; en verano rompieron el sitio de Génova; en otoño rechazaron a los ingleses en Cádiz. «Estos hechos», le dijo Olivares a un colega, «que demuestran que Dios ayuda a su causa»; y también dijo, de forma aún más exaltada, «En estos tiempos Dios es español y favorece a nuestra nación»[21]. Sus cortesanos llamaban a Felipe IV «Felipe el Grande». Richelieu, temiendo que la hegemonía de los Habsburgo se volviera irreversible, decidió llegar a un acuerdo en ambos frentes para poder hacer acopio de fuerzas. En febrero de 1626 aceptó unos términos muy generosos para La Rochela, insistiendo únicamente en que se permitiera el culto católico en la ciudad y en sus tierras y en que se devolvieran las tierras católicas secularizadas. Un mes más tarde sus representantes en España aceptaron retirar todas las tropas francesas de la Valtelina y abandonar a

Saboya y a sus otros aliados italianos (la paz de Monzón). Esto parecía la peor opción para ambos frentes –la política francesa en Italia había sido un desastre y el problema hugonote no se había resuelto–, pero, sorprendentemente, el duque de Buckingham vino al rescate de Richelieu. Al haber fracasado en su intento de convencer a Francia de que apoyara la coalición para devolver el Palatinado a Federico (véase supra, «3. Ascenso y caída de una coalición»), Buckingham decidió fomentar otra rebelión en La Rochela, con la esperanza de derrocar al cardenal o forzarle a unirse a la alianza de La Haya. Las estrategias de Buckingham para instigar a la ciudad, incluso su malograda expedición para reconquistar la isla de Ré (que tras la última rebelión se encontraba bajo el control de las tropas de Luis), engañaron cruelmente a los sitiados. Mientras tanto, el duque no dejaba de negociar con Richelieu, ofreciendo retirarse a cambio de que Francia declarara a favor de Federico. El cardenal no le hizo ningún caso. Por el contrario, intensificó el bloqueo alrededor de La Rochela, para satisfacción de los devotos. El riesgo de una mayor intervención inglesa mantuvo la situación en equilibrio hasta el asesinato de Buckingham en agosto de 1628, cuando se disponía a llevar una segunda expedición de refuerzo a La Rochela. Dos meses después la ciudad se rindió. Ahora solo continuaba la rebelión en algunas posiciones hugonotes de Languedoc. Tras una nueva campaña estos también se rindieron, obteniendo unas condiciones relativamente generosas: Luis aceptó dejar el edicto de Nantes intacto, pero anuló los brevets que habían sostenido la independencia de los hugonotes (la Gracia de Alès, junio de 1629). La torpe política externa de Buckingham no solo había traicionado a los protestantes franceses, sino que había beneficiado a los Habsburgo. Al tener su flota y su ejército atrancados en La Rochela, Inglaterra no disponía de efectivos para salvar a Dinamarca de los imperialistas. Mientras tanto Felipe IV explotó el apoyo de Inglaterra a los hugonotes para acercarse a Luis XIII: en marzo de 1627 los dos monarcas firmaron una alianza ofensiva contra Inglaterra y empezaron a planear una invasión conjunta a través del canal. Más tarde ese mismo año una gran flota española navegó hacia el norte para frustrar el intento de Buckingham de levantar el sitio de La Rochela, aunque, deliberadamente, los barcos españoles partieron demasiado tarde para ser de alguna utilidad: a España le beneficiaba mucho más que se prolongara el sitio, porque mantenía a Luis y a su principal

ejército ocupados e impedía de ese modo que Francia interfiriera en la mayor (y más desastrosa) apuesta de la carrera de Olivares[22]. En retrospectiva, muchos observadores vieron claramente lo insensata que había sido esta tercera guerra por Mantua y Monferrato de 1628-1631. Según el papa Urbano VIII, antes de aquella guerra, los Habsburgo, los franceses y todos los demás príncipes católicos estaban en armonía, y la tranquilidad pública y la religión católica progresaban muy favorablemente en Alemania, Francia y en todas partes; pero la guerra de Italia introdujo la astucia del diablo y las semillas de los celos y la inestabilidad.

Por su parte, Felipe IV confesó tiempo después: Las guerras de antes, que se movieron en Italia sobre Casale de Monferrato, he oído hablar que se pudieran haber excusado; y aunque siempre he seguido la opinión de mis ministros en materias tan graves, si en algo he errado, y dado causa para menos grado de nuestro señor, ha sido en esto[23].

Sin embargo en 1628, no era tan fácil saber cuáles eran los designios del señor. La dinastía Gonzaga no tenía unas reglas claras de sucesión: cada vez que se extinguía una rama de la familia solía procederse a la partición de sus tierras. En la década de los veinte del siglo XVII todo el mundo se dio cuenta de que la línea ducal estaba a punto de acabarse y, por lo tanto, los principales pretendientes se posicionaron para llevarse una parte cuando esto sucediera. Sin embargo, en el último momento, el duque de Nevers, nacido en Francia, que era el pariente varón más próximo al último duque, Vincenzo II, ingenió un golpe. Como las mujeres podían heredar Monferrato pero no Mantua, en diciembre de 1627 el hijo de Nevers se casó con María, hija del duque Francisco y nieta de Carlos Manuel de Saboya, lo que mantendría los dos feudos en la misma familia. Vincenzo firmó un testamento por el que nombraba a Nevers su heredero universal y murió dos días después. Estos planes se contradecían con una condición de la paz de Asti (1615): que la princesa María no se podía casar sin el consentimiento de Saboya. Además, como casi todos los estados de la Italia del norte, ambos ducados eran feudos imperiales y los nuevos gobernantes debían ser investidos por el emperador. En marzo de 1628, tras un periodo de indecisión, Fernando declaró los ducados secuestrados y nombró a un comisario imperial para que tomara posesión hasta que pudiera evaluar la

titularidad de cada pretendiente (igual que había hecho Rodolfo II con Jülich-Cléveris: véase cap. IV, «1. La recuperación de Francia»). España y Saboya decidieron llevar a cabo la orden del emperador desde el momento en que la recibieron y sus ejércitos invadieron Monferrato ese mismo mes. Aunque la mayor parte del territorio se rindió rápidamente, su campaña se detuvo ante la fortaleza de Casale, en la que había una enorme ciudadela que no tenía rival en Italia en sofisticación técnica. Los invasores carecían de los hombres y el equipo necesarios para llevar a cabo un asedio efectivo. Al final del año también les faltaba el dinero: la captura de la flota del tesoro americano por parte de Piet Heyn en octubre de 1628 había hecho que Olivares no tuviera suficientes fondos para mantener a su ejército en Italia y en los Países Bajos. Además, la caída de La Rochela ese mismo mes dejó a Luis libre para dirigir en persona a su victorioso ejército a Italia. Para salvaguardar Francia durante su ausencia, se tragó el orgullo e hizo las paces con Inglaterra (con el tratado de Susa, en abril de 1629). Luego rompió el sitio de Casale y dejó allí una guarnición antes de volver a Francia para reprimir los últimos vestigios de la resistencia hugonote, pues los devotos seguían insistiendo en que esa debía ser su principal prioridad. Esta breve intervención francesa provocó fuertes reacciones de las otras partes interesadas. Nevers y sus partidarios hicieron buen uso de esta tregua: los defensores de Casale, en concreto, aprovecharon la oportunidad para reparar y perfeccionar sus defensas y para prepararse para otro largo asedio. Incluso acuñaron monedas de latón especialmente para el asedio en las grabaron eslóganes como «No hay marcha atrás» y «No nos rendiremos». Mientras tanto, Fernando II envió tropas por la Valtelina hacia Lombardía durante todo el verano hasta que hubo 30.000 soldados imperiales en las fronteras de Mantua, preparados para imponer sus derechos feudales sobre el ducado. Felipe IV decidió enviar a Spínola a Milán, con fondos y autoridad para reclutar un gran ejército capaz de sitiar adecuadamente Casale, que él mismo dirigiría al año siguiente. Según le dijo a Olivares: Mi ánimo en este particular es vengarme de Francia de lo mal que ha procedido en esta ocasión, pero el cuándo no puedo resolver aún ni el cómo… Pero resueltamente quiero obrar algo contra franceses que lo merecen muy bien… Yo quisiera hallarme en ella como os digo, que una vez yo en Italia con estos ejércitos y hecha esta jornada haré del mundo con la ayuda de Dios lo que quisiere.

Tal vez al darse cuenta de que esto contrastaba con su displicente actitud del pasado, el rey añadió: «No echéis a burla esto que os digo, sino tratarlo con veras». También le dio instrucciones a Olivares para que lograra a toda costa un acuerdo con Holanda, aunque significara devolver Breda, por lo que el favorito ordenó que se firmara una tregua en las mismas condiciones que la de 1609, algo que constantemente se había negado a hacer[24]. Era demasiado tarde. Primero, los holandeses tomaron Pernambuco en Brasil en marzo de 1630, y esto hizo que Madrid no pudiera aceptar ningún acuerdo que no lo devolviera al control de los portugueses. Aunque en julio de 1630 los imperialistas tomaron Mantua, Luis XIII envió otro ejército a través de los Alpes. Esta vez sus tropas ocuparon todas las principales ciudades de Saboya antes de entrar en Monferrato. Spínola, atascado en las trincheras de Casale, falleció y su ejército se retiró al acercarse los franceses. Los gobernantes independientes de Italia enviaron emisarios para celebrar a Luis como el campeón de Italia frente a la opresión de los Habsburgo. Sin embargo, como ya había sucedido en 1626 con la paz de Monzón (véase supra), pronto les decepcionó amargamente. En octubre de 1630 los diplomáticos de Francia aceptaron retirar las fuerzas de Luis de Italia y, al final, con el acuerdo de paz de Cherasco (junio de 1631), aunque Nevers obtuvo la mayor parte de la herencia de Gonzaga, Francia solo retuvo un puesto en la península: Pinerolo. Tres factores frustraron los esfuerzos de Francia por restablecer su influencia en Italia. En primer lugar, la derrota de Dinamarca y sus aliados en 1629 le permitió a Fernando enviar un constante flujo de tropas a Lombardía a través de la Valtelina para defender sus derechos. Incluso en marzo de 1631, aunque la situación alemana se había vuelto crítica, 12.000 imperialistas permanecieron en el norte de Italia junto a 25.000 soldados españoles. En segundo lugar, Francia no podía igualar esta concentración de soldados de primera línea, porque sus fuerzas también tenían que guarnicionar las ciudades conquistadas de Saboya y derrotar a los rebeldes hugonotes que aún quedaban. En tercer lugar, y este fue el factor más determinante, los cada vez más intensos desacuerdos sobre temas estratégicos entre Richelieu y los devotos impidieron que se llevara a cabo cualquier política exterior coherente hasta que el cardenal afianzó su posición, y por consiguiente su política, en noviembre de 1630.

El sitio de La Rochela recibió el apoyo de los dévots –el padre José compuso incluso un poema épico en versos latinos para celebrar su progreso–, pero resultó también extremadamente caro y Richelieu utilizó una serie de peligrosos recursos para incrementar sus ingresos. En primer lugar, al sospechar que las autoridades de los pays d’états (aquellas provincias de la periferia del reino en las que los impuestos eran votados y repartidos por los estados locales) no estaban realizando adecuadamente su trabajo, en 1628 envió equipos de élus a Borgoña, Delfinado, Languedoc y Provenza con órdenes de evaluar las obligaciones fiscales correctas de cada parroquia. Como se sabía que los pays d’elections pagaban mucho más que los pays d’états, la propuesta de Richelieu provocó una feroz resistencia. Al mismo tiempo, el cardenal amenazó con no renovar la paulette cuando la concesión de nueve años hubiera finalizado, lo que unió contra él a los que ostentaban cargos. Se produjo una huelga de impuestos en Languedoc, en Borgoña hubo una terrible revuelta popular, una serie de alzamientos (alentados y no castigados por los cargos locales) paralizaron Provenza. En medio de esta alarmante inestabilidad nacional, los devóts hicieron otro intento de derrotar a Richelieu. Capitaneados por Bérulle, afirmaban que Luis había «adquirido ya suficiente gloria» y que, a menos que Francia abandonara todos sus compromisos en el extranjero y dejara tiempo para una reorganización y una reforma, la monarquía se vería desbordada. Había muchos que simpatizaban con este punto de vista, incluso entre los propios seguidores de Richelieu. El padre José, por ejemplo, soñaba con una paz entre los cristianos seguida de una nueva cruzada contra los turcos y compuso otra epopeya en verso –la Turciade– sobre ella. Sin embargo, en octubre de 1629, Bérulle murió, y una voz a la que el rey siempre había escuchado quedó en silencio. El guardián del sello, Michel de Marillac, se convirtió ahora en el portavoz de los dévots, y sus escritos aconsejando al rey tenían siempre un tono tremendista. En Francia hay sediciones por doquier, pero los tribunales no castigan a nadie. El rey ha nombrado jueces especiales para estos casos, pero los Parlements evitan la ejecución de las sentencias y, en consecuencia, legitimizan las rebeliones. No sé qué podemos esperar o temer de todo esto, dada la frecuencia de las revueltas de las que nos llegan noticias de una nueva casi cada día»[25].

Richelieu no discutía estos hechos, y aceptaba la urgente necesidad de una reforma. De hecho, impulsó muchos proyectos de reorganización interna. En 1625 preparó un documento exhaustivo titulado «Solución para todos los problemas del reino», que incorporaba muchas de las críticas que circulaban entre sus enemigos y, al año siguiente, convocó una Assemblée des Notables, menos formal que unos Estados Generales, para discutir una serie de reformas. Supervisó la creación de una marina para su servicio tanto en el Atlántico como en el Mediterráneo, promovió las industrias de exportación francesas y patrocinó la creación de compañías comerciales para apoyar los intentos privados de crear colonias en América y Asia. Pero estaba dispuesto a sacrificar todas estas empresas con tal de oponerse al poder de los Habsburgo antes de que se hiciera demasiado grande. Con el fin de «detener el proceso de la expansión española» y proteger Italia contra las pretensiones de España, advirtió al rey, era necesario «abandonar todo pensamiento de paz, economía y reorganización en este reino». Los dévots no podían aceptar esto. Cada etapa de la crisis de Mantua –el primer y segundo sitio de Casale, la caída de Mantua– provocaba encendidos debates políticos. En el verano de 1630, presionado por los dévots, Luis envió a negociadores (uno de ellos el padre José) para que se reunieran en Ratisbona con el emperador y resolvieran allí con los Habsburgo los asuntos de política exterior que tenían pendientes, incluyendo el control sobre la Valtelina y el secuestro imperial de Mantua. Al mismo tiempo, a los negociadores franceses les llegaron noticias de la conquista de Mantua por parte de los imperialistas, estando allí el duque de Nevers, y de la enfermedad grave y posiblemente mortal de Luis XIII. El padre José y sus compañeros suplicaron que les enviaran instrucciones sobre cómo actuar, pero no recibieron ninguna. En octubre firmaron un tratado en el que no solo se acordaba que los franceses y el Imperio abandonaran el norte de Italia, sino que también comprometía a Luis a no ofrecer apoyo a nadie que se opusiera al emperador. Ahora, al fin, los enviados recibieron una clara respuesta de su señor, completamente recuperado de su enfermedad y apenas capaz de controlar su ira: Este tratado no es solo contrario a vuestros poderes, a las órdenes que había en las instrucciones que llevasteis con vos, y a aquellas que os he enviado en varias ocasiones desde entonces, sino que incluso contiene varios puntos en los que nunca había pensado, y que son tan perjudiciales que no puedo escuchar su lectura si no es con extremo desagrado[26].

Aconsejado por Richelieu, Luis se negó rotundamente a ratificar el Tratado de Ratisbona. Esto fue la gota que colmó el vaso para María de Médicis y los devotos: a partir de entonces se dedicaron a planear activamente la destitución del cardenal. El 10 de noviembre de 1630, en el palacio de Luxemburgo, cuya decoración había sido supervisada por Richelieu, le retiró públicamente todos los cargos que tenía en su casa y le ordenó que se alejara de su presencia. Al día siguiente, Richelieu regresó al palacio de Luxemburgo para presentar formalmente su dimisión, tal y como exigía el protocolo, y se encontró con que María estaba teniendo una conversación privada con su hijo, probablemente sobre él. La reina madre estaba lanzando una diatriba sobre su maldad y diciéndole a Luis que debía elegir a cuál de ellos quería conservar como su asesor. El rey y el cardenal se marcharon, y María se regodeó en lo que creía que era una victoria. Los enemigos de Richelieu acudieron en tropel al palacio a felicitarla (y a presentar sus propuestas para los cargos que el cardenal y sus muchos parientes y clientes pronto dejarían vacantes). Sin embargo, Luis se pasó el resto del día sentado en su cama malhumorado arrancándose los botones del chaleco mientras tomaba la decisión que su madre le había exigido. Finalmente mandó a su criado a que llamara a su presencia a Richelieu y juntos planearon cómo se las iban a arreglar sin María. Al día siguiente no quedaba nadie en el palacio de Luxemburgo. El «día de los incautos» (la journée des Dupes), como lo llamaron los contemporáneos, fue otro momento clave en la historia. María huyó al extranjero, para no volver jamás, y Luis hizo que ejecutaran, encarcelaran o desterraran a los otros líderes devotos. Ya no había ningún obstáculo interno que impidiera la decisión de Richelieu de frenar la expansión de los Habsburgo. Puede que Italia se hubiera perdido temporalmente, pero Alemania aún podía salvarse. En enero de 1631 Francia firmó un tratado con Suecia por el que, a cambio de unos subsidios regulares, Gustavo Adolfo dirigiría 36.000 hombres contra el emperador y pondría fin al dominio de los Habsburgo sobre Alemania. Había empezado otra fase de las guerras europeas.

[1] Citado por G. Mann, Wallenstein. Sein Leben erzählt, Fráncfort, 1971, p. 152 [ed. cast.: Wallenstein, Barcelona, Grijalbo, 1978]. [2] Citado por J. V. Polišenský, The Thirty Years’ War, Londres, 1971, p. 94. [3] J. H. Elliott, The count-duke of Olivares: the statesman in an age of decline, New Haven, Connecticut, y Londres, 1986, p. 57: nota al conde de Salazar transmitiendo los deseos del rey, 8 de septiembre de 1618; Archivo General de Simancas Estado 1867/256, respuesta de Felipe III a una consulta del 11 de enero de 1619. A los dominicos les agradó que Lerma fuera nombrado cardenal, pues había sido un generoso benefactor de esta orden: tras su muerte en 1625, miembros de la orden compusieron numerosos panegíricos en honor a Lerma. [4] A. Gindely, Geschichte des Dreissigjährigen Krieges, II, Praga, 1869, p. 164: el conde Solms a Federico, 28 de agosto de 1619 (aún no sabía que los bohemios habían depuesto a Fernando dos días antes). Las ironías y coincidencias rodearon la elección imperial de 1619. A la muerte de Matías en marzo, Federico fue uno de los dos vicarios encargados de supervisar las instituciones imperiales durante el periodo entre reinos. Intentó retrasar la elección imperial hasta después de que los bohemios hubieran hecho su elección, pero fracasó. Luego decidió no ir a Fráncfort y prefirió quedarse cerca de la frontera bohemia en el Alto Palatinado. (Agradezco al doctor Brennan C. Pursell que me clarificara estos hechos de 1619.) [5] J. G. Weiss, «Die Vorgeschichte des böhmischen Abenteuers Friedrichs V. von der Pfalz», Zeitschrift für die Geschichte des Oberrheins, nueva serie LIII (1940), p. 468: Federico a Isabel, su mujer, 19 de agosto de 1619. [6] A. D. Lublinskaya, Frantsiya v nachale XVII veka, 1610-1620 rr, Leningrado, 1959, p. 285, citando a Jeannin; y p. 290, Luis XIII a Angoulême, 2 de julio de 1620. Agradezco una vez más a Brian Pierce que haya compartido conmigo su traducción inglesa aún no publicada de este importante libro. [7] G. Pagès, The Thirty Years’ War, Londres, 1971, p. 71: Zdene ˇ k Lobković, canciller de Bohemia, a Angoulême. [8] Reade, Sidelights, I, p. 388: sir Edward Conway al secretario de Estado Nauton, noviembre de 1620. Conway fue enviado a Alemania tras la invasión de Spínola para mantener la paz en el Palatinado; cuando fracasó en su intento, se marchó a Bohemia para tratar de organizar un armisticio pero, al igual que el duque de Angoulême, fracasó. [9] P. Brightwell, «The Spanish system and the Twelve Years’ Truce», English Historical Review LXXXIX (1974), p. 289: Zúñiga a Juan de Ciriza, 7 de abril de 1619. Resulta extraño que Zúñiga considerara que la República holandesa estaba «en la cumbre de su grandeza» en el momento en el que la debilitante lucha entre Mauricio y Oldenbarnevelt llegaba a su clímax. [10] C. A. Campan (ed.), Bergues sur le Soom assiégée le 18 de juillet & desassiégée le 3 d’octobre ensuivant, selon la description de trois pasteurs de l’église d’icelle, Middelburgo, 1623; reimpreso en Bruselas, 1867, pp. 133 y 255. [11] J. Kessel, Spanien und die geistlichen Kurstaaten am Rhein während der Regierungszeit der Infantin Isabella (1621-33), Fráncfort, 1979, p. 90: el conde Khevenhüller a Maximiliano de Baviera, 19 de octubre de 1622, que pronto sacó partido de esta importante información. [12] Las ediciones latina y alemana aparecieron casi simultáneamente: Cancellaria Hispanica y Prodromus. La primera, más completa, contenía 173 páginas con 34 cartas originales y la edición ampliada de 1624 tenía 222 páginas. El título provisional de Prodromus –«contra la Cancillería Anhalt»– revelaba sus motivos ocultos: en 1621 los imperialistas habían publicado en latín y alemán, provocando un gran perjuicio, la correspondencia que habían incautado en la Montaña Blanca: Fürstliche Anhaltische Geheime Cantzley («La cancillería secreta del príncipe de Anhalt»: véase «1. La revuelta de Bohemia»). Camerarius intentó contrarrestar su éxito. Por eso, en 1624, unos apologistas imperiales publicaron una versión ampliada de su panfleto, afirmando que revelaba los

«consejos, objetivos y prácticas antialemanes y satánicos» de Federico y sus partidarios, y añadiendo una refutación específica a las acusaciones de La cancillería española. Ambas polémicas obras se encuentran entre los panfletos más eficaces e influyentes de su tiempo. [13] S. R. Gardiner, History of England… 1603-1642, IV, Londres, 1883, p. 180, citando a Cristián en Segeberg; H. Wertheim, Der tolle Halberstädter. Herzog Christian von Braunschweig im pfälzischen Kriege 1621-2. Ein Abschnitt aus dem dreissigjährigen Kriege, I, Berlín, 1929, p. 224: Heinrich von der Tauber a Johann Streiff, secretario de Federico, 11 de julio de 1623, informando sobre la diatriba que, tras la cena, Cristián le había dirigido a un representante escocés que estaba de visita. (Aunque las palabras «Hosenschisser» y «Bettschisser» son fáciles de traducir, las palabras «couionerei» y «couion» significaban, en esta época, no solo «estupidez» y «tonto» sino también «testículos». Mis habilidades como traductor flaquean ante esta riqueza de significado.) [14] R. Lockyer, Buckingham: the life and political career of George Villiers, first duke of Buckingham 1592-1628, Londres, 1981, p. 125: Digby a Jacobo I, agosto de 1622; G. Redworth, The Prince and the Infanta: The Cultural Politics of the Spanish Match [ed. cast.: El príncipe y la infanta. Una boda real frustrada, Madrid, Taurus, 2004]: el conde de Gondomar a Buckingham, 22 de septiembre de 1622. (Agradezco profundamente a Glyn Redworth que haya compartido conmigo este extraordinario hallazgo documental.) [15] F. C. von Khevenhiller [sic], Annales Ferdinandei, X, Leipzig, 1724, cols. pp. 96-97; R. Lockyer, Buckingham, cit., p. 162, declaración atribuida a Carlos durante su entrevista con Olivares en agosto de 1623 en una relación de la misma publicada después por John Rushworth; ibid., p. 171, Carlos a Digby, 15 de noviembre de 1623, calendario juliano. Aunque según la versión que Khevenhüller ofrece de la entrevista, Carlos «no le respondió [a Olivares] nada más que “Buckingham y Digby discutirán esto en mayor profundidad”» (Khevenhiller, loc. cit.), el parecido entre la forma como lo expresa Rushworth y la carta de Carlos cuatro meses después nos hace pensar que reflejó fielmente la opinión del príncipe. [16] F. H. Schubert, «Die pfälzische Exilregierung im dreissigjährigen Krieg», Zeitschrift für Geschichte des Oberrheins, CII, 1954, p. 672: Camerarius al barón Rusdorf, consejero palatino, 24 de diciembre de 1623; D. L. M. Avenel (ed.), Lettres, instructions diplomatiques et papiers d’état du Cardinal de Richelieu, I, París, 1853, p. 85, Richelieu al padre José, mayo de 1625. [17] G. Mann, Wallenstein, cit., p. 369: advertencia del consejo de guerra de Baviera a Maximiliano. [18] AGS Estado 2025/36, Spínola a Felipe III, 25 de junio de 1607. (Le agradezco a Paul Allen que haya compartido este documento conmigo.) [19] J. R. Martin, The decorations for the Pompa introitus Ferdinandi, Londres, 1972: Corpus Rubeniarum Ludwig Burchard XVI, pp. 19-20: Rubens, 28 de mayo de 1627. [20] L. P. Smith, The life and letters of Sir Henry Wotton, II, Londres, 1907, p. 221: Wotton a sir T. Aston, 18 de diciembre de 1621. [21] Elliott, The count-duke of Olivares, cit., p. 236: Olivares al conde de Gondomar, 8 de julio y 3 de julio, 1625, después de recibir noticias de Bahía y Breda respectivamente. [22] El sitio de La Rochela también produjo una extraña congruencia de objetivos entre España y la República holandesa. A cambio de la renovación de su subsidio (véase supra, «3. Ascenso y caída de una coalición»), Luis XIII le solicitó a Holanda que enviara barcos para bloquear a los calvinistas de La Rochela. Los Estados Generales se vieron forzados a enviar una pequeña flota, pero los predicadores calvinistas de Holanda lanzaron una serie de ataques tan violentos que los navíos tuvieron que regresar: solo eso les salvó de colaborar con sus enemigos españoles. [23] Q. Aldea Vaquero, España, el Papado y el Imperio durante la guerra de los treinta años, II, Comillas, 1958, p. 32, las instrucciones de Urbano a los nuncios que envió a España, 1 de mayo de 1632; C. Seco Serrano, Cartas de Sor María de Jesús de Ágreda y Felipe IV, I, Madrid, 1958:

Biblioteca de Autores Españoles, t. CVIII, p. 28, Felipe IV a sor María, 20 de julio de 1645, manuscrito. En 1630 el secretario de Estado papal ya podía ver que la guerra de Mantua sería «fatal» para la causa católica en todo el mundo: véase K. Repgen, Die römische Kurie un die Westfälische Friede, I, Tubinga, 1962, p. 202, n.o 64, Barberini a Nuncio Paliotto, 19 de enero de 1630. [24] J. H. Elliott y J. F. De la Peña, Memoriales y cartas del conde duque de Olivares, II, Madrid, 1981, pp. 21-22: cuestionario enviado por Olivares a Felipe el 17 de junio de 1629, con las respuestas manuscritas del rey. [25] R. Mousnier, «Les Mouvements populaires en France», en M. Braubach (ed.), Forschungen und Studien zur Geschichte des westfälischen Friedens, Münster, 1965, p. 47: Marillac a Luis XIII, 15 julio 1630. El gobierno restauró los estados provinciales en Borgoña, Languedoc y Provenza en 1631-1632. [26] D. P. O’Connell, «A cause célèbre in the history of treaty-making: the refusal to ratify the peace of Regensburg in 1630», The British yearbook of international law XLII (1967), p. 84, Luis a Brûlart, 22 de octubre de 1630.

VI. LA DERROTA DE LOS HABSBURGO, 1629-1635

1. SUECIA Y POLONIA La reducción de Polonia al rango de potencia de segunda fila fue un acontecimiento crucial en la historia de Europa, pero no debe ser datado con antelación. Aunque tras la extinción de la dinastía de los Jagellón en 1572, la monarquía electiva, los magnates excesivamente poderosos y la Dieta que se negaba a cooperar podían sugerir una impotencia paralizante, al menos durante 70 años más el Estado polaco-lituano conservó el vigor político y la prosperidad económica. También siguió siendo líder cultural de la Europa eslava durante casi un siglo. Fueron la rebelión de Ucrania en 1648, que llevó consigo una costosa guerra contra Rusia, y las devastadoras invasiones suecas de 1655-1660 las que socavaron gravemente el poder polaco. Hasta entonces, los comentarios de los extranjeros respecto a la estructura política y económica de Polonia solían ser favorables: Jean Bodin, Giovanni Botero y Francis Bacon discutieron su singular sistema político (sin haber estado allí), e incluso observadores de primera mano como Fynes Morison no hablaron peor de su experiencia polaca que de otros destinos de sus viajes. Muchos comentaristas han hablado de los tres enemigos que invadieron Polonia en las décadas de los veinte y los treinta del siglo XVII: Turquía, Rusia y Suecia. Pocos han dejado constancia de que el Estado polacolituano logró detener todas estas invasiones gracias a su rápida adaptación a la nueva tecnología militar. A principios del siglo XVII el ejército polaco tenía 10 caballos por cada soldado de infantería, lo cual tenía mucho sentido puesto que dos de sus principales enemigos –los turcos y los tártaros– también combatían con grandes formaciones de caballería. La caballería polaca también se defendió bien de los suecos en Kircholm (1605) y Klushino (1610; véase cap. III, «2. Los Vasa y sus enemigos»). Tal vez estos éxitos pudieran llevar a una falsa sensación de seguridad, pues cuando los suecos volvieron en 1621 con una infantería muy bien entrenada, una artillería bien dirigida y las últimas técnicas de asedio, en un principio los polacos no lograron detenerlos. Solo había fortalezas alrededor de algunos

puertos del Báltico, como Riga y Danzig y de algunas ciudades nobles (entre las que cabe destacar Zamosc, donde Jan Zamoyski tenía su cuartel general). Los propagandistas polacos reaccionaron inicialmente a la estrategia militar sueca con panfletos que condenaban a los invasores por su «engaño poco caballeroso» al construir trincheras alrededor de sus campamentos «como si necesitaran el valor de un enterrador para esconderse», y se burlaban de sus elaboradas obras de asedio llamándolas «Kreta robota»: trabajos de topo. Cuando los «trabajos de topo» provocaron la caída de Riga, Ladislao, el príncipe de la corona, fue a los Países Bajos para aprender más sobre engaños poco caballerosos de primera mano, acompañado por ingenieros militares polacos como Adam Freitag, quien en 1631 publicó un clásico internacional sobre el arte de las fortificaciones militares y volvió a su país para poner en práctica sus ideas[1]. El ejército polaco también reforzó la infantería con unidades especiales de mosqueteros (conocidas como las «tropas extranjeras» aunque la mayoría de sus soldados eran del país), calibres de artillería normalizados y cañones de campaña cuyo diseño estaba basado en el de los suecos. El progreso fue lento porque los nobles polacos se resistían a cualquier medida que pudiera aumentar el poder de la monarquía (fuera al contratar a mercenarios extranjeros, armar a los siervos o fortificar las ciudades reales), sin embargo, la eficacia de las fuerzas armadas polacas no dejó de mejorar. Polonia se buscó el enfrentamiento con los turcos. En el invierno de 16191620 Segismundo III envió un ejército para arrasar el principado de Transilvania, vasallo de los otomanos, porque apoyaba a los estados bohemios contra su cuñado Fernando II (véase cap. V, «1. La revuelta de Bohemia»), mientras los cosacos ucranianos asaltaban el territorio otomano. Los turcos se vengaron invadiendo Polonia con una fuerza arrolladora y destruyendo completamente el ejército de Segismundo en Cecora, junto al Pruth (septiembre de 1620). Al año siguiente, el sultán en persona se puso al frente de otra gran invasión, pero los generales de Segismundo fortificaron una posición en Chocim junto al Dniéster, que el sultán no logró tomar. Por lo tanto ambas facciones pactaron un alto el fuego en octubre de 1621. La paz le llegó a Segismundo justo a tiempo, ya que Gustavo Adolfo de Suecia había aprovechado la amenaza turca para invadir Livonia.

Gustavo no tenía las enormes reservas materiales y humanas del sultán; por lo tanto había hecho grandes reformas a fin de aprovechar al máximo los modestos recursos con los que contaba Suecia. Animó a que más nobles se convirtieran en funcionarios civiles –embajadores, administradores, consejeros–; cada uno de los cinco grandes ministerios del Estado fue ampliado hasta transformarse en un departamento o «colegio» gubernamental: tesoro, cancillería, guerra, almirantazgo y minas. Los principales administradores estaban asimismo presentes en el colegio superior, el riksrad o consejo de Estado, donde el rey y sus consejeros discutían los asuntos de mayor importancia. El nuevo sistema fue legislado en el completo Modo de gobierno (1634), que perpetuaba las medidas adoptadas. Gustavo también introdujo la primera forma de servicio militar obligatorio de Europa (el indelningsverk o «sistema de asignación»), en el que se crearon listas de granjas que tenían la responsabilidad de aportar y mantener un soldado siempre que fuera necesario. Gustavo también buscó recursos en el extranjero para sustentar sus empresas militares. Los inversores extranjeros operaban desde hacía largo tiempo en Suecia, organizando la producción de sus materias primas, hierro y cobre especialmente, para los mercados continentales. Ambos metales resultaron cruciales para el programa militar sueco, tanto directamente (para la producción de arsenal militar, especialmente artillería, para el ejército y la marina) como indirectamente, porque su exportación y venta en el mercado de Ámsterdam aportaba moneda extranjera que servía como garantía colateral para préstamos de guerra. La media de las exportaciones de cobre de Suecia, organizadas por empresarios holandeses, en la década de los veinte era de 700 toneladas anuales; y aún así los ejércitos suecos recibían suficientes cañones de campaña y de sitio de bronce como para garantizar su constante superioridad en potencia de fuego. Los inmigrantes holandeses también introdujeron en Suecia nuevas tecnologías y conocimientos, aumentando así la riqueza del reino. El conocimiento técnico extranjero también contribuyó directamente a las reformas militares. En 1620 Gustavo viajó por Alemania de incógnito y observó personalmente las formas predominantes de organización militar y de fortificación; también leyó mucho sobre el tema. Adoptó las reformas tácticas de Mauricio de Nassau (véase cap. II, «4. El Estado y la guerra»), pero redujo la profundidad de sus formaciones de artillería de cuatro a seis

filas. También aumentó el poder de fuego al añadir cuatro cañones de campaña a cada regimiento. De los holandeses tomó la metralla, el mortero y la normalización de las armas. Procuró mantener a su ejército ocupado en todo momento –cavando trincheras, reconociendo el terreno o entrenándose– e incluso se dedicó personalmente a la instrucción, enseñándoles a los nuevos reclutas cómo disparar un mosquete estando de pie, arrodillado o tumbado en el suelo. También creó una nueva flota de barcos de guerra y de transporte para garantizar las comunicaciones y el comercio en el Báltico. Gustavo probó por primera vez estas innovaciones en el sitio de Riga, la capital de la Livonia polaca que, en 1621, era tres veces mayor que Estocolmo. Llegó frente a la ciudad con una flota de 148 barcos (entre los que había 25 barcos de guerra) y un ejército de unos 18.000 hombres. En menos de un mes el insidioso asedio que llevó a cabo con barreras progresivas de fuego, traveses y trincheras forzó a Riga a la rendición, otorgándole a Suecia el control de un centro comercial del que habían partido casi un tercio de las exportaciones marítimas polacas. Durante un tiempo, Riga quedó como avanzada sueca, mientras Gustavo negociaba con los dirigentes protestantes alemanes las condiciones con las que apoyar su causa; pero en 1625, cuando Cristián de Dinamarca se convirtió en líder del círculo de la Baja Sajonia, Gustavo regresó a Livonia. Aniquiló a los polacos en la batalla de Wallhof en enero de 1626, tras la cual las fuerzas suecas controlaron unos 800 kilómetros de la costa sur del Báltico, junto con sus tierras interiores, desde Finlandia (que era provincia sueca) hasta Riga, en la desembocadura del río Dvina. Gustavo pretendía explotar estas conquistas, así como Ingria y Estonia (que consiguió con la paz de Stolbova con Rusia en 1617). Informó a los nobles suecos: Yo os digo… a los que clamáis por tierras: ¿qué hacéis aquí, pisándoos los unos a los otros, luchando y disputando por unas pocas granjas miserables? ¡Marchaos a estas nuevas tierras y roturad granjas tan grandes como deseéis, o al menos tan grandes como podáis trabajar! Os otorgaré privilegios e inmunidades; os prestaré ayuda; os concederé toda clase de favores[2].

Gustavo también autorizó la deportación a las nuevas provincias de los campesinos rebeldes y de los condenados por caza furtiva y robo en los dominios de la corona, para que sirvieran como colonos. Una comisión real

visitó todas las provincias del Báltico para reformar la iglesia, fundar centros de enseñanza secundaria (gymnasia) y una universidad y para estudiar las oportunidades que ofrecían a la inmigración. En 1650, los aristócratas suecos eran propietarios de más del 40 por 100 de Livonia y todos los cargos gubernamentales estaban en sus manos o en las de nativos que habían pasado al menos dos años en la universidad de Dopart (que abrió sus puertas en 1632), en la que se hablaba exclusivamente sueco. En cuanto Livonia estuvo segura bajo control sueco, Gustavo decidió atacar otro feudo de la corona polaca: la Prusia Real. En 1626, tras tomar Elbing, marchó hacia el Vístula y lo cerró al tráfico. Sin embargo, ahora los polacos declinaron todas las oportunidades de batalla y, en su lugar, se dedicaron a coartar la libertad de acción de las guarniciones suecas. Gustavo se había atascado en Prusia y no pudo responder a las desesperadas llamadas de los protestantes del norte de Alemania, salvo con el envío de una pequeña columna al puerto de Stralsund en Pomerania, que estaba sitiado por el ejército de Wallenstein. Sin embargo, la ruptura del cerco de Stralsund fue suficiente para frustrar el plan de crear una flota en aguas del norte de Europa. España a menudo había soñado con construir una flota en el Báltico, pero no había logrado encontrar una ciudad portuaria adecuada que le sirviera como base. Pero, en 1626, Segismundo III propuso la formación de una armada conjunta polaca y española para dominar el Báltico. Felipe IV envió negociadores y un crédito de 50.000 libras esterlinas para crear una flota de 24 navíos, pero, dos años más tarde, no se había construido ni comprado ningún barco. De aquí provenía el deseo de tomar Stralsund, dado que su amplia bahía sí contenía una flota de tales características. Este hecho no pasó desapercibido para otros. En 1627 los magistrados de la ciudad aceptaron la oferta de Gustavo de enviar a un equipo de ingenieros militares para que construyeran fortalezas de estilo italiano alrededor de la ciudad. En enero de 1628 Gustavo y Cristián de Dinamarca firmaron un pacto para defender la ciudad en caso de ataque y, en cuanto las fuerzas de Wallenstein se acercaron el mayo siguiente, ambos reyes mandaron refuerzos. Muy a su pesar, los imperialistas tuvieron que abandonar el sitio en julio. Ahora Wallenstein ofreció su puerto de Wismar, en Mecklemburgo, como base de la nueva flota. Tanto en Viena como en Madrid, los ministros se entusiasmaron con el proyecto, y Olivares expresó la esperanza de que la

flota (una vez construida) apoyara a Segismundo en su guerra contra Gustavo e impidiera «a este valeroso príncipe, que goza de tanta ayuda holandesa, pasar por encima del rey de Polonia y acometer mayores empresas». También señaló que como el comercio en el Báltico era la base de la economía holandesa, como el de las Indias lo era de la española, una presencia naval hostil en los mares del norte podía hacer que las Provincias Unidas estuvieran dispuestas a firmar una paz que fuera favorable para España. Probablemente el conde-duque de Olivares tenía razón: una flota depredadora con base en Wismar o Stralsund amenazaría los suministros que le llegaban a Gustavo desde Suecia, lo cual pondría en peligro la campaña de Prusia, y si se impedía el acceso de los holandeses a Danzig se intensificaría el daño que los corsarios de Dunkerque y los bloqueos del río infligían a la economía de la República (véase cap. V, «3. Ascenso y caída de una coalición»). En efecto, la guerra sueca en el Báltico afectó gravemente al transporte: el número de barcos holandeses que zarparon del Sund pasó de 2.133 en 1618 a 817 en 1625, y los precios del grano se dispararon en Ámsterdam. Sin embargo, antes de que el «Plan del Báltico» pudiera llevarse a cabo Gustavo y Polonia hicieron las paces. Gustavo consiguió finalizar con éxito su aventura en Prusia. Aunque los tártaros de Crimea invadieron Polonia en 1626 y 1627, el ejército polaco les derrotó y los tártaros se retiraron a lamerse las heridas (para después concentrar sus energías en un enfrentamiento por la sucesión). Luego Segismundo recibió refuerzos de sus parientes austriacos: 3.000 imperialistas en 1627 y 5.000 más tras la paz con Dinamarca. El ejército de los católicos logró una importante victoria en Honigfelde en junio de 1629. Gustavo tuvo suerte de escapar con vida. Pero Segismundo no pudo sacar partido de su ventaja en su país, porque el éxito de su política pro Habsburgo alarmaba a sus súbditos polacos. La revuelta de Bohemia había logrado un apoyo considerable en el Estado polaco-lituano en 1618-1620, pues muchos nobles veían paralelismos entre esta revuelta y sus propios esfuerzos para conservar los derechos constitucionales de la Dieta. Muchos condenaron el hecho de que Segismundo le enviara tropas a Fernando (véase cap. V, «1. La revuelta de Bohemia»). Una década después, la decisión real de permitir que las tropas imperiales lucharan en tierras polacas sin el permiso de la Dieta volvió a

despertar estos miedos y llevó a que la Dieta polaca buscara un acuerdo con los suecos a casi cualquier precio. Como comentó perspicazmente Wallenstein: «Los polacos son por naturaleza enemigos de los alemanes. Los magnates polacos consideran que cuanto más poderoso se vuelva el emperador, más pronto les cortará las alas su propio rey y, según creen, les reducirá a la servidumbre»[3]. Gustavo, no habituado a las derrotas y ansioso por intervenir en Alemania antes de que la creación de una flota por los Habsburgo hiciera difícil un desembarco, agradeció la posibilidad de llegar a un acuerdo y aceptó la oferta de Francia de actuar como mediadora. En septiembre de 1629 representantes de los primos Vasa firmaron la tregua de Altmark, que interrumpía las hostilidades durante seis años. Las ganancias de Suecia eran modestas: aunque la tregua confirmaba su posesión de Livonia, tuvo que entregar todo lo que había conquistado después. Sin embargo, a cambio, Gustavo iba a percibir todos los derechos sobre los barcos que usaban los puertos de Prusia mientras durara la tregua. Estos derechos de aduana, que se pagaban en plata y en el acto, supusieron (mientras duraron) una quinta parte de los ingresos de la corona sueca y cuando la concesión expiró en 1635 el canciller Axel Oxenstierna se lamentó: «Suecia no es más que la mitad del reino que era el año pasado». Además, la tregua de Altmark le permitió a Gustavo romper el control de los Habsburgo sobre el norte de Alemania. Ya había preparado el terreno en su país. En enero de 1628, la Dieta sueca declaró que la intervención estaba justificada, tanto para proteger los intereses suecos (al impedir la formación de una flota de los Habsburgo en el Báltico) como para salvar la causa protestante en Europa, dejando que fuera el rey quien determinara cuándo había que actuar.

2. GUSTAVO ADOLFO Y WALLENSTEIN En el otoño de 1629, la mayor parte de Europa disfrutó de un momento de paz. Los Habsburgo y sus aliados habían aplastado la causa protestante en Alemania; Polonia y Suecia habían resuelto temporalmente sus diferencias; las guerras religiosas francesas finalmente habían terminado. Inglaterra estaba sumida en negociaciones con Francia y España. Pero este momento

de respiro entre guerras resultó corto y los Habsburgo mismos minaron la paz que tanto les beneficiaba. Antes incluso de la derrota de Dinamarca, Fernando II había dado los pasos necesarios para traducir su victoria en términos prácticos. En Alemania, allá donde fueran el ejército del Imperio o el de la Liga, expulsaban a los predicadores protestantes e iniciaban un programa de recatolización forzosa. También pedían la restitución de la tierra que habían ocupado los protestantes en los 70 años anteriores. El proceso fue caótico hasta 1627, cuando los principales príncipes del Imperio se reunieron en Mülhausen para discutir la situación. El enviado de Fernando anunció que, después de nueve años de guerra, había llegado el momento de reconsiderar la situación religiosa de Alemania y, en concreto, de reclamar las tierras que se habían tomado ilegalmente de la iglesia católica desde la paz de Augsburgo en 1555. El emperador consideraba que esto era «el gran logro y el fruto de la guerra» y le aseguró a los católicos de Mülhausen que: Hasta este momento nunca hemos pensado en dejar escapar cualquier posibilidad de asegurar la restitución de las tierras de la iglesia y no pretendemos, ahora o en el futuro, aparecer ante la posteridad como los responsables de haber descuidado o abandonado la más mínima posibilidad de lograrlo[4].

Al año siguiente Fernando envió un borrador del documento conocido como el «edicto de Restitución» a los principales gobernantes católicos para su corrección. Después de que se hicieran algunos cambios, hizo que se imprimieran en secreto 500 copias del edicto en Viena y las distribuyó a todas las autoridades regionales del Imperio, con órdenes de hacer múltiples copias para su publicación simultánea el 28 de marzo de 1629. El documento era desconcertantemente simple –una sola hoja de papel con cuatro columnas de letra pequeña sobre la firma de Fernando– y su preámbulo parecía conservador. El emperador afirmaba que solo deseaba restaurar el statu quo de 1552, el «año oficial» de la paz de Augsburgo y hacer que se respetara la ley (el edicto eximía expresamente las tierras de la iglesia del nordeste de Alemania secularizadas antes de 1552). Pero las apariencias eran engañosas. En una versión que se ha conservado del edicto, una mano contemporánea había añadido las palabras Radix omnium malorum: la raíz de todos los males.

El edicto y su ejecución se convirtieron en uno de los dos principales temas de discusión de la política alemana. En menos de 18 meses, las tierras secularizadas de 6 obispados y 100 conventos habían vuelto a manos del clero y más de 400 conventos se encontraban bajo amenaza de restitución; el duque de Württemberg perdió las tierras y los ingresos de 50 conventos. Los soldados de Tilly y Wallenstein, encargados de hacer cumplir el edicto, no distinguían entre estados protestantes rebeldes (normalmente calvinistas) y leales (normalmente luteranos). Además, la aparición del edicto coincidió con la publicación de un influyente panfleto que parecía revelar la filosofía de fondo de los católicos alemanes: el Pacis compositio (El establecimiento de la paz) de Paul Laymann. El autor, un jesuita, afirmaba que «Lo que no se demuestre que ha sido cedido de forma explícita, debe considerarse prohibido», lo que significaba que los protestantes debían restaurar todo lo que tenían a menos que pudieran presentar un título de propiedad válido. No es de sorprender que el panfleto causara un tumulto entre los protestantes. Cuando Gustavo Adolfo llegó a Alemania un año después, anunció que pretendía ejecutar a tres hombres cuyo nombre empezaba por «L», uno de ellos era Laymann[5]. El segundo tema central del debate político alemán de aquel tiempo tenía que ver con Wallenstein. A pesar de la paz con Dinamarca, continuó reclutando a más y más soldados para el ejército imperial: de 129.000 hombres en 1629 pasó a 151.000 en la primavera de 1630, repartidos por toda Alemania, desde Württemberg hasta el Báltico, además de los soldados que habían luchando en Mantua y Monferrato. El general escribía montañas de cartas al día, que iban desde los largos despachos en los que explicaba la situación al emperador hasta las breves misivas a sus intendentes para recordarles que las botas debían ir atadas por pares a fin de hacer la distribución más fácil. Este talento administrativo tenía un alto precio. Los comisarios del ejército exigían impuestos mensuales íntegros y en efectivo en una época en la que el comercio flojeaba y la producción agrícola estaba hundida. A medida que subían los costes del ejército de Wallenstein, los aliados católicos del emperador organizaban una campaña para su destitución. Fernando aceptó reunirse con los siete electores en Ratisbona en junio de 1630 para discutir el asunto, y para resolver otros temas pendientes de política imperial, como la sucesión de Mantua y la llegada

ese mismo mes de Gustavo Adolfo y un ejército sueco a Peenemunde en Pomerania. La reunión electoral de Ratisbona (Kurfürstentag) atrajo una enorme atención. Fernando no convocó ninguna Dieta imperial, prefería gobernar por medio de edictos (a veces, pero no siempre, emitidos tras consultar con príncipes simpatizantes). Había depuesto a gobernantes y transferido sus tierras. Había creado un ejército imperial permanente, y había emitido el edicto de Restitución, todo ello sin pasar la censura de la Dieta. Por lo tanto, representantes de los gobernantes alemanes y de las potencias extranjeras se dirigieron a Ratisbona en el verano de 1630 hasta que hubo unos 2.000 participantes y observadores presentes. La destitución de Wallenstein se convirtió inmediatamente en el primer punto del orden del día. El propio general no hizo ningún esfuerzo para conservar su puesto: deprimido por la crisis financiera en la que se encontraba, pues el coste de su ejército excedía con mucho lo que podía pagar el emperador, Wallenstein no podía permitirse seguir en el puesto de comandante en jefe. «Si desean librar una guerra en la que las cosas estén dispuestas de tal forma que el acuartelamiento dé gusto al Imperio, y no disgustos», le gritó a uno de sus oficiales, «¡que nombren al mismo Dios general, no a mí!». En agosto de 1630 Fernando cedió a las exigencias de sus electores y sustituyó a su general no por Dios, sino por Tilly, el comandante de la Liga, que redujo en dos tercios el ejército imperial. Wallenstein se retiró estoicamente a sus estados ducales de Bohemia; su banquero se suicidó. Tras este éxito los electores se negaron a otorgar el título de «rey de los romanos» (heredero natural del trono imperial) al hijo mayor de Fernando. También vetaron cualquier envío de ayuda militar de Alemania a los Países Bajos españoles e hicieron prometer al emperador que en el futuro «no se declararía ninguna guerra si no es por consejo de los electores». La única victoria de Fernando fue mantener el edicto de restitución sin cambios. Muchos católicos alemanes, con Maximiliano de Baviera a la cabeza, consideraban aconsejable suavizarlo un poco en vista al apoyo externo que estaba logrando la causa protestante; pero, en una entrevista, Wilhelm Lamormaini, el confesor de Fernando, cerró los ojos y les respondió: el edicto debe mantenerse firme, no importa si por ello acaba llegando algún mal. Importa poco que el emperador por ello pierda no solo Austria, sino todos

sus reinos y provincias y todo lo que tiene en este mundo, siempre que salve su alma, que no salvará a menos se cumpla este edicto[6].

El emperador salió perjudicado en ambos asuntos. Al sacrificar a Wallenstein perdió al único hombre que podía haberle permitido consolidar sus ganancias y unir Alemania bajo el poder de los Habsburgo. Al mantener intacto el edicto, se ganó la antipatía de los luteranos del norte de Alemania y eso enfatizó las divisiones entre protestantes y católicos. Incluso le salió el tiro por la culata con la paz de Mantua que firmó con Francia (véase cap. V, «4. Francia y la guerra fría por Italia»). Animado por la supuesta promesa de Luis de retirarse de Italia, Fernando decidió que podía expulsar a Gustavo Adolfo y a su ejército de Pomerania sin ayuda. Pero esto terminó siendo un error de cálculo fatal porque, cuando llegaron las noticias de que Luis había rechazado el tratado, lo que obligaba a los imperialistas a permanecer en Italia, ya no pudieron echar a los suecos. El día que supo del tratado que habían firmado sus representantes en Ratisbona, Luis XIII decidió establecer una alianza con Suecia. En Bärwalde (Brandeburgo), Gustavo y los enviados franceses firmaron un tratado en enero de 1631 que le prometía a Suecia un millón de libras (100.000 libras esterlinas) anuales durante cinco años para financiar una guerra que «salvaguardara el mar Báltico y el Océano, la libertad de comercio y la liberación de los estados oprimidos del Sacro Imperio Romano». Francia pagó 300.000 libras en el acto. El tratado, que fue hecho público inmediatamente, causó sensación, ya que proclamaba abiertamente el apoyo francés a la causa protestante –algo que los devotos habían evitado anteriormente– e indirectamente constituía una declaración de guerra contra el emperador. Fue ampliamente aclamado como un golpe maestro de la diplomacia sueca; no fue el único. Los representantes suecos también convencieron al zar de Moscovia para que exportara grano a los mercaderes de Gustavo, que lo vendían en Ámsterdam a un precio más alto. En 16291630 esta operación supuso 400.000 táleros aproximadamente (90.000 libras esterlinas), casi tanto como el subsidio francés. Antes de Bärwalde, los objetivos de Suecia para invadir las tierras alemanas habían sido ambiguos. Gustavo publicó un manifiesto en cinco idiomas en el que expresaba sus quejas (en concreto, el envío de Fernando de «ejércitos enteros a Prusia contra su majestad y el reino de Suecia») y el

miedo de los suecos hacia el «Plan del Báltico» de los Habsburgo. Solo al final del manifiesto se mencionaba, con cierta reticencia, la opresión de las libertades alemanas como motivo de invasión. No incluía ni una palabra sobre la salvación de «la causa protestante»[7]. Al principio, el rey no logró atraer mucho apoyo. Cuando desembarcó, su único aliado alemán era la ciudad de Stralsund y las primeras declaraciones de apoyo vinieron solo de los desposeídos (los duques de Sajonia-Weimar y Mecklemburgo) y de aquellos que se encontraban bajo amenaza directa de ocupación imperial (Magdeburgo y el landgrave de Hesse-Kassel). Sin embargo, a la espera de nuevos aliados, el ejército de Gustavo conquistó Mecklemburgo y Pomerania, convirtiendo la mayor parte del Báltico en un mar sueco. Con esto Gustavo logró el primero de sus objetivos: la seguridad nacional. Después tuvo que garantizar estas ganancias para el futuro, para lo que necesitaba el apoyo activo de los príncipes del Imperio. Sin embargo, los príncipes prefirieron seguir estrategias alternativas. A Maximiliano de Baviera le alarmó la forma como el tratado se refería a la «restauración de los estados suprimidos del Sacro Imperio Romano», comprendiendo que esto amenazaba los territorios que le había ganado a Federico del Palatinado. Por lo tanto envió a un agente a Francia para conseguir una seguridad. Tras intensas negociaciones, Richelieu aceptó reconocer el derecho de Maximiliano y de sus sucesores (un importante punto de desacuerdo) a las tierras y títulos palatinos, y ambas partes firmaron una alianza de nueve años en la que se prometían no atacarse, ni ayudar a los enemigos del otro (el tratado de Fontainebleau, mayo de 1631). Por aquel entonces los príncipes protestantes también habían firmado un acuerdo por su parte. En enero de 1631 Juan Jorge de Sajonia, que anteriormente había sido un fiel aliado del emperador, invitó a todos los estados protestantes de Alemania a que enviaran representantes a Leipzig para llevar a cabo unas discusiones. Casi todos accedieron y en abril crearon la «Unión de Leipzig» con un ejército de 40.000 hombres cuyo objetivo era «defender las leyes fundamentales, la constitución imperial y las libertades alemanas de los estados protestantes». Con esto avisaban a Fernando de que los príncipes protestantes opondrían resistencia a la opresión militar y a cualquier otro intento de recatolización; pero también mantenían a Gustavo a distancia. La Unión de Leipzig intentaba crear una «tercera fuerza» entre los dos ejércitos que amenazaban la paz.

Mientras tanto, Tilly y el ejército imperial sitiaron Magdeburgo, que se había puesto de parte de Gustavo. En abril de 1631 el rey abandonó su «cabeza de puente» en el Báltico esperando salvar la ciudad, que estaba unos 200 kilómetros al sur, pero fracasó: temiendo la llegada de las fuerzas de rescate suecas, el 20 de mayo el ejército de Tilly arrolló y saqueó la ciudad con una brutalidad que no tenía precedentes. Aunque nunca se conocerá el número exacto de víctimas, de las más de 30.000 personas que había en Magdeburgo en vísperas del sitio, perecieron al menos las tres cuartas partes y la mayoría de las casas fueron destruidas por el fuego. Los protestantes condenaron el saqueo como una catástrofe comparable a la caída de Troya y al diluvio de Noé y, a partir de entonces, la lengua alemana tendría un nuevo verbo: magdeburgisieren, «hacer un Magdeburgo» de alguna parte. Lo sucedido en esta ciudad aterrorizó al elector de Brandeburgo. Tres semanas después aceptó, por lo tanto, entregar todas sus fortalezas a Suecia y pagar una contribución mensual para su mantenimiento. La alianza llegó justo en el momento adecuado: en junio la paz de Cherasco hizo que los soldados que estaban en el norte de Italia quedaran libres para servir en Alemania. Por lo tanto, Tilly salió de Magdeburgo para enfrentarse a Gustavo y le pidió permiso a Juan Jorge de Sajonia para cruzar sus territorios, que separaban a los dos ejércitos. El elector se lo negó, pero el 4 de septiembre Tilly cruzó la frontera de todas formas. Juan Jorge unió fuerzas inmediatamente con los suecos, por lo que el nuevo ejército de la Unión de Leipzig se unió a los veteranos suecos. Tilly, que ahora estaba en minoría numérica, no se atrevió a retroceder: tenía que plantarse y dar la batalla, confiando en que la inexperiencia de la milicia sajona le diera una ventaja y quizá la victoria, lo que estuvo a punto de suceder. Cuando los dos grandes ejércitos se encontraron en Breitenfeld, al norte de Leipzig, el 17 de septiembre de 1631, los sajones fueron derrotados y abandonaron el campo precipitadamente. Solo la férrea disciplina y las nuevas tácticas de los suecos les permitieron desplegar a sus hombres y cubrir los huecos dejados por los sajones. Poco a poco, la superior potencia de fuego del ejército sueco resultó decisiva: las fuerzas de Tilly perdieron unos 20.000 hombres durante la batalla de los que unos 9.000 fueron hechos prisioneros (y, en su mayoría, se unieron al ejército del

vencedor). Gustavo también se hizo con la artillería y el tesoro de sus enemigos y con 120 banderas de regimientos y compañías. Breitenfeld, la primera victoria protestante importante de la guerra, transformó inmediatamente la situación militar, política y religiosa. El ejército sajón reorganizado entró en las vecinas Silesia y Bohemia, permitiendo que volvieran los exiliados de 1620, mientras que el ejército sueco se desplazaba hacia el Rin a través del centro de la Alemania católica. Gustavo pasó el invierno en la ciudad de Maguncia, rodeado de esplendor. Dominaba con sus aliados la mayor parte del Imperio que quedaba al norte de una línea que iba de Mannheim, junto al Rin, hasta Praga, junto al Moldava (véase el mapa 6). La causa imperial sobrevivió solo en el noroeste de Alemania (donde un pequeño ejército luchó a lo largo del invierno junto al ejército español de Flandes) y en el sur (con los españoles en el Palatinado Renano y Alsacia y los destrozados restos del ejército de Tilly en Baviera). Mapa 6. La Guerra de los Treinta Años

Este nivel de éxito animó a Gustavo a planear la creación de una liga de príncipes alemanes, bajo su mando, para garantizar la seguridad de Suecia a largo plazo. Los tratados con sus nuevos aliados alemanes incluían cláusulas en las que se reconocía la existencia de un protectorado sueco por encima de ellos, que persistiría cuando la guerra hubiera acabado. Las reclamaciones territoriales de 1630 –Pomerania principalmente– se habían convertido ahora no solo en la seguridad (assecuratio) de Suecia, sino también en su compensación (satisfactio) por los gastos y riesgos de liberar al Imperio. Con respecto a los territorios ocupados que no se aliaron con él, Gustavo creó un «gobierno general» en Fráncfort, al mando del canciller Axel Oxenstierna, que organizó la recaudación de fondos, equipo y munición para sus 120.000 hombres. Los líderes suecos lo prepararon todo para la nueva campaña, de cuyo resultado dependía el destino de Europa central. Francia no había esperado ni deseado un éxito sueco de esta magnitud y Richelieu quería ahora proteger a toda costa a los católicos alemanes de un ataque sueco. En diciembre de 1631 ofreció protección francesa a todo príncipe alemán que la solicitara; pero al estar los cuarteles generales suecos en Maguncia, únicamente el elector de Tréveris se atrevió a moverse (e incluso este solo aceptó protección francesa cuando los suecos ocuparon su capital). No obstante, las tropas francesas penetraron en el electorado, ocupando las «cabezas de puente» de Tréveris y Coblenza, sobre el Mosela, y de Ehren-Breitstein, sobre el Rin. Richelieu quedó satisfecho con esto. No buscaba, como se ha pretendido tantas veces, hacerse con el control de la cuenca del Rin: tan solo buscaba la forma de apoyar a los príncipes que estaban bajo protección francesa contra los Habsburgo (o, si era necesario, contra Suecia). La falta de «cabezas de puente» similares más al sur condenó a Richelieu a quedarse mirando con impotencia mientras los suecos destruían Baviera. Hay que reconocer que Maximiliano había provocado su propia destrucción. Aunque el tratado de Bärwalde obligaba a Gustavo a respetar a todos los aliados de Francia, siempre que se mantuvieran neutrales, Maximiliano no creía que el rey fuera a mantener su palabra. Por lo tanto suplicó al emperador que le salvara, llegó a pedirle a Fernando que volviera a llamar al odiado Wallenstein. Muchos en la corte imperial estuvieron de

acuerdo. Un consejero le escribió al general: «¡Estamos gritando: “Ayuda, ayuda”, pero nadie escucha!»[8]. Desde Breitenfeld, Wallenstein había estado esperando un encargo como este y lo tenía todo perfectamente planeado. Cuando llegó el momento, en diciembre de 1631, se limitó a aceptar el mando supremo por tres meses, periodo en el que accedió únicamente a reclutar y organizar un gran ejército. Confiaba en que, con un ejército a su mando y los suecos a punto de avanzar, podría dictar sus propias condiciones para seguir al mando en cuanto los tres meses hubieran pasado. Wallenstein hizo su trabajo con una eficacia ejemplar, reclutando y equipando a casi 40.000 hombres desde su cuartel general de Znaim, en el sur de Moravia, para proteger a Viena contra los sajones en Bohemia. En abril de 1632, en una entrevista que mantuvo con los consejeros más antiguos de Fernando en Göllersdorf, a medio camino entre Znaim y Viena, Wallenstein fue persuadido de continuar al mando supremo a cambio de tres concesiones del emperador: que sus tropas recibieran subsidios regulares en dinero del emperador y de España; que fuera plenamente compensado por la pérdida de «su» ducado de Mecklemburgo y por sus servicios actuales (aunque no se especificó la «recompensa») y que tuviera libertad para negociar una paz por separado entre cualquier príncipe alemán en armas y el emperador. Aunque la propaganda protestante desorbitó el acuerdo de Göllersdorf, convirtiéndolo en una especie de pacto satánico para subvertir el Imperio, parece que estas tres condiciones no fueron más que garantías verbales, si bien Wallenstein, confortado por ellas, se dispuso a aumentar su ejército a 100.000 hombres y Tilly recibió órdenes de avanzar contra las posiciones suecas más cercanas[9]. Ni Maximiliano ni Fernando pretendían que sus generales lucharan solos. Fernando asumía que su cuñado, Segismundo de Polonia, rompería la tregua de Altmark y le declararía nuevamente la guerra a Suecia, acontecimiento que reclamaría a Gustavo en el norte y salvaría a Baviera de la devastación. Pero también los suecos habían previsto este peligro. Durante un tiempo Gustavo había mantenido estrechas relaciones diplomáticas con Rusia; le había proporcionado consejeros militares al zar (entre los que había varios escoceses) y suministros militares para ayudar a modernizar su ejército. También presentó su campaña alemana como un golpe de la fe ortodoxa contra el enemigo católico común, y con cierto

éxito, pues en noviembre de 1631 el zar organizó y presenció un saludo con 100 armas en un campo frente a Moscú para celebrar la victoria de Breitenfeld. Al año siguiente el padre y principal asesor del zar, Filaret, mantuvo correspondencia directa con Gustavo para que coordinaran sus esfuerzos, una iniciativa diplomática de Rusia sin precedentes. Filaret planeaba atacar Polonia en cuanto expirara la tregua de Deulino (véase cap. III, «3. La violación de Rusia») en 1633, pero la muerte de Segismundo en abril de 1632, seguida por un periodo de seis meses entre reinos, le ofreció una oportunidad dorada para recuperar las tierras perdidas durante los «grandes desórdenes». Así, en agosto de 1632, el ejército ruso –que incluía a 9.000 hombres dirigidos por extranjeros en «regimientos de nueva formación»– invadió Polonia y, en poco tiempo, sitió Smolensk. Ladislao IV, elegido rey en noviembre, no pudo ayudar al emperador, ya que no podía prescindir de ningún recurso. Fernando y Maximiliano también esperaban que las tropas españolas de Renania pudieran servir de distracción, pero en junio de 1632 el ejército holandés realizó una feroz campaña hacia el sur a lo largo del río Mosa, en la que capturaron Venlo y Roermond y sitiaron Maastricht. El gobierno de Bruselas hizo que todas sus fuerzas regresaran inmediatamente de Alemania. En este momento, un grupo de nobles católicos huyeron para unirse a los holandeses e hicieron un llamamiento a sus compatriotas para echar a los «garrulos españoles». Nadie respondió, pero un agente inglés, el artista sir Baltasar Gerbier, facilitó al gobierno español los nombres de un segundo grupo de conspiradores que habían planeado solicitar ayuda francesa. Paralizada por estos complots, y prácticamente aislada de Alemania por la toma de Maastricht que habían llevado a cabo los holandeses en agosto, España –como Polonia– no pudo ayudar a los católicos sitiados del Imperio. No iba a haber un segundo frente que desviara la masacre sueca. En marzo de 1632, Gustavo se dirigió al sur con 37.000 hombres para enfrentarse con Tilly, que tenía 22.000. En el mes siguiente, bajo una brutal lluvia de artillería, sus ingenieros echaron un puente sobre el río Lech y entraron en Baviera. En la carnicería que siguió, Tilly fue herido de muerte y su ejército se desintegró. El rey, acompañado por un jubiloso Federico del Palatinado, entró en Múnich en mayo y saqueó la biblioteca, la galería de arte y el arsenal del duque. Maximiliano «se arrastraba con la ayuda de un

bastón… como una sombra, tan abatido que era difícilmente reconocible». Iba a tener que esperar tres años para ver su devastada capital de nuevo. Wallenstein ignoró todas las llamadas de socorro de Maximiliano, aduciendo que (como ahora dirigía el único ejército católico de Alemania) la causa no sobreviviría otra derrota. En vez de acudir en su ayuda, esperó hasta que, en julio, Gustavo sitiara la ciudad de Núremberg. Se dirigió entonces a una posición fuertemente fortificada cerca de la ciudad donde, tal y como había planeado, el ejército sueco fue agotándose en dos meses de vano asedio. Mientras tanto, los tenientes de Wallenstein echaron a los protestantes de Bohemia y Silesia. En cuanto Gustavo se retiró al norte, Wallenstein le siguió, ocupando las tierras de los aliados suecos. Leipzig cayó el 1 de noviembre. Dos semanas después, al parecer pensando que la campaña había terminado, Wallenstein dio órdenes a sus tropas para que se dispersaran a sus cuarteles de invierno. Fue el peor error de su carrera profesional: casi inmediatamente, supo que el ejército principal sueco se dirigía hacia su cuartel general en Lützen, al sudeste de Leipzig. Aunque se apresuró a volver a llamar a todas las unidades, cuando el ejército sueco atacó el 16 de noviembre de 1632, tan solo contaba con 19.000 hombres, exactamente el mismo número de hombres que tenía Gustavo a su mando. Como es habitual cuando ambos bandos tienen una fuerza parecida, la batalla fue larga y hubo muchísimas bajas. Al anochecer, ambos lados mantenían sus posiciones. Según uno de los capitanes de Wallenstein, «apenas nos habíamos acostado en el suelo a descansar y estábamos profundamente dormidos, recibimos una orden del general para todos los coroneles y sargentos mayores para que informaran sobre el estado de cada regimiento»[10]. Las respuestas fueron tan poco alentadoras que Wallenstein comprendió que no tenía suficientes fuerzas para proseguir la batalla a la mañana siguiente. Por lo tanto sus tropas le dejaron al enemigo el equipaje y la artillería y huyeron de Sajonia para refugiarse en Bohemia donde el general castigó a los que consideraba responsables de su derrota. Ejecutó a 17 oficiales y hombres por cobardía, a otros 7 les destituyó sin honores y puso precio a la cabeza de 40 más, acciones que hicieron mucho para que creciera la animadversión del ejército hacia su temperamental comandante y, por lo tanto, hicieron más fácil su eliminación tiempo después.

El ejército sueco también llevó a cabo algunas reprimendas antes de volver a los cuarteles de invierno –ejecutó al comandante de la ciudadela de Leipzig por rendición prematura–, pero Gustavo Adolfo no tomó parte en ello. Había muerto en Lützen, tras recibir disparos en el brazo, en la espalda y en la cabeza. Las opiniones sobre el rey más famoso de Suecia son diversas. En su juventud su encanto cautivaba a todos los que le conocían; sus logros posteriores le ganaron el respeto, si no la admiración, de toda Europa y hubo una verdadera industria de fabricación de souvenirs (conocidos como Gustavus Adolphiana) con la imagen del rey: relieves, estatuas, colgantes y medallones. Sin embargo, tras haber triunfado en 1631 casi sin ayuda, el orgullo pareció apoderarse del soberano: se convirtió en una fuerza que nadie podía controlar. En sus palabras apareció una nueva dureza y sus modales se volvieron más rudos, y ya no se molestaba en disimular su desprecio hacia los príncipes alemanes, su indiferencia hacia los deseos de sus aliados extranjeros, ni su resentimiento hacia cualquier tipo de interferencia exterior sobre sus planes. Aunque casi todos los protestantes lamentaron su muerte en Lützen, la mayoría de los políticos se alegraron de ella. En cualquier caso, la campaña de 1632 no había conseguido modificar la situación militar en el Imperio. Fernando recuperó Bohemia y Maximiliano perdió Baviera pero, por lo demás, tanto el ejército católico y como el protestante seguían teniendo casi las mismas zonas al final del año que al principio. El canciller Axel Oxenstierna, ahora responsable de los asuntos suecos en Alemania en nombre de Cristina, la hija infanta de Gustavo, se sentía intranquilo. Como el rey anterior, sentía una profunda desconfianza hacia los príncipes alemanes (quienes, dijo en una ocasión, tenían «siglos de estupidez en sus cabezas») y le propuso al consejo de regencia que Suecia debería firmar la paz si se le garantizaban dos cosas: la posesión de Pomerania como satisfactio por los gastos de guerra y la creación de una unión protestante fuerte, ya propuesta por Gustavo, como assecuratio de que Suecia no se vería amenazada de nuevo por el poder imperial. El consejo aprobó este plan y retiró la mayoría de las unidades nacionales suecas de Alemania central a las provincias del Báltico en cuanto Oxenstierna hubo creado una asociación de príncipes protestantes, la Liga de Heilbronn, comprometida a luchar por los objetivos especificados. La carta de derechos de la Liga, que se firmó en abril de 1633, prometía que

sus miembros perseverarían, en primer lugar, «hasta que las libertades de Alemania y el respeto por los principios y la constitución del Sacro Imperio Romano, sean restablecidos»; en segundo lugar, hasta que «la restauración de los estados protestantes esté garantizada y se obtenga y se firme una paz justa y segura en lo espiritual y lo mundano»; y, en tercer lugar «hasta que se garantice una apropiada satisfacción para la corona de Suecia». Oxenstierna, en vista de sus cualidades «excepcionales y otorgadas por Dios», se convirtió en el único director de la Liga de Heilbronn y de los 100.000 hombres de los que se responsabilizó[11]. La Liga se enfrentó a dos problemas inmediatos. En primer lugar, el elector de Brandeburgo rechazó la reclamación de Pomerania de los suecos. Tenía un excelente motivo, desde hacía un siglo los estados del ducado habían reconocido que el elector sería el sucesor si la dinastía ducal nativa se extinguía, algo que parecía muy probable ya que el duque Bogislav XIV no tenía herederos. Sin embargo, en 1630, Gustavo había forzado a Bogislav a que le otorgara a Suecia control absoluto sobre el ducado mientras durara la guerra. La retirada de las tropas suecas de Alemania central hacia el ducado hacía pensar que ahora pretendían anexionarse a pesar de la pretensión de Brandeburgo. Esto creó una gran tensión entre los aliados. En segundo lugar, la Liga de Heilbronn se responsabilizó no solo del pago de los sueldos de las tropas que estaban bajo su control, sino también del pago de los retrasos (en algunos casos de hasta seis años). Casi de inmediato, el ejército de Alemania central se amotinó y, en un intento de evitar el desastre, Oxenstierna destinó los impuestos de algunas regiones a unidades concretas como alternativa al pago de sus retrasos. Sin embargo, esto redujo drásticamente los ingresos de la Liga, porque a las zonas que estaban bajo ocupación directa del ejército no les quedaba nada con lo que pagar los impuestos. El principal ejército protestante se quedó paralizado. Por lo tanto, la mayoría de las operaciones militares de 1633 sucedieron en la periferia del Imperio. En el sur, un ejército español atravesó la Valtelina y recuperó el control de Alsacia. En el oeste Luis XIII perdió finalmente la paciencia con su vecino, el duque de Lorena, un aliado de España que le había provocado repetidamente aunque, en cuanto vio acercarse al ejército francés, le prometió buen comportamiento. Pero esta vez Luis invadió y ocupó el ducado, obligando a huir al duque Carlos IV. En el este, Juan Jorge de Sajonia intentó arrebatarle Bohemia al ejército de

Wallenstein, pero no le puso suficiente entusiasmo, ni tuvo mucho éxito. El general se dio cuenta de la tensión que había entre Suecia y sus aliados alemanes: «Estoy seguro de que Suecia quiere la paz», le dijo a un compañero, «de que quiere volver a casa y pretende dejar que los dos electores [Brandeburgo y Sajonia] encuentren por sí mismos la salida de este laberinto». El tratado de Göllersdorf le permitió al general llevar a cabo negociaciones para una paz por separado con cualquiera de los enemigos alemanes del emperador y, por lo tanto, acordó un alto el fuego con los sajones en junio de 1633 para permitir que se llevaran a cabo las conversaciones. También mandó enviados a Suecia y a Francia, algo que en Göllersdorf no se le había autorizado. Escritores posteriores, basándose en la prensa hostil que siguió al fracaso de estas iniciativas de paz, tacharon estas negociaciones de traidoras, pero tal vez Wallenstein únicamente estuviera intentando dividir a sus enemigos. Desde luego así es como lo vio el embajador francés (tras haber sido engañado durante casi todo el verano): «Su juego es demasiado sutil para mí. De su silencio ante todas mis ofertas solo puedo deducir que su verdadero propósito es introducir desavenencias entre su majestad [Luis XIII] y sus aliados»[12]. Los suecos y los sajones se dieron cuenta de su error aproximadamente al mismo tiempo y rompieron las negociaciones, tras lo cual Wallenstein rápidamente rodeó y capturó la principal fuerza protestante de Silesia junto con la mayoría de las ciudades que tenían bajo su control. Entonces reinició las conversaciones con Sajonia. El emperador y sus consejeros aún no estaban convencidos. Habían mantenido el ejército de Wallenstein durante casi un año, con grandes gastos, pero aún no se había enfrentado con el principal ejército del enemigo, que todavía ocupaba la mayoría de las zonas católicas del sur y centro de Alemania, incluida Baviera. Se opusieron a las negociaciones no autorizadas del general con Francia y Suecia. Entonces, en enero de 1634, llegaron noticias de que Wallenstein, en los cuarteles de invierno de Pilsen, al oeste de Bohemia, había hecho que sus coroneles le juraran fidelidad a él antes que a nadie. Fernando y su entorno vieron esto como un indicio de traición y actuaron en consecuencia. El laberíntico proceso que trajo el fin de Wallenstein permanece en la oscuridad, a pesar de la pervivencia de abundantes documentos de la época entre los que se encuentra el informe de una comisión de investigación

sobre su asesinato y de más de 4.000 libros, panfletos, poemas y obras que se publicaron después. Esta oscuridad no es fruto de la casualidad. En palabras de uno de los principales conspiradores: «El disimulo es la clave de este negocio». El 24 de enero, inmediatamente después de que le llegaran las noticias del «juramento de Pilsen», Fernando declaró que Wallenstein era un «conocido rebelde» y le destituyó de su cargo, pero mantuvo el decreto en secreto durante tres semanas. Mientras tanto sus enemigos le demonizaban como traidor al catolicismo y a la causa imperial. Según dijo el mismo conspirador: «Estamos hablando de una rebelión general contra su majestad, y [Wallenstein] está intentando llegar a un acuerdo con nuestros enemigos por todos los caminos posibles. Yo y muchos otros compartimos el mismo pensamiento y queremos morir en fiel servicio de su majestad y de la iglesia católica»[13]. Cuando a Wallenstein solo le quedaban cuatro partidarios, los agentes del emperador les asesinaron a todos el 25 de febrero de 1634 mientras intentaban huir a Sajonia. El general había dejado de ser útil. Había traicionado a tanta gente y arrasado tantos países, empezando por su Bohemia natal, que pocos sentían simpatía por él. Se ha escrito demasiado acerca de su supuesto deseo de llevar la paz al Imperio en su último año: rey sin reino, pocas oportunidades tenía de lograrlo. Fue sacrificado no por las soluciones radicales que podría haber impuesto en Alemania, sino por perder una campaña, mantener correspondencia, aparentemente traicionera, con los enemigos de su señor y por minar la lealtad de sus tropas. En cualquier caso, se había convertido en una figura prescindible. El gobierno español prometió enviar un gran ejército desde Italia en 1634 para hacer lo que Wallenstein no había logrado: eliminar a los protestantes del sur de Alemania.

3. EL CARDENAL-INFANTE La casi milagrosa aparición en Alemania del hermano del rey de España al frente de un ejército de 15.000 hombres en el verano de 1634 fue producto de la visión y energía del conde-duque de Olivares. Por aquel entonces, el favorito llevaba una agotadora rutina diaria. Olivares se levantaba a las cinco, se confesaba y luego despertaba al rey y discutía el

programa del día con él. Pasaba el resto del día «recibiendo y despachando cartas, dando más audiencias, organizando reuniones… y luego despachando documentos con sus secretarios hasta las once de la noche». Cuando acompañaba al rey, de caza o en sus viajes trabajaba por el camino, dando audiencias desde la silla de montar o dictando cartas al pelotón de secretarios que le seguían. Algunos le comparaban con un espantapájaros, pues caminaba por el palacio con documentos de estado saliéndosele de los bolsillos, colgando de su cinturón e incluso enganchados en la cinta de su sombrero. Según un testigo visual: «De su dormitorio a su estudio, de su estudio a su carruaje, de paseo, en un rincón, en las escaleras… oía y se ocupaba de un infinito número de personas». Esta rutina frenética acabó con cuatro de sus secretarios, y él mismo sufría alternativamente de falta de sueño y de imposibilidad de dormir cuando tenía posibilidad de hacerlo. Tal vez esto explica sus frecuentes berrinches (durante una audiencia que tuvo con un embajador genovés –el enviado de un Estado amigo– Olivares golpeó el puño con furia en el marco de una ventana), pero también estaba claro que disfrutaba con la exageración y los gestos teatrales. Se crecía haciendo cosas inesperadas o haciéndolas de forma inesperada. Un observador consideraba a Olivares una persona «con una gran propensión natural hacia la novedad, sin tener en cuenta a dónde podían llevarle»[14]. Pero no paraba nunca: la constitución de toro que dejan traslucir sus retratos le sostuvo durante 22 años de incansable dedicación al servicio de su soberano. Más aún, hasta 1640 su control sobre los asuntos fue notablemente bueno. Se hizo con una colección de mapas y obras de referencia que le permitían seguir la marcha de su política y de sus guerras en el exterior y se ayudaba del consejo de un amplio abanico de especialistas en aquellos campos en los que sus propios conocimientos eran escasos. Mostraba, sobre todo, una increíble tenacidad. En una carta escrita en 1625 a un crítico, mostró este rasgo con una sorprendente imagen. Olivares no considerara que fuera útil dedicarse a hacer un constante y desesperado relato del estado de las cosas. Lo conocía y lo lamentaba, pero no dejaba que debilitara su determinación o disminuyera su interés, pues la magnitud de su responsabilidad era tal que había decidido morir agarrado a su remo hasta que no quedara ni una astilla. Tal tenacidad daba buena impresión. Cuatro años después, otro crítico escribió: «Es así que nos vamos acabando, pero en otras manos hubiéramos

perecido más presto»[15]. Cuando Felipe IV fue coronado en 1621, su primer ministro, don Baltasar de Zúñiga anuncio su intención de «reducir todo al estado en que se hallaba en los tiempos de Felipe II y abolir el gran número de abusos que se habían introducido en el reciente gobierno». Zúñiga y su sobrino, Olivares, propusieron un programa de reformas en profundidad para la sociedad, la economía y el gobierno de España. En un memorial secreto presentado al rey el día de Nochebuena de 1624, Olivares afirmaba que «el presente estado en que se hallan estos reinos por nuestros pecados es por ventura el peor en que se han visto jamás»[16]. Los riesgos de hacer cualquier cosa eran menores a los riesgos de no hacer nada. Propuso por consiguiente una nueva política social para reformar la moral e imponer sobriedad y austeridad. Había que estimular la industria, el comercio y la agricultura; y, sobre todo, había que reducir los impuestos en Castilla. Con este fin Olivares propuso llevar a las distintas partes de la monarquía de Felipe a una mayor unión que, por una parte, repartiría el coste de la defensa imperial a otros estados además de Castilla y, por otra, también compartiría algunos de los beneficios que Castilla recibía del Imperio con las otras provincias. Un año después, en diciembre de 1625, Olivares desveló su gran plan: la «Unión de Armas». Su modelo eran los círculos del Sacro Imperio Romano, y Olivares afirmaba que su plan no tenía otro fin que asegurar una cooperación militar más estrecha entre las diversas unidades de la monarquía de Felipe IV y repartir los gastos de la defensa imperial. La facilidad con la que la flota angloholandesa había atacado Cádiz en el otoño anterior (véase cap. V, «3. Ascenso y caída de una coalición») mostraba cuán necesario era mejorar la situación defensiva de España. Olivares esperaba que la Unión también «familiarizara» (palabra utilizada en los círculos gubernamentales) a los habitantes de unos estados con los de otros, pudiendo servir así de base a una unión más estrecha. En enero de 1626 el rey y su ministro salieron de Madrid para «vender» la Unión de Armas a las asambleas representativas de Aragón, Cataluña y Valencia; una vez lo lograran, pretendían utilizar los nuevos recursos para vengarse de Carlos I por el asalto de Cádiz lanzando una invasión contra Irlanda. Olivares calculó las obligaciones de pago exactas de cada parte de la monarquía basándose en unos datos muy erróneos. Así, consideraba que la

población de Cataluña era de un millón de personas, y por lo tanto debería suministrar y pagar 16.000 soldados para la defensa de la monarquía, aunque recientes estudios sugieren que Felipe IV solo tenía 360.000 súbditos catalanes. Asimismo, aunque Olivares pensaba que el reino de Valencia podía mantener a 6.000 soldados, los historiadores han calculado que esto habría movilizado a 1 de cada 11 adultos, aunque el gobierno sostuviera que solo era 1 de cada 100[17]. No es de extrañar, entonces, que los catalanes se negaran a dar un céntimo ni que los valencianos dieran solo una cuarta parte de lo que pedía la corona. Incluso eso provocó una gran hostilidad. En las calles de Valencia, el día después de que la asamblea votara el impuesto, apareció un cartel que mostraba a Olivares rodeado de llamas, arrastrando con cuerdas al rey a los miembros de la asamblea. «¿A dónde lleváis a esta gente, conde?», preguntaba el rey; «Cuando noten el calor lo sabrán», respondía Olivares. El rey y su ministro no volvieron a Castilla con las manos del todo vacías, aparte de los impuestos de Valencia, en Monzón y Aragón cerraron un favorable acuerdo sobre la cuestión de la Valtelina con Francia (véase cap. V, «4. Francia y la guerra fría por Italia»); pero tuvieron que abandonar su plan de invadir Irlanda. Sin embargo, en julio de 1626, Felipe IV firmó las órdenes que hacían efectiva la Unión de Armas y enviaron mensajeros a Portugal, América y los Países Bajos con detalles sobre las contribuciones que se necesitaban para la defensa imperial. El plan fue un desastre: provocó una intensa y prolongada oposición en todas las provincias del Imperio. El año 1626 también le trajo al conde-duque una desgracia personal. Su única hija murió después de dar a luz a un bebé muerto, destruyendo así sus esperanzas de fundar una gran dinastía. A partir de este momento, Olivares trabajó y rezó aún más, llevando una vida de absoluta austeridad y dedicación al servicio de su rey. Como escribió su secretario personal unos días antes del final del ministerio: «Mi señor está completamente agotado y roto, pero incluso con agua sobre su cabeza, sigue nadando»[18]. El verano de 1627 también sometió la tenacidad de Olivares a una gran presión. En agosto el rey enfermó gravemente y los cortesanos comenzaron a reposicionarse alrededor de los hermanos del rey, Carlos y Fernando, que se harían cargo de la regencia si Felipe moría. En ambos bandos, aquellos que odiaban a Olivares enseñaron los dientes, mostrándole con claridad lo

impopular que era. La recuperación del rey les desbarató los planes y les desenmascaró (de forma muy parecida a como había sucedido con los enemigos de Richelieu en el «día de los incautos» dos años antes en Francia: véase cap. V, «4. Francia y la guerra fría por Italia»); al parecer también hizo que Felipe cambiara sus hábitos. A partir de entonces, tomó un mayor interés por los asuntos de Estado. El rey y el ministro trabajaron en colaboración mucho más estrecha para sacar adelante los intereses de la monarquía: consolidar una alianza más estrecha con los Habsburgo austriacos, crear una flota en el Báltico, poner fin a la guerra de los Países Bajos con unas condiciones favorables e intervenir en la disputada sucesión de Mantua. No se logró nada de esto. En 1628 la Compañía Holandesa de las Indias Occidentales envió una flota de 31 navíos grandes, con 689 cañones y 4.000 hombres, dirigida por Piet Heyn, al Caribe, donde interceptó la flota de plata mexicana que regresaba a España. Los holandeses se llevaron 800.000 libras esterlinas en plata, una cantidad similar en barcos y artillería y 1,2 millones en mercancías. Fue un fuerte golpe a la economía y el prestigio españoles. Cuando llegaron las noticias a la corte, Olivares dijo que estaba pasando los peores días de su vida desde que entró al servicio real, pero le esperaban días mucho peores. En febrero de 1630 otra flota de la Compañía Holandesa de las Indias Occidentales llegó a Recife, en el noroeste de Brasil y lo ocupó. Al poco tiempo, la mayor parte de la rica llanura costera productora de azúcar de Pernambuco estaba en manos holandesas. Al noviembre siguiente el tratado de paz que se firmó con Inglaterra no hacía ninguna mención a la tolerancia para los católicos ingleses, algo que Carlos I había ofrecido hacía 7 años (véase cap. V, «3. Ascenso y caída de una coalición»). Humillado por estos reveses, en febrero de 1631 el conde-duque formuló otra grandiosa propuesta para restablecer la fortuna de España. Dependía del envío de los dos hermanos de Felipe IV a lugares problemáticos de la monarquía: Carlos iría a Lisboa y organizaría las flotas y ejércitos necesarios para recuperar Brasil de los holandeses, y Fernando (nombrado cardenal-arzobispo de Toledo a la edad de 10 años y conocido a partir de entonces como el cardenal-infante) iría a los Países Bajos y dirigiría la guerra desde allí. Si la noticia de que dos miembros de la familia habían sido enviados fuera de España no movía a la nación a cumplir con su deber,

dijo Olivares con gravedad en una reunión del consejo, habría que perder la esperanza de tener jamás el aplomo necesario para derrotar al enemigo y restablecer la reputación de España. El tiempo no le devolvió la confianza. Le comentó abatido a un compañero que se sentía como si hubiera llegado a la cima de la montaña y todo se cayera, todo saliera mal. Se quejaba de que nunca recibía ninguna carta reconfortante, de que no llegaba ningún envío que no le dijera que todo estaba perdido porque no habían podido suministrar el dinero[19]. Lo que sucedió fue que el príncipe Carlos murió en 1632, antes de llegar a Portugal, y la flota de socorro no partió a Brasil hasta 1635 (y fue derrotada). En Alemania, la masacre sueca de 1631 aniquiló la causa católica, mientras que en los Países Bajos la campaña que llevaron a cabo los holandeses a lo largo del río Mosa cortó prácticamente todos los vínculos con Alemania. Finalmente, en septiembre de 1633, los franceses ocuparon Lorena, cerrando el camino español por el que Olivares pretendía que el cardenal-infante llegara a Bruselas. Olivares decidió ahora embarcarse en otra aventura desesperada, pues parecía no haber otra opción que la de «morir haciendo algo». El rey de Francia ha cerrado por completo la ruta de Italia a Flandes. Francia se encuentra entre España y Flandes, por lo que ninguna ayuda de Alemania puede llegar ni a Flandes ni a Italia; y ninguna ayuda de Italia puede llegar a Flandes; y ninguna ayuda puede llegar a España desde Flandes, o a Flandes desde España, salvo a través del Canal, que está bordeado por puertos franceses a un lado y puertos ingleses al otro, y lleno de barcos holandeses[20].

Olivares pensaba que enviar un gran ejército a Alemania capitaneado personalmente por el cardenal-infante no solo abriría de nuevo el camino español, sino que también lograría otros dos objetivos. En primer lugar, podría hacer que los protestantes salieran del sur de Alemania; en segundo lugar, al aumentar la presencia militar de España en los Países Bajos, podría al mismo tiempo inducir a los holandeses a hacer las paces (y a devolver Brasil) y hacer que los franceses evacuaran Lorena. Al principio, este osado plan funcionó increíblemente bien. El cardenalinfante salió de España para ir a Italia en abril de 1633 y pasó un año reclutando y entrenando a su nuevo ejército. En el verano de 1634, mientras llevaba a su ejército a Baviera a través de los pasos alpinos, lo que quedaba del ejército de Wallenstein, ahora capitaneado por Fernando, el hijo del emperador (que estaba casado con María, la hermana del cardenal-infante,

la anterior «princesa de Inglaterra»), puso sitio a Nördlingen. Allí, en septiembre, a pesar de todos los obstáculos logísticos, los cuñados unieron fuerzas, justo delante del ejército de la Liga de Heilbronn de Oxenstierna. Oxenstierna se había beneficiado poco de la caída de Wallenstein. El elector de Brandeburgo todavía anteponía Pomerania y declaraba que no iba a cooperar más, a menos que Suecia renunciara a su reclamación sobre el ducado. Suecia se negó a hacerlo. Al mismo tiempo, algunos príncipes luteranos próximos a Juan Jorge de Sajonia iniciaron conversaciones con representantes imperiales sobre un posible acuerdo. Entretanto, Ladislao de Polonia logró una victoria arrolladora sobre Rusia. En septiembre de 1633 no solo liberó Smolensk, sino que también logró bloquear la huida de los asaltantes a un lugar seguro, rodeando el campamento ruso hasta que, seis meses después, los hambrientos supervivientes se rindieron. Cuando salieron desfilando de su campamento, sus comandantes tuvieron que desmontar y postrarse a los pies de Ladislao hasta que les ordenaran ponerse en pie, mientras el caballo del rey pisoteaba sus estandartes[21]. En mayo de 1634 las dos facciones firmaron la Eterna Paz de Polianovka, por la que Rusia le cedía a Polonia todos los territorios que había conquistado y le pagaba una indemnización de guerra. Ladislao únicamente renunció a su título de zar, reconociendo la legitimidad de los Romanov. La paz obligó a Oxenstierna a destinar a algunas de sus mejores tropas al nordeste, por si los victoriosos polacos decidían atacar. Estos reveses sirven para explicar el precipitado comportamiento de los generales protestantes en Nördlingen. El 6 de septiembre de 1634 el ejército de la Liga de Heilbronn capitaneado por Gustavo Horn (el yerno de Oxenstierna) y Bernardo de Sajonia-Weimar intentaron un asalto frontal al campamento, fuertemente fortificado, que asediaba la ciudad de Nördlingen. No lograron expulsar a los asaltantes ni con 15 series de cañonazos y cuando los destrozados batallones protestantes intentaron retirarse, los católicos los masacraron. Horn y unos 4.000 hombres fueron hechos prisioneros, y quizá otros 12.000 murieron en el campo de batalla. Podemos entender que Olivares lo llamara «la mayor victoria de nuestros tiempos». El cardenal-infante y su ejército español marcharon enseguida hacia Bruselas, para llevar a cabo el resto de la gran estrategia del conde-duque, mientras los imperialistas hacían retroceder desordenadamente a los

protestantes. Sajonia-Weimar ordenó a todas sus guarniciones que se replegaran a través del Rin para pasar el invierno en Alsacia; Suecia retiró todas las tropas que tenía en el sur del Meno. A medida que los católicos iban tomando posiciones, los ánimos de Oxenstierna flaqueaban. Sé por mi amplia experiencia que [los príncipes alemanes] nos van a tolerar solo mientras sientan que necesitan nuestra ayuda. Pero cuando el peligro en el que están se haya acabado, ni uno de ellos nos mostrará el más mínimo gesto de gratitud por todas estas molestias y gastos.

Además, si estallaba una nueva guerra con Polonia cuando expirara la tregua de Altmark en 1635, el canciller no dudaba de cuáles eran las prioridades de Suecia: «La guerra polaca», escribió a un colega, «es nuestra guerra ganemos o perdamos, es nuestra ganancia o pérdida. Esta guerra alemana, no sé lo que es, solo sé que vertemos nuestra sangre en ella por nuestra reputación, y no podemos esperar nada más que ingratitud». En enero de 1635 advirtió a los regentes de Estocolmo: «Debemos dejar este asunto alemán a los alemanes, que serán los únicos que saquen algún beneficio de él (si es que se puede sacar alguno), y por lo tanto no gastar más hombres o dinero aquí, sino más bien intentar escabullirnos de aquí de la forma que sea»[22]. Sus aliados alemanes ya habían empezado a «escabullirse». Juan Jorge de Sajonia empezó a dirigir negociaciones con el emperador inmediatamente después de Nördlingen y en noviembre de 1634 ambas facciones llegaron a un acuerdo preliminar. Sajonia obtendría derechos absolutos sobre Lusacia (cedida en 1620 como garantía por la ayuda que el elector le prestó a Fernando durante la revuelta bohemia) y el territorio de Magdeburgo; a cambio, reconocería la transferencia permanente del electorado palatino a Baviera. El emperador por su parte acordaba suspender el edicto de Restitución durante 40 años y establecía noviembre de 1627 como la «fecha oficial» para la restauración de las tierras de la iglesia y para la práctica de las doctrinas permitidas, lo cual era un compromiso decisivo que permitía a los católicos conservar sus ganancias en el sur y en el sudoeste, pero salvaguardaba las tierras secularizadas de los estados del norte. Los ejércitos sajón e imperial se unirían con las fuerzas de la Liga católica para formar un Hauptarmee que implementara el acuerdo y expulsara a todas las fuerzas extranjeras del Imperio. El emperador presentó las condiciones a sus teólogos para que las estudiaran.

Las nuevas ganancias obtenidas por el ejército imperial en el invierno de 1634-1635 socavaron la posición de negociación de los sajones y al final Juan Jorge tuvo que renunciar a sus insistentes peticiones de amnistía para la familia palatina y otros calvinistas. No hubo más concesiones porque resultaba evidente que Francia pretendía intervenir abiertamente. En primer lugar, Richelieu renovó y aumentó el subsidio a los holandeses, para que los ejércitos de la República pudieran inmovilizar al cardenal-infante y a su ejército en los Países Bajos (el tratado de febrero de 1635 hasta contenía una cláusula sobre la forma en que se debían dividir los Países Bajos del sur si eran invadidos). En segundo lugar, durante el invierno de 1634-1635 las fuerzas francesas arrebataron la Valtelina y varias ciudades clave en Alsacia de los Habsburgo. En tercer lugar, en abril de 1636, Richelieu firmó una alianza con Oxenstierna (que viajó a Francia en persona) que incluía una garantía de que Francia le declararía la guerra a España y no firmaría ninguna paz por separado. Incluso el nuncio papal de Viena –que se oponía sistemáticamente a cualquier acuerdo que debilitara el edicto de restitución– reconoció que si los franceses intervenían en Alemania, el emperador se vería forzado a firmar la paz con Sajonia en los términos que fueran. Por lo tanto Fernando autorizó un alto el fuego con Sajonia y Brandeburgo en febrero de 1635 y, a pesar de las enérgicas objeciones de su confesor Lamormaini, firmó con ellos la paz de Praga el 30 de mayo. Aquello volvió a hundir los ánimos de Oxenstierna. «El emperador», escribió, «ha ganado más con la paz que con dos Nördlingens»[23]. El canciller pronto tuvo más motivos para lamentarse. En julio de 1635 unidades amotinadas de su ejército le detuvieron y le tomaron como rehén para reclamar sus sueldos retrasados. En septiembre, sin su influencia moderadora, el consejo de regencia le concedió a los polacos casi todo lo que pedían, incluso la retirada de los derechos portuarios en Prusia, para garantizar la renovación del tratado de Altmark. En el mes siguiente cuando, poco después de la paz de Praga, Sajonia le declaró la guerra a Suecia, los reyes se volvieron abiertamente derrotistas y llegaron a la conclusión de que lo más sabio y mejor [sería] iniciar una negociación con el emperador y abandonar de la guerra alemana: si no puede hacerse en unos términos honrosos, conformémonos con los términos que

podamos obtener; pues los recursos del país no son adecuados para el mantenimiento de grandes ejércitos[24].

La paz de Praga trajo consigo otros cambios significativos. En concreto, sirvió para calmar un poco los ánimos religiosos. Los protestantes y los católicos ya no se enfrentaban en dos bloques casi monolíticos; el Hauptarmee, encargado de asegurarse de que se mantuviera la paz, comprendía a los ejércitos imperial, sajón y al ejército de la Liga, todos capitaneados por Fernando de Hungría. Pero, sobre todo, ahora los protestantes alemanes esperaban ser liberados por la Francia católica. En un principio la declaración de guerra de Luis XIII solo le afectaba a España y en apariencia estaba ocasionada por un motivo bien distinto (aunque sus consejeros llevaban meses discutiéndola). En marzo de 1635 el ejército español invadió Tréveris, que desde 1632 se encontraba bajo protección francesa, arrestó y aprisionó al elector y luego ocupó las ciudades principales de su territorio. El asedio a un gobernante y a una capital que se encontraban bajo protección francesa era un desafío que Richelieu y su altivo rey no podían permitirse pasar por alto, aunque hubieran querido. Dos meses después, un heraldo francés presentó formalmente una declaración de guerra al rey de España. Aunque aún no se había producido una ruptura formal con el emperador, la mayoría de los observadores se dieron cuenta de que el resultado inevitable de las maniobras de Richelieu para formar una coalición anti-Habsburgo iba a ser una guerra generalizada en Europa. Pero pocos se dieron cuenta de que el esfuerzo de hacer la guerra en tantos frentes provocaría una revolución en muchos estados antes de que pudieran alcanzar sus objetivos.

[1] Véanse los poemas antisuecos de Kasper Twardowski (1626) y Sebastian Zakrzewski (1627) en J. Nowak-Dlużewski, Okolicznościowa poezja polityczna w Polsce. Zygmunt III, Varsovia, 1971, p. 312 y 314-315 (mi agradecimiento a Robert Frost por ayudarme a interpretarlos). Adam Freitag, Architectura militaris nova et aucta, oder newe vermehrte Fortifaction… auff die neweste Niederländische Praxin gerichtet, Leiden, 1631, dedicado al príncipe Ladislao. [2] M. Roberts, Sweden as a great power, Londres, 1968, p. 136: discurso de Gustavo Adolfo a la Dieta sueca, 26 de agosto de 1617. [3] P. von Chlumecki, Die Regesten der Archive im Markgrafthume Mähren. 2e Abteilung. Briefe Albrechts von Waldstein, Brünn, 1856, p. 208: Wallenstein a Collalto, 10 de febrero de 1630. [4] R. Bireley, Religion and politics in the age of the Counter-Reformation: Emperor Ferdinand II, William Lamormaini, SJ, and the formation of imperial policy, Chapel Hill, Carolina del Norte, 1981,

p. 54: instrucciones de Fernando a Stralendorf, 4 de octubre de 1627. [5] P. Laymann, Pacis compositio inter principes et ordines catholicos atque augustanae confessionis adhaerentes, Dillingen, 1629, libro VI, capítulo 31, párrafos 4-7. El libro salió a la venta en la feria de libros de Fráncfort el mismo día que se publicó el edicto. Las otras dos «L» eran Lorenzo Forer, SJ, un socio de Laymann, y Wilhelm Lamormaini, SJ, el confesor del emperador (le agradezco al profesor Robert Bireley, SJ, informarme de quienes eran estas personas). [6] Bireley, Religion and politics…, cit., p. 125: descripción de los hechos de Kaspar Schoppe, testigo ocular. [7] Una versión inglesa del Kriegsmanifest de Gustavo está impresa en G. Symcox (ed.), War, diplomacy and imperialism, 1618-1763, Londres, 1974, pp. 102-113. [8] P. Suvanto, Wallenstein und seine Anhänger am Wiener Hof zur Zeit des zweiten Generalats, 1631-1634, Helsinki, 1963, p. 72: Questenburg a Wallenstein, 23 de abril de 1631 («Jizt haists Helff, helff, und non est qui exaudiat»). [9] El texto del acuerdo de Göllersdorf no se ha conservado y puede que nunca fuera escrito, lo cual hace que no se sepa con seguridad lo que Fernando le autorizó hacer a su general. Véase, sin embargo, la brillante reconstrucción de la negociación que realiza Suvanto en su libro, Wallenstein, cit., pp. 158-159. [10] A. T. S. Goodrick (ed.), The relation of Sydnam Poyntz, Londres, 1908: Camden Society, 3.a serie XIV, p. 73. [11] Roberts, Sweden as a great power, pp. 146-147: la Liga de Heilbronn, 13 de abril de 1633 OS. [12] Suvanto, Wallenstein, cit., p. 181: Wallenstein al conde Gallas, 19 de enero de 1633; marqués de Feuquières, Lettres et négociations, II, Ámsterdam, 1753, pp. 68-69: carta a Luis XIII, 22 de agosto de 1633. [13] G. Irmer, Die Verhandlungen Schwedens und seiner Verbündeten mit Wallenstein und dem Kaiser von 1631 bis 1634, III, reimpresión, Osnabrück, 1965, pp. 200-201: Ottavio Piccolomini al general Aldringen, 3 de febrero de 1634. [14] J. H. Elliott, The count-duke of Olivares: the statesman in an age of decline, Londres y New Haven, Connecticut, 1986, pp. 284 y 290-291, donde se cita el Epítome de Sánchez Calderón y al embajador genovés en Madrid. [15] Ibid., pp. 231 y 419, donde se cita la carta de Olivares al conde de Gondomar, del 2 de junio de 1625 y los Discursos de don Antonio de Mendoza. [16] Elliott, Olivares, cit., p. 82, tal y como lo contó el embajador genovés en Madrid, el 6 de abril de 1621. (Zúñiga le dijo lo mismo al embajador imperial: véase la carta de Khevenhüller del 2 de mayo citada en J. H. Elliott, El conde-duque de Olivares y la herencia de Felipe II, Valladolid, 1977, p. 66). Sobre el «Gran Memorial» del 24 de diciembre de 1624, véase Elliott, Olivares, cit., pp. 180202. [17] Véanse los cálculos en J. H. Elliott, The revolt of the Catalans: a study in the decline of Spain, Cambridge, 1963, p. 238 (nótese que los catalanes, al igual que el gobierno, aceptaron esta cifra más alta) [ed. cast.: La rebelión de los catalanes. Un estudio sobre la decadencia de España (1598-1640), Madrid, Siglo XXI de España, 1977 y 2014]; y J. G. Casey, The kingdom of Valencia in the seventeenth century, Cambridge, 1979, pp. 5 y 252 [ed. cast.: El reino de Valencia en el siglo XVII, Madrid, Siglo XXI de España, 1983]. [18] Elliott, Olivares, p. 280: Antonio Carnero a Pieter Roose, 16 de enero de 1643. [19] AGS Guerra Antigua 1035, unfol., consulta del consejo de Estado, 27 de febrero de 1631, voto de Olivares; Elliott, Olivares, cit., p. 448: Olivares al marqués de Aytona, 6 de octubre de 1632. (La idea de enviar a los príncipes como virreyes, cuando fueran lo bastante mayores, apareció por primera vez en un memorial escrito por Olivares en el verano de 1625: Elliott, Olivares, cit., p. 186.)

[20] Elliott, Olivares, cit., p. 464: consulta del consejo de Estado, 17 de septiembre de 1633, voto de Olivares. [21] Ladislao vio su notable victoria representada en uno de los cuadros que se pintaron para el salón principal del Palacio de Varsovia, donde aún sigue expuesto. Este cuadro se reproduce en la portada del libro de R. I. Frost, The northern wars, 1558-1721, Londres, 2000. Como dirían los hinchas de fútbol escoceses: «Canta cuando estás ganando». [22] M. Roberts, «Oxenstierna in Germany, 1633-1636», en From Oxenstierna to Charles XII: four studies, Cambridge, 1991, p. 30 (memorial para Johan Oxenstierna, 28 de agosto de 1634), p. 31 (carta a Baner del 28 de octubre de 1634) y p. 34 (carta al consejo de Estado, 7 de enero de 1635). Todas las fechas son del calendario «viejo estilo» o calendario juliano. [23] K. Repgen, Die römische Kurie und der westfälische Friede. I. Papst, Kaiser und Reich, 1521-1644, I, Tubinga, 1962, p. 337, n.o 124: Rocci al secretario de Estado Barberini, 2 de noviembre de 1634; Roberts, From Oxenstierna to Charles XII, p. 47. [24] M. Roberts, Sweden as a great power, cit., p. 151, minutas del consejo de regencia, 23 de octubre de 1635, calendario juliano.

VII. GUERRA Y REVOLUCIÓN, 1635-1648

1. AL BORDE DEL DESASTRE El destino de buena parte de Europa a finales de la década de los treinta del siglo XVII no estaba en las manos de los reyes sino en las de tres plebeyos de parecida edad y formación: el canciller Oxenstierna (nacido en 1563), el cardenal Richelieu (nacido en 1585) y el conde-duque de Olivares (nacido en 1587). Aunque solo los dos primeros se vieron en persona (en una ocasión), pasaron buena parte de sus vidas políticas intentando adivinar las intenciones ocultas de los otros e intentando burlarles. Oxenstierna disfrutó de más poder durante mucho más tiempo. Se convirtió en canciller de Suecia en 1612 y se ganó la total confianza de Gustavo Adolfo. En 1632, cuando la muerte del rey le convirtió en el auténtico director de la guerra de Suecia, dos tercios de los consejeros de Estocolmo eran o bien parientes o estrechos aliados políticos suyos: nunca sufrió un golpe de Estado (aunque Richelieu ordenó una vez su secuestro en Alemania y, en otra ocasión, fue raptado por un grupo de oficiales del ejército amotinados). Permaneció en el poder hasta su muerte en 1654, consiguiendo que Suecia alcanzara el estatus de gran potencia y alcanzando tal eminencia personal que (como él mismo comentaba con suficiencia) trataba a los príncipes como iguales y no se quitaba el sombrero en presencia de reyes. Ni Richelieu ni Olivares jamás disfrutaron –o soñaron con tener– tal poder. Desde el momento en el que entró en el consejo en 1624 y su muerte en 1642, el cardenal dedicó mucho tiempo a sortear el cuestionamiento de su autoridad con el rey por parte de miembros de la familia real y de los favoritos personales de Luis XIII. Aunque el control del conde-duque sobre la política de Felipe IV solamente flaqueó en una ocasión (en 1627), acabó víctima de una intriga de la corte que, casi con total seguridad, contaba con el apoyo de la reina, y murió en el exilio. Sin embargo, los tres ministros compartían varias características. En primer lugar, todos dependían por completo de la supervivencia de su soberano. Gustavo dejó solo a una niña enfermiza, Cristina, y su frágil vida era lo único que impedía que su primo Ladislao de Polonia fuera el sucesor del trono de Suecia; Luis XIII no tuvo

hijos hasta 1638, y su hermano Gastón de Orleáns (acérrimo enemigo del cardenal) era el siguiente en la línea sucesoria; hasta el nacimiento del hijo de Felipe IV, Baltasar Carlos, en 1629, su hermano Carlos (que no simpatizaba con el favorito) esperaba entre bastidores. En segundo lugar, los tres ministros manejaban un enorme volumen y una gran variedad de asuntos, tanto nacionales como internacionales. Oxenstierna hablaba por todos cuando decía que temía que esta terrible carga de trabajo le fuera a matar. Dios es testigo de que simplemente no puedo hacerlo, y estoy tan agobiado por la variedad de temas, tan abrumado por el peso de los asuntos, tan cargado de dificultades, tan rodeado de peligros, que normalmente no sé lo que estoy haciendo… Temo bastante por mi vida, y temo que mis obligaciones se retrasen… En cuanto a la devoción y la buena voluntad, aún son lo que siempre han sido; pero mi fuerza y mi capacidad disminuyen.

Por último, los tres líderes deseaban iniciar reformas radicales en sus dominios, especialmente al ver que la situación económica general estaba empeorando y provocando inestabilidad social, pero los temas de política exterior siempre acababan frustrando sus esfuerzos[1]. En 1635 tanto Suecia, como Francia y España necesitaban la paz, no la guerra. Como escribía Gabriel, el lúgubre hermano de Oxenstierna, autor de unos largos y descorazonados informes sobre asuntos interiores que siempre deprimían al canciller: «El hombre corriente quiere morirse» y «Podríamos decir que hemos conquistado las tierras que tenían otros, y para lograrlo hemos arruinado las nuestras». Suecia siguió siendo esencialmente un país pobre, incapaz de mantener indefinidamente un Imperio continental o, como lo expresaba Gabriel Oxenstierna: «Las ramas crecen: las raíces del árbol se marchitan». Los muy completos archivos de la parroquia de Bygdea, en el norte de Suecia, demuestran la verdad que hay en este lamento. Gustavo introdujo un servicio militar obligatorio que exigía que cada parroquia suministrara una cuota anual de hombres para el ejército. Bygdea suministró 236 hombres entre 1620 y 1639, de los cuales 215 murieron en servicio y 5 más regresaron lisiados, y el número de varones adultos de la parroquia bajó de 468 a 288. Los reclutas se fueron volviendo cada vez más jóvenes: su edad media en 1638 bajó hasta los quince años; la de los reclutas de la parroquia vecina de Umea era de dieciséis. De los 28 nuevos reclutas de Bygdea que se enviaron a Alemania en julio de 1638, en

noviembre ya habían muerto 27, el más joven de los cuales solo tenía quince años, y el mayor, veinticinco. En términos demográficos, por lo menos, Suecia no podía seguir luchando indefinidamente[2]. España también tenía dificultades para llenar sus regimientos. El gobierno le ofrecía a sus presos permiso para cambiar su sentencia por el servicio militar (siempre que su delito no fuera por «crímenes atroces» o por impago de impuestos). Entre estos reclutas había no solo vagabundos y hombres sin un medio de vida claro, sino también adúlteros, maltratadotes y hombres que habían abandonado a sus esposas o se habían entregado a lo que la comunidad consideraba una vida licenciosa. En términos militares, sin embargo, nunca había suficientes «pecadores» para llenar las filas, por lo que los nobles, eclesiásticos y comunidades de los territorios reales recibían órdenes periódicas de producir un número determinado de hombres. A partir de 1630 recurrieron cada vez más a una lotería que se hacía entre todos los varones aptos de todas las comunidades para llenar su cuota y, a medida que pasaba el tiempo, el criterio de «aptitud» de la lotería fue cambiando dramáticamente. En Salamanca, por ejemplo, en la década de los veinte del siglo XVII todos los hombres de más de cuarenta años estaban exentos, pero este límite subió en la década de los treinta hasta los cincuenta años y ¡en 1640 hasta los sesenta! Al mismo tiempo, las tradicionales exenciones para estudiantes, cargos municipales, familiares de la inquisición, pequeña nobleza, médicos y carniceros se llegaron a pasar por alto, e incluso los discapacitados y los adolescentes podían ser llamados a filas, quedando solo exentos los clérigos y los gitanos (aunque los gitanos podían ser llamados a servicio de galeras obligatorio). A mitad de siglo España tampoco tenía las reservas demográficas y fiscales que necesitaba para mantener sus ambiciones imperiales. En cambio, Richelieu, debió haber pensado a veces que en Francia sobraban habitantes, en lugar de faltar. La ciudad de Amiens en Picardía, por ejemplo, vio como su población y su comercio textil crecían rápidamente de 1600 a 1630, con la llegada de muchos inmigrantes de los Países Bajos del sur y con las grandes exportaciones de tela a España. Luego llegaron las malas cosechas de 1630-1631 y el cierre de las fronteras tras la declaración de guerra en 1635 hizo que las ventas textiles, y por lo tanto la producción, disminuyeran dramáticamente. Cuando el gobierno impuso nuevos impuestos para pagar la guerra de 1636, los tejedores en

paro de Amiens protagonizaron una revuelta. En esto no estuvieron solos. Una oleada de revueltas antifiscales sacudió Francia en los años 1636 y 1637 y solo remitió cuando Richelieu prometió eliminar algunos impuestos especialmente impopulares; pero la guerra no podía permitir que la reducción de los ingresos durara demasiado. Por lo tanto las cargas impositivas subieron constantemente en Francia, recayendo con especial severidad sobre los pays d’élections del centro del país. Buena parte de este aumento vino de la subida del principal impuesto directo, la taille, cuyo importe anual pasó de menos de 6 millones de libras en 1635 a casi 48 millones en 1643 (véase la figura 6). La carga de los contribuyentes franceses durante las décadas de los treinta y los cuarenta era realmente mayor de lo que había sido en cualquier otro momento del siglo XVII, lo cual alarmó a algunos ministros. Como dijo el gobernador de Guyena en 1633, tras la represión de una oleada de agitación: Sé bien que los grandes e importantes asuntos de su majestad le obligan, a pesar suyo, a recaudar más de lo que desearía de sus súbditos; pero puedo aseguraros que la miseria [aquí] es tan general por todas partes y en toda condición que es inevitables si no hay en adelante un alivio, que la impotencia lleve a la población a alguna peligrosa resolución[3].

Figura 6. Las finanzas de la monarquía francesa, 1600-1650

Fuente: Basado en R. J. Bonney, The rise of the fiscal state in Europe, c. 1200-1815, Oxford, 1999, p. 141.

A veces Richelieu decía no comprender lo suficientemente bien la maquinaria de las finanzas como para cambiar el sistema. «Confieso abiertamente mi ignorancia en materias financieras», le dijo a uno de sus colegas con conmovedor candor en 1635; siete años más tarde, afirmaba ser incapaz de juzgar la conveniencia de un nuevo recurso fiscal por «la escasa experiencia que tengo en materias financieras», pero estas declaraciones parecían ser una mera excusa. En 1628-1632 el cardenal se interesó personalmente en extender el sistema de élections la los pays d’états y en intentar poner fin a la paulette. En 1640 ingenió un ambicioso plan de reforma fiscal que podría reducir dramáticamente el gasto y desplazar la carga impositiva de impuestos directos a impuestos indirectos: propuso reemplazar la taille con un impuesto nacional sobre la sal (gabelle) y un nuevo impuesto sobre las ventas. Sin embargo, curiosamente, el plan solamente hizo efectivo «après la paix» (después de la paz). Entretanto la ley fue letra muerta[4]. En cualquier caso, las rebeliones fiscales continuaron, con estallidos especialmente violentos en Normandía en 1639, conocidos como las revueltas de los nu-pieds (pies descalzos), que solo llegaron a su fin tras una sangrienta batalla (véase cap. I, «2. Ricos y pobres»). Olivares nunca tuvo que enfrentarse a una revuelta popular importante en Castilla, el seno de la monarquía española. Varios factores explican este destacado contraste. En primer lugar, en muchas de las zonas rebeldes de Francia en las décadas de los treinta y los cuarenta existía una tradición de revueltas: también se habían rebelado en la última década del siglo XVI (y frecuentemente antes), y por lo tanto había un arsenal de precedentes y experiencia. También solían disponer de lugares de difícil acceso donde podían resistir los rebeldes. Castilla, en cambio, había experimentado pocas revueltas populares en el último siglo. En segundo lugar, los contribuyentes castellanos tenían la oportunidad de escapar al Nuevo Mundo en lugar de rebelarse: unos 5.000 se embarcaron hacia América todos los años a lo largo del siglo XVII. En tercer lugar, en Castilla no existía el equivalente a la taille, un impuesto directo personal o (según la región) sobre la

propiedad, que producía más de la mitad del total de los ingresos franceses; en su lugar la «alcaba» y los «millones», impuestos sobre productos específicos, constituían los pilares de la hacienda castellana. Mientras que cualquier aumento de impuestos directos repercutía inmediatamente sobre todos los contribuyentes, los aumentos en los impuestos sobre consumos específicos no afectaban en la misma medida a todos los grupos. Esto disminuía el riesgo de una revuelta generalizada. Finalmente, y tal vez sea este el factor más importante, Francia y Castilla diferían en la medida en la que se «perdonaban» los impuestos impagados. El código legal de Castilla declaraba explícitamente que las órdenes reales que fueran contra la ley divina, la conciencia o la fe católica no debían obedecerse, y esto confería amplios derechos de «resistencia» legal a los súbditos comunes. Muchos contribuyentes apelaban a los tribunales contra el gravamen excesivo al que se les había sometido y los tribunales eran a menudo compasivos. Algunos apelaban directamente a la corona, protestando contra las grandes demandas impuestas sobre ellos y sus peticiones se tomaban en debida consideración y a menudo se les daba la razón. En 1641 Felipe IV llegó hasta a instaurar un «comité de conciencia» para estudiar si alguna de las tasas que había impuesto podía ser injusta y por lo tanto ofendía a Dios, porque «no quiero gozar de ningún tributo que sea con la menor sombra de escrúpulo»[5]. En Francia, por el contrario, el sistema de impuestos era la mayor fuente de trabajo del país, con 160.000 funcionarios a su disposición (más del 2 por 100 de los varones adultos del país), y no existía apelación posible contra un gravamen excesivo por sumas inferiores a 30 libras, el equivalente al salario de más de un mes para la mayoría de la gente. Por lo tanto, los retrasos e impagos de las tasas se dispararon. En Normandía, durante la década de los treinta del siglo XVII, más de la mitad de las parroquias parecen no haber pagado ningún impuesto y ninguna pagaba más que un tercio de su cuota. La expropiación y la confiscación de los bienes de los contribuyentes morosos se convirtió, por lo tanto, en una práctica habitual, que dejaba pocas alternativas a las víctimas salvo la lucha o la huida, y el gobierno recurría cada vez más a la imposición de nuevas tasas para llenar el déficit causado por el impago de las viejas. El patrón de las rebeliones antifiscales en Francia era por lo tanto casi el inverso que en España. Excepto en 1628-1632, cuando Richelieu intentó imprudentemente subir los ingresos de los pays d’états de la periferia, las

revueltas francesas ocurrieron normalmente en el centro del país, donde el control del gobierno era mayor, pues las subidas de impuestos les afectaban allí con más severidad. Los impuestos directos en Normandía eran catorce veces mayores que en Provenza y once veces mayores que en Languedoc, por lo que no es de extrañar que el levantamiento popular más grave del periodo, el de los nu-pieds, se produjera en Normandía. En España, por el contrario, los principales disturbios antifiscales se produjeron en las zonas que, irónicamente, menos aportaban al tesoro real: Vizcaya, Portugal y Cataluña. Como Richelieu, Olivares debería haber dejado a las zonas periféricas en paz. Eran relativamente pobres, pero tan protegidas por privilegios y tradiciones que siempre daban más problemas que ingresos. Sin embargo, el conde-duque, no veía así las cosas. Jamás había comprendido por qué los catalanes rechazaban unas peticiones de impuestos que a él, gracias a sus falsas estadísticas (véase cap. VI, «3. El cardenalinfante»), le parecían justas y razonables. Por lo tanto, en 1632 el rey y él realizaron otra visita personal para convocar a las cortes catalanas y solicitar la ayuda debida a la Unión de Armas. Esto fue, una vez más, un humillante fracaso. Los catalanes no solo habían sufrido una serie de inesperados desastres climáticos –casi uno al año entre 1601 y 1630–, sino también unas cosechas desastrosas y, en algunas partes del principado, la peste en 1629-1631. Por lo tanto sus representantes se negaron a pagar un solo céntimo, a pesar de las veladas amenazas acerca de las consecuencias que podía conllevar disgustar al rey. Por otra parte, una importante protesta contra un nuevo impuesto sobre la sal empezó en la provincia de Vizcaya en septiembre de 1631 y duró hasta mayo de 1634. Después, en 1637, la imposición de nuevas tasas en Portugal (en parte para financiar la recuperación de Brasil de los holandeses: véase cap. V, «4. Francia y la guerra fría por Italia») provocó una rebelión en la ciudad de Évora que pronto se extendió por las ciudades de alrededor. Aunque al principio Olivares adoptó una actitud de despreocupación, afirmando que normalmente no tomaba en serio estas cosas, porque los tumultos populares se producían a diario sin consecuencias graves, colocó tropas a lo largo de la frontera. También mandó a un enviado especial, don Miguel de Salamanca, para asegurarse de que el duque de Braganza (el principal noble portugués) mantenía a la aristocracia leal a España. En esta ocasión Braganza siguió siendo un fiel vasallo de Felipe IV, pero la

situación era claramente inestable. En enero de 1638 Olivares le advirtió a su agente en Évora de que «si el rey nuestro señor no puede en Portugal castigar una sedición o motín, o rebelión de tres provincias enteras, no es rey de Portugal ni puede ser tenido por tal». Al final del mes las tropas castellanas cruzaron la frontera y reprimieron la insurrección, ejecutando a 5 cabecillas y condenando a otros 70 a galeras[6]. Esta alarmante inestabilidad en la península hizo que Olivares enviara al mismo don Miguel de Salamanca a Francia en la primavera de 1638 con instrucciones de negociar un alto el fuego. El resultado de la Guerra de los Treinta Años pendía de un hilo. En Alemania las ganancias que habían obtenido los Habsburgo con la paz de Praga (véase cap. VI, «3. El cardenal-infante») y con el hecho de que primero Sajonia (octubre de 1635) y luego Brandeburgo (enero de 1636) le hubieran declarado la guerra a Suecia no contrarrestaban la creciente cooperación entre Suecia y Francia. En marzo de 1636, tras renovar la tregua con Polonia y salvaguardar así su flanco oriental, Suecia renovó su pacto con Francia para coordinar la estrategia y aceptó no firmar ninguna paz por separado, provocando al emperador para que le declarara la guerra a Francia. Como respuesta, Richelieu movilizó un número de soldados impresionante –176.000 en 1635, 180.000 en 1636 y 212.000 en 1639 (por lo menos oficialmente)–, pero cometió el error de desplegarlos en numerosos frentes: contra España, en los Países Bajos españoles, en Italia, en la Valtelina y en Alemania. El cardenal también reunió una flota en el Atlántico y en el Mediterráneo. Los resultados de este excesivo esfuerzo eran predecibles. En 1635, 26.000 soldados franceses invadieron los Países Bajos, pero no lograron tomar ninguno de sus objetivos; sus aliados holandeses tuvieron que evacuar por mar a muchos de los 8.000 hombres que quedaron al final de la campaña. Entretanto, el cardenal-infante, ignorando notablemente la amenaza francesa, recuperó algunas de las plazas de los ríos Mosa y Rin que recientemente había perdido a los holandeses, reabriendo así el acceso para entrar y salir de Alemania, otro de los objetivos por los que Olivares le había enviado a Bruselas. La decisión del emperador de lanzar un gran ataque sobre Francia cambió temporalmente estas prioridades. En mayo de 1636 sus generales decidieron invadir por el este y le suplicaron al cardenal-infante que organizara una operación de distracción por el norte. Actuando –como había hecho tantas

veces su tío Alberto– contra órdenes expresas de Madrid (que le pedía otra campaña contra Holanda), en julio el cardenal-infante cruzó la frontera francesa a la cabeza de una pequeña formación militar. Ayudado por refuerzos imperiales, llegó al Somme en agosto y tomó Corbie después de sitiarlo durante una semana. Las avanzadillas llegaron a Pontoise, que estaba solo a 25 kilómetros de París y los refugiados salieron en tropel de la capital francesa en dirección al Loira. Sin embargo, Luis XIII y Richelieu no se fueron. Aunque corrían por París habladurías sediciosas sobre él, el cardenal recorrió las estrechas calles en su carruaje con menos guardas y retén que de costumbre, hablando a la gente que encontraba en su camino y recuperando el respeto con su frío pero tranquilo coraje. Cuando el control del gobierno de París quedó asegurado, el rey y su ministro se dirigieron al norte para dirigir en persona las operaciones. Los españoles, en clara minoría numérica, se retiraron. El principal ejército imperial, al mando del conde de Gallas, no entró en Borgoña hasta el 15 de septiembre. Casi inmediatamente, Suecia recuperó la reputación perdida en Nördlingen al derrotar a una fuerza superior de sajones e imperialistas en Wittstock (el 4 de octubre). El emperador le pidió a Gallas que regresara a Alemania. Impresionado por la aparente facilidad con la que el cardenal-infante había llegado hasta Corbie, Olivares decidió lanzar un ataque triple sobre Francia en 1637: desde Cataluña, desde Milán y desde los Países Bajos. Los tres fracasaron, lo cual tal vez no era de extrañar, teniendo en cuenta el tiempo que tardaban las órdenes en llegar a sus destinos a partir del momento en el que Francia cerró sus fronteras a los correos españoles: algunas cartas de Madrid a Bruselas tardaban ahora casi tres meses en llegar. En el frente catalán el principado se negó a reclutar tropas y el pequeño ejército castellano que cruzó la frontera a finales de agosto tuvo un final desastroso en el sitio de Leucata un mes después. Las fuerzas españolas en Italia ni siquiera llegaron a los Alpes; y, en los Países Bajos, en cuanto el cardenal-infante agrupó sus tropas en la frontera francesa, los holandeses sitiaron Breda. Intentó desesperadamente liberar la ciudad, que tanto prestigio le había aportado a España cuando Spínola la tomó doce años atrás, pero en octubre la ciudad se rindió. El gobierno de Madrid estaba estupefacto. «Lo que ha sucedido este año no puede creerse», escribió un ministro, mientras que otro le aconsejaba a

Olivares que introdujera la costumbre otomana de ejecutar a los gobernadores de las ciudades que se rendían. Sin embargo, lo peor estaba por venir. Aunque el cardenal-infante tomó de los holandeses dos ciudades más en el Mosa, y una rebelión popular en la Valtelina liberó de nuevo ese camino estratégico a las tierras de los Habsburgo, nada podía compensar la dramática expansión del poder holandés en ultramar. La Compañía de las Indias Occidentales envió una nueva flota a Brasil al mando del conde Juan Mauricio de Nassau, un enérgico primo del estatúder Federico Enrique, que desde 1637 hasta 1644 amplió rápidamente la zona de Pernambuco que se encontraba bajo control holandés hasta cubrir 500 kilómetros de llanura costera. También envió una expedición a Angola, que conquistó Uganda en agosto de 1641 permitiendo la captura de esclavos cuyo trabajo hizo que las plantaciones de Brasil fueran rentables. Mientras tanto, otra expedición holandesa inició la conquista de las colonias portuguesas de India y Sri Lanka. Estos éxitos hicieron que Olivares se sintiera muy presionado para llegar a un acuerdo con la República, pero dos circunstancias complicaron todos los esfuerzos para alcanzar la paz. En primer lugar, ningún estado luchaba solo: Francia, por ejemplo, rechazó categóricamente hacer las paces sin sus aliados holandeses y suecos. En segundo lugar, la lucha continuó durante las negociaciones y cuando una facción (o una parte de una alianza) lograba una ventaja militar, esto solía traducirse en un aumento de las exigencias en la mesa de negociaciones. Las conversaciones entre Richelieu y don Miguel de Salamanca en la primavera de 1638 revelaron pocos asuntos irresolubles entre los dos estados: habría sido relativamente fácil firmar una paz por separado. Pero Richelieu no iba a abandonar a los holandeses, y ellos no estaban dispuestos a devolver Pernambuco, Breda y Maastricht, ni siquiera a cambio de los 5 millones de ducados que ofrecía Olivares. Como escribió un embajador veneciano: Brasil en manos de los holandeses «era más dañino que la continuación de las guerras en los Países Bajos» para la posición imperial de España, ya que podría llevar consigo la pérdida de Portugal[7]. Olivares por lo tanto decidió que la campaña española de 1638 debería centrarse en convencer a Holanda, más que a Francia, de que negociara. Aunque la continua lucha del cardenal-infante consiguió evitar cualquier pérdida, la estrategia conjunta de las fuerzas francesas y holandesas le

impidió ampliar sus territorios. Mientras tanto, en Alsacia, un ejército bajo autoridad francesa tomó Breisach, junto al Rin, con lo que bloquearon de nuevo el camino español y le dieron a Francia una importante «cabeza de puente» para entrar en el sur de Alemania. Aunque los franceses no consiguieron tomar Fuenterrabía, al oeste de los Pirineos, el sitio de dos meses hizo que Olivares se volviera consciente de la vulnerabilidad del territorio de la monarquía. Empezó a estar más ansioso que nunca por detener la lucha. Le advirtió al rey que había que pensar en doblegarse, para evitar romperse[8]. Al principio, el levantamiento de los nu-pieds en Normandía en el verano de 1639 rebajó las exigencias de Richelieu por lo que aceptó ampliar el alto el fuego local que habían acordado los comandantes franceses y españoles en Italia. Mientras durara la crisis normanda, declaró estar dispuesto a conversar y Olivares empezó a sentirse más optimista; pero luego se produjeron dos victorias decisivas de los holandeses en el mar que socavaron la posición de negociación de España. Desde que firmara la paz con Carlos I en 1630, España había utilizado cada vez más los barcos ingleses para transportar tropas españolas a los Países Bajos. Después de 1632 los cargamentos de tesoros siguieron el mismo itinerario: un consorcio de banqueros, la mayoría de ellos portugueses, acordaron adelantar dinero al ejército español de Flandes transportando dinero de España a Inglaterra y enviando letras de cambio de allí a los Países Bajos. El metálico era enviado a la casa de la moneda de Londres, cuya próspera producción revela la escala de estas operaciones. Sin embargo, todos los envíos, fueran de hombres o de dinero, eran clandestinos y se exponían a un gran riesgo: los barcos solo podían hacerse a la mar cuando el mar estaba limpio de escuadras holandesas. En 1639, por ejemplo, dos pequeñas flotillas (una de ellas inglesa) zarparon desde España para llevar soldados que se necesitaban urgentemente en los Países Bajos; pero los holandeses, que habían sido avisados de antemano, interceptaron a los barcos de transporte de tropas y aprisionaron a su carga humana. Poco después, una flota francesa bloqueó el puerto de A Coruña. Con el fin de reabrir la ruta de suministro militar Olivares hizo otro gran gesto: envió una flota de casi 100 barcos con 23.000 hombres para dominar el tráfico naval del mar del Norte. La nueva armada zarpó en septiembre de 1639, pero en cuanto entró en el canal de la Mancha la superior artillería de la gran flota

holandesa capitaneada por Maarten Harpertszoon Tromp les obligó a buscar refugio frente a Dover en el fondeadero de los Downs. Atrapados allí, mientras Tromp hacía acopio de una fuerza desmesurada, el almirante español solicitó protección de Inglaterra; pero la armada de Carlos I no era rival para la holandesa y, en octubre de 1639, Tromp navegó hasta los Downs y destruyó tres cuartas partes de la flota española. Aunque una pequeña escuadra de barcos de Dunkerque, con unos 9.000 hombres y unos 2 millones de ducados, logró escapar hasta Flandes, la batalla de los Downs prácticamente destruyó la flota española del Atlántico norte. Tres meses después, una flota conjunta luso-española reunida con gran dificultad para la conquista de Brasil también fue derrotada a manos de una escuadra holandesa mucho menor. La bandera de las Provincias Unidas siguió ondeando sobre Pernambuco. Por lo tanto, a principios de 1640 a pesar de cinco años de enormes gastos militares en todos los frentes, la posición de España se había deteriorado seriamente y Olivares aconsejó al rey que «en la presente situación no solo necesitamos una paz, una tregua o un alto el fuego, [si no lo tenemos] no vamos a poder a evitar hundirnos por completo». Cualquier tipo de condiciones, «siempre que no sean muy malas, deben aceptarse». «En efecto», concluía Olivares, «todo está perdido»[9]. En febrero de 1640 decidió, por lo tanto, iniciar unas conversaciones de paz definitivas con Francia y Holanda simultáneamente, con instrucciones para sus enviados de que todo podía sacrificarse menos Brasil y el monopolio o influencia españoles en Italia. Sin embargo, tres meses después, Cataluña se rebeló, seguida en diciembre por Portugal. Los enemigos de España decidieron esperar a ver cómo podían beneficiarse de ello.

2. LA CRISIS DE LA MONARQUÍA ESPAÑOLA Las relaciones entre Madrid y Barcelona empeoraron durante el reinado de Felipe IV. Los catalanes, a través de sus instituciones representativas (especialmente la Diputació o comisión permanente de las cortes), se negaron a votar los impuestos hasta que ciertos agravios, la mayoría de ellos relacionados con el poder del virrey, fueran reparados. Estas confrontaciones entre el centro y la periferia eran habituales en la Europa de

comienzos de la Edad Moderna, especialmente en los «estados compuestos», pero raramente llevaban a la rebelión a menos que la necesidad militar forzara al gobierno central a pasar por encima de la constitución tradicional e introducir medidas de «absolutismo de guerra» a fin de obtener el dinero que se considerara necesario para la defensa o alojar a las tropas. Tras intentar sin éxito atravesar las defensas españolas en el extremo occidental de los Pirineos en 1639, Richelieu decidió probar suerte más al este, donde el mal estado defensivo de las ciudades catalanas y la presencia de una amplia población de inmigrantes franceses parecía ofrecer ventajas. Sorprendentemente, a Olivares le agradó la perspectiva de librar una guerra en el principado. Mientras que las tierras vascas constituían un terreno militar difícil, que además era incapaz de aportar una cantidad suficiente de hombres o municiones, el conde-duque consideraba Cataluña una «provincia gruesa, abundante de gente y víveres y de otros géneros, y la más descansada [de impuestos] destos reinos». Olivares creía que una invasión francesa directa obligaría a los catalanes a utilizar sus recursos, y a verse «interesada, que hasta ahora ha parecido que no lo está, en lo universal de la monarquía». Por lo tanto reclutó un ejército en Castilla para que luchara en Cataluña y esperó que la gente del principado se encargara de su alimentación, alojamiento y paga. «Vale más que se quejen ellos que no que lloremos todos», escribió arrogantemente Olivares en junio de 1639 a su teniente en Barcelona. Pero los catalanes no se contentaron con quejarse: citando las «constituciones» que prohibían toda exacción sin consentimiento parlamentario, se negaron rotundamente a suministrar dinero o víveres para el ejército (menos cuando las tropas estuvieron demasiado cerca como para arriesgarse a desafiarlas). Gracias a esta intransigencia, los franceses tomaron el importante puesto fronterizo de Salces al mes siguiente[10]. Olivares perdió la paciencia. «Yo me hallo de manera que no será mucho que digo locuras», le dijo al virrey de Cataluña, «pero bien digo que en la hora de mi muerte diré y en la vida también que si las constituciones embarazan esto, que lleve el diablo las constituciones». Unos meses después volvió a quejarse enfadado: «Se ha de mirar el usaje, cuando se trata de la suprema ley [de la necesidad], que es la propia conservación de la provincia». Aconsejó al rey a «asentar las cosas de la provincia de

Cataluña, de suerte que sin embarazo alguno se haga el servicio de vuestra majestad»[11]. Un desesperado esfuerzo de los propios catalanes permitió que recuperaran Salces a principios de 1640, pero aquello no impresionó a Olivares. Autorizó al virrey a ignorar las leyes y costumbres del principado, si fuera necesario, para aprovisionar y pagar a las tropas que la defendían. Aquellos que abogaron por la no cooperación o insistieran en la estricta observancia de las constituciones habían de ser detenidos. Cumpliendo con su deber, en marzo el virrey arrestó y encarceló a dos rebeldes consejeros de Barcelona y a un miembro de la Diputació. En el principado se produjo una calma momentánea, que animó a Olivares a volver una vez más a su proyecto de la Unión de Armas: ordenó el reclutamiento de 6.000 soldados más en Cataluña, a cargo de la provincia, para que sirvieran en Italia. Uno de sus agentes hizo inmediatamente una urgente advertencia sobre el hecho de que esta nueva iniciativa iba a causar problemas mucho peores: Es esta provincia muy diferente de otras; está compuesta de infinito populacho ruin y fácil a cualquier daño, y se endurece más cuanto más le aprietan. Con esto las demostraciones que en otra provincia bastaran para que con suma humildad sus naturales se resignaran a cualquier orden superior, en ésta se atientan más y se exasperan para con más afecto cuidar de la observancia de sus leyes[12].

En abril la población rural de los alrededores de Gerona, 100 kilómetros al norte de Barcelona, realizó una serie de ataques a los regimientos reales a su paso por allí. Cuando las tropas respondieron arrasando hasta la última piedra del rebelde pueblo de Santa Coloma de Farners, provocaron un levantamiento general. Tres distintos grupos sociales intervinieron en la revuelta de Cataluña: en primer lugar los trabajadores de temporada, conocidos como segadors, que bajaban todos los veranos de sus hogares en las montañas para trabajar en la siega de la llanura catalana; en segundo lugar, los propios habitantes de la llanura; y en tercer lugar, ciertas bandas de forajidos. Los tres grupos habían chocado con los soldados castellanos durante el invierno de 1639-1640 y la quema de Santa Coloma de Farners sirvió para unirlos y lanzarlos a la acción. Marcharon hacia la capital de la provincia, Barcelona, y entraron en ella el 22 de mayo. Primero liberaron a los magistrados que habían sido encarcelados dos meses antes. Luego se dispersaron a otras ciudades del

principado, ayudando a los simpatizantes locales a matar y saquear a los funcionarios reales o a los habitantes leales que habían ayudado a llevar a cabo las duras medidas decretadas desde Madrid. Fortalecidos por los triunfos locales, el 7 de junio los insurgentes regresaron a Barcelona y asesinaron a todos los ministros reales que encontraron allí: incluso apuñalaron de muerte al virrey mientras intentaba huir. Después saquearon las propiedades de los ciudadanos ricos de Barcelona, actividad de la que solo les distrajo cinco días más tarde la necesidad de rechazar a las tropas reales que aún quedaban en la región. Por todo el principado estallaron la violencia y la revolución social, con los pobres atacando a los ricos. Las noticias de estos acontecimientos, y en concreto el asesinato de su virrey, dejaron estupefacto al rey. Escribió que nunca se había visto nada así en ninguna provincia o reino del mundo y que si Dios no venía en su ayuda con un acuerdo rápido o una paz generalizada, España estaría en peor situación de la que había estado desde hacía muchos siglos. Pero, al principio, no necesariamente estaba todo perdido. Según un crítico madrileño de Olivares, se podía conseguir mucho de Cataluña simplemente dejándola en paz; no molestando continuamente a sus habitantes; no imponiéndoles a todas horas durante 19 años enteros, juntas y decretos y consejos, e investigaciones sobre sus estados y personas; utilizando palabras moderadas y acciones moderadas[13]. Ese no era el estilo del conde-duque y tal vez, en este momento, ya no era práctico. Si Olivares cedía ante la presión catalana, retirando las «tropas extranjeras» y eliminando el nuevo impuesto y las exigencias de alojamiento, otras regiones de la periferia de la monarquía sin duda harían lo mismo, dejando que Castilla soportara ella sola el peso de todas las guerras del rey. Por lo tanto Olivares anunció su intención de enviar un gran ejército a restaurar la autoridad real en el principado y abolir las «constituciones» que tanto restringían el poder del ejecutivo. Alarmada, la Diputació exploró ahora la posibilidad de conseguir el apoyo de Francia si un ejército real de Castilla invadía Cataluña. La respuesta fue favorable y a Luis XIII le llegó una solicitud formal de ayuda. Sin embargo, la Diputació no fue más capaz que Olivares a la hora de restaurar la paz y el orden o convencer a los catalanes para que formaran un ejército para la defensa nacional. Cuando el enviado de Luis llegó a Barcelona en octubre de 1640 encontró las ciudades y el campo plagados de bandas errantes de vagabundos armados, y

prácticamente no se habían movilizado tropas contra el ejército real. Las tropas de Felipe IV cruzaron la frontera al mes siguiente y avanzaron lentamente hacia Barcelona, encontrando poca resistencia por parte de los catalanes. Los franceses, indignados, empezaron a retirarse. En aquel momento, un acercamiento conciliador de la corona podía haber garantizado el apoyo de la clase dirigente catalana, pues pocos de sus miembros apoyaban ahora a la Diputació francófila; pero no se hizo oferta alguna. De modo que en enero de 1641 la Diputació y sus restantes seguidores pusieron a Cataluña bajo la autoridad del rey de Francia; en su nombre, un ejército conjunto franco-catalán derrotó a las tropas reales en Montjuïc, en enero de 1641. Por aquel entonces, Olivares se enfrentaba a otra importante crisis: también Portugal había renunciado a su fidelidad a Felipe IV. De alguna forma, esta revuelta se originó en 1634, cuando tres caballeros portugueses (fidalgos) vieron con desagrado la colección de trofeos portugueses, conseguidos durante la conquista de Felipe II en 1580, en la Armería Real de Madrid y juraron restaurar la independencia de su país. Sin embargo, en 1638 los conspiradores sumaban apenas 5 caballeros y en 1640 (según la leyenda) eran solo 40. Como era de esperar, el duque de Braganza declinó las propuestas que le hicieron de que se convirtiera en rey y los conspiradores empezaron a pensar en declarar una República hasta que la revuelta catalana jugó a su favor. En el otoño de 1640 Felipe IV reunió a todos sus vasallos portugueses para que se unieran al ejército que se estaba congregando en la frontera catalana (cubriendo ellos mismos los gastos). Esto produjo un enorme resentimiento y esta vez Braganza consintió que los conspiradores le proclamaran rey, bajo el nombre de Juan IV, en Lisboa el 1 de diciembre de 1640. Aunque la revuelta de los «cuarenta hidalgos» sorprendió a casi todos, cobró fuerza por muchos motivos fuertemente arraigados. Los impuestos, la leva de tropas y la creciente castellanización del gobierno, que ya habían provocado tumultos en la década de los treinta, tuvieron su parte. Los portugueses también se sentían amargamente decepcionados por la pérdida de su Imperio de ultramar. La pérdida de comercio y territorio en Asia a manos de los holandeses después de 1600 provocó grandes privaciones. Aunque el desarrollo del cultivo de azúcar en Brasil ofreció una cierta compensación, en 1630 la conquista holandesa de Pernambuco, la principal

zona productora de azúcar, también puso fin a estos beneficios. Por último, justo en este momento, Castilla intentaba acabar con el activo comercio terrestre que había entre el Brasil portugués y el Perú español. Portugal exportaba muchos productos a Brasil, que eran trasportados por mulas o esclavos a través de las Pampas y los Andes para intercambiarlos por plata peruana. Las mercancías que llegaban por esta ruta eran siempre más baratas que las que se traían por la ruta de Sevilla y Panamá porque no tenían que pagar aduanas ni convoyes, lo que hacía que los beneficios fueran altísimos. Sin embargo, en la década de los treinta, con el declive del comercio sevillano, los funcionarios españoles buscaban chivos expiatorios: los mercaderes portugueses veían que su propiedad estaba sometida a mayores impuestos, su comercio interrumpido por funcionarios malévolos y su historia personal sujeta a la investigación de la inquisición por si tenían algo de sangre judía. Muchos de los súbditos de Felipe IV en Portugal y en su Imperio empezaban a sentir que estarían mejor sin España. A pesar de todos estos agravios, la revuelta portuguesa de 1640 no contó con un apoyo universal. En julio de 1641 un grupo de partidarios de los Habsburgo intentaron asesinar a Juan IV y restaurar el control de Madrid. Fracasaron, pero aún así Ceuta y durante un tiempo Tánger siguieron siendo fieles a Felipe. Braganza no fue «rey de un invierno» como Federico del Palatinado gracias únicamente a que Castilla había concentrado sus recursos en el frente catalán y porque en junio de 1642 Portugal firmó una tregua de diez años con Holanda, que envió una escuadra de barcos de guerra para defender Lisboa contra la amenaza de un contraataque español. El comercio colonial revivió y, con sus beneficios, Juan IV financió una eficaz resistencia contra España. Además de estos reveses en la península ibérica, en 1640, las fuerzas francesas tomaron Arrás en los Países Bajos y Turín en Italia. Como lamentaba Olivares, «En muchos siglos no puede haber habido un año más desafortunado que el presente». El embajador británico en Madrid estaba de acuerdo: Respecto al estado de su reino, nunca podría haber imaginado verlo tal y como está ahora, pues su gente empieza a faltar y los que quedan, por la duración de la mala suerte y por sus pesadas cargas, se encuentran bastante desmoralizados. No tienen ningún hombre válido que esté preparado para dirigir un ejército… Lo peor de todo es que el rey de España sabe poco de

todo esto, y el conde-duque es tan terco que se romperá antes de doblegarse. Por lo que su señoría puede tener la seguridad de que esta monarquía corre gran peligro de arruinarse[14].

La situación siguió deteriorándose. En Andalucía el duque de Medina Sidonia, titular de la casa de Guzmán, a la que pertenecía Olivares, planeó una conspiración para convertirse en el gobernador independiente de Andalucía imitando a su cuñado, Braganza. En los Países Bajos el cardenalinfante, el único hermano que le quedaba a Felipe IV, murió de viruela. Sin embargo Olivares decidió embarcarse en otra atrevida campaña: mientras el rey dirigía un ejército a Aragón para luchar contra los franceses y los catalanes, la mayor parte de los recursos de la monarquía en 1642 se destinaron a los Países Bajos para financiar un desesperado avance hacia París. Capitaneado por don Francisco de Melo, un diplomático portugués leal al rey que prácticamente no tenía experiencia militar, el ejército español de Flandes tuvo un sorprendente éxito: recuperó muchas de las plazas perdidas en los dos últimos años y derrotó a un ejército francés en Honnecourt. Sin embargo eso no hizo que los franceses salieran de España. Primero tomaron Perpiñán, en el Rosellón, y luego invadieron Aragón y tomaron varias ciudades. El ejército de Felipe intentó recuperar Lérida pero fracasó. Estos reveses hicieron que la posición de Olivares fuera insostenible. Los nobles empezaron a boicotear la corte para protestar contra su desastrosa política, el día de Navidad de 1642 solo un aristócrata ocupó su lugar en el banco de los grandes de la capilla real, y ni siquiera la noticia de la muerte de Richelieu al final de 1642 mejoró las cosas. La reina, que había actuado eficientemente como regente mientras Felipe estaba de campaña, recibía ahora peticiones de que cesaran a Olivares y, en enero de 1643, Felipe IV decidió finalmente destituir de su cargo al hombre que apenas se había apartado de su lado en casi 30 años. Envió una carta ordenándole al condeduque que se retirara a sus tierras y nunca volvió a verle; el que había sido su favorito murió dos años después. El rey intentó ahora tomar más decisiones por sí mismo. Durante algunos años pasó los veranos en Zaragoza, cerca de la línea de frente y lejos de la mayoría de sus ministros. También solicitó el consejo de más personas, entre las que se incluía a sor María de Ágreda, una monja que se había convertido en una celebridad porque afirmaba que viajaba en visiones a

México, donde convirtió a algunos indios americanos (y muchos allí confirmaron su presencia espiritual entre ellos). Felipe fue a verla en julio de 1643 y entre esa fecha y su muerte en 1665 (unos meses antes de la del rey) intercambiaron más de 600 cartas. «Intercambio» es una forma de decirlo: desde la primera carta, el rey «encargó y ordenó» a la monja escribir sus opiniones sobre los temas que le planteaba en los márgenes de sus cartas, que luego debía devolver. También le ordenó que hablara únicamente de los temas que él le planteaba. En casi todas las cartas, el rey le rogaba a sor María (cuyas experiencias místicas parecían indicar un favor divino poco común) que rezara a Dios por él, por su familia y por su monarquía porque temía que sus pecados empañaran la validez de sus propios rezos. En la primera carta que el rey le escribió a la monja le dijo que aunque él mismo rezaba a Dios y a su santísima madre pidiéndoles asistencia y ayuda, tenía poca fe en sí mismo porque había ofendido y seguía ofendiendo mucho. Consideraba que los castigos y aflicciones que padecía le eran bien merecidos. Por ese motivo recurría a sor María para solicitarle que mantuviera la promesa que le había hecho de rogar a Dios con el fin de que guiara sus acciones y las de sus ejércitos, para conseguir la liberación de los reinos españoles y una paz universal en la cristiandad[15]. El rey continuó despreciándose de este modo, por lo general una vez cada dos semanas, intentando erigir una barrera de rezos contra sus enemigos que ocupara el lugar de los recursos humanos de los que carecía. Desde 1644 también le ordenó a todos sus súbditos que se entregaran a continuos rezos para que su política tuviera éxito, «puesto que serán los medios espirituales más que los medios materiales los que harán que esta monarquía vuelva a estar unida y a salvo de sus enemigos y rebeldes»[16]. Finalmente, empezó a solicitar consejo a su compañero de juegos de infancia, don Luis de Haro (que casualmente era sobrino de Olivares), quien acabó convirtiéndose en el primer ministro de España. Las revueltas peninsulares perjudicaron gravemente la capacidad de Felipe para luchar en cualquier otro lugar. A mediados de 1641, don Miguel de Salamanca escribió desde Bruselas que el esfuerzo por arreglar los asuntos de España debía anteponerse a la lucha por la conservación de otras provincias, porque si la guerra interior se prolongaba, acabarían perdiéndolo todo, mientras que en cuanto se recuperaran Cataluña y Portugal, todo

podría mantenerse e incluso podría recuperarse lo que se había perdido en otros lugares[17]. El gobierno central coincidía con esta opinión. El ejército español en los Países Bajos recibió una media de casi 4 millones de escudos al año (850.000 libras esterlinas) desde 1635 hasta 1641 y 3,3 millones en 1642, pero solo recibió 1,5 millones en 1643. Sin embargo, animado por los éxitos de la campaña del ejército de Flandes contra Francia el año anterior, el rey le dio a Melo –que en una ocasión presumió del hecho de que «un simple doctor en filosofía» pudiera dirigir un ejército– plenos poderes para organizar otra importante campaña. En cuanto Melo invadió Francia y sitió la fortaleza de Rocroi, una fuerza francesa mayor se enfrentó a su ejército y el 19 de mayo de 1643 alcanzó una victoria absoluta. Los mejores hombres del ejército de Flandes murieron en la batalla; el pagador perdió el tesoro; Melo perdió sus documentos. «A decir verdad», reflexionaba con tristeza, «vivíamos la guerra aquí como un pasatiempo; pero la profesión [de armas] es seria y gana y pierde imperios». Felipe IV y don Luis de Haro no pudieron mostrar este frío estoicismo. Para ellos la rotunda victoria de Francia y la multitud de éxitos franceses que le siguieron eran totalmente incomprensibles y profundamente deprimentes. Según Felipe IV la derrota de Rocroi había dado lugar en todas las regiones a las consecuencias que habían temido. Había sido un resultado terrible, un resultado para el que la mayoría de los observadores no encontraban ninguna causa militar o política. Declaró que era algo que solo podía asimilarse con gran dolor porque, aunque las pérdidas infligidas por Dios debían ser aceptadas, las que parecen venir de la mano humana siempre eran más difíciles de soportar[18]. Tras la batalla de Rocroi, la balanza del poder en Europa, que antes había estado del lado de los Habsburgo, empezó a inclinarse hacia los Borbones.

3. EL RESURGIR DE FRANCIA Los franceses vieron las rebeliones ibéricas de 1640 como un punto de inflexión. Según el agente de Richelieu en Cataluña, después de la revuelta

nuestros asuntos (que no marchaban bien en Flandes, y todavía peor en el Piamonte) comenzaron a prosperar de pronto en todas partes, incluso en Alemania; pues las fuerzas de nuestros enemigos, retenidas en su propio país y reclamadas de todas partes para defender el santuario, quedaron debilitadas en todos los otros teatros de la guerra[19].

Sin embargo, el cardenal no disfrutó de su triunfo por mucho tiempo: murió en diciembre de 1642. Incluso después del «día de los incautos» en 1630 y de la huida de María de Médicis, Richelieu se enfrentó a otros seis complots maquinados por miembros de la familia real. En 1632 María y su otro hijo Gastón (que aún era el presunto heredero) convencieron al gobernador de Languedoc para que organizara una rebelión contra el desafortunado intento de Richelieu de abolir los estados en su provincia, pero el cardenal reinstauró el orden con facilidad y ejecutó al gobernador. Al año siguiente, mientras Richelieu estaba enfermo, la reina Ana consiguió reemplazarle por uno de sus sirvientes, pero este revelo secretos de Estado a una de las damas de compañía de la reina, que a su vez se los reveló a una potencia extranjera. En 1636 Gastón lo dispuso todo para que Richelieu fuera asesinado por un sicario pero, en el momento crucial, Gastón no dio la señal acordada. Al año siguiente la reina Ana convenció al confesor de su marido de que pusiera en relieve ante el rey lo pecaminoso de la guerra contra España y la alianza con potencias protestantes por la que abogaba Richelieu, pero el cardenal reemplazó al confesor por uno de sus colaboradores. Ninguna de estas cuatro conspiraciones tuvieron muchas posibilidades de éxito. Las dos siguientes fueron diferentes. En 1641 el conde de Soissons (miembro de la familia de los Borbones exiliado por su participación en la conspiración de 1636) lanzó un manifiesto en Sedán que prometía «devolverlo todo a su estado anterior: restablecer las leyes que han sido derogadas; renovar las inmunidades, derechos y privilegios de las provincias, ciudades y personajes que han sido violados; … garantizar el respeto a los eclesiásticos y a los nobles». Los conspiradores movilizaron un ejército que derrotó a las fuerzas realistas pero, afortunadamente para Richelieu, Soissons cometió la estupidez de levantar la visera de su yelmo con una pistola cargada y tiró del gatillo mientras lo hacía. Incluso los agentes del cardenal pensaban que «Si el señor conde no hubiera muerto, habría sido aclamado por medio París. La impresión general de todo el país es que toda Francia se hubiera puesto de su lado». En 1642 uno de los

cortesanos de Luis, el marqués de Cinq-Mars, también veía la paz con España como el preliminar para una reforma interior. Fue el descubrimiento de que Cinq-Mars había firmado un tratado secreto con España, en el que prometía colocar a Gastón en el trono en el lugar de Luis, lo que hizo fracasar el plan. «Je le vomis» («Le vomito»), le dijo Luis a Richelieu mientras enviaba al marqués al patíbulo. Pero tres meses después el cardenal murió. Muchos observadores esperaban ahora un cambio radical de política, especialmente teniendo en cuenta que la salud del rey estaba consumiéndose por la tuberculosis. En abril de 1643, al ver que no iba a durar mucho y que su heredero (el futuro Luis XIV) seguiría siendo menor durante una década, Luis declaró formalmente las políticas que debían seguirse tras su muerte. Como no confiaba en su esposa, creó un consejo de regencia que decidiría todas las cuestiones de política exterior e interior por votación y le ordenó que continuara la guerra contra los Habsburgo hasta alcanzar la victoria y que mantuviera todas las alianzas existentes. Ana de Austria se negó a aceptar esta humillación y el 18 de mayo de 1643, cuatro días después de la muerte de su marido, convenció al Parlement de París de que rescindiera su declaración. Se convirtió entonces en la única regente y eligió como principal consejero a uno de los discípulos de Richelieu, el cardenal Julio Mazarino (nacido en Roma y educado en España), que solo estaba al servicio de Francia desde 1636. Ante la sorpresa de todos, Ana mantuvo vigorosamente las guerras de Luis tanto contra el rey de España (su hermano) como contra el emperador (su cuñado); y para todos los asuntos confió en el criterio de Mazarino. Mientras que las cartas de Richelieu a Luis sobre asuntos de Estado terminaban solicitando que el rey tomara una decisión, los informes de Mazarino a Ana tendían a justificar decisiones que ya se habían tomado. A la regente no parecía importarle. En lugar de eso, le encargó la educación de su hijo, una tarea que supervisó con el máximo cuidado y a la entera satisfacción tanto de Ana como de Luis. Es posible que llegaran a ser amantes. Desde luego sus cartas iban mucho más allá de las preocupaciones políticas y contenían partes codificadas como «Muchos *!*!». No existe prueba alguna de que hubiera matrimonio o intercambios carnales entre la pareja y, en cualquier caso, las especulaciones sobre sus posibles lazos románticos son irrelevantes. Lo importante fue su absoluta armonía política:

todo el mundo sabía que solo una rebelión armada podía desplazar a Mazarino. La victoria de Rocroi, que se ganó cinco días después de la muerte de Luis XIII, hizo que, desde un principio, su posición pareciera inquebrantable. «Para un caballero, cualquier país es su patria», escribió Mazarino en 1637 y resulta evidente que no encontró dificultad alguna en echar raíces en su país adoptivo. Construyó una espléndida residencia en la ciudad (que ahora alberga la sección de manuscritos de la biblioteca nacional francesa) no lejos del palacio real; allí guardaba sus libros, sus colecciones de arte y a sus siete sobrinas, popularmente conocidas como las Mazarinettes (una de las cuales completó la educación de Luis XIV convirtiéndose en su amante). El cardenal aumentó, tanto por su ejemplo como por su apoyo, la influencia italiana en la cultura francesa: importó órdenes religiosas italianas, cantantes italianos, ópera italiana y teatro italiano. Pero bajo esta fachada suave y cultivada había un político astuto, audaz y sin escrúpulos. Mazarino se dio cuenta del elevado costo que supondría para Francia intentar forzar a los Habsburgo a firmar una paz en condiciones desfavorables, pero intentó lograr esta proeza antes de que la inestabilidad en su propio país pudiera entorpecer este esfuerzo militar. Mientras le quedó alguna esperanza de ganar la guerra, Mazarino empleó todos los recursos a su disposición para obtener los impuestos y las tropas necesarias para el éxito. Sin embargo, aunque Francia disponía de la mayor burocracia de Europa, el control central sobre ella seguía siendo imperfecto. Por una parte, la paulette (véase cap. IV, «1. La recuperación de Francia») le permitía a la mayoría de los funcionarios comprar su cargo y nombrar al sucesor de su elección. Es cierto que la corona solo concedía la paulette por un plazo de nueve años, pero siempre concedía una renovación por los grandes ingresos que le generaba: en la década de los veinte casi una cuarta parte de los ingresos de Luis XIII provenían de esta fuente. Por otra parte, en dos aspectos, los «tribunales soberanos» (por ese nombre se conocía a los diez Parlements y a las Cours des Aides de Francia) tenían derecho por ley a negarse a cumplir órdenes. En primer lugar, ningún edicto real podía imponerse en una zona hasta que lo hubieran registrado los tribunales locales y era habitual que retrasaran e incluso negaran el registro de edictos con los que no estuvieran de acuerdo. El edicto de Nantes es el caso más flagrante (el Parlement de Normandía se negó a registrarlo durante más de

una década), pero los problemas surgían normalmente con los edictos que imponían nuevos impuestos. En segundo lugar, incluso después de su registro, los tribunales tenían el poder de «interpretar» (es decir, modificar) una orden gubernamental cuando daba lugar a pleitos, y la «interpretación» promulgada podía no estar de acuerdo con la intención original del gobierno. Poco podía hacer la corona frente a esta inexpugnable burocracia. Si intentaba imponer su fuerza sobre un tribunal a propósito de alguna cuestión, otros podían enviar cartas de apoyo inmediatamente o promulgar una declaración formal (un arrêt d’union) con el que su tribunal se solidarizaba con la decisión controvertida que habían adoptado sus colegas. Además, los funcionarios pertenecían a sindicatos. Los trésoriers de France, que manejaban las cuentas de ingresos de cada zona fiscal (généralité), fundaron su sindicato (syndicat) en 1599 y mantuvieron permanentemente a dos diputados en la corte (en la década de los cuarenta realizaron asambleas generales anuales y mantuvieron una comisión permanente de seis miembros con sus cuotas). El sindicato de élus, que distribuía los impuestos entre las diferentes parroquias y juzgaba todos los pleitos que estos suscitaban, también celebraba reuniones generales anuales y utilizaba sus cuotas para mantener un secretario permanente en París. Tal solidaridad hacía que la corona desistiera de tomar represalias contra opositores concretos cuando existía un desacuerdo. Es cierto que el rey en persona podía siempre saltarse el obstruccionismo de un Parlement haciendo una aparición personal en el tribunal para supervisar el registro de la ley o edicto promulgado por él, proceso conocido como lit o «lecho» de justicia; pero tal comportamiento en un monarca resultaba impropio y podía dar lugar a situaciones embarazosas. En un lit de justice en 1629 en que el rey forzó el registro de un edicto en que se abolía la venta de determinados cargos, el Parlement de París informó a Luis XIII que «por grande que sea en la ley, el rey no deseará derribar las leyes básicas del reino… Nuestro poder es también grande». En provincias, la oposición a este edicto llegó a extremos aún más virulentos: en Languedoc, los tribunales soberanos se apropiaron de fondos reales requisados a los recaudadores de impuestos y los utilizaron para pagar sus propios sueldos; en el Delfinado, ordenaron que el grano preparado para el ejército fuera vendido al pueblo; en Borgoña

y Provenza, instigaron motines populares contra la política real y se negaron a castigar a quienes tomaron parte en ellos. Con una falta de cooperación a esta escala por parte de su inamovible burocracia, Richelieu y Mazarino crearon una administración civil alternativa dirigida por unos agentes llamados intendants. Al principio los nuevos comisionados tan solo tenían autoridad temporal para investigar los asuntos de una zona determinada, pero entre 1633 y 1637 el gobierno hizo permanentes todas las comisiones hasta que cada una de las généralités de Francia tuvo su propio intendente de justicia, policía y hacienda. La labor fundamental de los intendentes era asegurar que el gobierno recibiera los impuestos que decretaba. Al principio se limitaban a informar acerca de la negativa de la administración civil establecida a recaudar impuestos no registrados por los Parlements, a señalar la distribución poco equitativa de los impuestos registrados y a dejar constancia de las prácticas corruptas en la recaudación. Sin embargo, tras el inicio de la guerra en 1635, el gobierno central no podía ya permitir semejantes retrasos, ineficacia y corrupción en la recaudación de los impuestos. El producto de la mayor parte de estos era ahora adelantado al tesoro por financieros que a cambio requerían toda la ayuda necesaria para recuperar su préstamo de los contribuyentes. El gobierno central estaba ansioso por dar gusto a sus prestamistas (con la esperanza de que le prestaran más), y por lo tanto confirió a los intendentes responsabilidades especiales para organizar el rápido pago de los impuestos. Para asegurarse de que no hubiera interferencia alguna por parte de los tribunales soberanos, todo pleito en el que estuvieran implicados los intendentes o los financieros era remitido directamente al consejo real para su resolución. Pero Richelieu no se atrevió a ir más lejos. Durante el levantamiento de los nu-pieds de 1639 había reprochado a sus consejeros financieros su poca sensibilidad hacia el humor de los contribuyentes. He de decir que no comprendo por qué no meditáis más las consecuencias de las decisiones que adoptáis en el consejo de hacienda. Es fácil evitar desgracias, incluso las peores; pero cuando se producen no hay remedio posible.

Dos años más tarde el cardenal temía una nueva «desgracia»: Si el consejo de hacienda continúa otorgando a los arrendatarios de los impuestos y a los financieros plena libertad para tratar a los súbditos de su majestad de acuerdo con sus insaciables

apetitos, no cabe duda de que Francia será víctima de algún desorden semejante al que ha acontecido en España… Si deseamos tener demasiado crearemos una situación en la que no tendremos nada en absoluto[20].

Mazarino hizo caso omiso de estos temores en su plan de obtener una victoria decisiva sobre los Habsburgo. En 1643, cuando se produjo otro serio levantamiento antifiscal en el sudoeste, Mazarino respondió con un edicto en el que la negativa a pagar impuestos era considerada una ofensa capital. Los intendentes hicieron cumplir esta nueva ley sin mostrar ningún escrúpulo: los impuestos empezaron a entrar de nuevo y una vez más los financieros confiaron en las expectativas futuras de ingresos. Entre 1645 y 1647 la corona solicitó 107 préstamos por un total de 115 millones de libras (casi 10 millones de libras esterlinas), que equivalía a todos los futuros ingresos hasta el final de 1648. A menos que pudiera encontrar nuevas fuentes de ingresos el gobierno francés estaba en clara bancarrota. Uno de los diplomáticos de Mazarino le advirtió de «la horrorosa miseria que el pueblo ha sufrido durante tantos años de guerra obliga a sus gobernantes a ofrecerles algún respiro, para evitar que se desesperen y se rebelen», pero el cardenal no escuchó. Su voluminosa correspondencia raramente tenía que ver con asuntos internos hasta el verano de 1648, momento en el que –tal y como había pronosticado Richelieu– «no pudo encontrase remedio». En su lugar, Mazarino usó lits de justice para forzar al Parlement de París a registrar nada menos que 26 edictos fiscales en septiembre de 1645 y enero de 1648 con el fin de mantener una constante presión militar sobre sus enemigos. Una de las innovaciones fiscales resultó especialmente impopular: la creación de nuevos cargos que se vendían al mejor postor, haciendo que aquellos que ya eran titulares de cargos trabajaran menos y, por lo tanto, cobraran menos. En Aix-en-Provence, por ejemplo, un decreto de principios de 1648 duplicó el número de consejeros que había en el Parlement, teniendo los nuevos y los antiguos que trabajar seis meses al año cada uno. Se encendieron los ánimos y el primer hombre en comprar uno de los nuevos cargos fue asesinado a puñaladas en una taberna de Aix; se fijaron carteles advirtiendo a otros posibles compradores de que podían correr la misma suerte. Sin embargo, la victoria sobre los Habsburgo parecía estar al alcance de Mazarino. Mientras las tropas españolas, animadas por la continua

presencia de su rey, expulsaban a los franceses de Aragón y finalmente recuperaban Lérida en Cataluña, el ejército francés tomó varios puestos en Renania en 1644 y diez importantes ciudades en los Países Bajos españoles en 1645, más de lo que los holandeses habían conseguido en más de dos décadas de lucha. Igual de importante era el hecho de que las campañas francesas en muchos frentes –fuera cual fuera su resultado– resultaron enormemente caras para los súbditos de Felipe IV: entre 1620 y 1647 los contribuyentes sicilianos contribuyeron con por lo menos 10 millones de escudos (2,2 millones de libras esterlinas) a las guerras de ultramar, mientras que los del reino de Nápoles aportaron por lo menos 40 millones. El riesgo de rebeliones contra estas interminables demandas impositivas era cada vez mayor. Por lo tanto, en 1644 Mazarino envió a un agente a Nápoles para que fomentara el descontento popular y conspiró con los barones francófilos para que solicitaran que un príncipe francés fuera su gobernante. Dos años después, las fuerzas francesas capturaron y ocuparon las bases españolas en Toscana y Elba, ofreciéndole a Francia un valioso trampolín para la intervención cuando, en mayo de 1647, un violento motín antifiscal estalló en Palermo (Sicilia), seguido inmediatamente por un levantamiento similar en la ciudad de Nápoles. Pero antes de que Mazarín pudiera explotar estas fantásticas oportunidades, la República holandesa firmó la paz con España[21].

4. EL FIN DE LA GUERRA DE LOS OCHENTA AÑOS En la década de los cuarenta del siglo XVII casi el 90 por 100 del gasto total de la República holandesa (unos 24 millones de florines o 2,4 millones de libras esterlinas anuales) se dedicó a la defensa. Tras esta cifra había enormes subidas de impuestos, sobre todo de impuestos indirectos: en la ciudad de Leiden, los impuestos constituían el 60 por 100 del precio de la cerveza y el 25 por 100 del precio de pan. Los retrasos, cada vez mayores, en el pago de impuestos hicieron que los Estados Generales tomaran a funcionarios provinciales como rehenes hasta que sus pagos llegaran al tesoro central, pero aún así los ingresos estaban muy por debajo del gasto militar y naval de la República. Entre 1618 y 1649 la deuda del gobierno central se duplicó, pasando de 5 millones a casi 10 millones de florines,

mientras que la de los estados de Holanda se disparó de menos de 5 millones a unos 147 millones (casi 15 millones de libras). Al mismo tiempo, la guerra disminuía la riqueza de la República en varios aspectos importantes. Cabe destacar el efecto que tuvo la «Armada de Flandes» que no solo causó graves pérdidas directas –solo en 1642, los 16 navíos reales y 60 barcos corsarios con base en los puertos del Flandes español capturaron 138 barcos holandeses–, sino que también hizo que subieran las tasas de los transportes y los seguros. Muchos en la República empezaron a estar a favor de un acuerdo con Felipe IV, dirigido por los estados de Holanda que, ahora que el estatúder Federico Enrique se estaba haciendo mayor, empezaba a recuperar algo del poder que habían perdido en 1618 (véase cap. IV, «2. Los Países Bajos divididos»). En 1642, a pesar de las objeciones de Federico Enrique, los Estados Generales votaron a favor de una reducción en el tamaño del ejército de casi un 20 por 100. A pesar de esto, como el ejército de Flandes tuvo que dividir sus fuerzas entre dos enemigos, el estatúder logró tomar unas cuantas ciudades más, pero las principales ganancias de la década de los cuarenta fueron francesas. Estas victorias alarmaron a los holandeses, que no deseaban ver a las tropas de su poderoso aliado ocupando su frontera. «Francia, que ha crecido gracias a la posesión de los Países Bajos españoles, será un peligroso vecino para nuestro país», declararon los estados de Holanda; sería como tener a «Aníbal a las puertas» se leía en un panfleto. La opinión popular derivó decisivamente hacia la negociación de una paz antes de que el poder español se derrumbara[22]. Costó mucho trabajo ultimar una estrategia de paz que fuera aceptable para el estatúder y para las siete provincias (o, más bien, para los «principales» a los que representaban: véase cap. IV, «2. Los Países Bajos divididos»). Aunque en noviembre de 1642 llegaron noticias de que iba a celebrarse una conferencia de paz internacional en la ciudad de Münster en Westfalia, solo seis provincias estuvieron de acuerdo con el envío de plenipotenciarios. Zelanda se opuso (ostensiblemente porque rompía el compromiso de la República con Francia de no firmar una paz por separado). Finalmente, al verse incapaces de superar este punto muerto, en enero de 1646 los delegados de las otras seis provincias se fueron a Münster, sede de las delegaciones españolas (y de otras delegaciones católicas) para las conversaciones de paz en Alemania.

Desde el principio, el plenipotenciario español, el conde de Peñaranda, hizo todo lo que pudo para llegar a un acuerdo con Holanda. Presentó tres motivos. El primero era que consideraba que podían ser «más escrupulosos y fiables que los franceses a la hora de garantizar un compromiso de paz», la segunda que «su poder nunca será tan formidable para su majestad como el de los franceses». La tercera: Si cedemos territorio a los franceses en los Países Bajos les damos las armas y recursos para que se conviertan en los dueños de las diecisiete provincias… pero si cedemos territorio a los holandeses en los Países Bajos, los hacemos temibles para los franceses[23].

Al principio, Peñaranda le aseguró a los delegados holandeses que Felipe IV le concedería absoluta soberanía a la República. En la primavera de 1646 también dejó caer astutamente la propuesta de casar al joven Luis XIV con una princesa española, cuya dote serían los Países Bajos. La duplicidad que esto revelaba, así como la renovación del fantasma de los franceses al otro lado de la frontera, aceleró la disposición de los holandeses a hablar. Por aquel entonces Felipe IV estaba preparado a «ceder en todos los puntos que pudieran llevar al cierre de un acuerdo» y en poco tiempo, según un observador crítico, estaba tan desesperado por alcanzar la paz que «si hubiera sido necesario habría vuelto a crucificar a Cristo para alcanzarla»[24]. Los españoles propusieron una nueva tregua, de doce o veinte años de duración; los holandeses respondieron con una lista de 71 condiciones, que España aceptó inmediatamente casi en su totalidad. Los estados de Holanda recomendaron entonces a los Estados Generales que el objetivo de las conversaciones no fuera una tregua, sino la paz. Una vez más, Zelanda se opuso y una vez más se le desautorizó: en noviembre de 1646, por 6 votos a 1, los holandeses aceptaron trabajar para la consecución de una paz absoluta. Las dos partes firmaron un acuerdo provisional en enero de 1647 y las hostilidades y sanciones económicas terminaron poco después. Aunque tardaron un año más en firmar el acuerdo final, España disfrutó de dos ventajas en las conversaciones. En primer lugar, Brasil ya no era un obstáculo. Al igual que las Indias Orientales, la colonia había seguido a Portugal en su rebelión contra Felipe IV, por lo que el rey podía permitirse ceder a los holandeses todas sus ganancias en estas zonas. Además, en 1645 estalló una importante revuelta contra Holanda en Pernambuco, por la que

solo quedaban cuatro ciudades costeras bajo su control. Los rebeldes recibieron ayuda tanto de Bahía, la capital del Brasil portugués, como de Portugal mismo. Muchos mercaderes y políticos holandeses llegaron a creer que la paz con España les serviría para recuperarse de sus pérdidas en Brasil, tanto por el hecho de le daría a Felipe IV la oportunidad de intensificar sus ataques sobre Portugal, y así limitaría su capacidad para enviar refuerzos a Brasil, como porque permitiría que se enviaran recursos holandeses a Pernambuco. La segunda ventaja de España en las conversaciones era económica. La bajada de las temperaturas en la década de los cuarenta produjo una serie de malas cosechas en la República que disparó el precio de la comida (igual que había pasado en toda Europa) y el pueblo exigía reducciones de impuestos que solo podía traer la paz. En cambio, el levantamiento de los embargos a España y la finalización de las hostilidades tanto por tierra como por mar a lo largo de 1647 produjo un resurgimiento del comercio holandés y un fuerte descenso de los precios de los seguros sobre las cargas y los transportes marinos. También esto aumentó la presión, desde el interior de la República, para que se llegara a un acuerdo permanente. No obstante, los franceses intentaron desesperadamente sabotear la iniciativa de paz, «creando un laberinto artificial, construido de tal manera que aquellos que permitieran que se les metiera en él nunca encontraban la salida»[25]. Concentraron sus esfuerzos en el clero calvinista holandés, enemigos acérrimos de que se lograra una paz con España, y en grupos interesados en diversas provincias que deseaban más concesiones. La muerte de Federico Enrique en marzo de 1647 les favoreció, porque su hijo Guillermo II se oponía fuertemente a la paz; sin embargo, los Estados Generales aprobaron la versión final del tratado, que contenía 79 artículos, en enero de 1648 y, tras otra ronda de negociaciones infructuosas con Zelanda, en Münster, Peñaranda y los delegados de seis provincias juraron solemnemente mantener la paz en mayo de 1648[26]. Los líderes de la República empezaron sus celebraciones oficiales por el final de las guerras de los Países Bajos a las 10 de la mañana del 5 de junio. Según un embajador en La Haya «eligieron ese día y hora porque justo entonces [en 1568], el duque de Alba había decapitado a los condes de Egmont y Hornes en Bruselas; y los estados querían que su libertad empezara el mismo día y a la misma hora en la que murieron aquellos dos nobles en su defensa»[27].

5. EL FIN DE LA GUERRA DE LOS TREINTA AÑOS La paz de Münster no podía haber llegado en peor momento para Mazarino. Como el Parlement de París se negaba a registrar los edictos que contenían los nuevos impuestos que se necesitaban para la próxima campaña, en enero de 1648 el cardenal llevó al joven Luis XIV en persona al tribunal para celebrar un lit de justice, forzando así el registro de los edictos. Esto produjo una resistencia sin precedentes por parte del Parlement, que argumentaba que no se podía llevar a cabo ningún lit hasta que el rey llegara a la mayoría de edad. La agitación se extendió a otras partes de la burocracia francesa cuando Mazarino amenazó con no renovar la paulette. En mayo las diversas cortes de París promulgaron un arrêt d’union (declaración de solidaridad) contra la política del gobierno y se negaron a autorizar ninguna nueva medida fiscal. Esto hizo que los banqueros del gobierno se volvieran más cautelosos: al no existir una perspectiva de pago a través de nuevos impuestos, se negaron a hacer más préstamos. Mazarino, que no tenía dinero hasta que los tribunales soberanos aprobaran los nuevos impuestos, se vio obligado a dar instrucciones a sus negociadores de Münster de que firmaran la paz en Alemania lo antes posible en las mejores condiciones que pudieran. «Es casi un milagro», comentó en agosto, «que entre tantos obstáculos podamos sacar adelante nuestros asuntos, e incluso hacerlos prosperar; pero la prudencia nos dice que no debemos confiar en que este milagro continúe por mucho tiempo». El cardenal procedió a estudiar los factores que habían llevado al gobierno al borde de la bancarrota: la oposición de los tribunales de justicia, la reducción forzosa del gasto público y la cada vez más generalizada huelga de impuestos. «Derramando lágrimas de sangre», lamentó que todo había sucedido en un momento en el que «nuestros asuntos estaban en mejor situación que nunca», pero concluyó: «El fin de este largo discurso es convenceros de nuestra necesidad de lograr la paz a la primera oportunidad». Su intento de ganar la guerra contra los Habsburgo antes de dedicarse a los problemas internos de Francia había fracasado[28]. Es fácil ver qué llevó a Mazarino a equivocarse. Por una parte, la cadena de revueltas contra Felipe IV –en Cataluña, Portugal, Sicilia, Nápoles– hacían pensar que la monarquía española estaba a punto de hundirse. Por

otra parte, la situación político-religiosa dentro del Sacro Imperio Romano hacía que fuera casi imposible que los Habsburgo austriacos obtuvieran una clara victoria. Ya en 1633 el consejo privado imperial escribió un memorando comentando tristemente que todas la victorias de Fernando II, desde la Montaña Blanca hasta Magdeburgo, no habían conseguido nada, mientras que una sola derrota, en Breitenfeld, había causado la pérdida de casi toda Alemania. Unos meses después, Wallenstein llegó casi a la misma conclusión en una entrevista que mantuvo con un consejero imperial. Aunque el emperador ganara diez victorias más, comentó el general, sus enemigos seguirían movilizando nuevas tropas para seguir la guerra; pero otra derrota como Breitenfeld le obligaría a rendirse incondicionalmente, pues no habría más ejércitos para defender Viena. Aunque no se hizo caso a este consejo, porque Fernando prefirió una alianza militar con España antes que un compromiso de paz con sus enemigos, las consecuencias de la batalla de Nördlingen demostraron que Wallenstein y los pesimistas tenían razón, pues Francia apoyó enseguida a la derrotada coalición antiimperial. Nördlingen también empujó al papa Urbano VIII a convocar un congreso para acordar una paz universal, o, más bien, dos congresos: uno para resolver asuntos pendientes en Alemania y otro (en una ciudad vecina) para resolver todas las disputas internacionales. Perseveró a pesar de que Francia le declarara la guerra a España en mayo de 1635, evitando cuidadosamente cualquier prejuicio a favor de uno u otro contendiente. Aunque en sus propios dominios era un autócrata implacable, que perseguía a los intelectuales disidentes como Galileo, sometía al ostracismo a aquellos artistas que no se ajustaban a sus requisitos estilísticos y anexionaba a los débiles estados vecinos, fuera de Italia central Urbano se daba perfecta cuenta de los límites de su poder. Incluso después de anexionar el ducado de Urbino en 1626, los Estados Pontificios tenían solo 2 millones de habitantes y el papa derrochaba buena parte de sus sustanciosos ingresos en ostentación y nepotismo. No tenía suficientes recursos para llevar a cabo una política exterior agresiva, ni siquiera en Italia: la ocupación de la Valtelina (1622-1624) y un intento de tomar Parma (1642-1544) fracasaron estrepitosamente. Fuera de Italia, Urbano subrayó repetidas veces a los nuncios responsables de la preparación del congreso de paz: «No olvidéis jamás que el papa no es un mediador: no puede dar órdenes. Tened siempre cuidado de no molestar a las partes implicadas».

En julio de 1636 esta cautelosa persistencia acabó convenciendo a los estados católicos que se encontraban en guerra para que enviaran plenipotenciarios a un congreso internacional de paz (el primero en su género) que iba a celebrarse en Colonia, pero los protestantes se negaron a asistir. Fernando II decidió intentar resolver al menos el conflicto alemán por sí mismo y convocó a los principales príncipes a otra reunión en Ratisbona en septiembre de 1636. Esta vez los electores que se presentaron reconocieron a su hijo Fernando (el vencedor de Nördlingen) como rey de los romanos y emperador designado (cosa que en la asamblea anterior, en 1630, se habían negado a hacer); a cambio, el emperador se vio en la obligación de prometer que perdonaría a cualquier gobernante alemán que se sometiera. Pero la reunión no logró avanzar mucho en la creación de una base para la paz con las potencias extranjeras: Maximiliano solicitó que Francia abandonara Lorena y restaurara a su primo destituido, el duque Carlos IV, mientras que Brandeburgo insistía en que los suecos «no deben conservar un solo pie de suelo imperial, y menos aún una plaza, una fortaleza o una provincia» en Alemania[29]. Tras llegar a este punto muerto la reunión se disolvió en enero de 1637 y al mes siguiente Fernando murió. Su hijo, que ahora era el emperador Fernando III, mandó casi inmediatamente enviados a Hamburgo, donde representantes de Dinamarca, Inglaterra, Francia y Suecia se habían reunido para firmar entre ellos más tratados de alianza, pero no se encontró una base común para llegar a un acuerdo. Por lo tanto la guerra se prolongó. En 1640 el emperador decidió convocar otra reunión con los electores, pero al ver que tampoco así lograba ningún avance, organizó una dieta del imperio (Reichstag), la primera desde 1631, que había de reunirse en Ratisbona. Como era habitual, los católicos predominaban en dos de las tres cámaras: de los 5 electores presentes, 3 eran católicos; de los 58 príncipes con derecho a voto, 30 eran católicos (y varios protestantes a los que se había declarado proscritos no se atrevieron a asistir, aumentando aún más la mayoría católica). Solo las ciudades tenían una mayoría protestante, pero su «cámara» era la que tenía menos poder. Entre septiembre de 1640 y octubre de 1641 se celebraron más de 150 sesiones para discutir los grandes temas de la guerra y la paz. Ni siquiera un bombardeo a la ciudad que llevó a cabo el ejército sueco consiguió interrumpir las discusiones y, finalmente, la asamblea logró zanjar dos de las causas principales de desacuerdo interno. En primer lugar, a pesar de las

protestas del papa, el emperador volvió a renunciar al edicto de restitución, por lo menos temporalmente: las propiedades de la iglesia que en enero de 1627 estaban en manos laicas, seguirían en manos laicas durante 40 años más. En segundo lugar, Fernando firmó la paz con la mayoría de los gobernantes protestantes que estaban en armas contra él. También esperaba firmar la paz con Suecia, dejando a Francia aislada, pero en junio de 1641, a cambio de un aumento en el subsidio francés, las dos potencias acordaron seguir luchando juntas hasta el fin de la guerra. Oxenstierna lamentó tener que sacrificar su libertad de acción «por una pequeña fuente de dinero» pero, como le recordó al consejo de Estado de Estocolmo: «La necesidad es un argumento poderoso, y por un puñado de oro a menudo debe uno sacrificar la reputación»[30]. Estos acontecimientos desanimaron a muchos alemanes que temían la guerra. El nuevo elector de Brandeburgo, Federico Guillermo (1640-1688, más tarde conocido como el «Gran Elector»), que había sido educado en Holanda y tenía buenas relaciones con las potencias protestantes, decidió terminar con todas las operaciones militares en sus dispersas posesiones. En julio de 1641 organizó un armisticio que restauró la paz en el electorado, aunque las tropas suecas siguieron ocupando la mayor parte del territorio y siguió habiendo graves desacuerdos sobre la posesión de Pomerania (que ambas partes reclamaban). Seis meses después, los duques de Brunswick también decidieron salirse de la guerra y firmar una paz por separado con el emperador que garantizara su futura neutralidad en la guerra. Fernando III autorizó ahora a sus representantes para que firmaran un compromiso con Francia y Suecia para organizar un proceso de paz dual, según las condiciones propuestas por Urbano VIII, en las vecinas ciudades de Osnabrück y Münster, en Westfalia, y los plenipotenciarios llegaron allí en julio de 1643. Por aquel entonces la posición del emperador se había deteriorado significativamente. A finales de 1641 la subida de los subsidios franceses le permitió a un nuevo comandante sueco, Lennart Torstensson, reorganizar y reforzar su ejército. A pesar de su artritis –dictaba la mayor parte de sus órdenes desde una litera o una cama– Torstensson demostró ser un hábil general. Ocupó toda Moravia y buena parte de Sajonia en el verano de 1642 y, en noviembre, mientras sitiaba Leipzig, derrotó a un ejército imperial de rescate en la segunda batalla de Breitenfeld. Los imperialistas perdieron 10.000 hombres, 46 cañones y el dinero de sus sueldos. Leipzig

se rindió casi inmediatamente y estuvo en manos de los suecos hasta el fin de la guerra. Si el emperador tenía alguna esperanza de que los españoles volvieran a aparecer, como en Nördlingen, para salvarle, la destrucción del ejército de Flandes en Rocroi acabó con ella. Sin embargo, por un momento, la salvación pareció estar al alcance de la mano cuando Suecia le declaró la guerra a Cristián IV de Dinamarca y empezó a llevar sus tropas hacia el norte. Cristián, que nunca había sido amigo de Suecia, había provocado este nuevo ataque de varias formas. En primer lugar, tras su onerosa guerra en la década de los veinte, el consejo de Estado danés acordó que solo autorizaría más impuestos si ellos mismos se encargaban de su recaudación y distribución. Tras una prolongada resistencia, en 1637 Cristián aceptó este humillante acuerdo; empezó, no obstante, a buscar fuentes de ingresos que pudiera controlar directamente. Lo más destacado fue que aumentó dramáticamente los derechos del Sund y luego se negó a extender la tradicional exención que tenían los barcos suecos a los que venían de las nuevas posesiones suecas en Alemania. Para empeorar las cosas, recibió a enemigos del gobierno de Estocolmo, el más destacado de los cuales fue la reina madre de Suecia (que buscó refugio en 1640 y es posible que se convirtiera en amante de Cristián). Además, en un intento de recuperar su preeminencia en la Baja Sajonia, en la primavera de 1643 la flota de Cristián bloqueó Hamburgo y le forzó a reconocer la soberanía danesa. Finalmente, una vez más el rey adoptó un papel más activo en la guerra alemana. Anteriormente había ofrecido sus servicios como mediador; ahora mandaba enviados al emperador, al zar y a Polonia para discutir una alianza ofensiva contra Suecia, en el caso de que se negara a firmar la paz. En mayo de 1643 estos diversos «insultos» convencieron a Oxenstierna y a sus colegas para que planearan un golpe preventivo antes de que las cosas fueran más lejos. Casi todos los intentos de Cristián de conseguir apoyo extranjero fracasaron. Los holandeses, resentidos por la subida de los derechos del Sund, apoyaron a Suecia; mientras que el sobrino de Cristián, Carlos I, estaba enfrentándose a una rebelión en Inglaterra, Escocia e Irlanda y no podía ayudar. Ladislao de Polonia, aunque deseaba ansiosamente humillar a Suecia, prefirió en este punto dirigir sus fuerzas, especialmente los cosacos

(que se habían rebelado contra él en 1637-1638), contra los turcos y por lo tanto optó por no contraer nuevos compromisos en el Báltico. Solo cabía la posibilidad de que Rusia ofreciera ayuda. El zar Miguel Romanov deseaba casar a su hija con el príncipe Valdemar de Dinamarca, uno de los hijos de Cristián, que llegó a Moscú en enero de 1644; pero el joven se negó a abrazar la fe ortodoxa y permaneció en arresto domiciliario (y alejado de su prometida) hasta la muerte del zar en julio de 1645. En cualquier caso, el zar tenía importantes compromisos en otros lugares. En el este, la expansión continuó en Siberia hasta la fundación de Ojotsken en el Pacífico en 1648 y los colonos rusos no dejaban de pedir ayuda al gobierno central. En el sur, los cosacos tomaron territorios cercanos al mar Negro de los otomanos en 1637 y se los ofrecieron al zar, pero al final el zar acabó devolviéndolos en lugar de enfrentarse a lo que habría sido una guerra inevitable con el sultán y sus aliados. Sin embargo, como medida preventiva, Moscú invirtió mucho dinero en la construcción de una línea fortificada de defensa que se extendía desde Bielgorod en el sudoeste, pasando por Voronej y Kozlov hasta Nijni Lomov. El costo de la obra, que se empezó en 1638 y se acabó en 1650, contribuyó a disuadir a los zares de intervenir en cualquier conflicto extranjero. Por lo tanto Cristián estaba solo cuando, a finales de 1643, Torstensson y el ejército sueco en Alemania invadieron Dinamarca desde el sur mientras Gustavo Horn ocupaba muchas posesiones danesas al este del Sund. Inesperadamente, en el verano de 1644 los Habsburgo vinieron al rescate de Cristián, enviando a Holstein un ejército imperial que amenazó la retaguardia de Torstensson, pero en octubre la flota sueca derrotó a los daneses en la batalla de Femern, dejando a las islas expuestas a una invasión. Cristián, que había sido gravemente herido en la batalla, intentó ahora llegar urgentemente a un acuerdo. Las conversaciones empezaron al mes siguiente, cuando los enviados de Francia y Holanda negociaron un acuerdo favorable para los suecos en Bromsebro: Cristián entregó la provincia de Halland (al este del Sund) por 30 años y las provincias noruegas de Jamtland y Harjedalen y las islas bálticas de Oesel y Gotland en perpetuidad. Los holandeses también explotaron la indisposición del rey, enviando una flota que se abrió paso por el Sund, mientras el rey –que había llegado hasta a empeñar su corona para pagar esta desastrosa guerra– miraba con impotencia desde los muros del castillo de Helsingør. Los

holandeses obtuvieron una exención casi total de los derechos del Sund para todos sus barcos, lo que redujo drásticamente esta fuente de ingresos reales, pues el 60 por 100 o más de los barcos que pasaban por el Sund eran holandeses. La paz de Bronsebro (agosto de 1645) hizo que Dinamarca dejara de ser una gran potencia europea. La ocupación sueca produjo una caída en la producción agrícola y una escasez de capital; el fracaso de las cosechas y la peste hicieron estragos entre 1647 y 1651; la población de Dinamarca disminuyó en un 20 por 100. Políticamente, la corona estaba totalmente desacreditada. En 1647 Cristián tuvo que aceptar un estricto control aristocrático sobre todos los aspectos del gobierno y, después de su muerte en febrero de 1648, los nobles consiguieron aún más concesiones de su hijo antes de reconocerle como rey. Cuando la victoria de Suecia en Femern rompió la resistencia danesa, el consejo sueco planeó un último esfuerzo para que el emperador aceptara sus condiciones. Oxenstierna y sus colegas coordinaron esfuerzos para la campaña de 1645 con Jorge Rakoczi, príncipe de Transilvania sucesor de Bethlen Gabor, cuyas fuerzas (en parte financiadas por los turcos) habían ocupado buena parte de la Hungría de los Habsburgo, y con los franceses que aceptaron atacar Baviera mientras el ejército sueco avanzaba una vez más hacia Bohemia a través de Sajonia para enfrentarse al Hauptarmee imperial. Aunque sus aliados tardaron en entrar en combate, en marzo de 1645, Torstensson obtuvo otra arrolladora victoria en Jancov, cerca de Praga. Hasta los generales de Fernando fueron capturados y el emperador se retiró primero a Viena y luego atravesó los Alpes para ir a Graz, donde su padre había sido coronado emperador una generación antes. En mayo los suecos unieron fuerzas con los transilvanos y se prepararon para poner sitio a Viena. Mientras tanto, en agosto, los franceses destruyeron a los aliados bávaros de Fernando en Allerheim, cerca de Nördlingen. Las únicas buenas noticias le llegaron al emperador fueron que su enviado en Estambul convenció al sultán otomano de que renovara el tratado de Zsitvatorok (véase cap. III, «1. Los Habsburgo de Austria y los turcos») y de que pidiera el regreso de Rakoczi a Transilvania. En diciembre de 1645 Fernando le cedió a Rakoczi amplias tierras en Hungría a cambio de la paz, asegurando así su retaguardia.

Sin embargo, Jankov y Allerheim dañaron irreparablemente la causa imperial. Juan Jorge de Sajonia hizo las paces con Suecia en septiembre de 1645, dejando al emperador prácticamente solo en su lucha. Para impedir que se produjeran más deserciones, Fernando hizo dos importantes concesiones: todos los príncipes y ciudades que tuvieran un asiento en la Dieta imperial tendrían permiso para negociar directamente en la conferencia de paz y todos los proscritos recibirían una amnistía que les permitiría asistir a las conversaciones. En noviembre de 1645 el emperador envió a un plenipotenciario a Westfalia con instrucciones de hacer todas las concesiones que fueran necesarias para garantizar la paz. Los representantes de España, Francia y otros estados católicos ya se habían reunido en Münster, y los de Suecia y sus aliados estaban en Osnabrück, a 45 kilómetros de allí. En las dos series de negociaciones paralelas, conocidas en conjunto como el congreso de Westfalia, acabaron participando 176 plenipotenciarios que representaban a 194 gobernantes europeos (casi 150 de los cuales eran alemanes). Era con mucho la mayor – así como la más larga– conferencia de paz que se había celebrado hasta esa fecha. En los 18 meses de intensas negociaciones que siguieron se resolvieron casi todos los asuntos pendientes. Los acuerdos separados de Brandeburgo, Brunswick y Sajonia, y los compromisos que se habían alcanzado en Ratisbona en 1640-1641, ya habían establecido una buena base común entre las distintas partes respecto a la resolución interna de los asuntos del Imperio. La resolución de los detalles de los temas que quedaban pendientes –la mayoría de los cuales tenían que ver con Francia y Suecia– tan solo llevó tanto tiempo porque, según la cínica frase de un delegado, «en invierno negociamos, en verano luchamos»: como había sucedido antes, la cambiante suerte de la guerra afectaba continuamente el poder y las tendencias de negociación de los principales participantes[31]. Aunque resultaba evidente que Suecia perseguía aún los mismos tres objetivos que antes –una «satisfacción», a través de la cesión de algunas tierras del norte de Alemania; una «seguridad», en la forma de una garantía de que ningún estado alemán volviera a amenazar de nuevo los intereses suecos; y una «compensación» por sus gastos– la serie de victorias que lograron, transformó la escala de estas demandas. En lugar de limitarse a Pomerania, Suecia ahora exigía también partes de Mecklenburgo y los territorios de Bremen y Verden que antes eran daneses. En lugar de una

asociación defensiva protestante como la Liga de Heilbronn, los suecos deseaban «atomizar» el Imperio para crear un equilibrio permanente de poder entre los diversos estados y credos que perpetuara la debilidad política. En lugar de una modesta indemnización económica, que podría haberse intercambiado por Pomerania, el ejército sueco solicitó 20 millones de táleros en metálico (más de 4 millones de libras esterlinas). Los franceses, en este punto, no pedían dinero. Exigían, no obstante, el reconocimiento de sus ganancias en Renania –las «cabezas de puente» de Breisach y Philippsburg; la jurisdicción sobre la mayor parte de Alsacia– y la legalización del control francés sobre Metz, Toul y Verdún. Las negociaciones sobre estos complejos asuntos avanzaron con lentitud. En septiembre de 1646 Fernando aceptó las condiciones de Francia y ambas partes alcanzaron un acuerdo preliminar. Pero la guerra continuó por la promesa que Francia había hecho en Hamburgo en 1641 de no firmar una paz por separado, las muy superiores demandas de Suecia evidentemente resultaron más difíciles de satisfacer. Era especialmente difícil llegar a un acuerdo sobre el destino de Pomerania. Desde 1637, cuando murió el último duque nativo, los electores de Brandeburgo ostentaban un derecho de sucesión incuestionable (véase cap. VI, «2. Gustavo Adolfo y Wallenstein») y en 1646 Federico Guillermo fue hasta Westfalia para convencer a los demás negociadores de sus derechos. Tuvo un notable éxito, logrando en el proceso elevar a Brandeburgo de su habitual posición secundaria a un estatus de gran potencia. Por una parte, obtuvo el apoyo de Mazarino, lo cual hizo que Francia iniciara la política de aumentar el poder de los electores para contrarrestar el de Suecia; por otra parte, consiguió movilizar un naciente «patriotismo» alemán. Tal y como informó exasperado el negociador sueco desde Westfalia: La gente está empezando a ver el poder de Suecia como algo peligroso para el «equilibrio de poder» [Gleichgewicht]. Su primera regla en política es que la seguridad de todo depende del equilibrio entre las partes. Cuando uno empieza a hacerse más poderoso… los otros se colocan, a través de uniones o alianzas, en el extremo opuesto para mantener una distribución equitativa[32].

Irónicamente, aunque en este caso este principio perjudicaba a Suecia, la idea de un equilibrio internacional de poder con un eje en Alemania era precisamente lo que Oxenstierna y sus colegas intentaban crear. De modo

que a principios de 1647 aceptaron ceder el este de Pomerania a Brandeburgo. Al mismo tiempo, los plenipotenciarios de Mazarino trabajaban con el conde de Peñaranda para encontrar una fórmula de paz entre España y Francia. Sacudido por las revueltas de Sicilia y Nápoles, Felipe IV parecía dispuesto a recortar sus pérdidas y, en enero de 1646, Peñaranda firmó un acuerdo preliminar con los franceses. Sin embargo, después, la posición de España mejoró –no solo gracias a la firma de la paz con Holanda, sino también a la represión de las revueltas en Sicilia y Nápoles– y en mayo de 1648 Felipe anunció que ya no estaba dispuesto a aceptar las «exorbitantes condiciones» que le exigía Mazarino. Cuando el cardenal se negó a ceder, el ejército de Flandes, que ahora no corría el riesgo de ser atacado por los holandeses, invadió Francia; pero en agosto de 1648 sufrió una aplastante derrota en Lens. Por lo tanto, la guerra franco-española continuaba. Mazarino y sus aliados también lograron algunos éxitos notables en Alemania. Mientras un ejército francés invadía Baviera y, en mayo de 1648, derrotaba a los imperialistas en Zusmarshausen cerca de Augsburgo, más al este los suecos invadieron Bohemia y sitiaron Praga, ocupando el suburbio de Hradschin donde se encontraba el palacio de Rodolfo II (en el que estaba la habitación donde, 30 años antes, se había producido la defenestración). Pero Mazarino no pudo beneficiarse de estos espectaculares logros. Por una parte, el aumento de la inestabilidad doméstica le privó del dinero que necesitaba para pagar su ejército; por otra parte, en agosto de 1648, tras un largo regateo, los negociadores suecos también firmaron un acuerdo preliminar con el emperador. Como era de esperar, Mazarino no aceptó esto con elegancia. Se quejó en su tono característico a su enviado en Münster: Tal vez habría sido más ventajoso para la conclusión de una paz universal que la guerra en el Imperio hubiera continuado durante algún tiempo más, en lugar de apresurar la resolución de los temas pendientes tal y como hemos hecho, siempre que hubiéramos podido proceder con más lentitud en este asunto sin que nos abandonaran los suecos (que mostraban un deseo apasionado de llegar a un acuerdo). El miedo a este contratiempo siempre acabó imponiéndose.

Se lamentaba amargamente de que el emperador se hubiera salvado del «hundimiento total que, considerando la triste situación a la que se había visto reducida su fortuna, era inminente y casi inevitable». Sin embargo, el 24 de octubre de 1648, el día después de que Mazarino escribiera este

lamento en París, sus plenipotenciarios en Münster firmaron los instrumentos finales para finalizar la guerra en Alemania[33]. Tras tantos años de lucha, al principio las noticias de la resolución parecían poco creíbles. Tal y como escribió un poeta alemán: Algo en lo que nunca creísteis ha sucedido. ¿El qué? ¿Pasará el camello por el ojo de la aguja ahora que la paz ha vuelto a Alemania?[34].

Sin embargo, como comentó Mazarino, la paz de Westfalia no trajo consigo una «paz universal». En Alemania misma, muchos de los delegados se fueron enseguida a Núremberg, donde se había organizado una nueva conferencia para supervisar el pago de los 200.000 soldados que aún estaban movilizados. Tardaron 18 meses en acordar un calendario para una retirada escalonada de los ejércitos. Incluso después de eso, hubo enfrentamientos menores entre Brandeburgo y Neoburgo (a los que se llamó «la guerra de vacas de Düsseldorf») por Jülich-Cléveris en 1651; y Suecia y Brandeburgo no se dividieron Pomerania hasta 1653. Fuera de Alemania hubo guerras que siguieron luchándose (entre Francia y los Habsburgo españoles; entre los turcos y los venecianos) y también las hubo que empezaron (la segunda guerra civil en Gran Bretaña, otra importante guerra en el Báltico). Este ciclo de guerras aparentemente interminable, que se luchó en tiempos de peste y hambre, le dio un componente de miedo, rabia y angustia a buena parte de la cultura de la Europa de mediados del siglo XVII. Los artistas, músicos y escritores de la primera mitad de este siglo se obsesionaron cada vez más con la guerra y la violencia que amenazaba con devorarles.

[1] M. Roberts, From Oxenstierna to Charles XII: four studies, Cambridge, 1991, p. 9: Oxenstierna a su hermano, 25 de julio de 1632, calendario juliano. El magnífico estudio comparativo, J. H. Elliott, Richelieu and Olivares, Cambridge, 1984, contiene muchas declaraciones similares. Véanse especialmente los capítulos 2 y 3 [ed. cast.: Richelieu y Olivares, Barcelona, Crítica, 1992]. [2] M. Roberts, The Swedish imperial experience, 1560-1718, Cambridge, 1979, p. 25; datos sobre bajas del ejército de J. Lindegren, Utskrivning och utsugning. Produktion och reproduktion i Bygdeå, 1620-1640 (Conscription and exploitation: Production and reproduction in Bygdeå, 1620-1640, Uppsala, 1980), pp. 144-177 y 256-257. En 1639, la guerra en el continente aún iba a durar nueve años más.

[3] B. Porshnev, Les Soulèvements populaires en France avant la Fronde, París, 1963, p. 53: Épernon, gobernador de Guyena, al canciller Ségier, 26 de junio de 1633. [4] O. Ranum, Richelieu and the councillors of Louis XIV, Oxford, 1963, pp. 136 y 176: Richelieu a Bullion, 23 de abril de 1635, y a Bouthillier, 28 de febrero de 1642 (ambos destinatarios eran surintendants des finances). El abandonado (y frustrado) plan de reforma de 1640 lo reproduce y comenta R. Bonney, «Louis XII, Richelieu, and the royal finances», en J. Bergin y L. Brockliss (eds.), Richelieu and his age, Oxford, 1992, pp. 120-133. [5] R. Cueto, Quimeras y sueños. Los profetas y la monarquía católica de Felipe IV, Valladolid, 1994, pp. 80-81: instrucciones de Felipe IV a su «junta de conciencia». La preocupación del rey en 1641 podía por supuesto tener que ver con el miedo de que las revueltas de Cataluña y Portugal se extendieran, pero se pueden ver más pruebas de su preocupación por salvaguardar su conciencia en la página 279 de este libro. [6] Archivo Histórico Nacional, Madrid, Estado libro 961/56-59v, instrucciones para Salamanca, noviembre de 1637; R. Valladares, Epistolario de Olivares y el conde de Basto (Portugal 1637-1638) (Salamanca, 1998), p. 179: Olivares a Basto, 3 de enero de 1638. [7] J. J. Poelhekke, De vrede van Munster, La Haya, 1948, p. 65: Contarini al dogo y el Senado, 2 de octubre de 1638 (citado junto con opiniones similares expresadas por otros en esta época). [8] A. Leman, Richelieu et Olivarès: leur négociations secrètes de 1636 à 1642 pour le rétablissement de la paix, Lille, 1938, p. 85: opinión de Olivares en una consulta en el consejo de Estado, 24 de enero de 1639, después de saber de la caída de Breisach. [9] Leman, Richelieu et Olivarès, cit., p. 118: Olivares a Felipe IV, 31 de enero de 1640. [10] J. H. Elliott, The revolt of the Catalans: a study in the decline of Spain, Cambridge, 1963, p. 360, documento de Olivares, 12 de marzo de 1639; y p. 363, Olivares al virrey Santa Coloma, 18 de junio de 1639. [11] Elliott, The revolt of the Catalans, cit., pp. 375, 387 y 400-401: Olivares a Santa Coloma, 7 de octubre de 1639 y 29 de febrero de 1640, consulta de la Junta de Ejecución de Olivares, 14 de enero de 1640. [12] Elliott, The revolt of the Catalans, cit., p. 411: doctor Valonga al protonotario Villanueva, el principal asesor de Olivares en asuntos catalanes, 24 de marzo de 1640. El protonotario quedó suficientemente impresionado como para subrayar estos comentarios y escribir una nota al margen que decía que le serían comunicados al rey, pero, en general, la política de Madrid no cambió. [13] Elliott, The revolt of the Catalans, cit., p. 452, respuesta real a una consulta del consejo de Estado, 12 de junio de 1640; y p. 490, diario de Matías de Novoa. [14] Elliott, The count-duke of Olivares, cit., p. 600, Olivares en una consulta del 17 de diciembre de 1640; y p. 611, sir Arthur Hopton al secretario de Estado Vane, 13 de abril de 1641. [15] C. Seco Serrano, Cartas de Sor María de Jesús, I, Madrid, 1958, Felipe IV a sor María, 4 de octubre de 1643. Véase la reproducción de una de estas extraordinarias cartas en C. Baranda, María de Ágreda. Correspondencia con Felipe IV, Madrid, 1991, p. 218. [16] R. Stradling, Philip IV and the government of Spain, 1621-1665, Cambridge, 1988, p. 270: proclamación real del 28 de octubre de 1644. [17] Archivo Histórico Nacional, Estado libro 969 unfol., don Miguel de Salamanca a Olivares, 14 de julio de 1641. [18] Archivo General de Simancas, Estado 2039 unfol., Melo a Felipe IV, 23 de mayo de 1643 (mi agradecimiento a Fernando González de León por esta referencia); Bibliothèque publique et universitaire, Ginebra, Ms Favre 39/88-9, don Luis de Haro a Velada, 17 de noviembre de 1643. [19] Elliott, The revolt of the Catalans, cit., p. 253: informe no fechado de Duplessis-Besançon. [20] D. L. M. Avenel (ed.), Lettres, instructions diplomatiques et papiers d’état du cardinal de Richelieu, VI, París, 1870, pp. 500-501 y 881-882: Richelieu a Bouthillier, surintendant des finances,

29 de agosto de 1639 y 10 de octubre de 1641. [21] Sobre el resultado de estas revueltas, véase J. Stoye, Europe unfolding 1648-1688, 2.a ed., Oxford, 2000, pp. 76-78. [22] J. J. Poelhekke, De vrede van Munster, cit., pp. 256 y 258: resolución de los estados de Holanda, 28 de febrero de 1646, y Ongeveynsden nederlandtschen Patriot, 1647. [23] J. Israel, The Dutch Republic and the Hispanic world, 1606-1661, Oxford, 1982, p. 359: Peñaranda al gobernador general de los Países Bajos españoles, 28 de agosto de 1645. [24] J. J. Poelhekke, De vrede van Munster, cit., p. 272: el conde de Castrillo a Felipe IV, 3 de junio de 1646; E. Prestage (ed.), Correspondência diplomática de Francisco de Sousa Coutinho, durante a sua embaixada em Holanda, 1643-50, II, Coimbra, 1926, p. 256, Sousa Coutinho a Juan IV, 17 de noviembre de 1647, donde se cita al embajador francés en La Haya. Los planes de matrimonio para Luis XIV se vinieron abajo en octubre de 1646 cuando la muerte del príncipe Baltasar Carlos hizo que su hermana, la esposa putativa de Luis, fuera la heredera del trono español. Sin embargo, se casaron en 1659 como parte de la paz de los Pirineos: véase Stoye, Europe unfolding, cit., p. 90. [25] J. J. Poelhekke, De vrede van Munster, cit., p. 387: Antoine Brun, un negociador español en Münster, a los Estados Generales holandeses, febrero de 1647. [26] En abril de 1648 en la votación de los Estados Generales para la aprobación del tratado hubo 5 votos a favor y 2 en contra: Utrecht y Zelanda se opusieron. Unos días después Utrecht cambió su voto, dejando a Zelanda aislada, así que solo los delegados de 6 provincias participaron en la ceremonia de ratificación de Münster el 15 de mayo, conmemorada en el retrato en grupo de Gerard ter Borch, el pintor de Peñaranda (véase cap. VIII, «El arte»). Sin embargo, dos semanas después, a cambio de una promesa de los Estados Generales de enviar una flota de refuerzo a Brasil, Zelanda finalmente accedió. El episodio ofrece un clásico ejemplo de cómo la República podía sortear la regla de «unanimidad» de su constitución. [27] E. Prestage y P. M. Laranjo Coelho (eds.), Correspondência diplomática de Francisco de Sousa Coutinho, durante a sua embaixada em Holanda, 1643-50, III, Lisboa, 1955, p. 13: Francisco de Sousa Coutinho a Juan IV de Portugal, La Haya, 10 de junio de 1648. [28] A. Chéruel (ed.), Lettres du Cardinal Mazarin, III, París, 1883, pp. 173-181: Mazarino a Abel Servien, 14 de agosto de 1648. Para la parte final de la historia de la rebelión francesa conocida como la Fronda, véase Stoye, Europe unfolding, cit., cap. 3. [29] H. Haan, Der Regensburger Kurfürstentag von 1636/1637, Münster, 1967, pp. 163-164: «votum» del elector Jorge Guillermo de Brandeburgo en la 18.a sesión de la reunión, noviembre de 1636. [30] M. Roberts, Sweden as a great power, cit., p. 154: discurso de Oxenstierna en la reunión del consejo en 1640. [31] F. Dickmann, Der Westfälische Frieden, Münster, 1959, p. 214: prior Adami de Murrhart (véase también el comentario similar de un diplomático francés, «Las conversaciones de paz se caldean en invierno y se enfrían en primavera»: loc. cit.). El acuerdo alemán alcanzado en Westfalia tras largas discusiones está descrito en Stoye, Europe unfolding, cit., pp. 4-7. [32] C. T. Odhner, Die Politik Schwedens im westfälischen Friedenscongress und die Gründung der schwedischen Herrschaft in Deutschland, Gotha, 1877, p. 163: Johan Alder Salvius al consejo sueco, 7 de septiembre de 1646. [33] A. Chéruel, Lettres du Cardinal Mazarin, cit., II, pp. 218-223: Mazarino a Servien, 23 de octubre de 1648. [34] Johan Vogel de Núremberg citado en H. Glaser (ed.), Wittelsbach und Bayern II. Um Glauben und Reich; Kurfürst Maximilan I. 2. Katalog der Ausstellung, Múnich y Zúrich, 1980, p. 483. En Mateo 19, 24 Cristo dijo que es «más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja a que un rico entre al reino de los cielos».

VIII. LA CULTURA DE LA EUROPA POSRENACENTISTA

1. GUERRA Y CULTURA Fluvio Testi, un guerrero y hombre de letras italiano, afirmaba en 1641: «Este es el siglo de los soldados». Es fácil ver por qué lo decía: en la primera mitad del siglo XVII no hubo ningún año en el que no se produjeran enfrentamientos en algún lugar de Europa y los contemporáneos empezaron a ver la guerra y no la paz como la situación normal. Según el Tratado sobre el ciudadano de Thomas Hobbes de ese mismo año, «no puede negarse que el estado natural del hombre, antes de que se uniera con otros para formar una sociedad, era la guerra; y no solo la guerra, sino la guerra de todos contra todos». Tres décadas antes, sir Walter Raleigh afirmaba en su Historia del mundo que «el tema y argumento habitual de la historia es la guerra». En poco tiempo también se convirtió en muchos países en «el tema y argumento habitual» de la música, el arte y la literatura[1].

La guerra como estímulo cultural En Alemania los panfletos y hojas volantes ofrecían la letra (y a veces la melodía) de más de 500 canciones escritas entre 1618 y 1648 sobre la guerra y sus consecuencias. En la República holandesa se publicaron volúmenes enteros de expresiones musicales efímeras sobre acontecimientos militares: el Geuzenliedboek (El libro de canciones de los Geuzen) que contenía unas 200 canciones (algunas de 30 o más versos), llevaba muchas ediciones cuando en 1626 Adrian Valerius publicó su exitoso libro Nederlandtsche Gedenck-Clanck (Canciones holandesas del recuerdo) –que ofrecía las melodías, pero muchos menos versos– sobre las guerras de los Países Bajos. Mientras tanto, multitud de pintores en los Países Bajos producían grandes cantidades de lienzos que representaban diversas formas de actividad militar: soldados saqueando (Sebastián Vrancx y su discípulo Pieter Snaeyers), escaramuzas de la caballería (Philips

Wouwermans) y sitios (Hendrik de Meyer). Otros artistas se especializaron en «escenas de cuartel» que mostraban a los soldados fuera de servicio: limpiando sus armas, partiéndose el botín o realizando alguna actividad cotidiana (jugando a las cartas, acosando a mujeres, fumando, bebiendo, peleándose, durmiendo)[2]. Los mejores artistas, músicos y escritores realizaban obras para conmemorar éxitos militares concretos. Algunos gobiernos organizaban concursos para encontrar la mejor forma de dejar constancia de una hazaña militar: en 1627 Felipe IV invitó a los pintores de su corte a que presentaran bocetos para una importante obra que representara la expulsión de los moriscos que se llevó a cabo la década anterior (como era de esperar, ganó Diego de Velázquez). Dos años antes, la captura de Breda por parte de los españoles tras un sitio de un año provocó grandes demostraciones de júbilo. Casi inmediatamente, apareció una gran cantidad de hojas volantes y panfletos y, antes de que terminara el año, Felipe IV pudo ver representada la obra de Calderón El sitio de Breda. En poco tiempo también pudo admirar el monumental lienzo de Velázquez La rendición de Breda (también conocido como Las lanzas), al que se le dio un lugar destacado en el Salón de Reinos del palacio del Buen Retiro en Madrid. Pieter Snaeyers realizó tres cuadros sobre la victoria y Jacques Callot investigó y grabó un enorme Mapa del sitio de Breda en seis hojas, subvencionado por el gobierno de Bruselas (que distribuyó más de 200 copias gratuitas a amigos potentados, junto con un folleto explicativo y un índice de personas y lugares en cuatro idiomas). Herman Hugo, capellán del victorioso general Ambrogio Spínola, publicó una historia oficial del sitio con una carátula diseñada por Peter Paul Rubens, el artista más famoso de la época[3]. Los temas militares tenían un papel preponderante en muchos otros medios. Algunos vencedores encargaban (o volvían a encargar) la construcción de edificios enteros. Los reyes Vasa de Polonia construyeron la Capilla Moscovita en Varsovia para conmemorar el triunfo de sus campañas rusas, y Fernando II puso la primera piedra de una capilla votiva en el campo de batalla de la Montaña Blanca, justo frente a Praga. El papado le cambió el nombre a la iglesia romana de Santa Maria Maggiore por el de Santa Maria della Vittoria en honor al triunfo de la causa católica en la Montaña Blanca, y colocó en ella trofeos que se habían conseguido en el combate, una imagen de la virgen que habían traído las tropas y cuatro

enormes cuadros de la batalla. Cristián IV de Dinamarca encargó una serie de 22 paneles de tapicería para conmemorar sus éxitos contra Suecia en la guerra de Kalmar y los colgó en el Gran Salón de su palacio de Frederiksborg. En una escala menor, un patriota anónimo encargó la realización de un mural para celebrar la recuperación de Salces por parte de España en 1639 en la pared de un molino que había frente a la ciudad de Valencia. Casi todos los gobiernos acuñaron monedas y medallas propagandísticas especiales para conmemorar victorias concretas. En 1650, probablemente por primera vez desde el Imperio romano, todos los soldados que ganaron una batalla recibieron una medalla especial de su gobierno «en recuerdo a la misericordia de Dios y al valor y la victoria de los soldados»[4]. No solo los vencedores encargaron arte militar. Los diseñadores de azulejos hicieron un amplio uso de motivos militares: el gran salón del castillo de Beauregard cerca de Blois (Francia) contenía más de 5.000 azulejos azules que mostraban a soldados entrenándose en distintas posturas tomadas de El uso de las armas de Jacob de Gheyn. Muchos grabadores en bronce enfatizaban la naturaleza arbitraria y catastrófica de la guerra, a veces reuniendo su trabajo en series de las que la primera y más famosa fue Las miserias de la guerra (1633) de Callot. El objetivo de sus colecciones no era la documentación, sino la disuasión. Mostraban cómo la vida del soldado empezaba bien, pero terminaba en violencia e ignominia; asesinado por campesinos, ejecutado por escuadrones de fusilamiento, muriendo de hambre al borde de una carretera. Hans Ulrich Franck, que produjo una serie de 24 grabados militares conocidos como El teatro de la guerra, mostró su visión en la página inicial en la que tras un telón abierto se ve un escenario en el que un oficial blande su arma mientras intenta mantener el equilibrio sobre el globo de la Fortuna. Se puede leer un lema que dice: «¡Escuchad! Prestad atención al presente; observad el futuro; y no olvidéis el final»[5]. El desastre, o el miedo al desastre que estaba por venir, dieron lugar a muchos escritos autobiográficos. El zapatero Hans Heberle, que vivía en un pueblo cercano a Ulm en el sur de Alemania, empezó a escribir un diario en 1618 porque consideró que los tres cometas que se habían visto aquel año eran un presagio del sufrimiento y derramamiento de sangre futuros y llenó su Zeytregister (Registro de los tiempos) con las desgracias públicas y

privadas causadas por la guerra, entre las que se incluían detalles de las 22 ocasiones en las que la llegada de las tropas le habían obligado a abandonar su hogar y buscar la seguridad tras los muros de Ulm. Sydnam Poyntz empezó su Relation cuando escapó del lugar donde trabajaba de aprendiz en Londres para convertirse en soldado en Alemania en 1624. Sobrevivió a la batalla de Lützen en 1632, pero perdió todo lo que tenía en la posterior retirada. Lugo ganó 2.000 libras esterlinas y tres caballos en la campaña de 1633, para acabar descubriendo que unos soldados vagabundos habían matado a su esposa e hijo alemanes y destruido su hogar, no dejando «ni caballo, ni vaca, ni oveja, ni grano suficiente… para alimentar a un ratón»[6]. El miedo al desastre –además de a la guerra, el hambre y la enfermedad– causó un profundo y omnipresente pesimismo en la literatura europea. La Fortuna reemplazó gradualmente a la Muerte como símbolo de la incertidumbre de la vida humana y los escritores la representaban invariablemente como un ente malévolo: un adversario a la vez implacable, incomprensible y malvado. Los dramaturgos preferían los argumentos dominados por coincidencias desafortunadas y contratiempos inesperados (una tendencia que ayuda a explicar la incoherencia e inverosimilitud de algunas de ellas). También los novelistas dejaban a sus héroes a merced de la Fortuna: las historias de don Quijote y Simplicissimus, dos de los grandes personajes de ficción de la época, demuestran que no hay nada constante en el mundo salvo la inconstancia. Algunos escritores representaban la vida como un sueño –La vida es sueño, de Calderón; Philander von Sittewald, de Moscherosch– enfatizando así la veleidad, incerteza y caos de la vida real. Los poetas también se concentraron en el papel de la Fortuna (o de la mala fortuna) en la guerra. Al igual que los pintores, algunos celebraban la victoria y la fama mientras que otros se concentraban en la derrota y el desastre. Martin Opitz, el poeta más famoso de su tiempo, presenció la conquista católica del Palatinado en 1619-1620 y al año siguiente escribió su poema épico, Poema de consuelo en la adversidad de la guerra. En él, hablaba de la destrucción de la guerra y del miedo que producía: ¿No hay ningún lugar a donde no pueda llegar la guerra para que podamos vivir allí sin miedo a tener que huir?… Los árboles han caído; los jardines están desolados;

la hoz y el arado son un filo cortante.

Uno de los himnos que escribió el pastor Paul Gerhardt cuando la guerra estaba ya más avanzada empezaba diciendo: «¡Oh, vamos! Despierta, despierta mundo cruel: abre los ojos antes de que el terror caiga sobre ti como un rápido sobresalto»[7]. Otros poetas intentaban evitar el incierto futuro eternizando la emoción, el pensamiento o la impresión del momento. En lugar de describir largas búsquedas románticas, los sonetos del siglo XVII se concentraban en un beso, esa transitoria expresión de amor, y el mayor genio literario holandés, Pieter Corneliszoon Hooft, bostezó ante el largo tiempo que pasó Petrarca buscando a Laura. Del mismo modo, los historiadores, en lugar de analizar lentas tendencias, llenaban sus obras con las súbitas transformaciones que traía consigo la fortuna, especialmente durante la guerra. Hooft, que también escribió una magnífica historia de la revuelta holandesa, decía: Yo no represento el estado de las cosas, represento el cambio, y no el cambio de una edad a otra… sino de un día a otro, de un minuto a otro. Tengo que contar mi historia por minutos[8].

Esta obsesión con el cambio inmediato fue uno de los factores que estimularon una sed de «noticias» sin precedentes. En Alemania se publicaron 1.800 hojas volantes y panfletos en 1618, el año de los cometas y de la defenestración de Praga, más de 5 al día. 20 periódicos, más de 200 panfletos y más de 40 hojas ilustradas describieron en 1631 la masacre que llevó a cabo el ejército imperial dirigido por el conde Tilly en Magdeburgo. Aunque la mayoría de las hojas mostraban una escalofriante representación pictórica del saqueo, acompañada por un comentario detallado, algunas adoptaron un tono satírico, mostrando a Tilly como un pretendiente de avanzada edad que trata de cortejar a una joven dama que no está interesada en él (un juego de palabras con «Magdeburgo»: la ciudad de la dama), cuando esta rechaza sus proposiciones, el viejo se impacienta y la viola[9]. Hasta las peores atrocidades podían dar lugar a un tétrico humor.

El nacimiento del periódico

El urgente deseo de saber sobre la actualidad, despertado en parte por el miedo que engendraba la guerra, originó una importante invención literaria que ha perdurado en el tiempo: el periódico. Tal y como comentó Hooft en 1640, «sean buenas o malas noticias, siempre son bienvenidas porque me hablan del mundo»; y por aquel entonces podía elegir entre dos corantos semanales de Ámsterdam (uno fundado en 1618, el otro en 1619), tres de Amberes (el más antiguo de 1620), y uno de Brujas, además de numerosas publicaciones alemanas[10]. El periódico semanal más antiguo empezó a publicarse en Estrasburgo en 1609; en él se imprimían los informes que enviaban «corresponsales» de toda Europa. Algunas noticias tenían que ver con asuntos culturales –por ejemplo, el número 37 del 4 de septiembre de 1609, informaba con cierto detalle sobre un telescopio astronómico que Galileo había construido y utilizado el mes anterior–, pero la mayoría hablaban de política y, sobre todo, de guerra. Todos los demás periódicos tenían el mismo formato. Tras el fin de la Tregua de los Doce Años en 1621, los artículos más largos de los periódicos holandeses eran normalmente los que recibían «De nuestro corresponsal en el ejército», a los que a partir de 1635 se unieron las «Noticias del ejército de su majestad el rey de Francia», el principal aliado de la República. Ningún gobierno podía permitirse no censurar un material tan sensible y tan fácil de conseguir en las tiendas y tabernas de las ciudades y de vendedores ambulantes en el campo. Una epístola en verso, probablemente escrita en 1621 por el poeta inglés Michael Drayton al «Señor George Sandys», se quejaba amargamente de la censura que había sobre las noticias políticas del extranjero que (por lo menos) a los londinenses les parecían importantes: Del Palatinado no me atrevo a hablar aunque otros hablen de ello sin parar, y de lo que pasa en Austria y en Bohemia, yo no hablaré, de lo que Spínola pretende, hacia dónde va el príncipe Mauricio con sus holandeses, aunque otros hombres tienen libertad para estas cosas, sin embargo (George) han de ser misterios para mí.

No obstante, Drayton exageraba. Circulaban muchas noticias de forma oral o en cartas y boletines manuscritos. Además, a partir de 1620 las imprentas de Ámsterdam publicaban periódicos ingleses (y franceses) con

regularidad para satisfacer el deseo de los lectores extranjeros de tener información sobre la guerra en el continente: el primer número del Coranto de Italia, Alemania, etc., de publicación quincenal, incluía un informe detallado de la batalla de la Montaña Blanca. Al año siguiente, las imprentas inglesas empezaron a realizar publicaciones similares, con traducciones de corantos extranjeros, en «libros de noticias», una práctica que Jonson satirizó en su obra El comercio de noticias (1626) y que el rey Carlos I prohibió en 1632 (a petición del embajador español en Londres, que se quejó del tono triunfalista de los informes sobre las derrotas de los Habsburgo)[11]. Al principio los periódicos relataban los acontecimientos sin comentarlos, por miedo a la censura del gobierno; por el mismo motivo, normalmente dedicaban más espacio a las noticias internacionales que a las nacionales, y siempre elegían cuidadosamente sus historias. Así, la Gazette de France, fundada por Théophraste Renaudot bajo el patronazgo de Richelieu en 1631 y publicada todos los sábados, combinaba las historias nacionales que enfatizaban la estabilidad y dicha de Francia y su familia real (los ballets y ceremonias religiosas a los que asistía el rey; las victorias de sus ejércitos) con historias sobre el extranjero que mostraban caos y catástrofe (los enemas que le administraban los médicos a María de Médicis, que estaba enemistada con su hijo, el rey; las atrocidades que cometían los enemigos de Francia en Alemania; augurios que presagiaban desgracias para otros). En ocasiones, Richelieu suministraba directamente informes oficiales para que los incluyeran en la Gazette. El estallido de la guerra civil en Gran Bretaña e Irlanda le permitió a Renaudot hacer su agosto, porque combinaba «noticias de candente actualidad» relacionadas con la hermana del rey (la reina Enriqueta María) con la oportunidad de advertir a los lectores de lo que sucedía cuando los súbditos desafiaban a su soberano. En 1642 casi una tercera parte de cada número de 12 páginas tenía que ver con lo que estaba sucediendo en Gran Bretaña (al igual que la mitad de los 65 «números extraordinarios» de la Gazette de aquel año). En la década de los cuarenta Renaudot imprimía unas 1.200 copias de su Gazette, usando cuatro prensas para poder imprimirlas todas en un día. Los que no podían permitirse comprar una copia por dos sous (dinero suficiente para comprar un kilo de pan) podían leer copias en un puesto de periódicos del Pont Neuf de París, o escuchar a otra gente leyéndolos. La imprenta de

Renaudot era por aquel entonces una de las más de 70, con casi 200 prensas, que funcionaban en París. Reaccionaron rápidamente a la abolición de la censura durante la rebelión de la Fronda publicando casi 8.000 ataques contra el cardenal Mazarino entre 1649 y 1652. Según un comentarista: «La mitad de París imprime o vende panfletos y la otra mitad los escribe». Eso mismo ya había sucedido en Inglaterra, donde la desaparición de la censura después de 1640 permitió la aparición de periódicos que se parecían bastante a los del siglo XX. Los londinenses podían elegir entre 16 semanarios, la mayoría de los cuales tenían anuncios y artículos especiales además de una cobertura completa de las noticias nacionales e internacionales. Por ejemplo, el número 202 de The moderate intelligencer, de la semana del 25 enero al 1 de febrero de 1649, incluía un informe sobre la ejecución de Carlos I y también un obituario «porque esta es la última vez que se hará mención de él como rey»; mientras que los siguientes cinco números le ofrecían a los lectores «Un epítome del final de la Guerra de los Treinta Años en Alemania», que había terminado el año anterior con la paz de Westfalia.

Las víctimas de la guerra Aunque la guerra produjo el nacimiento de los periódicos en el noroeste de Europa, casi acabó con la música en Alemania. Muchas de las florecientes sociedades musicales de las ciudades de Alemania –la Musikkränzlein de Worms en Núremberg, la Convivia Musica en Görlitz, los «colegios» de música de Fráncfort y Mühlhausen– cerraron sus puertas. Además, los príncipes redujeron sus mecenazgos musicales. Ya en 1623 un compositor se lamentaba de que la guerra había puesto una lanza en las manos de los príncipes para que mataran a los músicos, igual que el diablo le había dado a Saúl una lanza para que matara al arpista David: «La lanza de Saúl está… en manos de los ministros de hacienda de la corte, que cierran sus puertas cuando oyen aproximarse a algún músico». Heinrich Schütz, músico de la corte del electorado de Sajonia y probablemente el mejor compositor de su época, se vio obligado a adaptar breves piezas corales de música religiosa para «una, dos, tres o cuatro voces con dos violines, violonchelo y órgano», porque la guerra le había privado de coros

y orquestas para acometer mayores empresas. «Los tiempos no piden ni permiten música a gran escala», se lamentaba, «Ahora es imposible interpretar música a gran escala o con muchos coros». En el prefacio de sus Pequeños conciertos espirituales de 1636 decía que no publicaba para que se representaran sus obras, porque pocos lugares disponían de suficientes músicos, sino para no olvidarse de cómo se componía[12]. Al final Schütz buscó refugio en Dinamarca. Muchos otros músicos, escritores y artistas huyeron de Europa central para evitar la guerra. El primer grupo vino de las tierras bohemias. Jan Amos Comenius, que apoyó a los bohemios contra Fernando, abandonó su Moravia natal después de la Montaña Blanca. Buscó refugio en Polonia donde empezó a trabajar en una «enciclopedia del conocimiento universal», con la que creía que se podían resolver los problemas del mundo. Después se fue a Holanda y en 1641 a Inglaterra, con la intención de fundar un colegio especial donde sus colegas músicos pudieran trabajar en su proyecto; pero el estallido de la guerra civil hizo que huyera a Suecia. Martin Opitz, de Silesia también huyó después de la Montaña Blanca y, aunque Fernando II le nombró poeta laureado, terminó sus días en Polonia. Johannes Kepler tuvo que huir dos veces: primero de Graz en 1600, cuando Fernando expulsó a todos los protestantes, y luego de Linz en 1626, cuando la brutal represión de la revuelta de los campesinos (véase cap. V, «2. Años de victoria») le hizo temer por su vida. La guerra también acabó con el grupo de brillantes artistas que patrocinaban los duques de Lorena: Jacques Callot, Georges de la Tour y Claude Lorrain decidieron, todos ellos, buscar fortuna en lugares más seguros. Pero lo peor lo sufrió Alemania. En la década de los setenta del siglo XVII Joachim von Sandrart dedicó buena parte de su Academia alemana, un estudio sobre los logros culturales de Alemania hasta la fecha, a listar las atrocidades que se cometieron durante la guerra: obras de arte robadas (especialmente por los suecos), arte destruido y artistas asesinados o exiliados. Sin embargo, se reemplazaron algunas pérdidas, por lo menos en parte. Incluso Praga, que empezó la guerra con una rebelión y la terminó bajo sitio, presenció la construcción de numerosos nuevos palacios (entre ellos el suntuoso palacio y jardín de Wallenstein) e iglesias entre 1618 y 1648. Los visitantes de muchas ciudades alemanas pueden ver elegantes edificios que se empezaron durante o justo después de la guerra (y si no hubiera sido por

los bombardeos ocurridos entre 1939 y 1945 verían muchos más). Además, en algunas zonas afectadas crecieron las comunidades judías. A partir de 1618, tanto en Praga como en Viena, Fernando II mostró un favor especial hacia sus súbditos judíos y su número creció con rapidez; después de 1630 los suecos protegieron también a los judíos en todas las zonas que estaban bajo su control. Sin embargo, para los judíos, como para casi todos los habitantes de Europa central, las condiciones siguieron siendo duras. El gueto de Fráncfort, de casi 2.500 miembros, 19 de los cuales poseían bienes gravables por un valor de 15.000 florines o más en 1624, pasó a tener solo 1.600 miembros dos décadas después, entre los que solo 5 tenían una riqueza comparable. En 1648 el alzamiento de Ucrania llevó a la masacre de comunidades de judíos enteras. Tales pérdidas coincidieron con la difusión de las esperanzas mesiánicas y el sionismo místico y probablemente la potenciaron: se veía la intensificación del sufrimiento como un preludio de la llegada del Mesías. En 1648, Naphtali ben Jacob Bacharach publicó Emeq ha-Melekh (El valle del rey) en Fráncfort, y dos años más tarde Menasseh ben Israel publicó Esperanza de Israel en Ámsterdam: ambas obras anunciaban eufóricamente que la redención de los judíos y el fin del mundo estaban cerca[13]. Sin embargo, para la mayoría, la adversidad provocaba un ardiente deseo de paz. Heinrich Schütz compuso Da pacem (Danos paz) para la reunión electoral de Mühlhausen de 1627, que contenía un himno para dos coros, uno que cantaba fuera para saludar la llegada de cada elector, el otro en el interior entonaba una jaculatoria en latín en la que se pedía la paz. De las 70 obras de Schütz que se han conservado, 30 eran lamentaciones. Cada vez había más himnos, poemas, sátiras y obras de teatro que pedían a gritos la paz, como la obra Friedens Sieg (La victoria de la paz), escrita por el hijo de un pastor, Justus Schottel, que fue consejero de los duques de Brunswick. (Los hijos del duque participaron en la primera representación de la obra en 1642 y esta fue presenciada por el elector Federico Guillermo de Brandeburgo.) Mucho después de la paz, perduraron los recuerdos de los horrores de la guerra: incluso a principios del siglo XX, las madres alemanas aún amenazaban a sus hijos diciéndoles: «¡Reza las oraciones, que vienen los suecos!»[14].

2. LA CULTURA DE LA VIDA COTIDIANA La cultura oral La cultura de la mayoría de los europeos de principios de la Edad Moderna no era escrita sino oral. «Los oídos son el único órgano que necesita el cristiano», había afirmado Martín Lutero, porque la mayoría de la gente no leía la palabra de Dios, sino que la escuchaba; y dirigía sus numerosas publicaciones a «mis lectores y oyentes». En la primera mitad del siglo XVII los pastores de todos los credos enseñaban religión y moral a sus fieles principalmente por medio de sermones y clases de catecismo. La difusión de casi todas las demás formas de conocimiento también era oral. Los maestros enseñaban a sus aprendices cómo hacer y construir cosas; los sirvientes aprendían a través de la experiencia cómo llevar una casa o una granja; todo el mundo escuchaba historias, folklore y leyendas durante las noches que pasaban frente a la chimenea o en la taberna. La violencia solía iniciarse también verbalmente. Las peleas normalmente empezaban con un intercambio de insultos: ladrón, sodomita, rufián y (sin duda el más habitual) cabrón contra los hombres; ladrona, bruja, alcahueta y (también el más habitual) puta contra las mujeres. Algunos intercambios introducían estereotipos predecibles –por ejemplo, un enfrentamiento que se produjo en Pavía en 1594 entre los estudiantes italianos y la guarnición española empezó cuando los italianos gritaron «Idos a casa, judíos» y los españoles respondieron «Abajo los sodomitas»–, pero los mejores insultos (entonces como ahora) eran aquellos que tenían que negarse. Los italianos consideraban que el tener una lengua mordace (una lengua mordaz) era una virtud y en Bolonia se publicó un tratado en 1623 en el que se catalogaban diferentes insultos y las respuestas que podían dárseles que contaba nada menos que con 68 capítulos[15]. La cultura oral de la Europa posrenacentista era rica y variada. Cada comunidad poseía su propio repertorio de canciones e historias, narradas o cantadas por sus propios especialistas (a menudo eran los viejos, los ciegos o los minusválidos, a quienes les costaba ganar dinero de otras maneras). Por ejemplo, Román Ramírez, un morisco de unos sesenta años, en la

década final del siglo XVI se ganaba la vida en Castilla como herbolario, curandero y cuentacuentos. Aunque apenas sabía leer, podía recitar de memoria largos pasajes de novelas de caballería populares. Sin embargo, para dar una impresión de autenticidad, Ramírez solía sostener un libro (a veces al revés) o una hoja de papel (a menudo en blanco) durante las representaciones, una práctica que le llevó a la perdición, pues un cliente que intentó sin éxito contratar sus servicios le denunció a la inquisición por utilizar brujería para lograr sus proezas de memoria. Los jueces, que también sospechaban que tal don solamente podía provenir del diablo, le pidieron que recitara un libro y fue entonces cuando Ramírez se vio obligado a desvelar el secreto de su oficio: en realidad no memorizaba su repertorio de historias, sino que realizaba improvisaciones sobre historias conocidas en un estilo conocido pero no de una forma fija. Procedió a contarles a los jueces las líneas generales de un conocido relato épico, lleno de batallas, y les aseguró que «podía pasarse cuatro horas describiendo estas batallas y contando la historia». Incluso afirmó que él mismo había empezado a escribir (o, seguramente, a dictar) un romance caballeresco[16]. En la Europa de principios de la Edad Moderna los cuentacuentos eran probablemente la forma de entretenimiento más popular de interior. Aunque a veces Ramírez actuaba en la calle, por lo general se solían contar historias alrededor de una chimenea o durante el trabajo de hilado u otras actividades comunales. Las diversiones al aire libre solían ser más enérgicas: balonmano, tenis, tiro al arco, tiro con mosquete, bolos. Algunas regiones desarrollaban deportes especiales, como el jockey sobre hielo en los Países Bajos y el golf en Escocia (Carlos I estaba jugando a golf en Leith Links, cerca de Edimburgo, cuando le llegaron las noticias de las masacres de Ulster de 1641; como buen escocés que era, siguió jugando hasta terminar su partida de golf). Algunos deportes se jugaban en equipos. Los normandos disfrutaban del «choule», una especie de jockey campo a través, en el que grandes grupos de pueblos vecinos o sindicatos rivales jugaban – literalmente– por la posesión de una pelota. Los ingleses, entonces como ahora, jugaban a fútbol con un vigor fuera de lo común. Para Jacobo I era un juego «más apto para lisiar que para mejorar la forma física de sus jugadores»; «una práctica sangrienta y mortífera» y «nada más que furia bestial y violencia extrema» según alguno de sus súbditos.

Carnaval y cuaresma Los tribunales de la Iglesia (véase cap. II, «2. El absolutismo religioso») intentaban controlar estas y otras formas de diversión popular: el baile porque, según decían, conducía al libertinaje, los cantos en grupo porque a menudo incluían canciones obscenas o anticlericales, y los teatros y las tabernas porque supuestamente promovían la indecencia. Se desaconsejaba cualquier tipo de disfrute en domingo y, por lo menos en los países calvinistas, era multado: en los archivos de los tribunales parroquiales se encuentran muchos castigos impuestos a gente corriente por beber, cantar, pescar o trabajar los domingos o por dormirse durante el sermón. Hasta la risa era objeto de sospecha. En la década de los ochenta del siglo XVI el papa puso algunos libros de chistes en el Índice de Libros Prohibidos y una década después los fervientes católicos que gobernaban París (los «Dieciséis») le prohibieron a la gente reír en público. En toda Europa de principios de la Edad Moderna, la cuaresma mantenía una incesante guerra contra el carnaval. Al final, todos los que eran llevados ante los tribunales de la iglesia se «sometían a la disciplina» y es fácil ver por qué. Por una parte, muchos temían que negarse o resistirse a las órdenes de la iglesia les condenaría; por otra parte, en la mayoría de los países, los tribunales eclesiásticos contaban con el apoyo absoluto de las autoridades seculares. En la monarquía española la corona apoyaba totalmente a la inquisición. La familia real asistía regularmente a los autos de fe públicos en los que los acusados confesaban sus faltas, y el rey nombraba a todos los inquisidores y recibía del inquisidor general informes regulares sobre las deliberaciones de la Suprema. Todos los Habsburgo españoles guardaron la solemne promesa que había hecho Felipe II: «Siempre favoreceré y ayudaré a los asuntos del Santo Oficio sabiendo (como sé) los motivos y la obligación que existe para hacerlo y para mí más que para nadie»[17]. En Italia todos los gobiernos parecen haber promulgado un edicto que declaraba la blasfemia como un delito y Venecia creó un consejo especial de magistrados para juzgar estos casos (el Esecutori contro la bestemmia). En Escocia, entre 1560 y 1690, el parlamento promulgó una serie de leyes que declaraban delito no solo la blasfemia, sino también el incesto, el adulterio y la fornicación. El

cumplimiento de estas leyes parecía garantizado porque los tribunales eclesiásticos de todas las parroquias incluían a un juez secular (uno de los magistrados en las ciudades, el noble local en el campo). Sin embargo, los tribunales eclesiásticos a veces se encontraban con resistencia. Algunas de las respuestas que daban los artesanos venecianos a los que se sometía a interrogatorio bordeaban la insolencia. Un orfebre, cuando le preguntaron su opinión sobre la predestinación, respondió: «Sé tanto sobre la predestinación como esa pared»; un relojero, cuando le preguntaron si creía en el Viejo y el Nuevo Testamento, replicó: «Sí, ¿queréis que crea en alguna otra cosa?». El diálogo que se produjo entre los inquisidores y un espadero fue aún más mordaz: —¿En qué creéis? —En lo que dicen las Escrituras. —Pero todo el mundo cree en las Escrituras. —Si todo el mundo creyera en las Escrituras, yo no estaría aquí[18].

En Friuli, la frontera nordeste de la República veneciana, los inquisidores se encontraron con el locuaz molinero Domenico Scandella, conocido popularmente como Menocchio. Antes de su primer juicio, un cura amigo le había advertido a Menocchio: «Decidles lo que quieren saber y no intentéis hablar demasiado; no pretendáis discutir estas cosas. Limitaos a responder a sus preguntas». El molinero no siguió este buen consejo. En vez de eso, en el transcurso de un largo interrogatorio, les explicó con orgullo su peculiar «cosmología». Empezó diciéndoles a los inquisidores: «En mi opinión todo era el caos, es decir, la tierra, el aire, el agua y el fuego estaban mezclados; y se formó una masa con ese material –igual que se hace el queso con la leche– y aparecieron gusanos en ella». Y Menocchio siguió divagando, mezclando lo que había leído en libros años atrás con sus propios pensamientos, empeorando su situación cada vez más al defender tenazmente una idiosincrasia personal que tanto esfuerzo le había costado alcanzar. Al final, los inquisidores le condenaron a retractarse, a penitencia pública y a cadena perpetua. Sin embargo, dos años después, pensando que habían detectado señales de un verdadero arrepentimiento, lo pusieron en libertad, a condición de que llevara una vestimenta penitenciaria, permaneciera para siempre en su pueblo y no compartiera sus peligrosas ideas con nadie. Por desgracia para Menocchio, fue incapaz de cumplir la

última condición. Cuando un vecino denunció su afirmación de que: «Si Cristo hubiera sido Dios, habría sido un estúpido al permitir que le crucificaran», los inquisidores volvieron a arrestarle. Esta vez le torturaron (sobre todo para saber los nombres de aquellos con quien había hablado), y en 1600 le quemaron por hereje reincidente[19]. Los tribunales eclesiásticos se enfrentaban en todas partes con personas que los desafiaban. Un párroco catalán en 1632 dijo que «no reconocía a la inquisición y que le importaba un pimiento». En Escocia unos años después un molinero denunciado por las autoridades eclesiásticas por transportar harina en domingo asistió de mala gana al tribunal cuando lo citaron y dijo: «Desafío al ministro y a vos y a toda la sesión y a todo lo que podáis hacer… No me importáis». Luego se marchó «con gran desdén, musitando palabras que no podían oírse»[20]. Las mujeres también desafiaban a veces a los tribunales. En 1626 Úrsula Rodríguez, la esposa de un posadero, defendió ante los inquisidores de Granada su declaración de que «Lo único que vale la pena en esta vida es la buena comida, la buena bebida y el buen sexo». En Somerset, un tiempo después, Mary Combe, que también era esposa de un posadero, aparecía frecuentemente ante el tribunal. En una ocasión se había burlado de un vecino «porque no se le ponía la polla tiesa» y le había dicho que había comprado almidón e «iba a sacársela y almidonársela para que se le pusiera tiesa». En otra ocasión le había dicho a un comerciante local: «Tú, cornudo, ve a ver a tu mujer, que está jodiendo con William Fry»: y a veces saludaba «a la gente que pasaba abriendo las piernas y diciéndoles: “Ven a jugar con mi coño y ponle los cuernos a mi marido”». En el tribunal se mantuvo desafiante; sin embargo «a petición de sus vecinos y su marido y otros amigos, su comportamiento lascivo fue perdonado». En lugar de condenarla a ella, el tribunal arrestó y encarceló por acoso a uno de sus denunciadores, un parroquiano respetable y devoto[21].

El mundo de la mujer Los ejemplos de «mujeres emancipadas» eran especialmente habituales en la República holandesa. La mayoría de los visitantes extranjeros de los Países Bajos comentaban la notable independencia que disfrutaban las

mujeres holandesas, que andaban libremente por las calles y saludaban a los hombres besándoles en los labios. Algunas de las primeras tiras cómicas, impresas en los Países Bajos en la década de los cincuenta, estaban protagonizadas por «Jan de Wasser» (Juan la lavandera), un marido cuya esposa le pegaba si no acababa a tiempo las labores del hogar. En la vida real, algunas mujeres tenían sus propios negocios. Judith Leyster de Haarlem recibió formación de pintora y, a los 23 años, dirigía su propio taller, tenía a tres estudiantes a su cargo y vendía sus cuadros en el mercado. También en Italia muchas mujeres tenían carreras profesionales. En Roma la pintora Artemisia Gentileschi desarrolló un estilo austero que recuerda al de Caravaggio, por el que recibió encargos de Roma, Génova, Nápoles e Inglaterra (donde estuvo pintando en la casa de la reina en Greenwich). En Venecia un censo de propietarios de viviendas de 1642, que realizó con unos impresos que incluían un espacio para la «ocupación», registró a unas 400 mujeres que dirigían un negocio o comercio (sobre todo textiles), 200 más que ofrecían un servicio (desde comadronas a prostitutas) y 100 que hacían venta al por menor (sobre todo de ropa de segunda mano). Sin embargo, estas categorías no eran nada comparadas con el número de mujeres venecianas que se dedicaban al servicio doméstico (6.000 o el 10 por 100 del total de la población femenina) o estaban en conventos (3.000 o el 5 por 100)[22]. La situación de las primeras podía ser transitoria, pues muchas jóvenes trabajaban de criadas solo durante algunos años de su vida hasta que se casaban; pero la de las segundas era permanente. En número de monjas –y de conventos donde alojarlas– aumentó notablemente a principios del siglo XVII. El número de monjas que había en Lecce, la segunda ciudad en importancia del reino de Nápoles, aumentó de 340 en 1594 a casi 600 en 1634, un 4 por 100 del total de la población de mujeres. Por aquel entonces, las monjas representaban el 8 por 100 de la población femenina en Bolonia, el 9 por 100 en Ferrara, el 11 por 100 en Florencia y el 12 por 100 en Siena. En 1650, en Italia había probablemente unas 70.000 monjas; en España había por lo menos 20.000 más[23]. Muchas monjas conseguían realizarse en los conventos y algunas, por medio de una combinación de rezos y mortificación, alcanzaban experiencias místicas sublimes. Luego dictaban o escribían su autobiografía espiritual, que sus confesores hacían circular en forma de manuscrito o de obra impresa para la edificación de los buenos católicos en todas partes.

María de Ágreda, que entró en la orden de las carmelitas a los 18 años, pronto experimentó visiones en las que viajaba a México para ayudar a convertir a los indígenas. También experimentó el éxtasis. En uno de ellos la Virgen María le rogó que escribiera su biografía: por lo que escribió Mística ciudad de Dios (también conocida como La vida de la Virgen María) entre 1637 y 1646, que se publicó por primera vez en 1670, póstumamente, y tuvo más de 250 ediciones. El éxito del volumen se debió en gran medida a la fama de su autora. Un contemporáneo suyo afirmaba que nadie que hablara con ella podía dejar de sentir fervor y la pasión de María también se transluce en sus libros y en su extensa correspondencia, que incluye más de 600 cartas que intercambió con el rey Felipe IV en los últimos 20 años de su vida (1643-1665; véase cap. VII, «2. La crisis de la monarquía española»). Se convirtió, aparte de en miembro de la casa real, en la mujer más conocida de España. Hubo otras monjas que mantuvieron extensas correspondencias. Virginia Galilei, una de las hijas ilegítimas de Galileo que entró en un convento a la edad de 15 años, se comunicaba frecuentemente con el mundo exterior. Envió a su padre y a sus sobrinas y sobrinos «pececitos de mazapán», cuellos y puños de camisa bordados y (durante la peste de 1630) pociones especiales «que, según se había demostrado, eran una protección admirable» contra la infección. Durante el juicio de su padre, a través de intermediarios, consiguió que pusieran los papeles de su padre a buen recaudo para que no fueran confiscados. Su padre visitaba el convento a menudo (su otra hija ilegítima también estaba allí de monja) y, a petición de Virginia, reparó el reloj del sacristán y le envió un telescopio y una copia de su controvertido libro, El ensayador[24]. El papado hacía lo posible para combatir dicha conducta. En 1604 creó la «Congregación de las Órdenes Religiosas» que intentaba impedir que los moradores de los conventos se distrajeran con cualquier cosa que no fuera el rezo y la contemplación. Para empezar, prohibió el contacto entre las monjas y el mundo exterior. En 1612 la Congregación estableció que los ladrillos de todos los muros debían estar colocados muy juntos, para que las monjas no pudieran mirar por entre ellos; en 1627 prohibieron «bajo pena de severos castigos» el uso de telescopios en los conventos (¿acaso sabían algo del contacto que había entre Virginia Galilei y su padre?); y en 1629 ordenaron que las barras de la verja por las que las monjas podían hablar

con algún visitante ocasional «se pusieran más juntas… para que no hubiera forma de que las monjas sacaran las manos por entre las barras para tocar la mano, el dedo, o cualquier otra parte de una persona que estuviera fuera del convento»[25]. Las que desobedecían recibían terribles castigos. En 1607 sor Virginia María de Leyva, «la monja de Monza», empezó 15 años de reclusión solitaria por transgresiones sexuales con un hombre; en 1626 Benedetta Carlini, que había sido abadesa en Pescia (Toscana), fue sentenciada a 35 años de encarcelamiento (que no terminaron hasta su muerte) por mantener relaciones sexuales con otra mujer, fingir estigmas y afirmar que Jesús le hablaba en visiones. Ninguna de estas desafortunadas mujeres había tomado los hábitos voluntariamente: los padres de Benedetta, el día de su nacimiento, decidieron enviarla a un convento, al que la entregaron a la edad de nueve años. Sor Arcangela Tarabotti, que provenía de una buena familia veneciana, tomó los hábitos a los 16 años porque su padre decía no tener suficiente dinero para darle una dote adecuada. Estas prácticas se hicieron aún más frecuentes durante la recesión económica de principios del siglo XVII. Arcangela Tarabotti decía que «más de un tercio de las monjas [estaban] confinadas contra su voluntad», y en su clausura escribió amargos ensayos titulados La tiranía del padre y El infierno de la monja, que señalaban que en ningún punto de la Biblia «hay mención o siquiera un indicio de su divina majestad de que su gloria se magnifique obligando a mujeres a recluirse en conventos». Criticaba duramente a aquellos padres que «condenaban a la inocente carne de su carne al infierno de un convento contra su voluntad, donde –acosadas, laceradas y vilipendiadas– debían permanecer aunque no quisieran»[26]. Sin embargo, los conventos no eran «el infierno» para todas las mujeres. Muchos de ellos eran un lugar seguro donde las muchachas podían recibir una educación, compensando así de alguna forma la falta de escuelas femeninas, mientras que algunos también ofrecían un asilo para mujeres que intentaban escapar de situaciones intolerables en el mundo exterior. Además, en muchas ciudades del sur de Europa las mujeres maltratadas o abandonadas por sus maridos, o que decían haber sido forzadas a casarse, encontraban refugio en asilos especiales conocidos como conservatori en Italia y recogimientos en España (y en Hispanoamérica). Donde podían rezar y recibir apoyo de otras mujeres mientras reflexionaban sobre sus

opciones. Muchas pedían a los tribunales eclesiásticos un divorcio o separación, y sus contundentes declaraciones muestran cómo mujeres de todas las clases sociales mantenían su integridad y eran respetadas. Sin embargo, para lograr estos objetivos hacía falta una gran determinación. Por una parte, los tribunales solían utilizar estos mismos asilos para encarcelar a las mujeres que eran sospechosas de prostitución o que sus maridos habían declarado «rebeldes»; por otra parte, la literatura de la época apoyaba los valores patriarcales de forma abrumadora. Los manuales religiosos recalcaban que una esposa «no debe hacer nada contra su marido, hacia el que está subordinada por ley humana y divina», y los autores laicos escribían libros que ridiculizaban y atacaban a las mujeres. Las mujeres no son humanas, una obra de 1595 escrita por un maestro de Silesia, contenía juegos de palabras y citas falsas; Sobre los defectos de las mujeres, un tratado de 300 páginas de Giuseppe Passi publicado en 1600, tenía capítulos (llenos de ejemplos concretos) dedicados específicamente al orgullo, la avaricia, la lujuria, la falta de fiabilidad y a otros «vicios» que se habían observado en las mujeres. El ataque de Passi impulsó a Lucrezia Marinella a publicar La nobleza y excelencia de las mujeres, y los vicios y defectos de los hombres ese mismo año, que contenía una primera parte en la que exaltaba las virtudes y logros de las mujeres y una segunda parte en la que condenaba a los mezquinos y envidiosos hombres. Marinella ya era una destacada escritora –publicó otras nueve obras entre 1595 y 1606, incluyendo la celebrada Vida de la Virgen María, emperatriz del universo– y su Nobleza se reimprimió en 1601 y en 1621 (el libro de Passi también se volvió a publicar en 1601 y en 1618 y hubo una edición latina en 1612, de modo que, irónicamente, cada una de estas obras ayudó a que se vendiera la otra)[27]. Aunque al final, Lucrezia Marinella cambió de opinión. En 1645, a la edad de 74, escribió una Exhortación a las mujeres y a otros en la que mantenía que la sumisión, la vida doméstica y la reclusión eran el designio de Dios para las mujeres. Rechazó expresamente las aspiraciones literarias de las mujeres como «una inútil vanidad que ofrece poca compensación». Del mismo modo, en los Países Bajos, Ana María van Schurman (posiblemente la mujer mejor educada de la época, que sorprendió a Descartes leyendo la Biblia en hebreo) despreció el libro de Marinella como una obra «tan lejos de ser

compatible con la modestia virginal o, al menos, con el pudor innato, que me duele hasta leerlo»[28]. Los autores varones estaban totalmente de acuerdo: argumentaban, casi sin excepción, que las mujeres que «se expresaban abiertamente» faltaban de algún modo a su castidad y que una mujer que se opusiera o desafiara la autoridad de su marido cometía un pecado mortal. Algunos escritores ingleses abogaban abiertamente por el uso del castigo físico para las esposas insubordinadas o peleonas («el remedio extremo» lo llamaban). Moisés à Vautz en The husband’s authority unveiled, wherein it is moderately discussed whether it be fit and lawful for a good man to beat his bad wife (La autoridad del marido desvelada, donde se discute con moderación si es adecuado y lícito para un buen hombre pegarle a su mala esposa), publicado en Londres en 1650, sostenía que el único límite a esos castigos era el sexto mandamiento, «No matarás». El patricio holandés Jacob Cats, que publicó un libro de gran éxito que contenía más de 120.000 versos sobre el matrimonio, consideraba el maltrato físico a las esposas una «enfermedad inglesa»; pero aún así le ordenaba a la mujer que fuera obediente, sumisa y, sobre todo, silenciosa. No debía hablar en presencia de su marido; debía hablar poco con otras mujeres (y nada con otros hombres); debía enseñar, más que explicar, a los criados lo que tenían que hacer; no debía «gruñir» mientras comía o mientras hacía el amor. Los escritores ingleses –incluso aquellos que estaban en contra de que se pegara a las esposas (aunque solo porque podía hacer que la mujer perdiera autoridad sobre sus criados)– coincidían con la opinión de que las mujeres casadas que hablaban demasiado «hacen el ridículo y deshonran a sus maridos»[29].

Lo sobrenatural Otro punto de consenso en el que, aparentemente, coincidían todos los géneros, naciones, clases y credos era la brujería. Las tradiciones mágicas parecen haber existido en todos los momentos y en todas las partes de Europa. La mayoría de las comunidades poseían una o más personas que decían tener (o realmente tenían) la habilidad de curar enfermedades (con hierbas u otros métodos), de encontrar objetos perdidos (a menudo con la ayuda de varas de radiestesia) y de identificar el origen de una desgracia o

desventura (normalmente dirigiendo sospechas sobre una persona hostil a la víctima). Sin embargo, después del siglo XIV los casos de magia llegaban a menudo a los tribunales con la acusación adicional de que las brujas habían vendido sus almas al diablo para adquirir sus poderes sobrenaturales. En el siglo XVI, uno detrás de otro, los estados decretaban leyes que declaraban la brujería un crimen capital. Resulta significativo que los abogados consideraran la brujería un «crimen exceptum», un delito especial para el que un juicio normal no era suficiente. La tortura se convirtió por lo tanto en una práctica habitual y los tribunales aceptaban pruebas de personas que normalmente no podían testificar (mujeres, niños, partes interesadas y criminales convictos)[30]. Los intelectuales pronto empezaron a escribir tratados eruditos basados en las asombrosas pruebas que aparecían en estos extraños juicios: solo en Francia se publicaron 345 libros entre 1550 y 1650. En este periodo pocos se atrevieron a no estar de acuerdo con lo que decían. Como el juez francés, Henri Boguet, señaló en 1603 (en uno de los 345 tratados): Es increíble que aún hoy haya personas que no crean en la existencia de las brujas. Pues las Leyes Canónicas y Civiles se lo refutan; las Sagradas Escrituras se lo desmienten; las confesiones voluntarias y repetidas de las brujas demuestran que están equivocados; y las sentencias dictadas en diversos lugares contra los acusados deberían cerrarles las bocas.

Es decir, que hasta los que dudaban podían ser juzgados. Boguet afirmaba que en Europa existían 1.800.000 brujas e, independientemente de lo que pensemos de este antiguo intento de censar la brujería, los distintos tribunales de Europa juzgaron cientos de miles de casos entre 1550 y 1750, que resultaron en la tortura y ejecución de decenas de miles de personas. En la Europa de principios de la Edad Moderna había una verdadera obsesión con las brujas[31]. Casi cualquier desgracia podía provocar una acusación por brujería, pero un número sorprendente de estas acusaciones surgían de un suceso familiar: algún percance sucedido en un parto, un noviazgo, una muerte o una herencia. Para una sociedad que creía que tanto Dios como el diablo intervenían directamente en la vida diaria de todos, era normal buscar un chivo expiatorio cuando las cosas no salían de acuerdo con lo esperado: alguien había sido «embrujado», alguien había «puesto un hechizo». En muchos países europeos la sospecha recaía principalmente en las mujeres

(en Inglaterra, Dinamarca y Hungría el 90 por 100 de los acusados eran mujeres), aunque había unos pocos países en los que se acusaba sobre todo a hombres (el 90 por 100 de los casos de brujería de Islandia eran hombres). Pero los juicios por brujería no tenían lugar en todo momento y en todas partes, ni solían originarlos los jueces. La mayoría de los casos de brujería conocidos empezaban con una denuncia, a menudo realizada por una mujer; algunos aparecían tras una «investigación general» que un tribunal local llevaba a cabo para erradicar los crímenes; pero, al parecer, muchos surgían de manera espontánea en años de escasez. El blanco de estas noticias solían ser miembros marginales de la sociedad cuya continua presencia en una comunidad podía verse como una carga: hombres sin una ocupación clara, mujeres solteras que vivían de la caridad (y el hecho de que las mujeres se casaran cada vez más tarde aumentó significativamente su número: véase cap. I, «1. Clima y crisis»). Por lo general los acusadores y los acusados vivían muy cerca y se conocían íntimamente. En solo 50 de los 460 casos de brujería que se juzgaron en los tribunales de Essex entre 1570 y 1670 el acusador y el acusado eran de pueblos distintos, y en solo 5 las partes vivían a más de 8 kilómetros de distancia. En resumen, la bruja solía ser una mala vecina. Los jueces respondían enérgicamente a estas acusaciones que venían del pueblo. Casi la mitad de los 2.000 casos que juzgó el tribunal de Nápoles en el siglo XVII tenían que ver con la brujería; al igual que casi la mitad de los casos juzgados por los inquisidores de Venecia y más de un tercio de los juzgados por sus colegas de la ciudad vecina de Friuli. Es cierto que la inquisición española mostró menos interés –menos del 10 por 100 de los casos que se han conservado de los que llegaron a la Suprema de Madrid desde tribunales locales tenían que ver con la brujería– con una espectacular excepción. En 1610 los inquisidores de Logroño en Navarra condenaron y quemaron a 6 brujas que se negaron a confesar personalmente su culpabilidad, quemaron la imagen de 5 de ellas y condenaron a 20 personas más (entre ellas a 2 sacerdotes) a penas menores. Luego prometieron una amnistía a todas las mujeres que se entregaran personalmente y denunciaran a sus cómplices. Enviaron a un inquisidor, Alonso de Salazar Frías, para que recogiera pruebas. Volvió con más de 1.800 confesiones de brujería (casi 1.400 de las cuales eran de niños de entre 7 y 14 años de edad) y 5.000 denuncias. Los inquisidores discutieron qué hacer con una acumulación de

acusaciones que no tenía precedentes y el debate fue cada vez más encendido: en un momento dado, el portero tuvo que avisar a los jueces de que el volumen de sus voces había atraído a un grupo de personas que se habían parado a escuchar en la calle. Salazar cuya formación tenía más que ver con la abogacía que con la teología y que era el hombre que había entrevistado personalmente a los 1.800 sospechosos de brujería, se hizo escuchar. No he hallado… ni aún indicios de qué colegir algún acto de brujería que real y corporalmente haya pasado. De hecho, mis sospechas previas se han confirmado por las nuevas pruebas encontradas en la visita: que solo la acusación, si no hay pruebas externas, es insuficiente para justificar la detención; y que tres cuartas partes y más se han acusado a sí mismos y a sus cómplices falsamente.

Terminó con una famosa frase: «He observado que en un pueblo no había ni brujas ni embrujados hasta que se hablaba o escribía sobre ellas»[32]. En Madrid la Suprema aceptó el razonamiento de Salazar y ordenó a sus agentes que a partir de ese momento actuaran con precaución en los casos de brujería, pero esto no puso fin a la caza de brujas en España. Entre 1615 y 1700 la Suprema estudió 2.500 casos más de brujería, aunque a los que hallara culpables les decretara solo castigos menores. Pero los tribunales seculares españoles no se moderaron en absoluto. En Cataluña varias comunidades llevaron a cabo una caza de brujas entre 1618 y 1620 en la que se realizaron unos 200 arrestos y unas 100 ejecuciones. Sin embargo, otros tribunales de Europa occidental empezaron poco a poco a «descriminalizar» la brujería. La República holandesa dejó de ejecutar a brujas a partir de 1603. El Parlement de París a partir de 1604 insistió en juzgar todos los casos de brujería que se presentaran a los 500 tribunales que había bajo su jurisdicción y en 1624 puso fin a las torturas a los acusados por este crimen. Las ejecuciones cesaron dos años después. Sin embargo, seguía habiendo excepciones. En Francia en 1634 un tribunal especial hizo que quemaran en la hoguera al sacerdote Urbano Grandier por «embrujar» a todas las monjas de un convento de la orden de las ursulinas que había cerca de Poitiers y más de 30 publicaciones de ese año hablaron de «los demonios de Loudon»[33]. Por lo menos solo murió Grandier. En Alemania las autoridades de la ciudad de Wurzburgo, un baluarte del catolicismo en el sur de Alemania, quemaron a más de 160

personas entre 1627 y 1629, 25 por 100 de las cuales eran niños y más de 50 por 100 hombres. En East Anglia las actividades del «cazador de brujas» Matthew Hopkins en la década de los cuarenta tuvieron como resultado más de 200 ejecuciones, incluyendo la ejecución de 19 mujeres un mismo día, la mayor ejecución colectiva de la historia de Inglaterra. En el este de Europa los juicios en grupo por brujería empezaron más tarde pero se juzgó a grandes cantidades de gente –en Bohemia y Finlandia a partir de la década de los cuarenta, en Polonia y Hungría a partir de la década de los cincuenta– y siguió habiendo muchos durante más de un siglo. La creencia en la eficacia de los poderes sobrenaturales se mantuvo extendida por Europa durante mucho tiempo, hasta en los estratos más altos de la sociedad. Alberto de Wallenstein no hacía nada sin consultarlo con su astrólogo; y el cardenal Mazarino confesó tiempo después que cuando Richelieu le invitó a trabajar a su servicio aceptó porque, años antes, un astrólogo le había augurado que serviría a Francia y no a España. En Inglaterra, miembros de la Real Sociedad (entre ellos Robert Boyle) escribieron tratados a finales del siglo XVII para demostrar la existencia de la brujería y en la biblioteca de Isaac Newton había 170 libros sobre magia (el 10 por 100 de su colección). En toda la Europa del Atlántico, las fases de la luna dictaban cuándo podía plantarse y cortarse la madera para los barcos: a partir de 1594, los españoles empezaron a calcular los momentos óptimos para hacer esto en cada lugar según el Lunario de Jerónimo Cortés, una obra que tuvo su 86.a edición en 1972[34].

La religión popular La Europa de principios de la Edad Moderna estaba tan llena de costumbres populares y precristianas (la idea de que las fases de la luna determinaban cuándo debían talarse los árboles se remontaba a la Grecia clásica) porque la gente corriente se aferraba tenazmente a las creencias y prácticas tradicionales. Los pastores calvinistas de la República holandesa se quejaban de que los peregrinos, independientemente de la fe que profesaran, seguían frecuentando los principales santuarios católicos (como los pozos sagrados). Los sacerdotes católicos de Luxemburgo intentaron

transformar en Arlon el culto de Diana, la diosa de la luna, en la veneración de María, animándoles a que la adoraran a la luz de la luna. Muchos ministros cristianos de principios del siglo XVII se lamentaban de la ignorancia y la indiferencia de sus congregaciones. En 1609 en el Nassau-Wiesbaden luterano, los perros corrían por la iglesia durante la misa «ladrando y gruñendo tan alto que nadie podía oír al cura», a pesar de lo cual, como comentó un clérigo que estaba de visita, la mayoría de los miembros de la congregación se dormían poco después de que empezara la misa. Una década después, un supervisor dijo de una iglesia de la misma zona: «Había tantos ronquidos que daba crédito a mis oídos. Estas personas, en cuanto se sientan, ponen la cabeza sobre los brazos y se duermen in‐ mediatamente»[35]. Los pastores ingleses también se lamentaban amargamente de la ignorancia de sus feligreses. Un conocido sacerdote, William Pemble, dijo en 1630: Te encuentras con centenares de ellos que necesitan que se les enseñe el abc de la religión… Les preguntas el significado de los artículos de la fe, o las peticiones del padre nuestro, u otros puntos básicos del catecismo, y observa sus respuestas: los verás tan torpes y confundidos, diciendo medias palabras y medias frases, dando tales palos de ciego… que pensarás que realmente nacieron simples e idiotas.

Sin embargo, una década después, otro destacado sacerdote, John Angier, ofreció una explicación alternativa. Una de sus publicaciones pastorales le dedicaba un capítulo entero de 102 páginas a aquellos que se dormían en las misas «de principio a final, como si vinieran a la iglesia con el único objetivo de dormir»[36]. En otros lugares, el único problema no era que se durmieran. En 1628 los mineros de salitre ingleses justificaban excavar bajo las iglesias para buscar su materia prima porque, decían que «las mujeres se meaban en los bancos de la iglesia, lo que producía un excelente salitre». Samuel Pepys (una generación más tarde) seguro que no fue el único lego de principios de la Edad Moderna que se masturbó durante una misa (aunque, probablemente, pocos lo hicieron en una capilla real en Nochebuena)[37]. La devoción no era mucho mejor en algunas zonas católicas. En 1652 un grupo de sacerdotes de Córcega que preguntaron a los aldeanos «si hay un Dios o varios, y cuál de las tres personas divinas se convirtió en hombre por nosotros», no lograron obtener respuesta y llegaron a la conclusión de que

«bien podríamos hablarle en árabe a esta gente». El año anterior, en el reino de Nápoles, un jesuita que preguntó a un grupo de pastores «¿Cuántos dioses hay?» encontró a algunos que pensaban que había 100, a otros que decían que 1.000 y a unos cuantos que dieron un número aún más alto[38]. Pero tal ignorancia no era algo ni mucho menos universal. Los archivos de la inquisición española muestran una mejora gradual del conocimiento religioso incluso entre aquellos que fueron interrogados sobre su ortodoxia. Por lo tanto la proporción de los que pudieron recitar perfectamente el catecismo ante el tribunal de Toledo pasó del 10 por 100 en 1555 al 80 por 100 en 1575, mientras que la proporción de los que pudieron recitar correctamente las oraciones a los inquisidores de Cuenca aumentó del 37 por 100 en 1540-1563 al 64 por 100 en 1564-1580, y al 80 por 100 en 15811600. Hay otros muchos indicadores de la intensificación del fervor religioso en la Europa católica a partir de principios del siglo XVII. El número de hombres y mujeres que entraron en órdenes religiosas en Francia, Italia, los Países Bajos del sur, Polonia, Portugal y España aumentó gradualmente, así como el número de conventos y el nivel de donaciones a fundaciones religiosas. Por toda la Europa católica surgieron nuevas cofradías: la ciudad de Nápoles, que ya en 1603 tenía 82 cofradías, en 1623 tenía 180. Finalmente, el periodo produjo un importante número de personas de destacada piedad. Se canonizó nada menos que a 52 personas que vivieron en el reino entre 1601 y 1660. El jesuita Julien Maunoir pronunciaba sermones que solían llevar al público bretón a la histeria: a menudo era interrumpido por lloros en masa y a veces le arrollaban las multitudes que intentaban tocarle el hábito o besarle las manos. La contradictoria naturaleza de estos datos sobre la fuerza del cristianismo popular surgía en gran parte del cambio que había producido la Reforma sobre la cristiandad latina. Según la lapidaria frase de Patrick Collinson, en 1600 «Para una buena práctica de la religión protestante hacía falta saber leer». Esto no sucedía en la Europa católica, donde muchos predicadores utilizaban medios no literarios. Los seguidores de Julien Maunoir viajaban a menudo por Bretaña con una serie de imágenes religiosas pintadas en pieles de ovejas, que mostraban la crucifixión o la trinidad y las utilizaban para ilustrar sus sermones. Los jesuitas representaban obras morales interpretadas en latín por sus alumnos (que así mejoraban tanto su moral como su latín) en las que los programas que se imprimían para el público

contenían un resumen del argumento tanto en latín como en la lengua vernácula. La mayoría de los sacerdotes hacían un esfuerzo consciente para simplificar las cosas. Las Instructions que se repartieron al clero de la archidiócesis de Lyon en Francia aconsejaban a los párrocos que dieran solo sermones elementales «probablemente basta con recitar las oraciones y los diez mandamientos junto con una breve lectura del catecismo». Carlo Bascapè, obispo reformador de Novara desde 1593 hasta 1615, le advirtió a su clero que evitaran cualquier mención a problemas doctrinales complejos que pudieran confundir a los legos[39].

Escuelas y alfabetización Sin embargo, al final, como sucedió con el protestantismo, para alcanzar una comprensión satisfactoria de la fe católica, también era necesaria cierta formación. Por ese motivo las barreras para la comprensión seguían siendo enormes puesto que a la gente normal le cuesta entender la sencilla forma en la que los sacerdotes tienen que expresarse… Pues, aunque un pastor piense que se expresa de forma muy simple, las ideas que la mayoría de la gente ignorante tiene sobre las nociones más básicas son casi imposibles de creer… Estoy seguro de que la mayoría de nuestros oyentes no han llegado (ni llegarán hasta el día de su muerte) a la compresión que alcanza un niño de doce o catorce años que ha sido educado con la literatura[40].

Para salvar esta distancia, los cristianos ilustrados fundaron escuelas (véase el cuadro 6). Más de 800 escuelas se abrieron en Inglaterra y Gales entre 1580 y 1650 y algunos historiadores han vislumbrado una «revolución educativa». En Italia la primera Escuela de la Doctrina Cristiana para enseñar las bases de la fe a los niños de Milán se abrió en 1536 y en 1599 más de 120 escuelas enseñaban a aproximadamente 7.000 niños y 6.000 niñas en la ciudad. La orden de los jesuitas mantenía más de 500 colegios por toda Europa en 1640, en los que estudiaban por lo menos 150.000 niños (todos chicos) cada año: 40.000 en Francia, 32.000 en los Países Bajos del sur, etc. Alrededor de la mitad de los alumnos de estas escuelas jesuitas venían de las casas de los campesinos y artesanos locales, cuyos hijos recibían allí una educación gratuita. Aunque, fueran o no gratuitas, las condiciones de las escuelas de principios de la Edad Moderna no siempre

eran ideales. Las clases solían ser grandes (el colegio jesuita de Ruán dividía a sus 1.800 estudiantes en solo siete grupos); la enseñanza estaba basada normalmente en la memorización; y la disciplina era brutal. Un libro de texto francés, escrito por un profesor con 18 años de experiencia docente, recomendaba castigos que combinaban la humillación con el dolor y aconsejaba a los profesores que evitaran cualquier contacto o conversación entre alumnos (por ejemplo, solo podían salir de clase para ir al servicio de uno en uno)[41]. Cuadro 6. Distribución de las escuelas en la Europa del siglo XVII Década de

Número de parroquias

Número de escuelas

Porcentaje de escuelas

1620

266

133

50

1690

1.036

613

59

Verdún

1690

269

113

42

París

1670

127

111

87

Ruán

1680

134

84

63

1620

390

179

46

1690

179

160

89

Zona Inglaterra Condado de Kent Francia Diócesis de Toul

Polonia Diócesis de Poznan Escocia cinco condados de los Lowlands

No todos mostraban entusiasmo por la «revolución educativa». El cardenal Richelieu propuso cerrar las tres cuartas partes de los aproximadamente 100 collèges de plein exercice (escuelas de la iglesia que ofrecían una educación general sobre civilización clásica) de Francia porque temía las consecuencias de que la población estuviera demasiado educada. En un estado donde todo el mundo recibiera una educación, explicó en su Testamento político, «los hijos de los pobres abandonarían las productivas ocupaciones de sus padres por las comodidades de los cargos». El gobierno español estaba totalmente de acuerdo con esto, en 1621 aconsejaron a Felipe IV que sería conveniente clausurar algunas escuelas secundarias fundadas recientemente en villas y pueblos, porque al tenerlas tan cercanas, los campesinos alejaban a sus hijos de las tareas y ocupaciones para las que habían nacido y los ponían a estudiar, de lo que sacaban poco beneficio y salían de ellas igual de ignorantes, ya que los preceptores no eran muy buenos. El rey respondió dos años después con un edicto en el que ordenaba que se cerraran todas las escuelas primarias a menos que tuvieran unos ingresos de 300 ducados al año (que muy pocas tenían) o a menos que estuvieran en una de las aproximadamente 70 ciudades que estaban bajo el control directo de la corona. También prohibió la enseñanza del latín a los niños de las inclusas y a los huérfanos; en su lugar, sugirió que aprendieran habilidades prácticas[42]. Sin embargo, los niveles educativos mejoraron progresivamente en toda la Europa de principios de la Edad Moderna, especialmente en las ciudades. A un nivel muy básico, la habilidad lectora aumentó dramáticamente de menos del 10 por 100 de la población masculina del siglo XV, al 70 por 100 e incluso más en algunas zonas dos siglos después (véase el cuadro 7). Varios factores explican este destacado crecimiento. En primer lugar, muchos clérigos se interesaban personalmente en que sus parroquianos supieran leer. Aunque en la mayoría de los países las escuelas enseñaban una alfabetización básica, en la Suecia luterana prevalecía un sistema diferente. En parte por las enormes distancias que separaban a la mayoría de las poblaciones, el gobierno le pidió a todos los cabezas de familia que le enseñaran a los niños a memorizar el catecismo en casa. Luego, o bien en las escuelas parroquiales o (más frecuentemente) en las casas de los pastores o de los miembros más veteranos de la iglesia, los niños aprendían

a leer y a comprender lo que ya se sabían de memoria. Después, el sacerdote examinaba ambas destrezas anualmente y anotaba los resultados de acuerdo con baremo con seis niveles que iban desde «no sabe leer» hasta «lee aceptablemente»; finalmente, el deán local examinaba y verificaba los registros de los exámenes. Al final del siglo XVII en muchas parroquias los registros mostraban unos niveles de lectura «aceptable» del 90 por 100 tanto en chicos como en chicas. Al final era posible negarle el permiso de matrimonio a aquellos que no fueran capaces de leer satisfactoriamente un pasaje de la Biblia[43]. Cuadro 7. Niveles de alfabetización en la Europa del siglo XVII Porcentaje capaz de firmar País

Fecha Hombres

Mujeres

1580-1640

35

5

Surrey

1642

33

Sussex, Berkshire

1642

27

Westmoreland, Yorkshire

1642

17

Devon, Cornualles

1642

17

1686-1690

29

14

Ámsterdam

1630

57

32

Ámsterdam

1660

64

37

Ámsterdam

1680

70

44

Inglaterra East Anglia

Francia Media nacional Países Bajos

Polonia Pequeña Polonia

1630-1650

17,5

4

En Europa la escritura se extendió con mucha menos rapidez –hasta en Suecia, apenas una cuarta parte de los hombres adultos y muy pocas mujeres sabían escribir su nombre– porque la destreza de escribir, que en el siglo XVII los niños solo aprendían cuando ya sabían leer correctamente, únicamente aumentaba como respuesta a incentivos y oportunidades económicas. Aunque todos debían conocer su credo religioso, el tiempo y dinero invertido en educación (los libros, el papel y la tinta eran relativamente caros) ofrecían mejores resultados materiales a los chicos de buena familia que vivían en las ciudades. La alfabetización completa ofrecía ventajas financieras también a las mujeres solo en las ciudades más grandes, como Ámsterdam, donde había un clero dedicado a la enseñanza y una economía diversificada, por lo que, a mitad de siglo más de un tercio de las mujeres que se casaban en la ciudad sabían escribir su nombre. Aparte de estos incentivos externos para la alfabetización, los europeos de principios de la Edad Moderna que querían leer disfrutaban de dos ventajas intrínsecas. Para empezar, el hecho de que todos los idiomas europeos tuvieran un alfabeto de entre 25 y 28 caracteres hacía que fuera posible para la «gente corriente» leer libros aunque tuvieran poca o (en algunos casos) ninguna educación. (Por contra, un libro sencillo en chino puede tener 3.000 caracteres distintos y uno complejo puede llegar a tener más de 30.000)[44]. Menocchio el molinero citó 11 libros que había leído (6 de los cuales se los había prestado otra gente); y Ramón Ramírez tuvo, en un momento u otro, 15 libros distintos (la mayoría de los cuales eran novelas de caballería). Además, la invención de las imprentas con caracteres móviles hizo que se pudieran producir grandes tiradas de obras breves con un precio asequible para casi todo el mundo. Según un cronista francés que escribió a principios del siglo: Los pocos libros que circulan abundantemente entre la gente corriente les atraen como el maná. Puesto que se sienten cautivados por cualquier novedad, se creen tanto lo que leen que

después es imposible erradicar la impresión que han producido los libros, especialmente en lo que respecta a la religión[45].

Se refería a un nuevo género de publicación, dirigido a un público de escasa formación, que en Inglaterra recibía el nombre de chapbooks (libros baratos) y en Francia el nombre de Bibliothèque bleue (biblioteca azul, llamada así porque muchos de los libros venían envueltos en un fino papel azul). En 1606 el impresor Nicolas Oudot, de Troyes, en el este de Francia, empezó a distribuir folletos que los vendedores ambulantes vendían por unos pocos peniques. La mayoría contenían textos religiosos sencillos (sobre todo vidas de santos), noticias o sucesos recientes (sobre todo crímenes y castigos), predicciones para el futuro (los «almanaques»), relatos (la mayoría románticos o escapistas) y chistes (muchos de ellos obscenos). Antes de su muerte, 30 años después, Oudot publicó 100 libros y su familia continuó ampliando el negocio, con tiradas de algunos de sus títulos de hasta 100.000 ejemplares. Sus obras se imprimían con caracteres grandes, capítulos cortos y muchas ilustraciones. Muchos, como el Adieu de Tabarin au peuple de Paris (El adiós de Tabarin al pueblo de París), un discurso pronunciado en la horca que se imprimió en 1623, solo tenían ocho folios; otras obras más largas, como los grandes relatos caballerescos, se vendían por entregas. Un libro de chistes titulado Las seis variedades del pedo presentaba, como si se tratara de un sermón sobre las virtudes cardinales o los siete pecados capitales, dieciséis páginas con descripciones del «breve», el «brutal», el «musical», el «lastimero», el «húmedo», y el «pedo tímido, sin sonido o furia, solo un susurro, un suave tufillo que alivia casi siempre a expensas de otro». Para los lectores franceses las largas tardes de invierno debieron de haber pasado volando[46]. Algunas imprentas recopilaban las mejores historias y las publicaban en antologías. Así en la década de los treinta el poeta y cortesano Giambattista Basile editó cinco volúmenes de «cuentos de hadas» en dialecto napolitano, entre los que había cuentos clásicos como «Cenicienta», «La bella durmiente», «La bella y la bestia», «Blancanieves» y «El gato con botas»[47]. Otros editores publicaban libros baratos que ofrecían consejos prácticos: cómo jugar (y ganar) juegos, cómo escribir una carta, cómo tener éxito en el amor y en la vida, cómo mantenerse sano. En 1645 la imprenta

Oudot publicó Le Médecin charitable (El médico caritativo) que enseñaba «cómo preparar en casa y a buen precio, el remedio adecuado para cualquier enfermedad… junto con una lista de todos los instrumentos y medicinas, tanto las simples como las compuestas, que deberían tenerse en la casa». Para aquellos que no tenían en cuenta sus consejos, la obra también contenía «una descripción sobre cómo embalsamar cadáveres».

3. LA CULTURA DE LA ELITE La música La Bibliothèque bleue ofrecía un importante puente entre la cultura de la vida cotidiana y la cultura de la elite. Hasta al más destacado intelectual holandés, Pieter Corneliszoon Hooft, cuyo castillo en Muiden, cerca de Ámsterdam, era un centro de poesía y letras, le gustaba leer historias populares, así como escuchar canciones en la calle y espectáculos. El teatro y la música proporcionaban otros puentes entre la «alta» y la «baja» cultura. En Madrid y en Londres, tanto la aristocracia (en los palcos) como el populacho (en la platea) disfrutaban de las obras de los mejores dramaturgos de la época. Mucha música sacra, especialmente en la Alemania luterana con su tradición de cantos corales, requería de la participación del público y muchas iglesias de ciudades del norte de Alemania encargaban también conciertos de órgano abiertos al público. Los gobiernos usaban a menudo la música como un instrumento para proclamar su gloria y su poder, para impresionar y entretener a sus súbditos y a sus visitantes. En Venecia, por ejemplo, el Senado animaba a los compositores a experimentar con diversas combinaciones de solistas, coros e instrumentos para conseguir el mayor impacto. Los resultados podían ser electrizantes. Cuando Thomas Coryat, un experimentado viajero, asistió al festival patronal de la Scuola di San Rocco en Venecia en 1608, se sintió deslumbrado por una música «que, tanto vocal como instrumental, era tan buena, tan deleitable, tan rara, tan admirable, tan superexcelente, que arrebató y anonadó a los extranjeros que nunca habían escuchado nada semejante… Por mi parte… me sentí transportado con san Pablo al tercer cielo»[48].

Sin embargo la más importante innovación musical de la época no se llevó a cabo en Venecia, sino en Florencia, por un grupo de entusiastas musicales conocidos como la Cammerata. A partir de la década de los ochenta del siglo XVI, con Vincenzo Galilei (el padre de Galileo) como su preceptor musical, investigaron nuevas técnicas de composición e interpretación. Para la composición, musicaron poesía, como creían que habían hecho los griegos; para la interpretación, experimentaron con la naturaleza del sonido (Vincenzo Galilei, por ejemplo, le puso a su laúd cuerdas de tripa y de metal para ver si sonaban igual: sonaban diferente). Poco a poco su trabajo evolucionó hasta la ópera, un intento de resucitar el teatro multimedia de la antigua Atenas que combinaba la orquesta, el coro y las voces de solistas para ofrecer un espectáculo escénico de proporciones impresionantes. Euridice de Jacopo Peri, la primera ópera conocida, se representó por primera vez en la ceremonia de petición de mano de Enrique IV y María de Médicis en Florencia en 1600. Orfeo de Claudio Monteverdi de 1607 contó con un reparto de más de 100 personas. Las obras siguientes, que realizaron él y otros, usaron aún más participantes y el coste de su representación podía llegar hasta los 50.000 escudos (11.000 libras esterlinas). Pocos estados podían permitírselo, pero, para esos pocos, los empresarios musicales pronto empezaron a producir otros tipos de espectáculos como los ballets y los concerti.

El arte A principios del siglo XVII los principales gobiernos de Europa también empezaron a patrocinar obras de arte a una escala mucho mayor de lo que nunca antes se había hecho. Evidentemente, la mayoría de los estados renacentistas habían mantenido a un plantel de artistas, habían sido mecenas de Andrea Mantegna, Giulio Romano, Tiziano y otros –incluso el pequeño ducado de Mantua reunió una de las mejores colecciones de pintura del mundo–, pero las dimensiones de la producción artística cambiaron dramáticamente alrededor de 1600. Para empezar, los gobernantes construyeron enormes palacios. Pocos de sus predecesores habían conseguido construir un enorme complejo como el Escorial o el Buen Retiro en España en una o dos décadas, o ampliar palacios ya existentes a la

escala del Louvre de París, Frederiksborg en la isla danesa de Zelanda o Whitehall en Londres. Todos ellos necesitaban urgentemente cuadros para decorar sus paredes: el Retiro, que en 1634 tenía las paredes vacías, seis años después contenía unos 800 lienzos. También necesitaban tapices y alfombras para los salones de estado, esculturas monumentales y fuentes para los jardines. Lógicamente los favoritos reales emulaban a sus maestros. Richelieu construyó nuevos palacios en Redil, cerca de París, y el Palais Cardinal, en París mismo, y una ciudad totalmente nueva, con su castillo, en Richelieu mismo; Lerma también construyó un magnífico palacio en Valladolid y llevó a cabo un importante proyecto de renovación en la ciudad de Lerma; Buckingham decoró York House en Londres; Olivares construyó el Buen Retiro en las afueras de Madrid. Naturalmente, los favoritos también encargaron obras de arte de una escala prodigiosa para llenar sus palacios y sus caros gustos pronto se extendieron a otros miembros de la corte. Cualquiera que caminara por Whitehall hacia el palacio de Carlos I en 1641 pasaba por delante de infinidad de mansiones llenas de estatuas, tapices y cuadros de Tiziano, Tintoretto, Rubens y Van Dijk, un universo de bellas artes tan rico como cualquiera que pudiera encontrarse en la Europa continental. La guerra civil inglesa vació pronto esas mansiones. Algunos coleccionistas enviaron a escondidas sus tesoros a los Países Bajos, algunos para guardarlos, pero la mayoría para venderlos. El archiduque Leopoldo Guillermo, gobernador general de los Países Bajos españoles desde 1647 hasta 1656, compró casi 200 cuadros de la colección del duque de Buckingham, y algo más de 200 lienzos italianos que habían pertenecido al duque de Hamilton (ahora son la parte central del fondo italiano del museo Kunsthistorisches de Viena, a donde regresó el archiduque)[49]. Luego, en 1649, la República inglesa subastó las propiedades de Carlos I, entre las que había 1.600 cuadros. Los principales compradores de «la venta del siglo» – aunque actuaran a través de intermediarios– fueron los principales ministros de España y Francia, don Luis de Haro y el cardenal Mazarino. Aunque los botines de guerra aumentaron muchas otras colecciones –la reina Cristina de Suecia se interesó personalmente en que se llevaran cuidadosamente a Estocolmo las colecciones de los Habsburgo de Praga que habían obtenido sus tropas en 1648– no todas las obras de arte de las galerías de los príncipes de Europa provenían del saqueo de las de otra

gente. Era imposible que fuera así, pues la demanda era muy superior a las existencias: en cada época hay un número limitado de «antiguos maestros». La pintura se convirtió por lo tanto en una ocupación respetable e incluso lucrativa. Los inventarios de las casas que aún se conservan sugieren que en 1650 había unos 2.500.000 cuadros en la República holandesa, dos tercios de los cuales habían sido realizados por pintores contemporáneos que, en aquella época, debían de ser unos 500 (es decir, uno por cada 4.000-5.000 habitantes). Estos artistas debieron de realizar alrededor de 50.000 lienzos al año, unos dos cuadros a la semana, y algunos presumían de poder pintar un cuadro en un día. Philips Wouwermans produjo 1.000 obras antes de morir a los 49 años y Jan van Goyen pintó 1.200 obras antes de morir a los 60. Tras esta rápida producción había varias estrategias para acelerar el proceso. Por una parte, a mitad de siglo, la mayoría de los artistas holandeses utilizaban menos pintura y menos colores, hacían menos estudios preliminares e incluso aplicaban cada capa de pintura antes de que la anterior se hubiera secado. Por otra parte, practicaban la «repetición inventiva», pintando una gama limitada de motivos. Así Michiel van Mierevelt, que se especializó en retratos, mostraba un catálogo de posturas a sus clientes para que eligieran la que más les gustara de su repertorio. Los compradores de arte holandés provenían de toda Europa y entre ellos había muchos gobiernos extranjeros o sus representantes, especialmente de las tierras del norte. Así, en 1604, los magistrados de Danzig decidieron que la serie de lienzos «grotescos» que Jan Vredeman de Vries había pintado para su ayuntamiento hacía solo 12 años no tenían la dignidad suficiente para la ciudad y en su lugar encargaron una nueva serie de 25 cuadros alegóricos a Isaac van den Blocke que representaban la apoteosis de Danzig y glorificaban a los patricios que la gobernaban. En 1607-1608 cuando Jonas Charisius residió en los Países Bajos como representante de Cristián IV de Dinamarca durante las conversaciones de tregua entre Holanda y España, adquirió alrededor de 150 cuadros holandeses y flamencos para el rey. La mayoría (si no todos) los artistas de la República disfrutaban de un cierto mecenazgo. Incluso Rembrandt van Rijn, el artista holandés más importante de la época, sirvió durante la década de los treinta en parte como pintor de la corte y realizó varios lienzos a gran escala para Federico Enrique y su mujer, que pagaron 600 florines (60 libras esterlinas) por cada

uno de los cinco cuadros que encargaron en 1635. Además, recibió encargos de varias instituciones corporativas de la República (ayuntamientos, gremios, compañías de milicia y otras instituciones urbanas). Por aquel entonces, Rembrandt también tenía muchos clientes privados elegantes que pagaban 50 florines por un retrato que mostrara únicamente su cara, 100 florines por un retrato de medio cuerpo (eso también incluía su aparición en un retrato en grupo) y hasta 500 florines por un retrato de cuerpo entero. Por supuesto, los artistas de menos renombre cobraban menos, algunos cobraban tan solo 6 florines por un retrato de la cara pintado en un día. Sin embargo, los encargos no bastaban para mantener a los artistas: al fin y al cabo, la mayoría de los mecenas no se hacían retratar más de una vez. Por lo tanto varios pintores desarrollaron una fuente de ingresos paralela: Willem van der Velde comerciaba con lino, Meindert Hobbema era recaudador de impuestos, Jan van Goyen vendía tulipanes y Jan Steen era posadero. Otros vendían sus obras a marchantes de arte –Adriaan van Ostade le vendió a uno de ellos 28 dibujos humorísticos por 40 florines– o a ciudadanos corrientes en exposiciones, subastas y mercados al aire libre. También utilizaban sus cuadros para pagar deudas y realizar compras. Simon de Vlieger, un pintor paisajista, compró una casa de un marchante de arte de Róterdam por 900 florines que pagó entregándole cuadros cada mes a precios fijos (31 florines por los grandes, 13 por los pequeños). Así, muchos artistas se convirtieron en productores más que en creadores. Sin embargo, durante buena parte del siglo XVII, el mercado parecía insaciable. Los inventarios de la ciudad de Delft muestran que en dos terceras partes de todas las casas había cuadros de algún tipo, un total de más de 40.000 lienzos. Desafortunadamente no sabemos cómo eran, porque se conservan menos de 100 de ellos; pero los inventarios revelan que se colocaban teniendo en cuenta los temas (un amanecer con un atardecer, un anciano con un joven, etc.). La ubicuidad de los cuadros en los Países Bajos impresionaba a los visitantes extranjeros. En 1640 Peter Mundy, un veterano viajero inglés, habló sobre cómo los holandeses adornan sus casas, especialmente las habitaciones exteriores a la calle, con objetos costosos… Sí, muchas veces los herreros, los remendones, etc., tienen un cuadro junto a su forja o su tenderete. Tal es el general gusto, inclinación y aprecio que los naturales de estos países tienen por la pintura.

Al año siguiente John Evelyn escribió en su diario durante una visita a Holanda: «Es habitual hallar granjeros normales que invierten dos o tres mil libras en esta mercancía. Sus casas están llenas de ellas»[50]. Obviamente, no todos los cuadros eran originales. Había un vivo mercado de copias, realizadas en óleo o como grabados, y algunos artistas trabajaban expresamente para producir dibujos para grabadores, y también para fabricantes de tapices. La magnífica Jura de ratificación del tratado de Münster de Gerard ter Borch, la más destacada representación de un acontecimiento político contemporáneo del arte holandés del siglo XVII, no salió de las manos del pintor: no lo ofreció a la venta (y no hay pruebas de que lo pintara por encargo). Sin embargo, poco después de terminar el cuadro en 1648, ter Borch le pidió a un grabador que realizara un grabado y en dos años había copias de este cuadro en las paredes de edificios públicos y privados por todos los Países Bajos.

Mecenazgo y control Los pintores de los países católicos disfrutaban de una importante ventaja económica frente a los de los holandeses: la iglesia era un constante y generoso cliente. Nueve décimas partes de todo el arte español del siglo XVII era, al parecer, religioso y estaba destinado a las paredes de las iglesias, conventos, capillas, palacios y casas privadas. Esta proporción debe haber sido casi igual en Italia, Francia y los Países Bajos españoles, y la de Polonia y las tierras de los Habsburgo austriacos, debió de ser aún mayor. Las órdenes religiosas, en concreto, encargaban muchos grandes lienzos. Los artistas de los Países Bajos del sur también producían obras para la realeza, sobre todo Peter Paul Rubens, que en una visita que realizó a España en 1628-1629 llegó hasta a alojarse en el palacio real y (según decía) recibía visitas de Felipe IV «casi todos los días». Carlos I no mantuvo a Rubens bajo una vigilancia tan estrecha mientras pintaba el techo del salón de banquetes en Whitehall, pero sí que exigió que le enseñara minuciosos dibujos antes de empezar la obra[51]. La mayoría de los patrones le pedían a los artistas bocetos detallados (y modelos a los escultores, a los orfebres y a los plateros) y algunos le pagaban un salario fijo a artistas que vivían en la corte (los más jóvenes aparecían en las listas

de la casa junto a los enanos y los mayordomos; los más famosos disfrutaban de un sueldo similar al de los secretarios y consejeros). En ocasiones la censura influía sobre el contenido de los cuadros. En un famoso caso, la inquisición veneciana citó al pintor Pablo Veronés y le interrogó sobre su Última cena: ¿por qué había incluido soldados alemanes, un hombre al que le sangraba la nariz y un «hombre vestido de payaso, con un loro sobre el puño? ¿Os parece adecuado pintar payasos, borrachos, alemanes, enanos y otras obscenidades en la última cena del Señor?». Los inquisidores le ordenaron a Veronés que, en el plazo de tres meses, cambiara las partes con las que no estaban de acuerdo cubriendo él los gastos[52]. En Roma varios papas delegaron la censura artística a Gian Lorenzo Bernini el cual, hasta su muerte en 1680, dominó el estilo de otros arquitectos, artistas y escultores de la ciudad y de muchos otros lugares. Numerosos mecenas católicos extranjeros enviaron a jóvenes artistas prometedores a Roma, donde Bernini (y otros) los pusieron a trabajar copiando obras de arte aprobadas, que no solo les servían como práctica, sino que también servían como ejemplos de arte romano para sus patrocinadores en el extranjero. Bernini tan solo pudo hacerse cargo de la demanda creando un enorme taller de jóvenes artistas romanos: ragazzi («chicos») que trabajaban en equipo bajo la supervisión de un escultor veterano y realizaban proyectos como la columnata que hay frente a la basílica de San Pedro, para la que se necesitaban (entre otras cosas) 50 estatuas gigantes[53]. Sin embargo, era imposible mantener el control absoluto indefinidamente. Aunque la dominación de Bernini sobrevivió ilesa a la muerte de Urbano VIII en 1644, el nuevo papa despidió sumariamente a muchos de los otros artistas que habían servido a su predecesor. Como también exilió o ejecutó a parientes de Urbano y confiscó sus propiedades, los artistas despedidos se vieron obligados a vender su trabajo en el mercado para ganarse la vida. Poco a poco, como había sucedido en los Países Bajos, fue apareciendo un grupo de marchantes de arte para hacerse cargo de este nuevo comercio, con salas de ventas y galerías que se concentraban alrededor de la Piazza Navona, embellecida por la gran fuente de Bernini. Al igual que en los Países Bajos, sus clientes solían ser miembros de la clase media urbana que solicitaban una amplia gama de motivos, pero en lienzos pequeños. Gracias

a ellos la pintura de escenas cotidianas (bambocciate) se convirtió por primera vez en un motivo característico del arte italiano.

La literatura La primacía de los temas religiosos en las obras impresas duró mucho más tiempo. En Moscovia, tal vez el ejemplo más extremo, la oficina de imprenta del gobierno producía casi exclusivamente textos litúrgicos y el 90 por 100 de los contenidos de las bibliotecas rusas del siglo XVII eran obras religiosas (liturgias, vidas de santos, obras de los padres griegos y bizantinos). En Europa occidental la Biblioteca Hispana Nova (Roma, 1696) de Nicolás Antonio, en la que se encontraban listadas todas las obras españolas publicadas desde 1500, tenía 5.385 textos religiosos frente a las 5.450 entradas del conjunto del resto de categorías. De los 550 libros publicados en Francia durante la década de los cuarenta, más de 200 eran obras religiosas, y en Italia eran más del 41 por 100 de todas las obras publicadas por la universidad de Padua y el 37 por 100 de todas las publicaciones que se hicieron en el reino de Nápoles a lo largo del siglo XVII. Entre estas obras religiosas se incluyen la mayoría de los libros más vendidos del siglo. El Libro de la oración y meditación (1554-1555) de Fray Luis de Granada llevaba más de 70 ediciones solo en España en 1599 y muchas más de 100 en 1700 (con más ediciones en Europa y América Latina), casi el doble de ediciones que cualquier otra obra española de principios de la Edad Moderna, (se puede comparar con Don Quijote, que en 1700 tenía 24 ediciones españolas). También apareció en casi todos los idiomas europeos (incluidos el griego y el polaco) así como en japonés. Las obras del escritor religioso inglés William Perkins tuvieron 109 ediciones holandesas durante el siglo XVII (frente a siete ediciones holandesas de una o más de las obras de Shakespeare); mientras que la Introducción a la vida devota de Francisco de Sales, una guía espiritual expresamente escrita para las familias católicas entre 1609 y 1666 se tradujo del francés a 17 idiomas diferentes. Aunque las obras religiosas seguían dominando el mercado en casi todos los países europeos (y en toda América Latina), la gama de obras de temática alternativa se amplió gradualmente. Junto a volúmenes en latín,

que representaban el fruto de décadas de investigación e iban dirigidos solo a los eruditos (no por nada Janus Gruter le dedicó una vasta obra de 1614 al «lector perseverante»), surgieron nuevos géneros. Tal vez el más importante de ellos fuera la novela, que empezó en España y se extendió rápidamente, con el apoyo de la iglesia de la Contrarreforma, que estaba de acuerdo con su manifiesto moralismo: por lo general, en las primeras novelas los malvados recibían castigo, comprendían lo erróneo de su conducta y se redimían. En el siglo XVII se publicaron en Francia 18 traducciones distintas de la primera narración con longitud de novela, el Guzmán de Alfarache de Mateo Alemán (publicada en dos partes, en 1599 y 1604, de la que se hicieron 39 ediciones antes de 1700), y se publicó una traducción alemana en Múnich (un bastión de la Contrarreforma). El plagio y la imitación también extendieron la fama de la literatura española. Guzmán de Alfarache le dio claramente forma al Simplicissimus (1669) de Grimmelshausen y probablemente influyó en la Vida y muerte de mister Badman (1680) de John Bunyan; la Pícara Justina de López de Úbeda, publicada en España en 1605, determinó buena parte de Madre Coraje de Grimmelshausen (hasta los títulos eran los mismos en alemán: Die Landstörtzerin Justina, 1627; Die Landstörtzerin Courasche, 1670). La primera obra de teatro francesa de éxito, El Cid de Corneille de 1637, se basaba en un original español, mientras que otras 20 obras inglesas de teatro jacobino derivan de fuentes españolas. Los tratados místicos españoles influyeron profundamente a John Donne y a los escritores metafísicos ingleses. Por toda Europa grupos itinerantes de actores españoles interpretaban las obras de Calderón y Lope de Vega. Varios factores explican la primacía de la literatura española en la primera mitad del siglo XVII. En primer lugar, tenía una extraordinaria calidad literaria. Luis de Granada, por ejemplo, siempre había sido un célebre predicador (poco antes de la muerte del fraile, Felipe II escuchó y admiró su estilo «aunque es muy viejo y sin dientes») y escribió su Libro de la oración y meditación utilizando los recursos estilísticos del sermón: un gran dramatismo, exclamaciones, preguntas, paralelismos y giros humorísticos. Granada también utilizaba metáforas terrenales, que a sus lectores y oyentes les resultaban familiares, sobre animales y comida, cocina y cría de niños, música y agricultura; y utilizaba un estilo claro y directo que resultaba reconfortante para la gente humilde. «Recordad siempre», escribió, «que el

día del juicio no nos preguntarán lo que leímos, sino lo que hemos hecho.» (El uso del «nosotros» de Granada contrasta fuertemente con el «vosotros» o el «ellos» que utilizaban los escritores protestantes citados en la página 334)[54]. Fray Luis murió en 1588, el año de la Armada Invencible, y la larga serie de reveses políticos que siguieron transmitieron un tono distinto a buena parte de la literatura que se escribió a continuación en la península ibérica. A menudo la poesía mostraba una resignación mística; la prosa y el teatro se volvieron amargos. Todos intentaban enseñar a los lectores como afrontar la adversidad. Alemán llenó el Guzmán de Alfarache con multitud de consejos morales y homilías y hasta incluyó tres sermones que decía haber oído. Francisco de Quevedo, otro famoso escritor del Siglo de Oro, describió una colección de sus ensayos, La hora de todos, como un libro que «le hace a uno reír con rabia y desesperación». Su intenso tono corrosivo lógicamente atrajo a lectores de otros lugares que también se sentían amenazados por la malévola Fortuna. Sin embargo, las obras españolas del Siglo de Oro no eran necesariamente superiores a las de autores ingleses como Donne, Jonson y Shakespeare, o las de escritores holandeses como Hooft, Bredero y Vondel. Estos genios no tenían un público tan amplio principalmente porque escribían en idiomas que relativamente poca gente leía o escribía. A principios del siglo XVII, en cambio, el español era la lengua de un Imperio mundial y en todo el mundo había un público que leía en español: en los Países Bajos del sur (donde se imprimieron casi 400 ediciones españolas en el periodo de 1598 a 1648), en Europa central, en Italia, en América y en las Filipinas. En 1629 el sacerdote español Cristóbal de Avendaño presumía de que sus sermones eran conocidos en Italia, Francia, Hungría, los Países Bajos, Polonia y en todas las Indias Orientales y Occidentales. Incluso en Ámsterdam muchos eruditos judíos publicaron sus obras en español, entre ellas el influyente tratado mesiánico de Menasseh ben Israel Esperanza de Israel de 1650. Sin embargo, en la década de los cuarenta la cultura francesa empezó a encontrar una público internacional, aunque no del todo por su calidad. La Histoire de France depuis Pharamond (Historia de Francia desde Faramond) de François Eudes de Mézeray –escrita en seis volúmenes y publicada en París entre 1643 y 1651–, que no es que tergiversara la realidad, pero la sumergía en detalles aleatorios, se la leían a Luis XIV de

niño para que conciliara el sueño. Dos de las novelas francesas más populares de la época –Le Grand Cyrus de Madeleine de Scudéry (en diez partes con 15.000 páginas, 1649-1653) y Célie (también en diez partes, pero solo de 8.000 páginas, 1654-1660)– debían principalmente su popularidad a la sátira de la sociedad contemporánea que realizaba el autor. Célie, ambientada en la antigua Roma, se burlaba de la vida burguesa francesa; Cyrus ofrecía un retrato levemente disimulado de las principales familias aristocráticas de la época (el propio Cyrus era claramente el príncipe de Condé, etc.)[55]. Ambos libros se tradujeron casi inmediatamente al inglés (con cinco volúmenes cada uno) sobre todo porque Madeleine de Scudéry escribía sobre un país que podía influir en el equilibrio de poder europeo. En 1648 el erudito Lukasz Opalinski se dio cuenta de que Polonia también había sucumbido a la cultura francesa: Francia parece ser el único país, excluyendo a España, que marca la pauta en decoración y vestido a todos los demás pueblos europeos. Cualquier cosa que invente o introduzca se considera hermosa y de moda… Exige arbitrariamente que los demás observen sus costumbres y condena a quienes se le oponen.

Opalinski lamentaba el imperialismo cultural francés –«la forma de vida francesa no debería imponerse a nadie más»–, pero este iba en aumento, mientras que el español menguaba. Una generación más tarde un profesor alemán, Christian Thomasius, aconsejó a sus estudiantes que imitaran a los franceses en todo «porque son el pueblo más inteligente hoy en día, y saben cómo dar a todo una vivacidad especial. Sus vestidos están bien hechos y son cómodos… Cocinan con tal arte que tanto el gusto como el estómago quedan satisfechos… Su lengua es graciosa y seductora»[56].

Las universidades Thomasius pertenecía a una poderosa elite intelectual, la de los académicos universitarios. El primer cuarto del siglo XVII presenció la fundación de 20 nuevas universidades, y de más de otras 40 academias, por lo que el número total de instituciones de educación superior llegó a ser de casi 200 (véase el mapa 7). Se disparó el número de alumnos inscritos en casi todas ellas. Las 28 universidades alemanas enseñaban ahora a más de

11.000 estudiantes y las 19 universidades de Castilla a casi 20.000. En Italia la universidad de Nápoles (la más grande de la península) tenía unos 5.000 estudiantes hacia 1610 y la universidad de Padua (dirigida por República veneciana) unos 4.000. Entre 1626 y 1650 alrededor de 11.000 estudiantes se enrolaron en la universidad de Leiden; y entre 1620 y 1639 unos 20.000 se matricularon en Oxford y Cambridge, casi el 5 por 100 de los varones entre 17 y 18 años, una proporción que no se ha vuelto a alcanzar hasta el siglo XX. Mapa 7. Universidades fundadas en Europa, 1600-1650

A pesar de estas altas cifras de inscripción en Inglaterra y la República holandesa, en el segundo cuarto del siglo se fundaron pocas universidades nuevas (tan solo 8) y algunos contemporáneos expresaron dudas sobre la conveniencia de la educación superior. En 1622 el emperador Fernando II culpó de la revuelta Bohemia a ciertas academias extranjeras donde muchos de sus súbditos nobles «en su juventud se habían imbuido del espíritu de la

rebelión y la oposición a la autoridad legal». Cuatro décadas después, Thomas Hobbes escribió en su descripción de las recientes guerras civiles de Inglaterra: «El núcleo de la rebelión, como habéis visto aquí, y leído de otras rebeliones, es la universidad»[57]. Estas acusaciones no carecían de fundamento. Más de 200 de los súbditos moravos y bohemios de Fernando II habían estudiado en las universidades calvinistas de Basilea, Ginebra y Heidelberg en el medio siglo que precedió a la revuelta y 300 más se habían inscrito en las universidades luteranas radicales de Jena y Altdorf. En 16181620, 12 de ellos se hicieron miembros del gobierno rebelde mientras que los profesores de ambas instituciones luteranas declaraban públicamente su apoyo por la causa bohemia. Para Fernando un diploma de estos lugares debería ser algo parecido a un certificado de estudios revolucionarios. Lo sucedido en Inglaterra también le da la razón a Hobbes: al menos la mitad de los 552 miembros de la Casa de los Comunes que se opusieron a Carlos I entre 1640 y 1642 habían ido a la universidad. Por supuesto, los estudiantes universitarios no dedicaban todo su tiempo a estudiar insurrección. De hecho algunos no estudiaban en absoluto. Muchos no terminaban el curso: el número de estudiantes de primer y segundo año que abandonaban sus estudios solía ser alto –a veces más de la mitad– y un sorprendente número de ellos (una octava parte en las universidades españolas) moría antes de graduarse. El currículum de muchas universidades seguía la división medieval en las siete «artes liberales», tres que tenían que ver con el lenguaje (gramática, lógica y retórica) y cuatro con los números (aritmética, geometría, astronomía y música), seguidas de tres cursos de posgraduado: teología, derecho y medicina. Algunos lugares tenían un currículum de estudios alternativo con cinco asignaturas (gramática, retórica, poesía, historia y ética) mientras que otros también fomentaban la enseñanza de nuevas asignaturas como la geografía y la «filosofía natural» (que al principio incluía física, química, botánica e historia natural). Sin embargo, todas las ramas de estudio se concentraban principalmente en la búsqueda de conexiones y parecidos. La mayoría de los académicos consideraban que su objetivo era adquirir un conocimiento completo de todo para que (en palabras de un catedrático de Cambridge, Isaac Barrow) «una parte del conocimiento ilumine a otra». Creían que la recuperación y estudio detenido de textos, especialmente de textos de la Antigüedad clásica, resolvería todos los problemas del mundo.

Así, normalmente la enseñanza universitaria se realizaba a través de lecturas formales de los textos establecidos, sin que hubiera oportunidad de discusión, un formato que no lograba interesar ni a los estudiantes, muchos de los cuales (como ya hemos dicho) abandonaban sus estudios, ni a los profesores, muchos de los cuales evitaban dar clase siempre que podían. Los profesores de la universidad de Santiago de Compostela faltaron a una media de 47 días de clase en 1634 y 31 días en 1635; algunos de sus colegas de la universidad de Leiden estaban demasiado borrachos para dar clase tan frecuentemente que sus estudiantes hicieron un pequeño cartel para colgarlo en el podium. En la década final del siglo XVI el órgano rector de la universidad de Leiden se pasó dos años intentando contratar los servicios del destacado humanista francés, Joseph Justus Scaliger, y finalmente lo consiguieron no por el salario (1.200 florines al año: 120 libras esterlinas, 20 más que su predecesor, Justus Lipsius), ni por las exenciones de impuestos que ofrecieron, tampoco fue por la mansión subvencionada que le ofrecieron junto al canal frente a la universidad, sino porque le prometieron que nunca tendría que dar clases a estudiantes[58]. Sin embargo, Scaliger sí que realizó una labor docente. Su reputación como académico atrajo a una serie de dotados estudiantes (entre los que estaba Hugo Grocio que llegó a Leiden como niño prodigio a la edad de once años en 1594) y el maestro trabajó con ellos en pequeños grupos dedicados al estudio de la historia y el lenguaje. De hecho, dirigió el primer seminario de investigación de Europa. En él pedía a sus alumnos ensayos breves sobre las fuentes, asegurándose de que no se solapaban los temas y de que mantenían los objetivos y cumplían los plazos. También probó nuevas formas de investigación con sus estudiantes. Incluso en las conversaciones que mantenía durante las comidas, les hablaba de nuevas fuentes, como los testamentos y otros documentos que se conservaban en inscripciones griegas y romanas: «Si alguien se tomara la molestia de recopilarlas, así como todas las cartas que hay dispersas por todas partes, haría una gran labor. Hay mucho en las inscripciones»[59]. Con sus estudiantes, Scaliger estableció nuevos criterios de investigación filológica sobre textos clásicos y de oriente próximo, así como un marco cronológico general para la historia antigua. También presentó un enorme índice de todos los textos clásicos publicados, para que los demás académicos pudieran buscar referencias.

Scaliger, como Lipsius, le daba poca importancia al dogma, enfatizaba el estudio detenido del texto y elogiaba los sistemas éticos y políticos del Imperio romano. El conflicto religioso había dejado profundamente marcados a ambos hombres –el temor por su seguridad había hecho que ambos huyeran de sus tierras natales en la década de los setenta del siglo XVI– y esperaban que sus estudios académicos aportaran un territorio común en el que los católicos y los protestantes pudieran encontrarse. Muchos de sus estudiantes trabajaban hacia este mismo objetivo. Grocio, por ejemplo, escribió mucho sobre temas religiosos –sus obras teológicas completas ocupan 4 gruesos volúmenes– y también dedicó sus obras más celebradas sobre derecho y política a un fin religioso mayor: la reunión de todas las iglesias cristianas. Soñaba con reunir a representantes de todas estas iglesias que rechazaban el concilio de Trento para crear una nueva doctrina, que incluyera solo aquellos puntos en los que todos podían estar de acuerdo. Como paso preliminar, en 1613, Grocio viajó a Londres para diseñar una política común para los poderes eclesiásticos del estado en Inglaterra y la República holandesa. Creyendo que disfrutaba del apoyo de Jacobo I, adoptó una postura extrema respecto al poder del gobierno sobre la iglesia local cuando volvió a Holanda. Su arresto en 1618 solo le sorprendió a Grocio (véase cap. IV, «2. Los Países Bajos divididos»). Sin embargo, los dos años que pasó en la cárcel no hicieron más que aumentar enormemente su deseo de buscar una fórmula ecuménica que pusiera fin a la desunión y a los conflictos religiosos que, en su opinión, estaban dividiendo a la cristiandad. Grocio no era especialmente sistemático u original en su pensamiento, pero poseía una extraordinaria amplitud de conocimiento. En su búsqueda de una fórmula para la paz entre religiones y por lo tanto entre naciones, buscó en todas partes (en la Antigüedad, la ley, la ética, las matemáticas) y produjo una serie de fórmulas «minimalistas» que explicaba con convincente fluidez. Su primera gran obra, Del derecho de la presa (16041605, encargada por la Compañía Holandesa de las Indias Orientales), intentaba extraer unos principios generales a partir de una gran cantidad de ejemplos locales, que presentaba como axiomas matemáticos con sus cláusulas adicionales. Su Del derecho de la guerra y de la paz (1625) se concentraba en las pocas leyes de la naturaleza que compartían todas las sociedades humanas, como la primacía del interés personal (una actitud que

le llevó a argumentar que dichas leyes no debían recibir sanción divina, y a sugerir que había una lógica económica en el hecho de que los captores le perdonaran la vida a los prisioneros de guerra porque permitía que tanto ellos como su progenie pudieran ser esclavizados). En la década de los treinta del siglo XVI, como diplomático al servicio de Suecia y portavoz del movimiento ecuménico, Grocio intentó incluir un plan para la unión de las iglesias como parte de una alianza entre Inglaterra y Suecia. A pesar de conocer tantos campos, de su increíble habilidad para mostrar la coherencia y detectar la estructura profunda de los mismos, y de su incomparable fluidez a la hora de explicarlas, Crocio no logró conseguir la unidad de la iglesia. De hecho, su pretensión de dominar todos los textos, compartida por muchos académicos de menos talento, pronto resultó contraproducente, porque a medida que aumentaba el volumen de material, la pretensión de abarcar todos los textos, todos los temas y todas las épocas superaba la capacidad de los académicos y tendía a impedir que innovaran. Sin embargo, muchos hombres brillantes trabajaron para clasificar y sistematizar la información existente. Algunos recopilaron el conocimiento en enciclopedias. Johan Heinrich Alsted, cuya Enciclopedia de 1630 marca el primer uso de la palabra en su sentido moderno, intentó abarcar todo lo que los humanos podían aprender en una vida en 35 categorías, organizadas en 7 clases (la última titulada «Miscelánea», con más de 40 subsecciones entre las que se incluían la historia, la magia y la pirotecnia). Otros estudiaban la mejor forma de organizar una biblioteca pues, según decía Gabriel Naudé, un montón de libros no es una biblioteca, así como un montón de soldados no es un ejército. La nueva librería universitaria de Leiden (que únicamente estaba abierta a los estudiantes 4 horas a la semana y solo a partir de 1630) tenía los libros organizados en siete categorías tradicionales: teología, medicina, derecho, matemáticas, filosofía, historia y literatura. Sin embargo, en 1631, Francisco de Aráoz de Sevilla propuso 15 categorías en su tratado De recte componenda bibliotheca: cinco religiosas (teología, estudios bíblicos, historia eclesiástica, poesía religiosa y patrística) y diez seculares (diccionarios, otros libros de referencia, retórica, historia secular, poesía secular, matemáticas, política, derecho, filosofía moral y filosofía natural). Otros intentaban organizar los objetos que se acumulaban en museos y en «armarios de curiosidades», cuyos estantes y cajones contenían especimenes que ilustraban todo el abanico de

conocimientos humanos: la mitología clásica, la filosofía humanista, el conocimiento químico y alquimista, incluso los juegos y los juguetes, de todas las civilizaciones conocidas: la islámica, la judía, la cristiana y la pagana. El catálogo descriptivo de cuatro volúmenes del museo de las maravillas que creó Ole Worm en Copenhague clasificaba las piezas no por procedencia o antigüedad, sino por sustancia: piedras y metal, plantas, animales, y artefactos[60]. Las nuevas ramas del saber se incluían solo en algunos programas de estudio y en unas pocas facultades. La universidad de Leiden abrió un jardín botánico, un observatorio y un teatro de anatomía, que se hizo muy famoso, donde los profesores diseccionaron en público 60 cuerpos humanos, de hombres y mujeres, en los 22 años que siguieron a su construcción en 1593. Las cátedras Savilian de Oxford de astronomía y geometría, que se crearon en 1619, aportaban unos ingresos anuales de 160 libras esterlinas. Sin embargo, estos sueldos eran excepcionales: en la universidad de Pisa los profesores de matemáticas ganaban entre una sexta y una octava parte del salario de los catedráticos de filosofía. En Leiden, el catedrático de matemáticas Rudolf Snellius tuvo que enseñar hebreo para aumentar su salario, aunque (según reconocía) «él mismo carecía de nociones elementales de hebreo»[61].

El «avance del saber» Muchos de aquellos que estaban interesados en las nuevas disciplinas proseguían por lo tanto sus estudios fuera de las universidades. La carrera de Galileo Galilei es un ejemplo de esto a este respecto. Nacido en 1564, estudió medicina en la universidad de Pisa pero se fue de allí en 1585 sin una licenciatura por lo que terminó enseñando matemáticas, una asignatura en la que se consideraba que la experiencia importaba más que la formación, en la universidad de Padua en la República de Venecia. También ganaba un dinero extra construyendo instrumentos y dando clases privadas. En 1605 Galileo se convirtió en tutor de matemáticas del príncipe Cosme de Médicis de Florencia y, cuatro años después, al enterarse de que en la República holandesa se había construido un telescopio, decidió fabricarse uno. En agosto de 1609 construyó un instrumento de 8 o 9 aumentos y lo

presentó al dogo y al Senado de Venecia. Esperaba, a cambio, que le doblaran el salario a 1.000 ducados (250 libras esterlinas) y le dieran una plaza definitiva, algo que finalmente hicieron, pero de mala gana, afirmando que la subida solo se llevaría a cabo al final del año académico y que nunca más volverían a aumentarle el sueldo. Profundamente insultado, Galileo empezó a construir telescopios de más aumentos hasta que a finales de noviembre de 1609 logró construir un instrumento de 20 aumentos capaz de realizar detalladas observaciones astronómicas. Durante las tres semanas siguientes lo utilizó para observar la luna, e hizo dibujos que mostraban su irregular superficie; luego dirigió su instrumento hacia Júpiter, donde observó cuatro lunas. Durante nueve semanas de observación descubrió su rotación y escribió un breve tratado en latín en el que describió sus descubrimientos: Sidereus Nuncius. Realizó su última observación el 2 de marzo de 1610, cuando el texto ya se estaba imprimiendo; diez días después firmó la dedicatoria a su antiguo alumno Cosme de Médicis, ahora gran duque de Toscana; y, al día siguiente, Galileo le envió una primera copia de su libro. También envió un anuncio hiperbólico para que lo incluyeran en el catálogo de la próxima Feria del Libro de Fráncfort. Sin embargo, su maniobra más brillante fue llamar a las lunas de Júpiter «estrellas mediceas». Al año siguiente, cuando los teólogos del papa confirmaron su observación, Galileo fue a Roma a comer con miembros de la aristocrática «Academia de los Linces» (Accademia dei Lincei), que lo nombraron miembro del grupo. Tras fracasar en su intento de realizarse como catedrático universitario, Galileo se reinventó ahora como cortesano, construyó telescopios para que su mecenas los enviara a otros soberanos y se relacionó con la nobleza. Cosme de Médicis le envió copias del telescopio y el libro de Galileo a otros gobernantes, que, por su parte, consultaron con sus propios expertos. Así, en Praga, el embajador toscano le dio el regalo de su señor a Johannes Kepler, el astrónomo imperial de Rodolfo II, que de hecho ya había comprado una copia de El mensajero sideral y había comprobado los descubrimientos allí expuestos con un telescopio que él mismo se había fabricado. Kepler inmediatamente escribió y publicó una carta para Galileo con felicitaciones y comentarios, y especuló sobre la posibilidad de que las irregularidades encontradas en la superficie de la luna fueran un signo de

vida. También escribió, pero no publicó, un breve cuento utópico sobre cómo podía ser la vida en la luna[62]. En 1611 el jesuita alemán Christopher Scheiner observó manchas solares a través de un telescopio de fabricación propia, y publicó un tratado (bajo seudónimo, pues sus superiores temían ser ridiculizados si más adelante se demostraba que sus observaciones eran erróneas) en el que sugería que, al igual que las estrellas mediceas, estas manchas eran satélites. Un amigo común en Augsburgo le envió a Galileo una copia del ensayo en latín de Scheiner, que también había visto las manchas solares y había estado tomando notas diarias (aunque no las había publicado). Galileo le contestó con una carta en la que le decía que las manchas eran «imperfecciones» de la superficie solar y que su movimiento diario demostraba que el sol rotaba sobre su eje. A esto siguieron más cartas entre los dos astrónomos, mediadas a través de su amigo mutuo en Augsburgo, en las que las afirmaciones de Galileo cada vez tenían mayor alcance y eran más atrevidas. En agosto de 1612 adelantó una «ley de la inercia», que afirmaba que los cuerpos permanecían quietos, o se movían en línea recta, a menos que se vieran afectados por una fuerza exterior. En diciembre defendió con entusiasmo una teoría que ya había planteado dos generaciones antes el polaco Nicolás Copérnico, la teoría de que los planetas rotaban alrededor del sol, y argumentó que las «imperfecciones» observadas en la superficie del sol desmentían la teoría aristotélica de que los cielos eran una unidad sólida e incorruptible, la quintaesencia. Esto arremetía directamente contra un importante paradigma intelectual de la Europa de principios de la Edad Moderna, que estaba basado en la fusión del pensamiento de Aristóteles con la doctrina cristiana, pero Galileo asumió esta dificultad. Si Aristóteles mismo pudiera volver, le aseguraba Galileo a sus lectores, cambiaría rápidamente de idea, porque siempre había respetado las pruebas empíricas. Desafortunadamente, se lamentaba Galileo, los seguidores modernos de Aristóteles carecían de la flexibilidad de su maestro. «No desean levantar jamás la mirada de esas páginas, como si este gran libro del universo se hubiera escrito para que no lo leyera nadie más que Aristóteles y sus ojos estuvieran destinados a ver por toda la posteridad.» En 1613, la Academia de los Linces recopiló y publicó las cartas de Galileo sobre el tema e incluyó grabados de algunos de sus

dibujos de las manchas solares e instrucciones para que los lectores efectuaran sus propias observaciones y anotaciones[63]. Un discípulo comparó en una ocasión a Galileo con «un insecto cuyo mordisco no se siente en el momento en el que se recibe, pero que se sufre durante mucho tiempo» y, de hecho las implicaciones a largo plazo de Historia y demostraciones en torno a las manchas solares y sus accidentes aparecieron tiempo después[64]. La visión del mundo tradicional basada en la Biblia y Aristóteles era, al fin y al cabo, cómoda –el sol estaba en el centro del universo, que había sido creado por Dios para el disfrute de la humanidad– e incluso los académicos que estaban a favor de la «experimentación» en otros campos, como sir Francis Bacon en Inglaterra, vacilaban a la hora de abandonar el paradigma geocéntrico imperante. Y eso mismo hacían las diversas iglesias cristianas. A principios de 1615 el padre Paolo Antonio Foscarini, un provincial de la orden de los carmelitas, envió una copia de su breve tratado Sobre la opinión de los pitagóricos y de Copérnico acerca del movimiento de la tierra y de la inmovilidad del sol al cardenal Roberto Bellarmino, el teólogo vivo más importante de la iglesia católica, y le pidió su opinión. Bellarmino lo leyó atentamente, como había leído el libro de Galileo, y le dijo a Foscarini que, aunque la Biblia mencionaba el movimiento del sol únicamente en algunos puntos, todos los padres de la iglesia y todos los comentadores de la Biblia habían interpretado esos pasajes de forma literal. «Considerad ahora, con vuestro sentido de la prudencia, si la Iglesia puede tolerar que se le dé a las Escrituras un significado contrario al que le dieron los santos padres y todos los comentaristas griegos y latinos», le preguntó a Foscarini, y prosiguió: Si hubiera una auténtica prueba de que el sol está en el centro del universo y la tierra en el tercer cielo [es decir, girando alrededor del sol], entonces se tendría que proceder con gran cuidado para explicar las Escrituras que parecen decir lo contrario y decir que no las entendemos en lugar de afirmar que lo demostrado es falso. Pero no creeré que exista tal prueba, a menos que se me enseñe.

Por el momento, Bellarmino concluyó, «considero que su reverencia y el señor Galileo están actuando prudentemente al limitarse a hablar de forma hipotética y no de forma absoluta, como siempre he considerado que hablaba Copérnico»[65].

Sin embargo, el papa Pablo V adoptó una postura menos tolerante y presentó la teoría heliocéntrica a una comisión de teólogos, que en 1616 la condenaron unánimemente. Bellarmino se reunió inmediatamente con Galileo y le advirtió personalmente en nombre del papa que no se refiriera a la teoría de Copérnico como un hecho irrefutable; también le dio una copia de su anterior carta a Foscarini (tal vez porque le nombraba en ella). La semana siguiente la inquisición añadió el tratado de Foscarini al Índice de Libros Prohibidos y ordenó la destrucción de todas las copias; también cancelaron la publicación de la obra de Copérnico, Sobre las revoluciones de los orbes celestes, que estaba pendiente de ciertas supresiones y correcciones. Tal vez resulte sorprendente que se salvara la Historia y demostraciones en torno a las manchas solares y sus accidentes, lo cual permitió que los descubrimientos y los métodos de Galileo estuvieran disponibles para cualquier persona que supiera leer, aunque la carta de Bellarmino a Foscarini casi le desafiaba a Galileo a presentar una «prueba» más convincente para demostrar la teoría heliocéntrica. Ya había otros trabajando en esto. En 1600, después de que el archiduque Fernando expulsara a todos los protestantes de Graz (véase cap. III, «1. Los Habsburgo de Austria y los turcos»), Johannes Kepler vino a Praga a unirse al proyecto concebido por el astrónomo danés Tycho Brahe de hacer un «mapa» de los cielos. Estudió detenidamente varias décadas de meticulosas observaciones de Tycho y, tras un ingente trabajo de procesamiento de una enorme cantidad de datos, combinado con una sofisticada geometría, llegó a la conclusión de que los planetas se movían con órbitas elípticas y que su movimiento no era uniforme. Publicó sus «leyes» en La nueva astronomía (1609), dedicada al emperador Rodolfo II, que había subvencionado la obra. Por lo tanto, no es de extrañar que las noticias sobre el descubrimiento de Galileo de las lunas de Júpiter y de sus órbitas le entusiasmaran tanto. Kepler tenía, sin embargo, muchos otros intereses. Utilizó sus datos astronómicos para mostrar que la consonancia musical se ajustaba a las mismos estructuras geométricas que las órbitas planetarias. Su obra La armonía del mundo (1619), en la que dos libros sobre geometría y dos libros sobre naturaleza flanqueaban un libro central sobre armonía, mostraba los sonidos musicales como movimientos de voces muy organizados a través del tiempo. Esta «música planetaria» correspondía con la práctica polifónica contemporánea. Además, Kepler realizaba horóscopos

y, en su visión del mundo, los poderes e influencias cósmicos tenían un gran lugar: para Kepler solo el hecho de que el sol tuviera un «alma» explicaba el funcionamiento del sistema solar[66]. Matemáticas, música y magia: muchos intelectuales investigaban las tres disciplinas y aplicaban métodos «experimentales» similares por casi los mismos motivos: pensaban que cada campo de estudio podía desvelar poderes o fuerzas ocultos que podían llevar la armonía al mundo, para así trascender los conflictos existentes. Johan Valentin Andreä en su Descripción de la república de Cristianópolis, publicada también en 1619, enfatizaba la importancia del laboratorio para la adquisición de conocimiento: el laboratorio de física para la tierra, el laboratorio de matemáticas para los cielos. «Si no analizas la materia con la experimentación, si no mejoras el conocimiento con mejores instrumentos, careces de valía»[67]. El padre de Andreä era un pastor luterano y un alquimista en activo, su madre era boticaria, y él estudió en la universidad de Tubinga hasta que lo expulsaron en 1607 por haber participado en la distribución de una publicación ofensiva sobre un catedrático. En esta época escribió una novela, La boda química de Rosencreutz cristiano, que abogaba por la formación de una elite cristiana para resolver los problemas del mundo, pero aún no estaba publicada cuando Andreä viajaba por Europa y se ganaba la vida como tutor de niños de la aristocracia. Finalmente volvió a Tubinga y se tituló como doctor en teología en 1614. Ese mismo año apareció el Manifiesto de la fraternidad rosicruciana que proclamaba la existencia de una fraternidad erudita cuyo fin era intentar reformar el mundo. Aunque la participación de Andreä en el manifiesto está muy discutida, el interés que suscitó llevó a la publicación en 1615 de un segundo manifiesto rosicruciano, en cuya redacción Andreä participó con toda seguridad, y a la publicación de su Boda química en 1616. Por aquel entonces trabajaba como pastor luterano en un pequeño pueblo de Suabia (que llamaba su «laboratorio») donde escribió su Cristianópolis, que proponía la creación de una «sociedad cristiana» para perseguir los objetivos utópicos de los rosicrucianos[68]. Entretanto, en la cercana Oppenheim, Robert Fludd empezó a publicar su Historia del macrocosmos y del microcosmos, un complejo tratado que afirmaba que la música era el principio organizador del cosmos, y por lo tanto la base para restaurar la

armonía del mundo, y afirmaba que los humanos debían imitar y mejorar la naturaleza a través del experimento y el artificio[69]. Aunque estas publicaciones hoy en día puedan parecer esotéricas, en el momento gozaron de una gran popularidad: La boda química tuvo cuatro ediciones entre 1616 y 1620, y durante el mismo periodo de tiempo se imprimieron más de 200 respuestas a los manifiestos rosicrucianos. Sus autores también disfrutaban del apoyo en los estratos más altos. La imprenta oficial del landgrave Mauricio de Hesse publicó el segundo manifiesto rosicruciano, en el que se incluyó una reimpresión del primero, tanto en alemán como en latín; Fludd disfrutó del mecenazgo de Federico del Palatinado. Sin embargo, al igual que Andreä, Fludd era un hombre hecho a sí mismo sin un cargo universitario. Buena parte del material que presentaba en su Historia estaba basado en sus experiencias mientras trabajaba como tutor para familias aristocráticas del continente europeo (de hecho, dedicó varias secciones de su tratado a antiguos alumnos aristocráticos). El mecenazgo privado desempeñó un papel crucial en la promoción de la investigación experimental durante la primera parte del siglo XVII. Los mecenas estaban dispuestos a pagar tanto por ingenios mecánicos para divertirse como por proyectos, descubrimientos y tratados que ensalzaran su estatus: así permitieron que muchos astrólogos, alquimistas y filósofos naturales, que disponían de pocas fuentes de ingresos alternativas, pudieran ganarse la vida. En la década de los treinta del siglo XVII un obispo inglés se lamentaba: «Qué triste es que en este reino tan grande y opulento no haya ninguna promoción pública para sobresalir en cualquier profesión que no sea el derecho o la teología»[70]. Esto también sucedía en Europa continental: muchos filósofos naturales eran abogados, como Pierre de Fermat, que llegó a ser juez, o clérigos como Marin Mersenne. Muy pocos tenían la suerte de disfrutar de un patrimonio como René Descartes, que fue soldado (luchó en la Montaña Blanca) y luego pudo vivir de rentas mientras escribía sus libros sobre epistemología y filosofía[71]. Tal vez el entorno no universitario de estos eruditos pueda servir para explicar su enfoque transparente y diferenciado. Las generaciones anteriores creían que solo los iniciados podían entender los secretos del universo. «Os conjuro a todos», escribió sir Philip Sidney en la década de los ochenta del siglo XVI, «a creer que hay muchos misterios contenidos en

la poesía, que fueron escritos expresamente de forma oscura, no fuera que las mentes profanas abusaran de ellos». Sir Francis Bacon, quien estuvo bajo el mecenazgo de Sidney, discrepaba totalmente con esto. En su primera obra filosófica de importancia, El avance del saber (1605), proponía audazmente que todo el conocimiento podía organizarse de acuerdo con tres facultades intelectuales que todos los humanos poseían: la memoria (historia), la imaginación (poesía) y la razón (filosofía, en la que se incluían las ciencias). Esto, decía, no solo clasificaba la información existente, sino que también abría el camino para nuevos descubrimientos. En las dos décadas siguientes, a pesar de llevar una vida pública muy activa (llego a ser lord canciller, juez supremo de Inglaterra), Bacon concibió un complejo proyecto en seis partes para trazar un mapa de todo el conocimiento humano, que llamó La gran Restauración. La primera parte era una versión en latín ampliada de El avance del saber mientras que la segunda parte, titulada Novum Organum (que jugaba con el término aristotélico «Organon» o «palabras lógicas»), publicado en 1620, presentaba un nuevo método de inverstigación científica. «Mi método, aunque difícil de practicar, es fácil de explicar», escribía Bacon al inicio de su prefacio: los eruditos no debían enumerar datos, sino más bien eliminarlos para hallar la verdad. Que «se haga el trabajo de forma mecánica», decía, recopilando y revisando casos relevantes para encontrar «un conocimiento cierto y demostrable». La portada de la obra mostraba un barco navegando a través de las columnas de Hércules –la frontera del mundo clásico– en busca de nuevo conocimiento, junto con una frase del Libro de Daniel: «Muchos lo atravesarán y se aumentará el conocimiento»[72]. Las ideas de Bacon, publicadas en latín y enviadas a muchos académicos de Europa continental, pronto ganaron partidarios. René Descartes también afirmaba que los procedimientos necesarios para adquirir conocimiento y encontrar la verdad no eran misterios complicados «escritos de forma oscura», sino más bien «modestos», «simples» e incluso «humildes», y que los resultados podían presentarse en un lenguaje claro y accesible para todos. Al principio de su Discurso del método (1637) anunciaba que «el buen sentido es lo que mejor repartido está en el mundo»: todo el mundo poseía la misma habilidad para distinguir lo verdadero de lo falso. Puesto que «todas las cosas que se encuentran en el ámbito del conocimiento humano están interrelacionadas», argumentaba Descartes, si uno empieza

con las nociones sencillas y avanza paso a paso «no hace falta una gran habilidad o capacidad para encontrarlas». Marin Mersenne (que llevó a cabo experimentos detallados con instrumentos musicales, y habló con músicos y fabricantes de instrumentos, para determinar las leyes matemáticas que gobernaban la vibración del tono y la frecuencia absoluta de una nota musical) afirmaba en su Armonía universal que «Un hombre no puede hacer nada que no pueda hacer también otro hombre, y todos los hombres tienen en su interior todo lo necesario para filosofar y razonar sobre todas las cosas»[73]. Esto no significaba que se descartara o desacreditara la magia –más tarde Isaac Newton dedicó años al estudio de la alquimia y su sistema dependía de fuerzas «ocultas» de atracción y repulsión– solo quería decir que estos temas debían ser tratados de la misma forma racional que cualquier otro campo de conocimiento para ver si «funcionaba». Tampoco significaba que todo el mundo pudiera participar. Las matemáticas llevaban mucho tiempo, aptitud y dedicación: aunque el «buen sentido» pudiera estar repartido equitativamente por toda la sociedad, el tiempo libre no lo estaba. En La nueva Atlántida (escrita en 1614, pero no publicada hasta 1626) Bacon sugería que la ciencia experimental debería realizarse en institutos de investigación. Su fantasía filosófica describía la «Casa de Salomón» como un lugar con 33 trabajadores (sin contar a los ayudantes de investigación) divididos en observadores, experimentadores, compiladores, intérpretes y «mercaderes de luz» (los que viajaban para traer conocimiento). En la época en la que Bacon escribió, los filósofos naturales de otros países ya formaban sociedades, normalmente conocidas como «academias» aunque normalmente estaban envueltas de secretismo. Incluso los miembros nobles de los Linces de Roma utilizaban al principio nombres codificados y se escribían entre sí con un lenguaje cifrado; cosa que también hacía el grupo que Andreä fundó en Tubinga. Uno de los grupos más productivos de Inglaterra en la década de los cuarenta recibió el nombre de «Colegio Invisible» e incluso hoy es difícil saber quién pertenece a él. Sin embargo, no hay duda sobre los objetivos, métodos e intereses de sus miembros. Según dijo Robert Boyle en 1646: «Me dedico a… la filosofía natural, la mecánica, la agricultura y la cría de animales, de acuerdo con los principios de nuestro nuevo colegio filosófico, que no valora ningún conocimiento, pero sí que tiende a servirse de ellos». El tema práctico que le interesaba en

ese momento era encontrar un método químico para hacer salitre, un ingrediente esencial de la pólvora (de la que había una gran demanda durante las guerras civiles), como alternativa al excavar tierra impregnada con orina (véase supra, «La religión popular»). «Nunca había deseado tan intensamente esa adorada mugre», declaró Boyle más en adelante ese mismo año. También habló sobre la fertilidad de la tierra con los jardineros y campesinos de sus propiedades. En la década de los cincuenta Boyle se mudó a Oxford, donde se puso en contacto con otro grupo, el «Club filosófico experimental» dirigido por John Wilkins, capellán del elector palatino y autor de un libro titulado Mathematical magic, or the wonders that may be performed by mechanical geometry (Magia matemática, o las maravillas que pueden hacerse con la geometría mecánica). Fundado en 1645, el club se reunía en Londres y cuatro años después se desplazó a Oxford, donde hombres de diversas procedencias sociales, religiosas y políticas se reunían con regularidad en casas de unos o de otros para realizar experimentos y discutir sus descubrimientos. Los participantes dejaban a un lado expresamente sus diferencias sectarias y consideraban la búsqueda de la filosofía experimental como una forma de superar los conflictos. Puede que sus «experimentos inquisitivos» fueran distintos de los estudios textuales de Lipsius y Scaliger –es difícil imaginarse a ninguno de estos dos académicos tremendamente entusiasmado con la «mugre»–, pero perseguían el mismo objetivo: una salida a la crisis y el caos, creados por la intolerancia religiosa y la guerra, que parecían a punto de destruir su mundo[74].

Una república de las letras La filosofía experimental y sus nuevos descubrimientos cruzaron las fronteras religiosas de Europa con relativa libertad durante la mayor parte de la primera mitad del siglo XVII gracias a tres factores. En primer lugar, muchos estudiantes viajaban mucho y regresaban trayendo consigo las ideas que habían adquirido. La mitad de los 11.000 estudiantes que se matricularon en Leiden entre 1626 y 1650 eran de fuera de la República: 3.000 del norte de Alemania, y el resto de Gran Bretaña, Escandinavia, Francia, Polonia y Hungría. Entre 1570 y 1620 más de 500 jóvenes

bohemios se matricularon en universidades protestantes suizas y alemanas, mientras que en Padua, menos de la mitad de los estudiantes venían de territorios venecianos: una quinta parte venía de otras partes de Italia y el resto del otro lado de las montañas o de los mares (especialmente de Alemania y Gran Bretaña). En 1602, el zar Boris Godunov envió a 30 jóvenes rusos al extranjero para que aprendieran inglés, francés y alemán (aunque ninguno de ellos regresó nunca; de hecho, uno acabó siendo pastor anglicano hasta que los puritanos le expulsaron en 1634). El contacto directo e indirecto entre los principales académicos de la época también hizo que se extendieran las nuevas ideas por Europa. Muchos de ellos se escribían largas cartas con sus colegas en el extranjero, y unos cuantos actuaban como intermediarios de la información, poniendo en contacto a aquellos que tenían intereses similares. Mersenne en París actuó como el típico «servidor de correo», creando una «comunidad virtual» a través de su inmensa correspondencia con otros eruditos; pero también viajó por Europa, murió cuando regresaba de Estocolmo donde había pasado un tiempo con Descartes y otros hombres de letras en la corte de la reina Cristina. Otros eruditos también viajaron mucho. Thomas Hobbes, que trabajó para Bacon y acabó convirtiéndose en el filósofo inglés más prominente, hizo un «grand tour» por el continente europeo con sus aristocráticos alumnos, y en un viaje coincidió con Mersenne en París y con Galileo en Florencia. Luego, antes de que su libro De homine (Sobre el hombre) saliera publicado, le envió una copia a Mersenne (que se la hizo llegar inmediatamente a Descartes), y residió en París entre 1640 y 1652. Jan Amos Comenius huyó de Bohemia tras el fracaso de la revuelta de 1620 y se refugió sucesivamente en Polonia, Inglaterra, Suecia, Polonia, Hungría, de nuevo Polonia y la República holandesa. En todos estos lugares enseñó, predicó, escribió sus libros filosóficos e intentó reorganizar el sistema educativo. Algunos miembros de la república de las letras también publicaron su correspondencia, para que otros pudieran disfrutar de su lectura. En la última década del siglo XVI Lipsius la publicó regularmente en colecciones de 100 cartas, que imprimían Plantin en Amberes y Wechel en Fráncfort; una generación más tarde, tanto Arcangela Tarabotti como Ana María van Schurman publicaron volúmenes de su correspondencia. El tercer factor que favorecía el intercambio entre miembros de la república de las letras era el movimiento ecuménico, que se amplió en la

década de los veinte del siglo XVII para incluir a la comunidad griega ortodoxa, dirigida por el patriarca Cirilo Lukaris. Nacido en Creta y educado en la universidad de Padua, Lukaris visitó Lituania antes de convertirse en patriarca de Alejandría en 1601. Allí conoció a unos visitantes del oeste del movimiento económico, como George Sandys (admirador y traductor de Grocio), y empezó a escribirse con otros, tanto de Inglaterra como de los Países Bajos. Le enviaron las obras de Arminius (véase cap. V, «1. La revuelta de Bohemia») y ediciones impresas de textos patrísticos griegos, y él, por su parte, envió a varios jóvenes eruditos griegos para que estudiaran en Oxford (entre los que estaba un futuro patriarca de Alejandría que fue el primer hombre que bebió café en Oxford). En 1627, cuando Lukaris se convirtió en el patriarca de Constantinopla, le mandaron desde Inglaterra una prensa que imprimía con caracteres griegos y, con la ayuda de dos neerlandeses, Lukaris empezó a producir ediciones de textos religiosos. Al año siguiente, a petición del enviado holandés, un predicador calvinista vino a trabajar como secretario del patriarca. Estas maniobras no pasaron desapercibidas a los católicos occidentales. Los jesuitas, capuchinos y otras órdenes religiosas tenían misiones en Constantinopla (y en otras partes del Imperio otomano) e informaron a Roma de las inclinaciones protestantes de Lukaris: en 1627-1628 los consejeros del papa discutieron el asunto y decidieron planear su destitución como patriarca. Lo lograron y también consiguieron clausurar la imprenta. Sin embargo, Lukaris recuperó pronto su cargo y, aunque el sultán había prohibido la imprenta, el patriarca empezó a enviar importantes textos patrísticos a Inglaterra, donde el arzobispo Laud los hizo imprimir en Oxford con los caracteres griegos que había instalado (los manuscritos originales siguen estando en la Biblioteca Bodleiana). Lukaris también envió al menos un valioso manuscrito patrístico a Suecia en 1632, solicitando que se imprimiera también para su distribución en la iglesia del este, y se puso en contacto con el patriarca Filaret de Moscú. Al final esto lo utilizaron sus enemigos católicos para acusar al patriarca de conspirar con los rusos con el objetivo de ocupar territorios cerca del mar Negro en 1637 y, al año siguiente, convencieron al sultán para que destituyera y ejecutara a Lukaris[75].

Galileo, hereje La eficiencia con la que la iglesia católica eliminaba a aquellos que mantenían ideas con las que no estaba de acuerdo asustaba a los intelectuales de todas partes. Giordano Bruno se había expuesto al desastre con su creencia en un universo infinito poblado con otras formas de vida y su afirmación de que Cristo era el heredero de los reyes magos egipcios; pero su ejecución tras un largo juicio en 1600 (el año de la muerte de Menocchio) hizo que otros espíritus libres se pararan a pensar. Por aquel entonces, otro importante intelectual italiano también se consumía en la cárcel: Tommaso Campanella, un niño prodigio que entró en la orden de los dominicos y escribió más de 100 libros (muchos de los cuales se han perdido). Acusado de brujería, la inquisición le torturó y le interrogó antes de dejarlo libre, pero al poco tiempo, en 1599, Campanella se vio envuelto en un complot para derrocar el gobierno español de Nápoles. Después de ser torturado una vez más, pasó los siguientes 27 años en la cárcel, donde escribió (entre muchas otras obras) la utópica La ciudad del sol en 1602 y Defensa de Galileo, el matemático de Florencia, que es una reflexión sobre si la visión filosófica abogada por Galileo está de acuerdo o se opone a las Sagradas Escrituras en 1616. Liberado en 1626, Campanella alcanzó una breve influencia en Roma, pero la perdió cuando volvió a defender las teorías astronómicas de Galileo en un momento inoportuno. Para evitar un nuevo encarcelamiento, Campanella huyó a Francia, donde permaneció hasta su muerte. La Defensa de Campanella no ayudó a Galileo cuando un impresor luterano la publicó en 1622: unos meses después entró en el Índice de Libros Prohibidos. El «matemático de Florencia» ya estaba en apuros. La aparición de tres cometas sobre Europa en 1618 provocó una gran alarma popular y dio lugar a muchos tratados académicos. Uno de ellos fue escrito por Horacio Grassi, un catedrático del Colegio Jesuita de Roma que utilizó (entre otras pruebas) observaciones simultáneas del más brillante de los cometas, realizadas –previo acuerdo– por los jesuitas de toda Europa el mismo día. Sin embargo, Grassi utilizó este importante logro para reforzar el concepto aristotélico de la cosmología: afirmó que sus datos demostraban que el cometa se encontraba entre el sol y la luna. Uno de los estudiantes de

Galileo pronto le replicó –utilizando datos que le había suministrado su maestro– lo cual impulsó a Grassi a refutárselo, probablemente utilizando material que le había proporcionado Christopher Scheiner, el adversario jesuita de Galileo en la controversia de las manchas solares. Grassi también llamó la atención sobre la congruencia entre los argumentos de Galileo y los de Johannes Kepler, que era un hereje y un copernicano. Al parecer esto enfureció a la Academia de los Linces, y le rogaron al propio Galileo que pusiera a los astrónomos jesuitas en su lugar. Aunque ya no podía defender a Copérnico abiertamente, sí que podía echar por tierra todas las cosmologías alternativas y eso fue exactamente lo que hizo en El ensayador, su respuesta a Grassi (y Scheiner). Galileo envió este texto a los Linces en octubre de 1622, y los académicos se pusieron a trabajar en su revisión. En su versión final, se citaba a Grassi capítulo por capítulo y luego se refutaba cada punto de forma metódica, empírica e ingeniosa. Esta publicación también sirvió de manifiesto: el libro de la naturaleza, decía El ensayador, está escrito en el idioma de las matemáticas y por lo tanto puede leerlo cualquiera capaz de distinguir «triángulos, círculos y formas geométricas y sin estos medios es imposible de entender»[76]. Los Linces estaban asumiendo un grave riesgo –los jesuitas tenían un gran poder en Roma–, pero, desde hacía más de una década, Galileo mantenía amistad con el cardenal Maffeo Barberini, poeta y mecenas del estudio, florentino como él. En agosto de 1623, cuando estaba a punto de terminarse la impresión de El ensayador, Barberini se convirtió en el papa Urbano VIII. Esto era realmente una «maravillosa coincidencia», como comentó el mismo Galileo, y los Linces aprovecharon la oportunidad para dedicar el volumen al nuevo papa, llegando hasta a añadir el escudo de armas de Barberini en la primera página del libro. También nombraron a uno de los sobrinos del papa, al que pronto hicieron cardenal, miembro de la Academia. Urbano le prestó mucha atención a Galileo y escuchó lecturas de El ensayador durante las comidas, lo cual animó al autor a retomar el desafío de Bellarmino y buscar una «demostración» de que el sol estaba en el centro del universo. En 1624 empezó a trabajar en un libro cuyo título provisional era Diálogo sobre las mareas, estructurado en forma de conversaciones entre tres académicos durante cuatro días sucesivos. Lo terminó cinco años después y llevó el manuscrito a Roma en 1630 para que lo aprobaran los censores de la iglesia antes de que lo publicaran los Linces.

Aunque recibió una aprobación general, la muerte del fundador de los Linces ese verano desbarató los planes de publicación, por lo que Galileo volvió a Florencia con su manuscrito para hacer los cambios requeridos. Luego la propagación de la peste le impidió enviarlo de nuevo a los censores de Roma: el cordón sanitario que había entre las dos ciudades exigía que el manuscrito de Galileo fuera (en sus propias palabras) «o remojado o carbonizado» y, por lo tanto, borrado. De modo que el libro, que tenía 500 páginas, finalmente salió a la venta en Florencia en febrero de 1632, con un título más preciso –pero a la vez más provocador– a insistencia del propio papa: Diálogo sobre los dos máximos sistemas del mundo, ptolemaico y copernicano, que plantea de forma no concluyente las razones filosóficas y físicas tanto de uno como del otro. De hecho, el título contenía prácticamente la única concesión a la petición que Bellarmino le había hecho en 1616: en el «diálogo» de cada día, la versión copernicana se mostraba como claramente superior. Galileo llegó a incluir un diálogo de diez páginas sobre la rotación de las manchas solares, acompañada de diagramas explicativos, como contundente demostración de la teoría heliocéntrica. Su publicación no pudo producirse en un momento menos oportuno. En primer lugar, muchos veían los estragos de la peste en el norte de Italia como un castigo de Dios. Luego vino el rápido avance de Gustavo Adolfo y sus aliados protestantes a través de Alemania en 1631. En marzo de 1632, el mes que siguió a la publicación de los Diálogos, el embajador español en Roma denunció a Urbano VIII como «protector de la herejía» pues parecía favorecer a Francia, el claro aliado de Suecia; el Colegio Cardenalicio llegó a discutir la deposición de Urbano. El papa necesitaba por lo tanto restablecer su credibilidad como defensor de la ortodoxia, especialmente ahora que, a lo largo de 1632, la racha de victorias suecas estaba causando la destrucción de numerosas iglesias católicas y la pérdida de incontables «almas» católicas. Eligió hacerlo apaciguando a los jesuitas, que eran de los que más habían perdido con la victoria de los protestantes en Alemania. Por casualidad, Cristóbal Scheiner, a quien los Linces habían ridiculizado en El ensayador, se habían unido a Grassi en Roma y ahora disfrutaban de su propia «maravillosa coincidencia». En abril de 1632 Urbano exilió a Giovanni Ciampoli, miembro de la Academia de los Linces y alumno de Galileo que había desempeñado un papel importante en la revisión de El

ensayador y era un alto cargo en el Vaticano, a un puesto de gobernador de provincias. Luego los jesuitas le sugirieron al papa que el personaje «aristotélico» de los Diálogos, al que le había dado el significativo nombre de «Simplicio» y que era muy dado a discursos pomposos y prolijos llenos de latinajos, representaba al propio Urbano VIII. En agosto el papa creó una comisión para reexaminar el libro y el mes siguiente salieron órdenes que prohibieron que el libro siguiera vendiéndose y citaron a Galileo ante la inquisición de Roma para que diera explicaciones. Tras una detenida lectura de los Diálogos y un prolongado interrogatorio a su autor, que tenía ahora 70 años, en junio de 1633 los inquisidores declararon a Galileo culpable de herejía, prohibieron su libro y le condenaron a cadena perpetua. Aunque Urbano cambió de mala gana la condena a arresto domiciliario, prohibió también la reimpresión de los libros anteriores de Galileo, así como la publicación de cualquier otro libro que escribiera. En palabras de un teólogo veneciano que intentaba sortear la prohibición, se habría negado hasta la publicación del padrenuestro si esta hubiera sido solicitada por Galileo.

Un camino largo y sinuoso La suerte de Galileo afectó a muchos otros. Desde su «exilio» en la frontera de los Estados Pontificios, Ciampoli le confesó a un amigo: «Estoy ofendido, estoy aterrorizado, y la perfidia de los acusadores ha hecho que tema hasta de la benevolencia de los amos… Estamos navegando con las velas recogidas y hablamos conforme a la mezquindad de la actual situación de las cosas». Cuando murió en 1643, la inquisición confiscó todos sus documentos; no han vuelto a verse desde entonces. En Holanda, poco después de saber de la suerte de Galileo, el católico Descartes también consideró que era prudente navegar «con las velas recogidas». Le escribió a un amigo que «casi había tomado la decisión de quemar todos [sus] papeles, o por lo menos de no dejar que nadie los viera», y que «deseo vivir en paz y continuar la vida que he empezado con el lema para vivir bien has de vivir sin ser visto». Decidió por lo tanto no publicar sus manuscritos El mundo y Tratado del hombre: que solo salieron a la luz póstumamente[77].

Esto no fue suficiente para salvarle. Poco después de publicar su Discurso del método en 1637, Descartes sufrió el ataque del clero calvinista local. El rector de la universidad de Utrecht organizó una serie de discusiones teológicas sobre el tema del ateísmo y denunció a Descartes por basar su sistema filosófico en la duda y por rechazar las pruebas tradicionales de la existencia de Dios. En 1642 otro catedrático holandés criticó a Descartes por su enfoque mecanicista a las ciencias biológicas, le comparó con los blasfemos e incluso le acusó de intentar corromper a la «gente corriente» al escribir en francés en lugar de latín. La agitación contra Descartes siguió creciendo, tanto en Leiden (donde vivía la mayor parte del tiempo) como en Utrecht (que visitaba frecuentemente), y temía que sus oponentes calvinistas acabaran convenciendo a las universidades de que condenaran su sistema filosófico y a los magistrados de que prohibieran sus libros. En septiembre de 1649 se embarcó hacia Suecia, donde murió al año siguiente. La iglesia católica pronto incluyó sus obras en el Índice de Libros Prohibidos. La suerte del filósofo más importante del siglo XVII a manos de los activistas tanto católicos como calvinistas es un poderoso recordatorio de la fragilidad de los logros intelectuales de la Europa de principios de la Edad Moderna. Ahora es fácil buscar los orígenes de la ciencia moderna en una línea ininterrumpida que se remonta al origen del método experimental en la primera mitad del siglo XVII. La primera historia de la Real Sociedad de Londres, fundada en 1660 y reconocida formalmente por el rey Carlos II dos años después, mostraba de forma prominente en su primera página la imagen de sir Francis Bacon y la Sociedad incluía a muchos de sus seguidores entre sus primeros socios. También incluía a muchos antiguos miembros del «Colegio Invisible». Es por lo tanto saludable recordar que cuando Descartes huyó de Holanda en 1649, la filosofía experimental floreció con libertad solo en Inglaterra y, durante un tiempo, en Suecia, hasta que la decisión de la reina Cristina de convertirse al catolicismo (sin duda la conversión religiosa más espectacular del siglo), abdicar, e irse a Roma, rompió su círculo intelectual en Estocolmo. Por supuesto, las obras que se prohibían en un país a menudo encontraban un editor en otro. Una versión latina del Diálogo sobre los dos máximos sistemas del mundo apareció en Estrasburgo en 1635, y una imprenta de Leiden publicó su última gran obra, Consideraciones y demostraciones

matemáticas sobre dos ciencias nuevas relacionadas con la mecánica (que reunía de nuevo a los tres polemistas) en 1638. Aunque cada año esto sucedía en menos casos. En 1650, los académicos calvinistas que habían importunado a Descartes hasta que se fue de Holanda también condenaron enérgicamente las teorías heliocéntricas de Copérnico y Galileo; la destrucción y gastos de décadas de guerra en Europa central hizo que hubiera menos mecenazgo disponible para imprimir libros de los que no se podían garantizar grandes ventas; una estricta censura prevalecía en el sur de Europa; y la guerra civil paralizó a Francia y al Estado polaco-lituano. Por todo el continente, entre los años 1647 y 1653 se produjeron una serie de cosechas desastrosas, que causaron un hambre generalizada, agitación e inestabilidad popular. La República inglesa se convirtió prácticamente en el único refugio de la «filosofía experimental», pero también allí su futuro parecía incierto. En palabras de uno de sus líderes justo después de la ejecución de Carlos I en 1649, «Si el Parlamento hubiera perdido una sola batalla, todos los que tenían compromisos con él corrían el peligro de arruinar tanto sus vidas como sus fortunas». Advirtió a sus lectores de que debían «tener en cuenta el gran riesgo al que se exponen los hombres al entrar en negocios como estos, en los que los conquistados se arruinaban y los conquistadores no hacían más que crearse nuevas guerras y problemas»[78]. Durante el resto del año los precios de la comida fueron los más altos en un siglo y se produjo una rebelión realista en Escocia que provocó la tercera guerra civil en Inglaterra. El futuro de la República inglesa se presentaba realmente sombrío y el hecho de que los regicidas apoyaran los nuevos estudios hizo que muchos los asociaran con la rebelión, el poder inconstitucional y la ganancia ilegítima. Si los partidarios de Carlos II hubieran derrocado a la República, no es difícil imaginar un escenario en el que el «Colegio Invisible» habría permanecido invisible.

Una crisis general Muchos de los que vivieron estos duros acontecimientos intentaron situarlos en un contexto más amplio. Algunos amigos del conde-duque de Olivares, el primer ministro de Felipe IV caído en desgracia, que

escribieron a principios de 1643 destacaron el contexto global del fracaso de su héroe: El norte está conmocionado… Inglaterra, Irlanda y Escocia sufren una guerra civil… Los otomanos se destrozan los unos a los otros… China está siendo invadida por los tártaros, Etiopía por los Trucos, y los reyes indios que viven repartidos por la región entre el Ganges y el Indo están peleándose salvajemente.

Una década después, dos escritores italianos publicaron unos libros titulados Historia de las guerras civiles de estos tiempos recientes e Historias memorables que contienen las revoluciones políticas de nuestros tiempos, que juntos cubrían los levantamientos de Cataluña, Inglaterra, Francia, Moscú, Nápoles, Polonia, Portugal, Sicilia, el Imperio otomano y Brasil. Los europeos también mostraron gran interés por las guerras civiles contemporáneas de China. En 1654, el jesuita Martino Martini (que había estado allí) publicó la primera descripción detallada para lectores occidentales de la caída de los Ming y la conquista manchú: a finales del siglo se habían publicado 28 ediciones en diez idiomas[79]. Otros escritores intentaron identificar el inicio de la crisis. En 1643 un panfletista holandés buscó sus orígenes en los acontecimientos de 1618, porque a aquello le siguieron esas sangrientas consecuencias, esas horribles guerras, pérdidas lamentables, destrucciones bárbaras de países y ciudades, la ruina de tantos costosos edificios, de tantos caballeros, tantos habitantes, hombres y mujeres, jóvenes y viejos… ¡Y, ojalá pudiéramos ver el fin, el fondo de la taza!

Casi dos décadas más tarde, después de las guerras civiles, un escritor inglés que intentaba explicar «cómo llegamos a pelearnos entre nosotros» también se remontó a los acontecimientos de 1618. Se disculpó por empezar su historia «tanto tiempo atrás», y reconoció que su intención había sido empezar en 1640; sin embargo, su investigación revelaba que las divisiones entre el rey y el Parlamento que entonces salieron a la luz se remontaban a la década de los veinte y que las causas y motivos de la guerra en el Palatinado, y la medida en la que esta afectó a Inglaterra y a los protestantes oprimidos en Alemania, se encontraban en los acontecimientos que se produjeron en el año 1618… Decidí que ese preciso momento sería en Ne Plus Ultra de mi retrospectiva[80].

La subsiguiente investigación histórica ha dado la razón a este enfoque temporal y espacial más amplio que le dieron estos escritores. Por una parte, aunque Europa experimentó muchos problemas económicos, sociales y políticos antes de 1618, estos permanecieron en gran parte aislados tanto en el tiempo como en el espacio. La revuelta Bohemia, por el contrario, y sobre todo la decisión de Federico del Palatinado de aceptar la corona Bohemia, conllevaban una serie de consecuencias políticas que acabaron forzando a todo el mundo a tomar partido. Una década después, Gustavo Adolfo podía afirmar: «Las cosas han llegado a un punto en el que todas las guerras de Europa se han entremezclado y convertido en una». En la década de los cuarenta las constantes guerras, intensificadas por una serie de hambrunas, provocaron rebeliones generalizadas. Por otra parte, similares desastres sacudieron al mismo tiempo a muchas otras regiones del mundo. Los imperios chino y otomano sufrieron profundos trastornos económicos y políticos; se produjeron rebeliones en Brasil y México; Japón sufrió una terrible hambruna (véase el mapa 1, cap. I). Entre las décadas de los treinta y los sesenta parece que el mundo sufrió una crisis generalizada. Las causas de esa crisis eran oscuras entonces y siguen discutiéndose incluso hoy, pero sus consecuencias para la economía, la sociedad, la cultura e incluso la supervivencia de la raza humana fueron muy claras. Thomas Hobbes ofreció una descripción particularmente gráfica en 1651: No hay lugar para la industria, porque el fruto de la misma es incierto, y en consecuencia no hay cultura de la tierra; ni navegación, ni uso para los productos que podrían importarse por mar, ni grandes edificios; ni instrumentos para trasladar ni quitar las cosas que requieren de mucha fuerza para su transporte; ni conocimiento de la faz de la tierra; ni cómputo del tiempo; ni artes; ni literatura; ni sociedad. Y, lo peor de todo, hay un miedo y un peligro de muerte violenta continuos; y la vida del hombre es solitaria, pobre, desagradable, brutal y corta[81].

Para Hobbes, como para tantos de sus contemporáneos de mediados del siglo XVII, la posibilidad de que volvieran la paz, la seguridad, la prosperidad –el fin de la crisis que se inició con la primavera de Praga de 1618– parecía verdaderamente remota.

[1] M. L. Doglio (ed.), Lettere di Fulvio Testi, III, Bari, 1967, p. 204: a Francesco Montecuccoli, enero 1641; T. Hobbes, On the citizen (De cive, 1641), edición inglesa editada y traducida por R.

Tuck y M. Silverthorne, Cambridge, 1998, p. 29; W. Raleigh, A history of the world, Londres, 1614, citada por J. R. Hale, War and society in Renaissance Europe, 1450-1620, Londres, 1985, p. 39. [2] A. Valerius, Nederlandtsche Gedenck-Clanck, Haarlem, 1626. Un disco, Die tyranny verdrijven: politieke liederen uit de tachtigjarige oorlog, cantado por la Camerata Trajectina y editado Eurosound en 1979, incluye 23 de las mejores canciones del Geuzenliedboek y del libro de Valerius. [3] Una lista y una breve descripción de todas estas obras –y recordemos que tienen que ver solo con un episodio de la Guerra de los Treinta Años– ocupaba nada menos que 227 páginas: S. A. Vosters, La rendición de Breda en la literatura y el arte de España, Londres, 1973. Para encontrar una prueba de que Calderón de la Barca escribió la obra antes de noviembre de 1625 –cinco meses antes de que las noticias de la victoria llegara a la corte de España– véase S. B. Whittaker, «The first performance of Calderón’s El sitio de Breda», Renaissance Quarterly XXI (1978), pp. 515-531. [4] Sobre Santa Maria della Vittoria (y sobre el malogrado intento de construir una capilla en el lugar de la batalla) véase O. Chaline, La Bataille de la Montagne Blanche (8 novembre 1620): un mystique chez les guerriers, París, 1999, cap. 9, que también reproduce algunos de los espectaculares cuadros. Sobre el mural, redescubierto en 1997, véase J. L. Arcón et al., Asitio del castillo de Salça. El mural del Molí dels Frares y los sitios de Salces (1503-1639), Valencia, 2000. Sobre la medalla, entregada por el parlamento de Inglaterra tras la victoria de Dunbar de 1650, véase B. Whitelocke, Memorials of the English Affairs, III, Oxford, 1853, p. 239. [5] Sobre la increíble escala del arte de guerra, véase el extraordinario catálogo de la exposición editado por M. P. van Maarseveen et al., Beelden van een strijd. Oorlog en kunst vóór de Vrede van Munster, 1621-1648, Delft, 1998. Agradezco a Gary Schwartz que llamara mi atención sobre él. [6] Datos de G. Zillhardt (ed.), Der dreissigjährige Krieg in zeitgenössischer Darstellung. Hans Heberles «Zeytregister» (1618-1672), Ulm, 1975; y A. T. S. Goodrich (ed.), The Relation of Sydnam Poyntz, Londres, 1908: Camden Society, Tercera serie, XIV, pp. 127-128. [7] M. Opitz, Trostgedichte in Widerwertigkeit dess Krieges, en su Gesammelte Werke. Kritische Ausgabe, ed. de G. Schulz-Behrend, I, Stuttgart, 1968, p. 194. Opitz no se atrevió a publicar el poema hasta 1633. Gerhard citado en T. K. Rabb, The struggle for stability in early modern Europe, Oxford, 1975, p. 119. [8] Hooft, Essays, II, II «Du repentir», citado en L. W. Forster, The temper of 17th-century German literature, Londres, 1952, pp. 11-12, un discurso inaugural al que esta sección le debe mucho. Véase también la cita sobre las cosas «que cambian cada minuto» en el cap. II, «1. La teoría del absolutismo». J. L. Price describió Nederlandsche Historien de Hooft (1642) como «la mejor obra literaria producida por un escritor holandés en este siglo»: véase Price, Culture and society in the Dutch Republic during the 17th century, Londres, 1974, p. 192. [9] Datos de J. R. Pass, The German political broadsheet 1600-1700. Vol 5: 1630-1, Wiesbaden, 1996, pp. 1363-1367; y W. Lahne, Magdeburgs Zerstörung in der zeitgenössischen Publizistik, Magdeburgo, 1931. Véase también el cap. VI, «2. Gustavo Adolfo y Wallenstein». [10] A. Stolp, De eerste couranten in Holland. Bijdrage tot de geschiedenis del geschreven nieuwstijdingen, Haarlem, 1938, I, carta de Hooft del 24 de junio de 1640. Sin embargo Hooft no siempre había sentido tanto entusiasmo: véase su despectiva carta del 25 de agosto de 1631 citada en F. Dahl, Dutch corantos, 1618-1650: a bibliography, La Haya, 1946, p. 17. [11] J. W. Hebel, Las obras de Michael Drayton, III, Oxford, 1932, p. 206 (para más información sobre George Sandys, véase infra, «Una república de las letras»). Sobre cuánto circulaban las noticias en esta época a pesar de la censura, véase R. Cust, «News and politics in early 17th-century England», Past and Present CXII (1986), pp. 60-90. [12] Burckhart Grossman y Heinrich Schütz citados por H. Raynor, A social history of music, Londres, 1972, pp. 115 y 203-204 [ed. cast.: Una historia social de la música, Madrid, Siglo XXI de

España, 1986]. Schütz publicó la primera parte de uno de sus Kleine geistliche Konzerte en Leipzig en 1636 y la segunda parte en Dresde en 1639. [13] La Biblioteca Rosenthaliana de Ámsterdam ha digitalizado todas las obras de Menasseh y pueden leerse on-line en la dirección http://menasseh.uba.uva.nl/nl/collecties/rosenthaliana/menasseh/. [14] L. Stein, «Religion and patriotism in German peace dramas during the Thirty Years’ War», Central European History, IV, 1971, pp. 131-148, sobre el «teatro de paz»; H. Langer, The Thirty Years’ War, Poole, 1980, p. 246, sobre las oraciones antisuecas. [15] C. Baldi, Delle mentite et offese di parole, e come possino accomodarsi, Bolonia, 1623. La segunda edición de 1634, en dos volúmenes, tenía casi 900 páginas. [16] Mientras la inquisición deliberaba sobre su culpa, Ramírez, que llevaba cuatro años consumiéndose en la cárcel, falleció. Inmediatamente después, los inquisidores decidieron que había sido culpable y quemaron su imagen en 1600. Pronto adquirió una fama póstuma. El tratado de Martín del Río sobre magia (1616) analizaba varios aspectos de este caso y la obra Quien mal anda en mal acaba de Juan Ruiz de Alarcón le representó como el villano. Incluso pudo haberle dado a Cervantes una idea para Don Quijote, que afirmaba ser una traducción de una obra árabe de caballerías escrita por un morisco. Véase L. P. Harvey, «Oral composition and the performance of novels of chivalry in Spain», en J. J. Duggan (ed.), Oral literature: seven essays, Edimburgo, 1975, pp. 84-100. [17] British Library, Egerton Ms 1506/20, el inquisidor general Quiroga a Felipe II, 17 de marzo de 1574, respuesta real. Quiroga le había pedido al rey que resolviera una disputa jurisdiccional entre la inquisición y unos jueces laicos y había añadido: «es muy apropiado y necesario que el mundo entienda lo mucho que su majestad valora al Santo Oficio». Esta fue la respuesta de Felipe. [18] Todos citados en R. Mackenney, Tradesmen and traders: the world of the guilds in Venice and Europe, c.1250-c.1650, Londres, 1987, pp. 185-186. Véase también ibid., p. 176, sobre un gremial que farfulló que el sermón que acababa de oír era «una gilipollez» («coglionarie»), una opinión que pronto tuvo que explicar a los inquisidores. [19] C. Ginzburg, The cheese and the worms: the cosmos of a 16th-century miller, Baltimore, Maryland, 1980, pp. 5-6 y 102 [ed. cast.: El queso y los gusanos. El cosmos según un molinero del siglo XVI, Barcelona, Península, 2013]. Menocchio utilizó la palabra «coglione», una «palabra fea» (como dijo el que le denunció) que significaba testículos además de idiota. Véanse otros usos en la nota precedente y en la nota 13 del cap. V. Véase también la significativa conversación entre Menocchio y los inquisidores en Ginzburg, pp. 54-56. [20] Citas de H. Kamen, The Spanish inquisition: a historical revision, Londres, 1997, p. 178 (el cura de Taús; véanse casos de desafío similares en cap. VII, «2. La crisis de la monarquía española») [ed. cast.: La inquisición española. Una revisión histórica, Barcelona, Crítica, 1999]; y J. di Folco, «Discipline and welfare in the mid-17th century Scots parish», Records of the Scottish Church History Society XIX (1977), p. 176 (James Sibbald de Auchtermuchty en 1649). [21] M. H. Sánchez Ortega, La mujer y la sexualidad en el Antiguo Régimen, Granada, 1992, p. 201 (le agradezco a Stuart Schwartz esta referencia). Los detalles sobre las apariciones de Mary Combe en el juicio, desde la década de los cincuenta, son de G. R. Quaife, Wanton wenches and wayward wives: peasants and illicit sex in early seventeenth century England, Londres, 1979, pp. 157-158 (con otros ejemplos). Sin embargo, sobre los peligros de generalizar a partir de estos casos extremos véase M. J. Ingram, Church courts, sex and marriage in England, 1570-1640, Cambridge, 1987, pp. 159-161. [22] D. Romano, Housecraft and statecraft: domestic service in Renaissance Venice, 1400-1600, Baltimore, Maryland, 1996, pp. 106-110, ofrece datos del censo de Venecia de 1607 y 1642: el primero de estos años, 12.000 criados constituían el 6 por 100 de la población total de 188.000,

mientras que el segundo los 10.000 criados constituían el 8 por 100 de 120.000. Al parecer, el número de criadas era casi el doble del de criados. [23] Estas estadísticas reflejan el número de monjas inscritas en censos o visitaciones apostólicas como una fracción de la población urbana total dividida entre dos, pues aproximadamente la mitad de la población era mujer. Aunque no hay disponible ningún número total de monjas italianas, este número puede adivinarse del censo de todos los religiosos (varones) de Italia y de sus islas adyacentes (Córcega, Cerdeña y Sicilia) que se llevó a cabo en 1650: revelaba que había casi 70.000 monjes y frailes (en más de 6.000 conventos). La mayoría de las ciudades registraban un número igual, o mayor, de mujeres que de hombres que habían recibido órdenes sagradas (aunque estuvieran en menos conventos). Véase E. Boaga, La soppressione innocenziana dei piccoli conventi in Italia, Roma, 1971, p. 150. [24] Véase el encantador estudio de D. Sobel, basado en las 124 cartas de Virginia a su padres que se han conservado, Galileo’s daughter: a historical memoir of science, faith and love, Nueva York, 1999. [25] Decisiones de la Sacra Congregazione de Regolari Spettanti a Monache citadas por M. Rosa, «La monja», en R. Villari, Baroque personae, Chicago, 1995, pp. 199-200. [26] A. Tarabotti, L’inferno monacale (que durante largo tiempo no se publicó), ed. de F. Medioli, Turín, 1989, es parte de una trilogía sobre la condición de las mujeres: The convent paradise (escrito en 1643, publicado en 1664) y The purgatory of the unhappily married (al parecer nunca terminado). La semplicità ingannata, o tirannia paterna de Tarabotti, «Leiden, 1654» (pero en realidad publicada en Venecia en 1651 o 1652 y originalmente dedicada a la República veneciana), fue directamente al Índice de Libros Prohibidos. Véanse el extractos en inglés que se encuentran en B. Dooley (ed.), Italy in the Baroque: selected readings, Nueva York, 1995, pp. 407-424. Como Virginia Galilei, Tarabotti consiguió mantener contacto con el mundo exterior. Aparte de sus contactos con sus editores, vio a miembros de la «Accademia degli Incogniti» veneciana en la entrada del convento y se escribió con mucha gente que residía tanto en Italia como en el extranjero, publicando una selección de sus cartas en 1650. [27] G. Passi, Dei donneschi defetti, Venecia, 1599; L. Marinella, La nobiltà e l’eccellenza delle donne, co’ defetti et mancamenti degli uomini, Venecia, 1600 (versión inglesa, ed. de A. Dunhill, Chicago, 1999). El mismo año vio la publicación póstuma de Il merito delle donne: ore chiaramente si scuopre quanto siano elle degne e più perfette di gli uomini de Moderata Fonte, Venecia, 1600 (traducción inglesa, ed. de V. Cox, Chicago, 1997), escrito como una conversación entre siete mujeres venecianas no solamente sobre la injusticia o discriminación contra las mujeres, sino también sobre el daño que produce y las oportunidades que se pierden al no permitir que las mujeres contribuyan con sus habilidades y los abusos sociales. [28] L. Marinella, La nobiltà…, cit., p. 15 (donde cita a Marinella) y p. 31 (donde cita una carta de Schurman escrita en 1638 y publicada en una colección de sus cartas, en latín, tres años después). Schurman también condenó expresamente el libro de Marie de Gournay, Égalité des hommes et des femmes, París, 1622. [29] Moses à Vautz, Jacob Cats, Houwelijk (publicada por primera vez en 1625 y reimpresa muchas veces) y William Gouge, Of domesticall duties, Londres, 1622, pero originalmente pronunciado en forma de sermones, todos citados en A. C. Carter, «Marriage counselling in the early 17th century: England and the Netherlands compared», en J. A. van Dorsten, Ten studies in AngloDutch relations, Leiden y Londres, 1974, pp. 94-127. [30] Véase el destacado estudio de C. Larner, «Crimen exceptum? The crime of witchraft in Europe», en V. A. C. Gatrell, B. Lenman y G. Parker (eds.), Crime and the law: the social history of crime in western Europe since 1500, Londres, 1980, pp. 49-75. El único otro delito en el que la ley asumía que el acusado era culpable hasta que se demostrara lo contrario era el infanticidio (otro

crimen en el que la mayoría de los acusados eran mujeres). Esto explica sin duda por qué en algunos tribunales era la causa más común de las ejecuciones: A. Soman, Sorcellerie et justice criminelle (16e-18e siècles), Guildford, 1992, I: p. 797. [31] H. Boguet, Discours des sorciers, 1603, citado por S. Anglo, The damned art: essays in the literature of witchcraft, Londres, 1977, I. El cálculo del número de casos de brujería –lo que al final de su carrera Kirsty Larner llamó «sorciometrics» («brujimétrica»)– resulta complicado por el número de tribunales que hay que tener en cuenta. Así, la lista más completa de casos de brujería de Escocia (C. Larner, C. Lee y H. McLachlan, A sourcebook of Scottish witchcraft, Glasgow, 1977) incluye 3.069 casos entre 1563 y 1736, alrededor de 600 de los cuales acabaron en ejecución. Sin embargo, el estudio excluía tribunales eclesiásticos, que juzgaron a miles más (aunque ejecutaron a pocas). [32] G. Henningsen, The Witches’ advocate: Basque witchcraft and the Spanish inquisition, Reno, Nevada, 1980, pp. 304-305 (informe de Salazar del 24 de marzo de 1612) y p. 305 (Salazar el 3 de octubre de 1613). Tres factores explican estros destacados acontecimientos. En primer lugar, una importante caza de brujas, que resultó en unas 80 ejecuciones, había empezado recientemente en la vecina Navarra francesa. Algunos de los acusados atravesaron la frontera para huir hacia España, provocando denuncias que los inquisidores locales se vieron obligados a investigar. En segundo lugar, los casos llegaban a Madrid para que los aprobara la Suprema en un momento en el que la expulsión de los moriscos centraba casi toda su atención: por lo que no pudo controlar al tribunal de Logroño. En tercer lugar, Salazar Frías disfrutaba de un mecenazgo del más alto nivel: debía su nombramiento como inquisidor a su patrón, el inquisidor general Bernardo de Sandoval y Rojas, tío del duque de Lerma. Sandoval se comprometió a darle a su protegido el primer puesto inquisitorial que quedara libre, que resultó ser Logroño, y apoyó sus opiniones cuando las presentó ante la Suprema. En 1631 Salazar se convirtió en miembro de la Suprema y murió cuatro años después, a los 71 años. [33] Varios factores explican el gran interés que atrajo este caso. En primer lugar, Grandier tenía reputación de mujeriego. En 1629 un poderoso feligrés acusó al sacerdote de haber dejado embarazada a su hija y también es posible que tuviera una aventura con otra feligresa. Escribió un panfleto, que circuló en forma de manuscrito, en el que afirmaba abiertamente que aunque los sacerdotes no se podía casar, sí podían practicar sexo, y es posible que escribiera otro criticando al primer ministro del rey, cuya lujosa nueva ciudad y palacio en Richelieu se encontraba cerca de Loudun. Las monjas «poseídas» también atrajeron mucho interés. La edad media de las 27 mujeres afectadas era de 25 años y algunas –entre ellas la abadesa Jean des Anges, a quien algunos luego consideraron santa– hablaban de la desenfrenada lujuria que sentían hacia Grandier. Finalmente, Loudun había sido un reducto hugonote y la iglesia católica necesitaba demostrar su habilidad para «controlar» lo sobrenatural, fuera por medio de exorcismos o de hogueras. Véanse los datos, que incluyen testimonios documentales, en el libro de M. de Certeau, The possession at Loudun, Chicago, 2000. [34] J. Cortés, Lunario y pronóstico perpetuo, general y particular para cada reino y provincia: véase el estudio en D. Goodman, Spanish naval power 1589-1665: reconstruction and defeat, Cambridge, 1997, pp. 109-112. [35] Citas de G. Strauss, Luther’s house of learning: indoctrination of the young in the German Reformation, Baltimore, Maryland, 1978, p. 284; y Strauss, «Success and failure in the German Reformation», Past and Present LXVII (1975), pp. 56-57. [36] [William Pemble], The Workes of that learned minister of God’s Holy word Mr William Pemble, 3.a ed., Londres, 1635, pp. 558-559 (de su sermón «The mischiefe of ignorance»; J. Angier, An helpe to better hearts for better times, Londres, 1647, p. 497 (parte del capítulo 6, «Of the fifth hindrance of instant worshipping God, sleeping», pp. 450-552).

[37] R. C. Latham y W. Matthews (eds.), The diary of Samuel Pepys, VIII, Londres, 1971, p. 588, entrada del 24 de diciembre de 1667. Pepys sintió remordimientos –«Dios perdóname por ello, porque haya sido en la capilla»–, pero no fue ni la primera (vol. VII, p. 365) ni la última vez (vol. IX, p. 184) que haría lo mismo. [38] Ejemplos citados por Peter Burke, «Le domande del vescovo e la religione del popolo», Quaderni storici XLI (1979), pp. 541-542. Véanse los intercambios similares que se produjeron en Bretaña de los que se habla en A. Croix, La Bretagne aux 16e et 17e siècles: la vie, la mort, la foi, París, 1981, p. 1199. Ha de recordarse que «¿Cuántos dioses hay?» es la primera pregunta que encontramos en muchos catecismos. [39] P. Collinson, The birthpangs of Protestant England: religious and cultural change in the 16th and 17th centuries, Londres, 1988, p. 74. Véanse reproducciones de las imágenes portátiles (cartes) utilizadas a principios del siglo XVII por Michel le Nobletz en Bretaña en el libro de Croix, La Bretagne, ilustraciones 153-161 y 185-192, y estudiadas en las pp. 1222-1229. [40] S. Ford, A sermon of catechizing, Londres, 1655, fos. II-III. [41] De L’Escole paroissiale, París, 1654, escrita por Jacques de Batencourt, un párroco de París, citada junto con otros datos interesantes por F. Furet y M. Ozouf, Lire et écrire. L’alphabétisation des Français de Calvin à Jules Ferry, I, París, 1977, pp. 86-87. Sobre la prevalencia del aprendizaje por memorización véase G. Strauss, Luther’s house of learning, cit., cap. 9. [42] Citas de L. W. B. Brockliss, «Richelieu, education and the state», en J. Bergin y L. W. B. Brockliss (eds.), Richelieu and his age, Oxford, 1992, pp. 245-246; y R. L. Kagan, Students and society in early modern Spain, Baltimore, Maryland, 1974, p. 45 [ed. cast.: Universidad y sociedad en la España moderna, Madrid, Tecnos, 1981]. De hecho, Richelieu no logró llevar a cabo ninguno de sus severos recortes educativos, en vez de hacerlo, creó una nueva institución de educación superior, la academia. [43] Véase E. Johansson, «The history of literacy in Sweden», en H. K. Graff (ed.), Literacy and social development in the west: a reader, Cambridge, 1981, pp. 151-182. Las iglesias de otros países podían insistir en que hubiera un conocimiento de los textos básicos antes de anunciar un matrimonio: por ejemplo, el tribunal eclesiástico de St. Andrews en Escocia, en 1594, imponía una multa de 2 libras esterlinas y prohibía la boda a los novios que no pudieran «repetir» el padrenuestro, el credo y los mandamientos (D. Hay Fleming, Register of the kirk-session…of St Andrews, II [Edimburgo, 1899], p. 439). Pero insistir en que pudieran leerlos habría condenado a la mayoría de la población a la extinción o al pecado. [44] Véanse los destacados ejemplos de lectores autodidactas citados en M. Spufford, «First steps in literacy: the reading and writing experiences of the humblest 17th-century spiritual autobiographers», Social History IV (1979), pp. 405-435. A pesar de la mayor complejidad de la estructura lingüística, la tasa de alfabetización masculina en la China de la Edad Moderna no debió ser muy distinta de la de Europa: véase E. S. Rawski, Education and popular literacy in Ch’ing China, Ann Arbor, Michigan, 1979, p. 23. [45] P. V. Cayet, Chronologie novenaire, París, 1608; ed. de Michaud y Poujoulat, París, 1838, p. 22. [46] G. Bollême, La Bibliothèque bleue: littérature populaire en France du XVIe au XIXe siècle, París, 1971, pp. 113-116: Description de six espèces de pets. Los pedos, la caca y la orina también eran material humorístico en el siglo XVII en algunos otros países: véase M. Spufford, Small books and pleasant histories: popular fiction and its readership in 17th century England, Londres, 1981, pp. 184-185; y P. Burke, Varieties of cultural history, Ithaca, Nueva York, 1997, pp. 82-87. [47] G. Basile, Lo cunto de li cunti (El cuento de los cuentos), 5 vols., Nápoles, 1634-6, reeditado en 1674 con el título Il Pentamerone, por el que se le conoce normalmente. No es la primera colección europea de cuentos de hadas que se conoce –había varios en Le piacevoli notti (Las noches

encantadoras) de Straparola, 2 vols., Venecia, 1550-1553–, pero las 50 historias de Basile son casi todas cuentos de hadas y parecen ser, tal y como afirmaba, historias que había oído de «mujeres corrientes» de Nápoles y otras partes de Italia. [48] Citado por E. Rosand, «Music in the myth of Venice», Renaissance Quarterly XXX (1977), p. 535. Véanse también los ejemplos de música utilizados como propaganda política que se citan en cap. II, «1. La teoría del absolutismo». [49] En total, el archiduque adquirió más de 600 cuadros italianos y casi 900 holandeses y alemanes durante su estancia en Bruselas y su calidad puede admirarse en las diez «vistas» de su galería que pintó el comisario de sus cuadros, David Teniers. Esto es exactamente lo que pretendía el archiduque: cada «vista» muestra cuadros que cubren las paredes como papel pintado, con el nombre de cada artista inscrito en el marco, y Leopoldo Guillermo las enviaba en parte para provocar a los coleccionistas rivales. Así, le envió a Felipe IV un lienzo que mostraba toda su colección de cuadros de Tiziano, el pintor favorito de los Habsburgo españoles. Véase J. Brown, Kings and connoisseurs: collecting art in 17th-century Europe, New Haven, Connecticut, y Londres, 1995, pp. 173-178 [ed. cast.: El triunfo de la pintura. Sobre el coleccionismo cortesano en el siglo XVII, San Sebastián, Nerea, 1995]. [50] R. C. Temple (ed.), The travels of Peter Mundy, IV, Londres, 1924, p. 71; E. S. de Beer (ed.), The diary of John Evelyn, II, Oxford, 1955, p. 37. Sin duda Evelyn se equivocaba en el importe: los precios que se encuentran en los inventarios y catálogos de ventas de M. North, Art and commerce in the Dutch Golden Age, New Haven, Connecticut, y Londres, 1997, pp. 98-105, muestran, en ese momento, unos precios medios de poco más de 1 libra esterlina por los retratos, poco más de 2 libras esterlinas por los paisajes y géneros, 4 libras esterlinas por los temas históricos y religiosos y 6 libras esterlinas por los motivos arquitectónicos. [51] Carlos I tomó un gran interés personal en las actividades culturales, algo que era poco usual. Dirigió las negociaciones pera la compra de la colección completa de los Gonzaga de Mantua en 1627-1628 por 25.000 libras esterlinas y eliminó personalmente un pasaje de la obra de teatro de Massinger, A New Way to pay Old Debts, que criticaba el impuesto del Ship Money. Mientras estaba en la cárcel esperando ser juzgado en 1648-1649, pasaba el tiempo intentando «mejorar» las obras de Shakespeare. [52] De hecho, Veronés dejó el cuadro tal y como estaba, pero le cambió el título por el de «Cena en casa de Leví». D. S. Chambers y B. Pullan (eds.), Venice: a documentary history, 1450-1630, Oxford, 1992, pp. 232-236, publicaron una transcripción del interrogatorio que le hicieron a Veronés el 18 de julio de 1573. Después de verificar su nombre y ocupación, la primera pregunta de los inquisidores fue, como de costumbre: «¿Sabéis por qué se os ha traído ante nosotros?». Sus preguntas demostraban una notable familiaridad con la obra de Veronés. Aparte de las preguntas detalladas sobre el cuadro, que habían estudiado con detenimiento, le preguntaron a Veronés qué otras «cenas» había pintado. Cuando mencionó una que había en el monasterio de San Giorgio, los inquisidores protestaron: «Esa no se titula La última cena». Tenían razón: era un cuadro que representaba las «Bodas de Canaá». [53] Sobre el fascinante tema del los «chicos» de Bernini, véase J. Montagu, Roman Baroque sculpture: the industry of art, New Haven, Connecticut y Londres, 1989, cap. 6. Sobre la influencia de Bernini, véase J. Stoye, Europe unfolding, 1648-1688, 2.a ed., Oxford, 2000, pp. 182-184. [54] Citas de F. Bouza, Cartas de Felipe II a sus hijas, edición revisada, Madrid, 1998, p. 75, carta a sus hijas, 5 de marzo de 1582; y E. Rhodes, «Spain misfired canon: the case of Luis de Granada’s Libro de la oración y meditación», Journal of hispanic Philology XV (1990), p. 56. [55] Madeleine de Scudéry era también feminista. Sus novelas atacaban implícitamente el concepto predominante en el siglo XVII que consideraba el amor como algo racional, calculado y posesivo. Sus personajes, en cambio, insisten en que el amor surge del corazón, no de la cabeza; y en

que solo es real cuando a un hombre le asalta una fuerza que le supera y acaba sometiéndose totalmente a una mujer. Curiosamente, Scudéry adopta de este modo la distinción realizada por escritores pastorales católicos como Francisco de Sales, que despreciaban que se amara a Dios por motivos egoístas (amour de convoitise) y defendían un amor desinteresado a Dios (amour de bienvaillance). [56] Opalinski citado en J. Tazbir, «Poland and the concept of Europe in the 16th-18th centuries», European Studies Review VIII (1977), p. 42; C. Thomasius, Von Nachahmung der Frantzosen, 1688, una referencia que me proporcionó generosamente el doctor André Carus. [57] Fernando citado por J. K. Zeman, «Responses to Calvin and Calvinism among the Czech brethren (1540-1605)», American Society for Reformation Research: Occasional Papers, I, 1977, p. 45; el libro de Hobbes, Behemoth or the Long Parliament, c. 1665, está citado por J. H. Elliott en Spain and its world 1500-1700: selected essays, New Haven, Connecticut y Londres, 1989, p. 107. [58] Galileo Galilei no quería menos. Cuando en 1610 se planteó irse de la universidad de Padua (en la República veneciana) para ser el principal matemático de la universidad de Pisa (en el gran ducado de Toscana) anunció: «Deseo que la principal intención de su alteza [el gran duque] sea darme permiso y tiempo para completar mis obras sin que tenga que ocuparme de dar clase». Véase S. Drake, Discoveries and opinions of Galileo, Nueva York, 1957, p. 62: Galileo al secretario de Estado Vinta, 1610. [59] Dos de los estudiantes de Scaliger anotaron las conversaciones de las comidas entre 1603 y 1607, lo cual nos ofrece un importante documento sobre su enseñanza informal: véase A. Grafton, «Civic humanism and scientific scholarship at Leiden», en T. Bender (ed.), The university and the city, from medieval origins to the present, Oxford, 1988, pp. 59-78, cita de la Scaligeriana, p. 71. [60] J. H. Alsted, Encyclopedia septem tomis distincta, 2 vols, Herborn, 1630. El término «enciclopedia» se utilizaba anteriormente en el sentido griego, para describir una educación completa más que una obra de referencia organizada por temas. G. Naudé, Advis pour dresser une bibliothèque, París, 1627; traducción inglesa ed. de A. Taylor, Berkeley, California, 1950; F. de Aráoz, De recte componenda bibliotheca, Sevilla, 1631; Museum Wormiani Historia, 4 vols., Leiden, 1655. [61] C. A. Tukker, «The recruitment and training of Protestant ministers in the Netherlands in the sixteenth century», en D. Baker (ed.), Miscellanea Historiae Ecclesiasticae, III, Lovaina, 1970, p. 212, n. 4. [62] G. Galilei, Siderius Nuncius or the sidereal messenger, ed. y trad. de A. van Helden, Chicago, 1989; J. Kepler, Dissertatio cum Nuncio Sidereo, Praga, 1610; ed. inglesa de E. Rosen, Kepler’s conversation with Galileo’s Sidereal Messenger, Nueva York, 1965; J. Kepler, Somnium sive astronomia lunaris, publicado póstumamente en 1639; ed. inglesa de E. Rosen, Somnium: the dream, Madison, Wisconsin, 1967. [63] G. Galilei, Istoria e dimostrazioni intorno alle macchie solari, Roma, 1613; versión inglesa, con introducción, en S. Drake, Discoveries and opinions of Galileo, Nueva York, 1957, pp. 59-144; cita de p. 127, de la «Tercera carta» de Galileo, 1 de diciembre de 1612. Véase la defensa explícita de Copérnico que realiza en la misma carta, pp. 130 y 144. [64] S. Drake y C. D. O’Malley (eds.), The controversy on the comets of 1618, Filadelfia, 1960, XIII, Virginio Cesarini a Galileo, 1618. [65] Lettera del R. P. M. Paolo Antonio Foscarini, Carmelitano, sopra l’opinione de Pithagorici e del Copernico della mobilità della terra e stabilità del sole, Nápoles, 1615; y R. J. Blackwell, Galileo, Bellarmine and the Bible, Notre Dame, Indiana, 1991, pp. 265-267: Bellarmine a Foscarini, 12 de abril de 1615. [66] J. Kepler, Astronomium novum, Praga, 1609; ed. inglesa de W. H. Donahue, The new astronomy, Cambridge, 1992; Kepler, Mysterium cosmographicum, Tubinga, 1595; ed. inglesa de E.

J. Aiton y A. M. Duncan, The secret of the universe, Nueva York, 1981; y Kepler, Harmonices mundi libri quinque, Linz, 1619; ed. inglesa, The harmony of the world, Filadelfia, 1997. [67] Reipublicae Christianopolitanae descriptio de Andreä, 1619, citada por W. Clark en R. Porter y M. Teich (eds.), The scientific revolution in national context, Cambridge, 1992, p. 95. [68] Una edición comentada de la traducción inglesa de 1690 de Chemical wedding aparece en J. W. Montgomery, Cross and crucible: Johan Valentin Andreae (1586-1654), phoenix of the theologians, II, La Haya, 1973. Montgomery defiende apasionadamente en el vol. 1 de su obra que Andreä no participó en la redacción de los manifiestos rosicrucianos, pero D. R. Dickson, The Tessera of Antilia: Utopian brotherhoods and secret societies in the early 17th century, Leiden, 1998, demuestra que sí lo hizo. [69] R. Fludd, Utriusque cosmi majoris scilicet et minoris metaphysica, physica atque technica historia, 2 vols., Oppenheim, 1617-1621, está brillantemente estudiado en P. Gouk, Music, science and natural magic in seventeenth-century England, New Haven, Connecticut, y Londres, 1999, pp. 95-101. [70] El obispo Williams, citado en el libro de John Aubrey, Brief Lives, de C. V. Wedgwood, «The scientists and the English Civil War», en The logic of personal knowledge: essays presented to Michael Polany, Londres, 1961, p. 59. [71] Peter Burke ha señalado que muchos de los intelectuales más creativos del renacimiento también pasaron buena parte de sus vidas fuera del sistema universitario: Lorenzo Valla, Leonardo Bruni, Marsilio Ficino, Leonardo da Vinci y Erasmo. Véase Burke, A social history of knowledge from Gutenberg to Diderot, Cambridge, 2000, pp. 35-36. [72] Defense of Poesie de Sidney citada por R. J. W. Evans, Rudolf II and his world, Oxford, 1973, p. 267; el prefacio de Bacon al Novum Organum Francisci de Verulamio Instauratio Magna, Londres, 1620; ed. inglesa, The new organon, ed. de L. Jardine y M. Silverthorne, Cambridge, 2000. Bacon nunca hizo un esquema de su sistema de conocimiento, pero Penelope Gouk, en su libro Music, science and natural magic…, cit., p. 91, realiza una representación del mismo. [73] Mersenne y Descartes citados y discutidos por P. Rossi, «The scientist», en R. Villari, Baroque personae, cit., pp. 273-274. [74] C. Webster, «New light on the Invisible College: the social relations of English science in the 17th century», Transactions of the Royal Historical Society, 5.a serie, XXIV (1974), p. 19: Boyle a Isaac Marcombes, 22 de octubre de 1646; y p. 36: Boyle a Benjamin Worsley, finales de 1646. J. Wilkins, Mercury: or the secret and swift messenger, Londres, 1641, y Mathematical magick; or the wonders that may be performed by mechanicall geometry, Londres, 1648. Para saber de la historia del «Colegio Invisible» de Oxford, que luego se convirtió en la Real Sociedad de Londres véase Stoye, Europe unfolding, cit., p. 180. Algunas academias aceptaban a mujeres. En Londres, la hermana de Boyle, Katherine, Lady Ranelagh, desempeñó un importante papel en el «Colegio Invisible»; en Venecia Arcangela Tarabotti, a pesar de ser monja, intercambió ideas y se escribió con miembros de la Accademia degli Incogniti; en los Países Bajos, Ana María van Schurman desempeñó un papel destacado en «Muiden Circle». [75] Véase también G. Hering, Ökumenisches Patriarchat und europäische Politik, 1620-1638, Wiesbaden, 1968, y H. R. Trevor-Roper, «The church of England and the Greek church in the time of Charles I», en D. Baker (ed.), Studies in church history. XV: religious motivation, Oxford, 1978, pp. 213-240. Las ideas católicas también entraron en Ucrania –véase cap. II, «2. El absolutismo religioso»– y, en menor medida, en Rusia: en la primera década del siglo, bajo el gobierno del falso Dimitri y del príncipe Ladislao, y en la década de los cuarenta bajo la influencia del predicador de la corte Epifanii Slavinetsky, que estaba familiarizado con la literatura latina; véase P. Bushkovitch, Religion and society in Russia in the 16th and 17th centuries, Oxford, 1992, cap. 7.

[76] En el libro de S. Drake y C. D. O’Malley (eds.), The controversy on the comets of 1618: Galileo Galilei, Horatio Grassi, Mario Guiducci, Johan Kepler, Filadelfia, 1960, se encuentran todos los textos traducidos al inglés, se identifica a Scheiner como el probable autor de los Libra astronomica, que Galileo atacó en El Ensayador y demuestran que la preocupación de la gente por los cometas era tan grande que el libro de Galileo sobre el tema tuvo un gran público que se interesó por sus ideas. P. Redondi, Galileo heretic, Princeton, Nueva Jersey, 1987, pp. 36-51, ofrece una brillante cronología de la redacción y publicación de Il Saggiatore. [77] Ciampoli citado por Redondi, Galileo heretic, p. 268; Descartes citado por Rossi, «The scientist», p. 284; R. Descartes, Discours de la méthode: pour bien conduire sa raison et chercher la vérite dans les sciences, Leiden, 1637; edición inglesa y francesa bilingüe de G. Heffernan, Notre Dame, IN, 1994. [78] Whitelocke, Memorials of the English Affairs, III, cit., pp. 78-79, entrada de 1649. [79] El Nicandro, 1643, citado por J. H. Elliott, The count-duke of Olivares: the statesmen in an age of decline, New Haven, Connecticut, 1986, p. 659. G. B. Birago Avogadro presentó la «guía a la crisis» italiana, Delle historie memorabili che contiene le sollevatione di stato di nostri tempi, Venecia, 1653; reeditada al año siguiente en una versión ampliada, Turbolenze di Europa dall’anno 1640 sino al 1650, Venecia, 1654; y M. Bisaccioni, Historia delle guerre ciuili di questi ultimi tempi, Venecia, 1653. El primer estudio europeo de la «revolución» de China (hasta 1651) es la obra de M. Martini, De bello tartarico historia, Amberes, 1654; versión inglesa, Bellum tartaricum, or the conquest of the great and most renowned empire of China, Londres, 1654. [80] «G. L. V.», British Lightning, or suddaine tumults in England, Scotland and Ireland, to warn the United Provinces to understand the dangers and the causes thereof, enero de 1643, en W. Scott (ed.), The Somers collection of tracts, V, Londres, 1811, p. 4; J. Rushworth, Historical collections or private passages of state, weighty matters in law, remarkable proceedings in five parliaments, beginning the sixteenth year of King James, anno 1618, I, Londres, 1659, prefacio. En 1642 o 1643 el checo Wenceslao Hollar grabó «A comparison of the English and Bohemian civil wars» una comparación explícita entre las dos, reproducida en G. Parker y L. M. Smith (eds.), The General Crisis of the 17th century, 2.a ed., Londres, 1997, p. 3. [81] T. Hobbes, Leviathan or the matter, forme, and power of a commonwealth, ecclesiasticall and civill, Londres, 1651; ed. de R. Tuck, Cambridge, 1996, p. 89.

BIBLIOGRAFÍA ADICIONAL

Me habría gustado limitarme a las obras escritas en inglés, pero, como es natural, la mayoría de los estudios más importantes sobre la historia europea han sido escritos por estudiosos extranjeros en su propia lengua.

Así empezaba la bibliografía de Europa en crisis en 1979 y, aunque, por supuesto, los «estudiosos extranjeros» han continuado produciendo obras extraordinarias «en su propia lengua», ahora hay mucho más material disponible en inglés. Sin embargo, no todo lo que hay se ha traducido. Como expresa lúcidamente Robert Frost en su libro The Northern Wars: «Se dice a menudo que la historia la escriben los ganadores. Pero los perdedores también escriben historia; simplemente no los traducen». Los lectores anglosajones saben ahora mucho más de Suecia en la primera mitad del siglo XVII que sobre Polonia y Dinamarca. En la bibliografía que presentamos a continuación, las lecturas para los capítulos I, II y VIII se comentan individualmente, pero el material relacionado con los capítulos III a VII se ha organizado por países y abarca todo el periodo cronológico. Las obras escritas en idiomas escandinavos y eslavos que contienen un resumen en inglés, francés o alemán (que son la mayoría de los libros y artículos publicados desde 1945) están marcadas con un asterisco. Estoy en gran deuda, además de con los estudiosos a los que doy las gracias en el prefacio, con David Parrott por sus sugerencias bibliográficas.

BIBLIOGRAFÍA GENERAL G. N. Clark, The seventeenth century, 3.a ed., Oxford, 1947, ofrece una excelente introducción general, organizada por temas más que por cronología, y The Cambridge modern history, IV, Cambridge, 1906 y J. P. Cooper (ed.), The new Cambridge modern history, IV, Cambridge, 1970, ofrecen las narraciones más detalladas del periodo que se hayan escrito en inglés. R. Frost, The Northern Wars: war, state and society in northeastern Europe, 1558-1721, Londres, 2000, ofrece una magnífica historia política y

militar del nordeste de Europa, no solo de los «ganadores» (Suecia y Rusia), sino también de los «perdedores» (Polonia y Dinamarca). Si se busca un resumen de los acontecimientos sucedidos en el sudeste de Europa, véase W. H. McNeill, Europe’s steppe frontier 1500-1800: a study of the eastward movement, Chicago, 1964. Para una excelente visión general de media humanidad, véase M. E. Wiesner, Women and gender in early modern Europe, 2.a ed., Cambridge, 2000. Los viajeros contemporáneos escribieron algunas de las descripciones más evocativas de Europa en esta época. Los diarios y libros de viajes de Thomas Coryat, John Evelyn, Fynes Morison y Peter Mundy (todos ellos citados en el texto y mencionados en las notas de este libro) están disponibles en ediciones críticas. Están libremente citados (junto con muchos otros) por J. W. Stoye, English travellers abroad, 1604-1667: their influence on English society and politics, 2.a ed., New Haven (Connecticut) y Londres, 1989, y A. Mączak, Travel in early modern Europe, Cambridge, 1995 [ed. cast.: Viajes y viajeros en la Europa moderna, Barcelona, Omega, 1996].

CAPÍTULO I F. Braudel, Capitalism and material life, 1400-1800, 3 vols., Londres, 1981-1984 [ed. cast.: Civilización material, economía y capitalismo, s. XVXVIII, 3 vols., Madrid, Alianza, 1984], ofrece el mejor estudio general de la economía y sociedad de principios de la Edad Moderna. Se encuentran excelentes visiones generales más breves sobre la economía en C. M. Cipolla, The Fontana economic history of Europe, II: the sixteenth and seventeenth centuries, Londres, 1974 [ed. cast.: Historia económica de Europa, II: siglos XVI y XVII, Barcelona, Ariel, 1979], y en J. de Vries, The economy of Europe in an age of crisis 1600-1750, Cambridge, 1976 [ed. cast.: La economía de Europa en un período de crisis, 1600-1750, Madrid, Cátedra, 1982]. Los que busquen mayor detalle y más estadísticas pueden consultar: E. E. Rich y C. H. Wilson (eds.), The Cambridge economic history of Europe, IV, Cambridge, 1967, y V, Cambridge, 1977; y C. H. Wilson y G. Parker (eds.), An introduction to the sources of European economic history, 1500-1800, Londres, 1978 [ed. cast.: Una introducción a

las fuentes de la historia económica europea, 1500-1800, Madrid, Siglo XXI de España, 1985]. Para los acontecimientos que sucedieron al este del río Elba, véase A. Mączak (ed.), East central Europe in transition from the fourteenth to the seventeenth centuries, Cambridge, 1985. Sobre el deterioro del clima en el siglo XVII, véase el excelente estudio de J. M. Grove, The little ice age, Londres, 1988. Sin embargo, desde entonces ha aparecido una gran cantidad de nuevas pruebas, tanto históricas como climatológicas. Si se busca un estudio preliminar, véase W. S. Atwell, «Mt. Komagatake, Mt. Parker, and the fall of the Ming dynasty: aspects of volcanism, short-term climatic change, and history in East Asia, ca. 12001899», Journal of World History XII (2001), pp. 29-98. La particular demografía de la Europa de principios de la Edad Moderna está bien documentada en el libro de M. Flinn, The European demographic system, 1500-1800, Hassocks, 1981 [ed. cast.: El sistema demográfico europeo (1500-1820), Barcelona, Crítica, 1989], y, la de Francia, en el de J. L. Flandrin, Families in former times: kinship, household and sexuality in early modern France, Cambridge, 1979 [ed. cast.: Orígenes de la familia moderna, Barcelona, Crítica, 1979]. Encontramos estudios exhaustivos de dos países, basados en un impresionante análisis de una enorme cantidad de datos, en J. Dupâquier (ed.), Histoire de la population française, II, París, 1988; E. A. Wrigley y R. Schofield, The population history of England, 1541-1871: a reconstruction, 2.a ed., Cambridge, 1989, y E. A. Wrigley et al., English population history from family reconstruction 1580-1837, Cambridge, 1997. Sobre la propagación y tratamiento de la enfermedad, véanse C. M. Cipolla, Public health and the medical profession in the Renaissance, Cambridge, 1976; D. Gentilcore, Healers and healing in early modern Italy, Mánchester, 1998; y L. Brockliss y C. Jones, The medical world of early modern France, Oxford, 1997. Sobre las diversas soluciones que se adoptaron para resolver el omnipresente problema de la pobreza, véanse los excelentes estudios generales –realizados desde posiciones ideológicas muy diferentes– de R. Jütte, Poverty and deviance in early modern Europe, Londres, 1994 y C. Lis y H. Soly, Poverty and capitalism in pre-industrial Europe, Hassocks, 1979 [ed. cast.: Pobreza y capitalismo en la Europa preindustrial (13501850), Madrid, Akal, 1985]. Si se buscan datos sobre la pobreza por regiones, cada una de ellas con su propio repertorio de horribles ejemplos,

véanse los estudios locales de M. Flynn, Sacred charity: confraternities and social welfare in Spain, 1400-1700, Cambridge, 1989; L. Martz, Poverty and welfare in Habsburg Spain: the example of Toledo, Cambridge, 1983; K. Norberg, Rich and poor in Renaissance Venice, Oxford, 1971; S. M. Sprunger, «Rich Mennonites, poor Mennonites: economics and theology in the Amsterdam Waterlander congregation during the Golden Age», tesis de doctorado de la Universidad de Illinois en Urbana-Champaign, 1993; y M. Weisser, Peasants of the Montes: the roots of rural rebellion in Spain, Chicago, 1976. Abundan los estudios de historia económica y social de esta época sobre países concretos. Las siguientes obras ofrecen unos estudios especialmente importantes: A. E. Christensen, Dutch trade to the Baltic about 1600: studies in Sound Toll registers and Dutch shipping records, Copenhague, 1941; J. Israel, Dutch primacy in world trade, 1585-1740, Oxford, 1989; S. M. Schama, The embarrassment of riches: an interpretation of Dutch culture in the Golden Age, Londres, 1987; D. Stella, Crisis and continuity; the economy of Spanish Lombardy in the seventeenth century, Cambridge (Massachusetts), 1979; y J. de Vries y A. van der Woude, The first modern economy: success, failure and perseverance of the Dutch economy, 15001815, Cambridge, 1997. Para el importante sector urbano, véanse la útil visión general –con una excelente bibliografía– de C. R. Friedrichs, The early modern city, 1450-1750, Londres, 1995, y el importante estudio de W. Beik, Urban protest in seventeenth-century France: the culture of retribution, Cambridge, 1997. Sobre historia rural –lo que abarca al 90 por 100 de la población en la mayor parte de Europa en el siglo XVII– los diversos artículos que hay en T. H. Aston y C. H. Philpin (eds.), The Brenner debate: agrarian class structure and economic development in preindustrial Europe, Cambridge, 1985, ofrecen un útil marco teórico [ed. cast.: El debate Brenner. Estructura de clase agraria y desarrollo económico en la Europa preindustrial, Barcelona, Crítica, 1988]. Sobre la crisis de mediados del siglo, véanse T. Aston, Crisis in Europe, 1560-1660, Londres, 1965; G. Parker y L. M. Smith (eds.), The General Crisis of the seventeenth century, 2.a ed., Londres, 1996; R. Romano, Conjonctures opposées. La crise du 17e siècle en Europe et en Amérique latine, Ginebra, 1992; T. K. Rabb, The struggle for stability in early modern Europe, Oxford, 1975; I. A. A. Thompson y B. Yun Casalilla (eds.), The

Castilian crisis of the seventeenth century, Cambridge, 1994; y C. P. Kindleberger, «The economic crisis of 1619-1623», Journal of Economic History LI (1991), pp. 149-175.

CAPÍTULO II El estudio más destacado del sistema político de la Europa de principios de la Edad Moderna es el de R. Bonney, The European dynastic states, 1494-1660, Oxford, 1991; mientras que J. H. Shennan, The origins of the modern European state: 1450-1725, Londres, 1974, ofrece un excelente resumen. Sobre el absolutismo, véanse el artículo clásico de E. H. Kossmann, «The singularity of absolutism», en R. M. Hatton (ed.), Louis XIV and absolutism, Londres, 1976, pp. 3-17, y la colección de ensayos editados por J. Miller, Absolutism in seventeenth-century Europe, Londres, 1990. Para la diferente experiencia de la Europa del este, véase O. Subtelny, Domination of eastern Europe: native nobilities and foreign absolutism, 1500-1715, Montreal, 1986. Véanse también los lúcidos ensayos de H. G. Koenigsberger, Estates and revolutions; essays in early modern European history, Ithaca (Nueva York), 1971; y Koenigsberger, Politicians and virtuosi: essays in early modern history, Londres, 1986. Sobre los «estados compuestos», que desempeñaron un papel tan importante en la Europa de principios de la Edad Moderna, véanse J. H. Elliott, «A Europe of composite monarchies», Past and Present CXXXVII (1992), pp. 48-71; y M. Greengrass (ed.), Conquest and coalescence: the shaping of the state in early modern Europe, Londres, 1991. Las teorías políticas de la Europa occidental de esta época se analizan en J. H. Burns y M. Goldie (eds.), The Cambridge history of political thought 1450-1700, Cambridge, 1991; y R. Tuck, Philosophy and government, 1572-1651, Cambridge, 1993. G. Oestreich, Neostoicism and the early modern state, Cambridge, 1982, habla sobre una importante corriente de pensamiento, el neoestoicismo; mientras que R. Bireley, The CounterReformation prince: Anti-Machiavellianism or Catholic statecraft in early modern Europe, Chapel Hill (Carolina del Norte), 1990 y R. W. Truman, Spanish treatises on government, society and religion in the time of Philip II: the «de regimine principum» and associated traditions, Leiden, 1999,

demuestran que muchos escritores católicos denunciaban enérgicamente a Tácito, a los estoicos y a sus seguidores posteriores. Sobre el Estado polaco-lituano, que tantas veces ha sido olvidado, véase R. Frost, «Obsequious Disrespect: the problem of royal power in the PolishLithuanian Commonwealth under the Vasas, 1587-1648», en R. Butterwick (ed.), The Polish-Lithuanian Monarchy in European Context, c. 1500-1795, Houndmills (Hampshire) y Nueva York, 2001. Sobre la crucial innovación política de la época, véase la extraordinaria colección de ensayos que hay en J. H. Elliott y L. W. B. Brockliss (eds.), The world of the Favourite, New Haven (Connecticut) y Londres, 1999 [ed. cast.: El mundo de los validos, Madrid, Taurus, 1999]. Si se buscan estudios específicos sobre alguno de los favoritos, véanse las lecturas sugeridas para cada país a continuación. Para conocer los principales problemas políticos con los que se enfrentaron todos los favoritos véanse, sobre las finanzas, R. Bonney (ed.), The rise of the fiscal state in Europe, ca. 1200-1815, Oxford, 1999; y sobre la aristocracia, A. Jouanna, Le Devoir du révolte. La noblesse française et la gestation de l’État moderne (1559-1661), París, 1989, y H. M. Scott (ed.), The European nobilities of the 17th and 18th centuries, 2 vols., Londres, 1995. Sobre el absolutismo religioso en general, véanse J. Delumeau, Catholicism between Luther and Voltaire, Londres 1977 [ed. cast.: El catolicismo de Lutero a Voltaire, Barcelona, Labor, 1973]; R. P. Hsia, Social discipline in the Reformation: Central Europe, 1550-1750, Londres, 1989; y H. Schilling, Civic Calvinism in north-west Germany and the Netherlands, Kirksville (Missouri), 1991. Su impacto puede medirse en estudios locales como los de J. Ferté, La vie religieuse dans les campagnes parisiennes 1622-1695, París, 1962; M. Forster; The Counter-Reformation in the villages: religion and reform in the bishopric of Speyer, 1560-1720, Ithaca (Nueva York), 1992; P. T. Hoffman, Church and community in the diocese of Lyon, 1500-1789, New Haven (Connecticut) y Londres, 1984; y J. F. Soulet, Traditions et réformes religieuses dans les Pyrénées centrales au XVIIe siècle: le diocèse de Tarbes de 1602 à 1716, Pau, 1974. C. Harline y E. Put, A bishop’s tale: Mathias Hovius among his flock in 17th century Flanders, New Haven (Connecticut) y Londres, 2000, presentan una visión única del mundo de un obispo de la Contrarreforma visto a través del diario que escribió entre 1617 y 1620. Véase también la excelente colección de

ensayos que hay en K. von Greyerz (ed.), Religion and society in early modern Europe, 1500-1800, Londres, 1984, que contiene algunos clásicos como el de P. Burke, «How to be a Counter-Reformation Saint». Sobre la represión del pecado, véanse sobre todo las estadísticas de G. Henningsen y J. Tedeschi (eds.), The inquisition in early modern Europe: studies on sources and methods, DeKalb (Illinois), 1986; y, para España, H. Kamen, The Spanish inquisition: a historical revision, New Haven (Connecticut) y Londres 1997 [ed. cast.: La inquisición española. Una revisión histórica, Barcelona, Crítica, 1999], y E. W. Monter, Frontiers of heresy: the Spanish inquisition from the Basque lands to Sicily, Cambridge, 1990 [ed. cast.: La otra inquisición. La inquisición española en la Corona de Aragón, Navarra, el País Vasco y Sicilia, Barcelona, Crítica, 1992]. El creciente aparato militar del siglo XVII se encuentra estudiado en G. Parker, The military revolution: military innovation and the rise of the west, 1500-1800, ed. revisada, Cambridge, 1999 [ed. cast.: La revolución militar. Innovación militar y apogeo de Occidente, 1500-1800, Madrid, Alianza, 2002]; C. Rogers (ed.), The military revolution debate: readings on the military transformation of early modern Europe, Boulder (Colorado), 1995; y F. Tallett, War and society in early-modern Europe, Londres, 1992. Sobre la experiencia española, véase I. A. A. Thompson, War and government in Habsburg Spain 1560-1620, Londres, 1976 [ed. cast.: Guerra y decadencia. Gobierno y administración en la España de los Austrias, 1560-1620, Barcelona, Crítica, 1981]; sobre Italia, véase G. Hanlon, The twilight of a military tradition: Italian aristocrats and European conflicts, 1560-1800, Nueva York y Londres, 1998; sobre Francia, véase J. A. Lynn, Giant of the Grand Siècle: the French army, 1610-1715, Cambridge, 1997; sobre Alemania, véase F. Redlich, The German military enterpriser and his workforce, 14th to 17th centuries, 2 vols., Wiesbaden, 1964-1965. C. Carlton, Going to the wars: the experience of the British Civil Wars, 16381651, Londres, 1992, ofrece el mejor retrato de la «realidad de la guerra» de la época: por el momento, no existe ningún retrato tan vívido de ningún otro país europeo.

CAPÍTULOS III-VII (BIBLIOGRAFÍA AGRUPADA POR PAÍSES) Dinamarca Los lectores ingleses agradecerán el libro de P. D. Lockhart, Denmark in the Thirty Years’ War, 1618-1648, Cranbury (Nueva Jersey), 1996, que destaca el poder de la monarquía que Cristián IV gobernó y finalmente destruyó. Entre los historiadores daneses, cabe destacar la obra de E. L. Petersen: véanse, entre sus obras en inglés, The Crisis of the Danish nobility 1580-1660, Odense, 1967; «From domain state to tax state: synthesis and interpretation», Scandinavian Economic History Review XXIII (1975), pp. 116-148; y «Defence, war and finance: Christian IV and the council of the realm», Scandinavian Journal of History VII (1982), pp. 277-313. Véase también W. Czaplinski, «Polish-Danish diplomatic relations, 1598-1632», en Poland at the XIth International Congress of Historical Sciences, Varsovia, 1960, pp. 179-204.

El Sacro Imperio Romano Germánico R. J. W. Evans, Rudolf II and his world, Oxford, 1973, estudia de forma brillante la cultura y problemas del Imperio en la primera década del siglo (y mucho más). Véase también la útil colección de ensayos que hay en R. J. W. Evans y T. V. Thomas (eds.), Crown, church and estates: central European politics in the sixteenth and seventeenth centuries, Londres, 1991, y S. C. Ogilvie (ed.), Germany: a new economic and social history, II, Londres, 1996. Los mecanismos del gobierno imperial de Matías y sus sucesores se muestran en el libro de H. F. Schwartz, The Imperial privy council in the seventeenth century, Cambridge (Massachusetts), 1943. Sobre el emperador más poderoso del siglo, véase H. Sturmberger, Kaiser Ferdinand II und das Problem des Absolutismus, Múnich, 1957; J. Franzl, Ferdinand II, Kaiser im Zwiespalt der Zeit, Graz, 1978; y R. Bireley, Religion and politics in the age of the counter-Reformation: Emperor

Ferdinand II, William Lamormaini SJ, and the formation of Imperial policy, Chapel Hill (Carolina del Norte), 1981. Sobre el crecimiento del absolutismo católico en las tierras de los Habsburgo, véase el magistral estudio de R. J. W. Evans, The making of the Habsburg monarchy: an interpretation, 1550-1700, Oxford, 1979 [ed. cast.: La monarquía de los Habsburgos (1550-1700), Barcelona, Labor, 1989]. La creciente fuerza de los Wittelsbach tanto en Baviera como en el Palatinado están tratados respectivamente por la vasta obra de D. Albrecht, Maximilian I. von Bayern, 1573-1651, Múnich, 1998, y el breve libro de C. P. Clasen, The Palatinate in European History, 1555-1618, Oxford, 1966. Sobre la primera importante crisis política alemana del siglo, véase A. Anderson, On the verge of war: international relations and the Jülich-Kleve succession crises (1600-1614), Boston (Massachusetts), 1999. El volumen de lo que se ha escrito sobre la Guerra de los Treinta Años es absolutamente desmesurado. El libro de G. Parker et al., The Thirty Years’ War, 2.a ed., Londres, 1997 [ed. cast.: La Guerra de los Treinta Años, Barcelona, Crítica, 1998; reed., Madrid, Antonio Machado, 2004], incluye un útil ensayo bibliográfico; el mejor estudio narrativo, basado en una notable gama de fuentes impresas, sigue siendo el de C. V. Wedgwood, The Thirty Years’ War, Londres, 1938, frecuentemente reeditado. Otras descripciones de la Guerra de los Treinta Años –que tienen todas el mismo título, el del conflicto– tienen sus virtudes individuales: el libro de R. Asch, Londres, 1997, ofrece interesantes puntos de vista sobre puntos de inflexión constitucionales; el de G. Pagès, Londres, 1971, es especialmente interesante en su estudio de Francia y el de J. V. Polišenský, Londres, 1971, en su estudio de Bohemia; H. Langer, Poole, 1980, ofrece una extraordinaria descripción de la cultura alemana durante la guerra. S. J. Lee, Londres, 1991, ofrece una breve y útil visión general. Sin embargo, el delgado volumen de S. H. Steinberg, The «Thirty Years’ War» and the conflict for European hegemony 1600-1660, Londres, 1966, debe usarse con cuidado: es a menudo tendencioso en su interpretación y a veces sus datos no son muy fiables. T. K. Rabb (ed.), The Thirty Years’ War, Lexington, 1964, y H. U. Rudolf (ed.), Der Dreissigjährige Krieg. Perspektiven und Strukturen, Darmstadt, 1977, ofrecen útiles colecciones de artículos; mientras que el punto fuerte del libro de G. Franz, Der

Dreissigjährige Krieg und das deutsche Volk, 3.a ed., Stuttgart, 1960, son los aspectos económicos y sociales. Se han publicado tres importantes colecciones de documentos. F. Stieve, D. Albrecht et al. (eds.), Briefe und Akten zur Geschichte des Dreissigjährigen Krieges (en dos series, muchos volúmenes e incluso volúmenes en varios tomos) tratan sobre Baviera y sus aliados entre 1618 y 1635. K. Repgen (ed.), Acta pacis Westphalicae (tres series de muchos volúmenes que todavía están publicándose: «Instructions», «Correspondence» y «Protocols, Negotiations, Diaries and Varia»), retoma la historia en ese punto y publica todos los documentos relacionados con el proceso de paz que se publicaron a partir de 1635. J. V. Polišenský et al. (eds.), Documenta bohemia bellum tricennale illustrantia (siete volúmenes de sumarios y unas cuantas transcripciones publicados en Praga en 19711977, con comentarios y extractos en alemán), contiene mucho material anteriormente desconocido. El volumen I ha sido traducido al inglés con el título de War and Society in Europe 1618-1648, Cambridge, 1978. Por supuesto, se han publicado muchísimos otros documentos. Son de especial interés el diario del zapatero de un pueblo cercano a Ulm, G. Zillhardt (ed.), Der Dreissigjährigen Krieg in zeitgenössischer Darstellung. Hans Heberles «Zeytregister», Ulm, 1975; y la crónica de un soldado católico anónimo, J. Peters (ed.), Ein Söldnerleben im Dreissigjährigen Krieg. Eine Quelle zur Sozialgeschichte, Berlín, 1993, que estuvo en el ejército durante casi toda la guerra, y recorrió más de 11.000 kilómetros en 25 años. Finalmente, R. Monro, Monro, his expedition with the worthy Scots regiment called Mac-keys, Londres, 1637; ed. de W. S. Brockington, Wesport (Connecticut), 1999, ofrece una maravillosa narración de primera mano de lo que era ser un soldado en esta época en la primera historia de regimiento que se ha escrito en cualquier idioma. G. Benecke, Germany in the Thirty Years’ War, Londres, 1978, y P. Limm, The Thirty Years War, Londres 1984, ofrecen una fascinante colección de fragmentos de estas y otras fuentes traducidas al inglés. Aquellos que deseen revivir las batallas de la Guerra de los Treinta Años pueden adquirir una caja de juegos de guerra que incluye cuatro batallas de la Guerra de los Treinta Años (la Montaña Blanca, Lützen, Nördlingen y Rocroi) de Decision Games, http://www.decisiongames.com/. La película The Last Valley, con guión de John Prebble, ofrece una idea de la violencia

aleatoria que se producía entre los soldados así como entre los soldados y los civiles. La revuelta de Bohemia de 1618-1621 ha atraído mucha atención, pero el mejor resumen sigue siendo el de H. Sturmberger, Aufstand in Böhmen, Múnich, 1959. Hay algunas excelentes biografías de las principales personalidades que estuvieron involucradas en estos hechos: C. Oman, Elizabeth of Bohemia, Londres, 1938; F. H. Schubert, Ludwig Camerarius (1573-1651). Eine Biographie, Kallmünz, 1955; y H. Sturmberger, Georg Erasmus Tschernembl: Religion, Libertät und Widerstand. Ein Breitrag zur Geschichte der Gegen-Reformation und des Landes ob der Enns, Linz, 1953. Las políticas que llevaron a cabo las potencias extranjeras respecto a Bohemia, que tanto hicieron para que la rebelión local se convirtiera en una guerra europea, también han sido estudiadas en profundidad. Véase, sobre Baviera, D. Albrecht, Die auswärtige Politik Maximilians von Bayern 1618-1635, Gotinga, 1962; sobre Gran Bretaña, *J. V. Polišenský, Anglia a Bílá Hora, Praga, 1949; sobre la República holandesa, Polišenský Tragic triangle: the Netherlands, Spain and Bohemia, 1617-1621, Praga, 1991; sobre el papado, D. Albrecht, Die deutsche Politik Papst Gregors XV, Múnich, 1956 y «Zur Finanzierung des Dreissigjährigen Krieges», Zeitschrift für bayerischen Landesgeschichte XIX (1956), pp. 534-567; sobre Saboya, R. Kleinman, «Charles Emanuel I of Savoy and the Bohemian election of 1619», European Studies Review V (1975), pp. 3-29. Finalmente, sobre España, véanse P. Brightwell, «The Spanish origins of the Thirty Years’ War», European Studies Review IX (1979), pp. 409-431; «Spain and Bohemia: the decision to intervene, 1619», European Studies Review XII (1982), pp. 117-141 y «Spain, Bohemia and Europe, 16191621», European Studies Review XII (1982), pp. 371-399; y M. S. Sánchez, «A house divided: Spain, Austria and the Bohemian and Hungarian successions», Sixteenth Century Journal XXV (1994), pp. 887-903. Las actividades de Federico V y sus consejeros tras su derrota se estudian en F. Schubert, «Die pfälzische Exilregierung im Dreissigjährigen Krieg», Zeitschrift für Geschichte des Oberrheins CII (1954), pp. 575-680; N. Mount «Der Winterkönig im Exil. Friedrich V. von der Pfalz und die niederländischen Generalstaaten, 1621-32», Zeitschrift für historische Forschung XV (1988), pp. 257-272; y B. Pursell, «The constitutional causes of the Thirty Years War, Friedrich V, the Palatine crisis and

European politics, 1618-1632», tesis de doctorado de la Universidad de Harvard, 1999. Sobre la lucha por Renania, véanse A. Egler, Die Spanier in der Linkrheinischen Pfalz, 1620-1632. Invasion, Verwaltung, Rekatholisierung, Maguncia, 1971; J. Kessel, Spanien und die geistlichen Kurstaaten am Rhein während der Regierungszeit der Infantin Isabella (1621-1633), Fráncfort, 1979; y H. Weber, Frankreich, Kurtrier, der Rhein und das Reich 1623-35, Bonn, 1969. Aunque todavía no haya una biografía moderna satisfactoria de Tilly, Wallenstein ha suscitado innumerables estudios, cuya culminación es la biografía de G. Mann, Wallenstein, his life narrated, Londres, 1976: la edición alemana (Fráncfort, 1971) ofrece la mayoría de las citas en el idioma original e indica su fuente en las notas [ed. cast.: Wallenstein, Barcelona, Grijalbo, 1978]. Los estudiantes de Konrad Repgen han estudiado meticulosamente el largo camino hacia el acuerdo final. Véanse especialmente los siguientes volúmenes (la mayoría de los cuales se encuentran en su serie, Schriftenreihe der Vereinigung zur Erforschung der neueren Geschichte, organizadas en orden cronológico. H. Haan, Der Regensburger Kurfürstentag von 1636/1637, Münster, 1967: vol. 3 de la serie; A. V. Hartmann, Von Regensburg nach Hamburg. Die diplomatische Beziehungen zwischen dem französischen König und dem Kaiser vom Regensburger Vertrag (13 okt. 1630) bis zum Hamburger Präliminarfrieden (25 dez. 1641), Münster, 1998: vol. 27; K. Bierther, Der Regensburger Reichstag von 1640/1641, Kallmünz, 1971; K. Ruppert, Die kaiserliche Politik auf dem Westfälischen Friedenskongress (1643-1648), Münster, 1976: vol. 10; y F. Wolff, Corpus Evangelicorum und Corpus Catholicorum auf dem Westfälischen Friedenskongress. Die Einfügung der konfessionellen Ständeverbindungen in die Reichsverfassung, Münster, 1966: vol. 2. Sobre el acuerdo mismo, véanse F. Dickmann, Der Westfälische Frieden, nueva edición, Münster, 1992; M. Braubach (ed.), Forschungen und Studien zur Geschichte des westfälischen Friedens, Münster, 1965 (muchos artículos están en francés); y C. D. Croxton, Peacemaking in early modern Europe: Cardinal Mazarin and the congress of Westphalia, Cranbury (Nueva Jersey) 1999.

Francia

R. Briggs, Early modern France 1560-1715, 2.a ed., Oxford, 1998, ofrece una excelente breve introducción; también lo hace, y de forma aún más concisa, H. Méthivier en Le siècle de Louis XIII, París, 1965. M. P. Holt, The French wars of religion, 1562-1629, Cambridge, 1995, enfatiza el hecho de que el edicto de Nantes de 1598 no puso fin al conflicto entre los católicos y los hugonotes, que continuó hasta 1629. Para una brillante visión general de temas culturales y sociales, véase R. Mandrou, Introduction to modern France 1500-1640: an essay in historical psychology, Nueva York, 1975 [ed. cast. a partir de la primera edición francesa (1961): Introducción a la Francia moderna (1500-1640), México, Unión Tipográfica Editorial Hispano Americana, 1962]. Muchas de las mejores publicaciones sobre la historia de Francia han aparecido en forma de estudios regionales, basados en el análisis exhaustivo de los datos económicos y sociales que se han conservado. Entre los mejores están, en orden alfabético: R. Baehrel: Une Croissance: la BasseProvence rurale (fin 16e siècle-1789: essai d’économie historique statistique, París, 1961; G. Cabourdin, Terre et hommes en Lorraine, 15501630, 2 vols., Nancy, 1977; A. Croix, La Bretagne aux 16e et 17e siècles: la vie, la mort, la foi, 2 vols., París, 1981; J. Jacquart, La crise rurale en Ilede-France, 1550-1670, París, 1974; y E. Le Roy Ladurie, Les Paysans de Languedoc, París, 1966: edición inglesa abreviada, Urbana (Illinois), 1974. Hay unas destacadas monografías sobre dos ciudades y sus alrededores: P. Deyon, Amiens – capital provinciale. Etude sur la société urbaine au XVIIe siècle, París, 1967; y P. Goubert, Beauvais et le Beauvaisis de 1600 à 1730, París, 1960. Para la historia política de la primera década del siglo, véanse D. Buisseret, Sully, Londres, 1968, y Henry IV, Londres, 1984; M. Greengrass, France in the age of Henry IV: the struggle for stability, Londres, 1984; y R. Mousnier, The assasination of Henry IV: the tyrannicide problem and the consolidation of the French absolute monarchy in the early seventeenth century, Londres, 1973. Sobre el segundo rey Borbón, véase P. Chevallier, Louis XIII: roi cornélien, París, 1979, y A. L. Moote, Louis XIII, the Just, Berkeley (California), 1989; sobre su mujer, y la regente tras su muerte, véase R. Kleinman, Anne of Austria, queen of France, Columbus (Ohio), 1985.

Sobre los dos principales ministros que dirigieron el gobierno de Francia para Louis y Anne, véanse J. Bergin, Cardenal Richelieu: power and the pursuit of wealth, New Haven (Connecticut) y Londres, 1985; J. Bergin, The rise of Richelieu, New Haven (Connecticut) y Londres, 1991; J. Bergin y L. Brockliss (eds.), Richelieu and his age, Oxford, 1992; G. Dethan, Mazarin: un homme de paix à l’époque de l’âge baroque, París, 1981; y P. Goubert, Mazarin, París, 1990. Muchas monografías estudian aspectos concretos del gobierno de Francia bajo el poder de los cardenales; merecen especial atención los siguientes (en orden alfabético): W. Beik, Absolutism and society in seventeenth century France: state power and provincial aristocracy in Languedoc, Cambridge, 1985; R. J. Bonney, Political change in France under Richelieu and Mazarin 1624-1661, Oxford, 1978; R. Harding, Anatomy of a power elite: the provincial governors of early modern France, New Haven (Connecticut) y Londres, 1978; A. D. Lyublinskaya, French absolutism: the crucial phase 1620-9, Cambridge, 1968 (aunque también ha de verse la crítica de D. Parker, «The social foundation of French absolutism 1610-30», Past and Present LIII [1971], pp. 67-89); O. Ranum, Richelieu and the councillors of Louis XIII, Oxford, 1964; y J. K. Sawyer, Printed poison: pamphlet propaganda, faction politics and the public sphere in early 17th-century France, Berkeley, California, 1990. Cada libro contiene referencias a otras obras relacionadas con el tema que estudian. En la historia de la Francia del siglo XVII hubo dos atolladeros que se cobraron más víctimas de las que debían: las finanzas públicas y las revueltas de los campesinos. Sobre el primero de estos temas, solo son fiables las cifras que encontramos en el libro de R. J. Bonney, The king’s debts: finance and politics in France, 1589-1661, Oxford, 1981. Sobre el segundo de estos temas, el artículo de J. H. M. Salmon, «Venality of office and popular sedition in seventeenth-century France: a review of a controversy», Past and Present XXXVII (1967), pp. 21-43, resume la literatura y las interpretaciones que se habían hecho hasta esa fecha, mientras que P. J. Coveney (ed.), France in crisis, 1620-75, Totowa (Nueva Jersey), 1977, incluye traducciones al inglés de muchos importantes artículos. Los enfoques regionales han aclarado muchas cosas sobre esta inestabilidad. Véanse, por ejemplo: Y. Bercé, Histoire des Croquants. Étude des soulèvements populaires au 17e siècle dans le sud-ouest de la France, 2

vols., Ginebra, 1974; M. Foisil, La révolte des Nu-pieds et les révoltes normandes de 1639, París, 1970; y R. Pillorget, Les Mouvements insurrectionnels de Provence entre 1596 et 1715, París, 1975. Véase también el estudio general de Y. Bercé, Revolts and revolutions in early modern Europe: an essay on the history of political violence, Mánchester, 1987.

Hungría y los Balcanes Evans, en The making of the Habsburg monarchy (véase la página 390 de este libro), ofrece la mejor introducción al estudio de esta zona, así como al del resto de las tierras de los Habsburgo, basada en amplias lecturas e investigaciones. Hay una breve historia política disponible en E. Pamlény (ed.), A History of Hungary, Budapest, 1973, escrita por L. Makkai, cuya Histoire de Transylvanie, París, 1946 aporta también mucha información. C. M. Kortepeter, Ottoman imperialism during the Reformation: Europe and the Caucasus, Nueva York, 1972, ofrece una importante narración de la «larga» guerra turca de 1593-1606, centrada en los tres principados de los Balcanes y basada en fuentes otomanas, balcánicas y occidentales. Véanse también A. Randa, Pro republica christiana: die Walachei im «langen» Türkenkrieg, Múnich, 1964, y S. Olteanu, Les pays roumains à l’epoque de Michel le Brave, Bucarest, 1975. Queda mucho por estudiar de los turcos, pero véanse los estudios pioneros de G. Agoston, «Habsburgs and Ottomans: defense, military change and shifts in power», Turkish Studies Association Bulletin XXII (1998), pp. 126-141; y R. Murphey, Ottoman warfare, 1500-1700, Londres, 1999. Sobre el principal aliado del sultán en el oeste, véase D. Angyal, «Gabriel Bethlen», Revue historique LIII (1928), pp. 19-80. Sobre el problema de los uskoks (que técnicamente eran súbditos de la corona de Hungría), véase C. W. Bracewell, The Uskoks of Senj; piracy, banditry and holy war in the 16th-century Adriatic, Ithaca (Nueva York), 1992.

Italia

Escribir la historia de una península que a principios de la Edad Moderna contenía más de 200 estados independientes presenta múltiples retos. D. Sella, Italy in the seventeenth century, Londres, 1997, los supera de forma brillante; como también lo hacen Y. M. Bercé, J.-M. Sallmann, G. Delille y J.-C. Waquet, Italie au XVIIe siècle, París, 1989. Resumir la historia de los principales estados también presenta importantes dificultades. Sobre Venecia, véanse R. T. Rapp, Industry and economic decline in seventeenthcentury Venice, Cambridge (Massachusetts), 1976, y B. Pullan, Crisis and change in the Venetian economy, Londres, 1968. Sobre Toscana, véanse E. Cochrane, Florence in the forgotten centuries 1527-1800, Chicago, 1973, y F. McArdle, Altopascio: a study of Tuscan rural society, Cambridge, 1978. Sobre los reinos de Nápoles y Sicilia, gobernados por España, véanse R. Villari, The revolt of Naples, Cambridge, 1993 [ed. cast.: La revuelta antiespañola en Nápoles, Madrid, Alianza, 1979 (edición original italiana de 1967)]; A. Calabria y J. Marino (eds.), Good government in Spanish Naples, Nueva York, 1990; y D. Mack Smith, A history of Sicily: medieval Sicily, 800-1713, Londres, 1968. Sobre el ducado de Milán, véase Stella, Crisis and continuity (p. 386 de este libro). La guerra de Saluzzo y sus secuelas son el tema de una monografía, basada únicamente en documentos de Simancas, escrita por J. L. Cano de Gardoquí, La cuestión de Saluzzo en las comunicaciones del imperio español 1558-1601, Valladolid, 1962, y de un artículo de G. Parker, «Le Traité de Lyon et le “chemin des Espagnols”», Cahiers d’Histoire 46, 2 (2001). El desarrollo de las tres guerras de Mantua se estudia en A. Bombín, La cuestión de Monferrato 1613-1618, Madrid, 1975, y J. Humbert, Les Français en Savoie sous Louis XIII, París, 1960. D. Parrott, «The Mantuan succession, 1627-1631: a sovereignty dispute in early modern Europe», English Historical Review CXII (1997), pp. 20-65, muestra de forma inteligente la confusión que rodeaba a las reglas de sucesión de las tierras de Gonzaga, que en el pasado muchas veces se habían dividido a la muerte de un gobernante, y ofrece una excelente narración del conflicto.

Moscovia

Los académicos occidentales han publicado muchos estudios nuevos sobre Rusia bajo el poder de los primeros Romanov. Los primeros capítulos de P. Dukes, The making of Russian absolutism, 1611-1803, Londres, 1982, ofrecen una excelente introducción. Para una información más detallada sobre los acontecimientos políticos, véanse R. O. Crummey, Aristocrats and servitors in Muscovy: the boyar elite, 1613-1689, Princeton (Nueva Jersey), 1984, y P. Avrich, Russian rebels 1600-1800, Londres, 1972. Sobre las limitaciones en la agricultura, véanse los excelentes estudios de R. Goehrke, Die Wustüngen in der Moskauer Rus, Wiesbaden, 1968, y R. E. F. Smith, Peasant farming in Muscovy, Cambridge, 1977. Para otros importantes aspectos de la sociedad moscovita, véanse R. M. Hellie, Enserfment and military change in Muscovy, Chicago, 1971; P. Bushkovitch, The merchants of Moscow, 1580-1650, Cambridge, 1980, y Religion and society in Russia in the sixteenth and seventeenth centuries, Oxford, 1992. Sobre una importante iniciativa de política extranjera, que duró poco tiempo, véase B. Porshnev, Muscovy and Sweden in the Thirty Years’ War, 1630-1635, Cambridge, 1995.

Los Países Bajos del norte J. Israel, The Dutch Republic: its rise, greatness and fall, 1477-1806, Oxford, 1995, ofrece un estudio definitivo que hace que todos los académicos estemos en deuda con él. Para un análisis centrado únicamente en la «edad dorada», véase también J. L. Price, Holland and the Dutch Republic in the seventeenth century: the politics of particularism, Oxford, 1994. Sobre el gobierno de Holanda –la provincia más poderosa– véase H. van Nierop, The nobility of Holland: From knights to regents, 1500-1650, Cambridge, 1993; y sobre el poder de los estatúderes, véase H. H. Rowen, The princes of Orange: the Stadholders in the Dutch Republic, Cambridge, 1988. Sobre la lucha entre Mauricio y Oldenbarnevelt, véase C. Harline, Pamphlets, printing and political culture in the early Dutch Republic, Dordrecht, 1987. Sobre la compleja estructura financiera de la República, véase M. ‘t Har, The making of a bourgeois state: war, politics and finance during the Dutch Revolt, Mánchester, 1993.

Sobre la economía de la República, véanse de Vries y van der Woude, The first modern economy (página 386 de este libro); J. de Vries, The Dutch Rural Economy in the Golden Age, 1500-1700, New Haven (Connecticut) y Londres, 1974; *J. A. Faber, Drie eeuwen Friesland: economische en sociale ontwikkelingen, 2 vols., A. A. G. Bijdragen XVII, 1972; y *A. M. van der Woude, Het Noorderkwartier, 3 vols., A. A. G. Bijdragen XVI, 1972. Sobre la guerra de Holanda contra España, y los pasos que se tomaron por ambos bandos para ponerle fin, véase el excelente estudio de J. Israel, The Dutch Republic and the Spanish world, 1606-1661, Oxford, 1982 [ed. cast.: La República holandesa y el mundo hispánico, 1606-1661, San Sebastián, Nerea, 1996]. Sobre su impacto económico, véase el estudio de Limburgo realizado por M. P. Gutmann, War and rural life in the early modern Low Countries, Princeton (Nueva Jersey), 1980; sobre su impacto social, véase A. T. van Deursen, Plain lives in a golden Age: popular culture, religions and society in seventeenth-century Holland, Cambridge, 1991.

Los Países Bajos del sur Desde que la revuelta holandesa creó dos estados en los Países Bajos, la atención histórica se ha centrado en el norte, en detrimento del sur. No hay ningún estudio general del «Estado de los archiduques» y tampoco hay ninguna biografía reciente de ninguno de los dos archiduques o de su principal consejero, Ambrosio Spínola. Véanse, sin embargo, los dos volúmenes que se publicaron para conmemorar el cuarto centenario de la creación del «Estado de los archiduques»: W. Thomas y L. Duerloo (eds.), Albert e Isabella: catalogue y Albert and Isabella: essays, ambos publicados en Turnhout, 1999. Mucha de la investigación moderna se ha concentrado en la conexión que había entre España y los Países Bajos del sur. Los lectores que estén interesados pueden consultar (en orden alfabético): J. A. Alcalá-Zamora, España, los Países Bajos y la mar del Norte, Madrid, 1975; P. Allen, Philip III and the Pax Hispanica 1598-1621; the failure of grand strategy, New Haven (Connecticut) y Londres, 2000 [ed. cast.: Felipe III y la Pax Hispanica, 1598-1621: el fracaso de la gran estrategia, Madrid, Alianza,

2001]; C. H. Carter, The secret diplomacy of the Habsburgs 1598-1625, Nueva York, 1964; J. Israel, Empires and entrepôts: the Dutch, the Spanish Monarchy and the Jews, 1585-1713, Londres, 1990, y Conflicts of empires: Spain, the Low Countries and the struggle for world supremacy, 1585-1713, Londres, 1997; G. Parker, The Army of Flanders and the Spanish Road 1567-1659: the logistics of Spanish victory and defeat in the Low Countries’ wars, 2.a ed., Londres, 1990 [ed. cast.: El ejército de Flandes y el camino español, 1567-1659: la logística de la victoria y derrota de España en las guerras de los Países Bajos, Madrid, Alianza, 2000]; y R. A. Stradling, The armada of Flanders: Spanish maritime policy and European war, 1568-1668, Cambridge, 1992 [ed. cast.: La armada de Flandes, Madrid, Cátedra, 1992]. Israel, The Dutch Republic and the Hispanic world [ed. cast.: La República holandesa y el mundo hispánico, 1606-1661], ofrece una valiosa descripción de las iniciativas de guerra y paz de los Países Bajos del sur, aunque no con la misma profundidad con la que lo hace con el bando holandés. Por lo tanto, es posible que los lectores quieran consultar los libros de A. Waddington, La République des Provinces Unies, la France et les Pays-Bas espagnols de 1630 à 1650, 2 vols., París, 1895-7, y J. J. Poelhekke, De vrede van Munster, La Haya, 1948.

Polonia Los lectores ingleses pueden empezar con el libro de N. Davies, God’s playground: a history of Poland, I, Oxford, 1981, y seguir con el magnífico nuevo estudio de Frost, The Northern Wars (páginas 383 y 384 de este libro): ambos sitúan claramente el vasto Estado polaco-lituano en su contexto internacional. Véanse tambien J. Tazbir, A state without stakes: Polish religious toleration in the sixteenth and seventeenth centuries, Nueva York, 1973, y los libros y artículos escritos en polaco por M. Bogućka, A Mączak, H. Samsonowicz, J. Tazbir y J. Topolski, muchos de los cuales incluyen un resumen en francés o inglés. Acta poloniae historica, que se publica anualmente, reproduce varios artículos de estos y otros estudiosos en traducciones inglesas o francesas.

Portugal Hay muy poco escrito en inglés sobre el Portugal de la primera mitad del siglo XVII. Si se quiere una visión general breve pero lúcida, véase el artículo de J. H. Elliott, «The Spanish Monarchy and the kingdom of Portugal, 1580-1640», en el libro de Greengrass, Conquest and coalescence. Sobre la carrera de un destacado individuo que luchó por mantener unido el imperio portugués, véase C. R. Boxer, Salvador de Sá and the struggle for Brazil and Angola, 1602-86, Londres, 1952. La principal laguna siguen siendo los orígenes y propagación de la revuelta de 1640, pero sobre este tema se pueden consultar las brillantes aportaciones de Rafael Valladares: «Sobre reyes de invierno. El diciembre portugués y los 40 hidalgos (o algunos menos con otros más)», Pedralbes XV (1995), pp. 103-136; «Portugal y el fin de la hegemonía hispánica», Hispania LVI (1993), pp. 517-539; y La rebelión de Portugal. Guerra, conflicto y poderes en la Monarquía Hispánica (1640-1680), Valladolid, 1998.

España A diferencia de lo que sucede con Portugal, los lectores ingleses pueden elegir entre seis estudios generales de la España de principios de la Edad Moderna: M. Defourneaux, Daily life in Spain in the Golden Age, Londres, 1970 [ed. cast.: La vida cotidiana en la España del Siglo de Oro, Barcelona, Argos Vergara, 1983]; A. Domínguez Ortiz, The Golden Age of Spain 15161659, Londres, 1971 [ed. cast.: Historia de España, vol. IV: Desde Carlos V a La Paz de los Pirineos, 1517-1660, Barcelona, Grijalbo, 1974]; J. H. Elliott, Imperial Spain 1469-1716, Londres, 1963 [ed. cast.: La España Imperial (1469-1716), Barcelona, Vicens Vives, 5.a ed., 2012]; H. Kamen, Spain 1469-1714: a society in conflict, 2.a ed., Londres 1991 [ed. cast.: Una sociedad conflictiva: España, 1469-1714, Madrid, Alianza, 1995]; J. Lynch, The Hispanic world in crisis and change, 1598-1700, Londres, 1992 [ed. cast.: Los Austrias, 1598-1700, Barcelona, Crítica, 1993; obra reproducida asimismo en la primera parte del volumen 5 de la Historia de España dirigida por John Lynch, Edad moderna. Crisis y recuperación, 1598-1808, Barcelona, Crítica, 2005]; y R. A. Stradling, Europe and the decline of

Spain, 1580-1720, Londres, 1981 [ed. cast.: Europa y el declive del sistema imperial español, 1580-1720, Madrid, Cátedra, 1983]. También les resultará placentero y útil la lectura del libro de J. G. Casey, Early modern Spain: a social history, Londres, 1999 [ed. cast.: España en la Edad moderna. Una historia social, Madrid y Valencia, Biblioteca Nueva-Universitat de València, 2001]. Además, tres colecciones de artículos presentan importantes nuevos datos sobre amplios temas: J. H. Elliott, Spain and its world 1500-1700: select essays, New Haven (Connecticut) y Londres, 1989 [ed. cast.: España y su mundo, 1500-1700, Madrid, Taurus, 2007]; R. L. Kagan y G. Parker (eds.), Spain, Europe and the Atlantic world: essays in honour of sir John Elliott, Cambridge, 1995 [ed. cast.: España, Europa y el mundo atlántico: homenaje a John H. Elliott, Madrid, Marcial Pons, 2001]; y R. A. Stradling, Spain’s struggle for Europe, 1598-1668, Londres, 1994. Para conocer la historia política de Castilla durante las primeras dos décadas del siglo XVII recomiendo el libro de A. Feros, Kingship and favoritism in the reign of Philip III of Spain (1598-1621), Cambridge, 2000 [ed. cast.: El Duque de Lerma: realeza y privanza en la España de Felipe III, Madrid, Marcial Pons, 2002]; para la de las dos décadas siguientes: J. H. Elliot, The count-duke of Olivares: the statesman in an age of decline, New Haven (Connecticut) y Londres, 1986 [ed. cast.: El conde-duque de Olivares: el político en una época de decadencia, Barcelona, Crítica, 2004]. R. Stradling, Philip IV and the government of Spain, 1621-1665, Cambridge, 1988, es especialmente interesante en su estudio del gobierno del rey tras la caída de Olivares en 1643 [ed. cast.: Felipe IV y el gobierno de España, Madrid, Cátedra, 1989]. R. Mackay, The limits of royal authority; resistance and obedience in 17th-century Castile, Cambridge, 1998, ofrece un hábil análisis de la interacción entre gobernante y gobernados en Castilla [ed. cast.: Los límites de la autoridad real: resistencia y obediencia en la Castilla del siglo XVII, Valladolid, Junta de Castilla y León, 2007]. Sobre la experiencia de dos estados en la corona de Aragon, véanse J. H. Elliott, The revolt of the Catalans: a study in the decline of Spain, Cambridge, 1963 [ed. cast.: La rebelión de los catalanes. Un estudio de la decadencia de España (1598-1640), Madrid, Siglo XXI de España, 1977 y 2014], y J. G. Casey, The kingdom of Valencia in the seventeenth century, Cambridge, 1979 [ed. cast.: El Reino de Valencia en el siglo XVII, Madrid, Siglo XXI de España, 1983].

Otros interesantes aspectos de la escena política española de esta época se encuentran estudiados en el libro de M. Sánchez, The empress, the queen and the nun: women and power at the court of Philip III of Spain, Baltimore (Maryland), 1998; y en los artículos de C. J. Jago, «The influence of debt on the relations between crown and aristocracy in seventeenth-centruy Castile», Economic History Review XXVI (1973), pp. 218-236 y «The crisis of the aristocracy in seventeenth-century Castile», Past and Present LXXXIV (1979), pp. 60-90.

Suecia La principal referencia para los lectores ingleses sobre la historia sueca de este periodo es la obra de Michael Roberts, cuyos libros ofrecen una relación clara, entretenida y documentada de todos los temas importantes. Véanse The early Vasas: a history of Sweden 1523-1611, Cambridge, 1968; Gustavus Adolphus: a history of Sweden 1611-32, 2 vols., Londres, 1953-8 (también publicados en 1973 en una versión reducida de un volumen, Gustavus Adolphus, 2.a ed., Londres, 1992); Essays in Swedish history, Londres, 1967; Sweden as a great power 1611-97: government, society, foreign policy, Londres, 1968: una colección de documentos traducidos y comentados; y The Swedish imperial experience, 1560-1718, Cambridge, 1979. Por supuesto, los escritores suecos han producido también una enorme cantidad de material y hay una selección del mismo traducida al inglés en M. Roberts (ed.), Sweden’s age of greatness, 1632-1718, Londres, 1973. Recientes artículos de Historisk Tidsskrift (Svensk) incluyen resúmenes en inglés. También los tienen la mayoría de las monografías, como el importante y polémico estudio escrito por J. Lindegren, Utskrivning och utsugning. Produktion och reproduction i Bygdeå 16201640, Uppsala, 1980: «Conscription and exploitation: production and reproduction in Bygdeå, 1620-1640». Si se busca una evaluación de la representatividad de Bygdeå, véase Frost, The Northern Wars, pp. 205-208. Aún no hay una biografía moderna del formidable Axel Oxenstierna, que dominó la política sueca desde 1611 hasta su muerte en 1654 y fue uno de los más importantes hombres de estado europeos en las décadas de los treinta y los cuarenta. La mejor introducción es el capítulo I de M. Roberts,

From Oxenstierna to Charles XII: four studies, Cambridge, 1991: «Oxenstierna in Germany, 1633-1636». Véanse tambien S. Goetze, Die Politik des schwedischen Reichskanzler Axel Oxenstierna gegenüber Kaiser und Reich, Kiel, 1971, y P. Suvanto, Die deutsche Politik Oxenstiernas und Wallenstein, Helsinki, 1979.

Los cantones suizos La mejor explicación sobre el tema de la Valtelina que hay en inglés sigue siendo el capítulo II de The Cambridge modern history, IV, Cambridge, 1906, pero véanse también R. Pithon, «Les débuts difficiles du ministère de Richelieu et la crise de la Valteline, 1621-7», Revue d’histoire diplomatique LXXIV (1960), pp. 298-322 y «La Suisse, théâtre de la guerre froide entre la France et l’Espagne pendant la crise de la Valteline (1621-26)», Schweitzerische Zeitschrift für Geschichte XIII (1963), pp. 33-53; y Parker, «Le traité de Lyon» (véase la página 397 de este libro). Algunos acontecimientos sucedidos en otros lugares de Suiza se explican en los primeros capítulos de A. Suter, Der Schweizerische Bauernkrieg von 1653. Politische Sozialgeschichte; Sozialgeschichte eines politischen Ereignisses, Tubinga, 1997. Sobre Ginebra, véase el notable estudio de A. Perrenoud, La population de Genève du 16e au début du 19e siècle. Étude démographique, Ginebra, 1979: Mémoires et documents publiés par la société d’histoire et d’archéologie de Genève, XLVII.

CAPÍTULO VIII Dos catálogos de exposiciones muestran de forma brillante el impacto de la guerra sobre la cultura europea durante la primera mitad del siglo XVII. K. Bussmann y H. Schilling (eds.), 1648: war and peace in Europe. II Art and culture, Múnich, 1998, contiene una magnífica serie de artículos ilustrados que abarcan la mayor parte del continente, mientras que M. P. van Maarseveen et al. (eds.), Beelden van een strijd. Oorlog en kunst vóór de Vrede van Munster, 1621-1648, Delft, 1998, describe y reproduce una enorme muestra de arte neerlandés relacionado con la guerra de los Países

Bajos. H. Lademacher y S. Groenveld (eds.), Krieg und Kultur. Die Rezeption von Krieg und Frieden in der Niederländischen Republik und deutschen Reich, 1568-1648, Münster, 1998, ofrece artículos en los que compara el impacto de la guerra en diversos aspectos de la cultura alemana y neerlandesa. H. Langer, The Thirty Years’ War, Poole, 1980, ofrece una maravillosa historia cultural ilustrada de Alemania durante la guerra. P. Burke, Popular culture in early modern Europe, Londres, 1978, es un importante, aunque inevitablemente impresionista, estudio sobre la cultura popular en la Europa occidental de principios de la Edad Moderna [ed. cast.: La cultura popular en la Europa moderna, Madrid, Alianza, 2014]. Otros han escrito estudios sobre solo un país, como R. Muchembled, Popular culture and elite culture in France 1400-1750, Londres, 1985; y Van Deursen, Plain lives in a Golden Age (véase la página 399). D. Sabean, Power in the blood: popular culture and village discourse in early modern Germany, Cambridge, 1984, y P. Burke, Varieties of cultural history, Ithaca (Nueva York), 1997 (ensayos, principalmente sobre Italia) [ed. cast.: Formas de historia cultural, Madrid, Alianza, 2000], ofrecen interesantes visiones desde otros países europeos. Sobre la cultura judía, véase J. Israel, European Jewry in the age of mercantilism, 1550-1750, Oxford, 1985 [ed. cast.: La judería europea en la era del mercantilismo, Madrid, Cátedra, 1992]. De los diversos componentes de la cultura popular, la brujería parece haber atraído el grueso de la atención histórica reciente. Aparte de las obras de Kamen, Monter y Tedeschi que se mencionan en la página 389 de este libro, véanse los estudios generales de R. Briggs, Witches and neighbours: the social and cultural context of European witchcraft, Londres, 1996, y S. Clark, Thinking with demons: the idea of witchcraft in early modern Europe, Oxford, 1997, que ofrece un brillante análisis sobre por qué a los intelectuales occidentales les resultaba tan fácil creer en la brujería. Desafortunadamente, pocos autores tienen en cuenta la mitad oriental de la cristiandad latina, donde la caza de brujas tuvo un ritmo muy distinto: véanse la colección de ensayos recientes de B. Ankerloo y G. Henningsen, eds., Early modern European witchcraft: centres and peripheries, Oxford, 1990, y *B. Baranowski, Procesy czarownić w Polsce w XVII i XVIII wieku (Łódz, 1952: «Los juicios por brujería en la Polonia de los siglos XVII y XVIII». Téngase en cuenta, sin embargo, que Baranowski no ha estudiado

los registros de forma exhaustiva, sino que más bien ha hecho sondeos y ha extrapolado una cifra para todo el Estado polaco-lituano). De las muchas obras que hay sobre los «demonios de Loudun», la de R. Rapley, A case of witchcraft: the trial of Urban Grandier, Montreal, 1998, ofrece, no solo una equilibrada narración y una evaluación crítica de otras obras, sino también un apéndice sobre la historia posterior de las personas que participaron en este episodio. Véase también la página 332 n. 33 de este libro. Sobre juegos populares, véase L. C. Stone, English Sports and Recreations, Washington, 1960, y K. V. Thomas, «Work and leisure in preindustrial society», Past and Present XXIX (1964), pp. 50-66. Sobre los periódicos, véanse F. Dahl, Dutch corantos 1618-1650, La Haya, 1946, y H. M. Solomon, Public welfare, science and propaganda in 17th-century France: the innovations of Théophraste Renaudot, Princeton (Nueva Jersey), 1974. Sobre los «libros baratos» véanse G. Bollême, La Bibliothèque belue: littérature populaire en France du 17e au 19e siècle, París, 1971, y La Bible bleue: anthologie d’une littérature «populaire», París, 1976; y M. Spufford, Small books and pleasant histories: popular fiction and its readership in 17th-century England, Londres, 1981. Sobre las hojas volantes véanse W. A. Coupe, The German illustrated broadsheets in the seventeenth century, 2 vols., Baden-Baden, 1966-1967; J. R. Paas, The German political broadsheet 1600-1700 (doce volúmenes publicados hasta la fecha: Wiesbaden, 1985-2014); y D. Kunzle, The early comic strip, Berkeley (California), 1973. Sobre las obras populares, véase J. A. Parente, Religious drama and the humanist tradition: Christian theater in Germany and in the Netherlands, 1500-1680, Leiden, 1987. Sobre las habilidades de lectura de la gente corriente, véanse el admirable estudio de R. A. Houston, Literacy in early modern Europe: culture and education 1500-1800, Londres, 1988; y el fascinante microestudio de C. Ginzburg, The cheese and the worms: the cosmos of a 16th-century miller, Baltimore (Maryland), 1980 [ed. cast.: El queso y los gusanos: el cosmos según un molinero del siglo XVI, Barcelona, Península, 2009]. Sobre las habilidades de escritura de la gente corriente, véase J. Amelang, The flight of Icarus: artisan autobiography in early modern Europe, Stanford, California, 1998 [ed. cast.: El vuelo de Ícaro. La autobiografía popular en la Europa moderna, Madrid, Siglo XXI de España, 2003]. Sobre la educación superior, véanse R. L. Kagan, Students and society in early

modern Spain, Baltimore, Maryland, 1974 [ed. cast.: Universidad y sociedad en la España moderna, Madrid, Tecnos, 1981]; L. W. B. Brockliss, French higher education in the seventeenth and eighteenth centuries: a cultural history, Oxford, 1987; y H. de Ridder-Symoens (ed.), A history of the university in Europe. II. Early modern Europe, 1500-1800, Cambridge, 1996 [ed. cast.: Historia de la universidad en Europa, II: Las universidades en la Europa moderna temprana (1500-1800), Leioa, Universidad del País Vasco, 1999]. Sobre los estudios de dos influyentes académicos, véanse A. Grafton, Joseph Scaliger, 2 vols., Oxford, 19831893, y M. Laureys, The world of Justus Lipsius: a contribution towards his intellectual biography, Bruselas, 1998. El estudio histórico de la vida de las mujeres en la Europa de principios de la Edad Moderna –por lo menos en el oeste– ha avanzado rápidamente en los últimos años. Aparte de las obras que se citan en las notas del capítulo VIII de este libro, en especial de la 17 a la 31, véanse T. M. Kenney (ed.), «Women are not human»: an anonymous treatise and its responses, Nueva York, 1998, pp. 89-159; A Tarabotti, Che le donne siano della spezie degli uomini, 1644; ed. inglesa de L. Panizza, Londres, 1994 [ed. cast.: Las mujeres son de la misma especie que los hombres, Sevilla, Arcibel, 2013]; E. Zanette, Suor Arcangela, monaca del seicento veneziano, Roma y Venecia, 1960; y G. Conti Oderisio, Donna e società nell ‘600: Lucrezia Marinella e Arcangela Tarabotti, Roma, 1979, con pasajes de muchas obras originales, reproducciones de su primera página y comentarios. Véanse también la fascinante saga narrada por E. S. Cohen, «The trials of Artemisia Gentileschi: a rape as history», Sixteenth Century Journal XXXI (2000), pp. 47-75; M. F. Fleischer, «Are women human? The debate of 1595 between Valens Acidalius an Simon Gedik», Sixteenth Century Journal XII, 2 (1981), pp. 107-120; y las obras citadas en Wiesner, Women and gender (véase la página 384 de este libro). En parte por su creciente número, en parte por el «rastro de documentos» que dejaron, sabemos mucho más sobre muchas monjas que sobre la mayoría de las mujeres laicas de la Europa de principios del siglo XVII. Sobre la mujer más conocida de la España de Felipe IV, véanse T. D. Kendrick, Mary of Ágreda: the life and legend of a Spanish nun, Londres, 1967, y C. Colahan, The visions of Sor María de Ágreda: writing, knowledge and power, Tucson (Arizona), 1994. Sobre la desafortunada

Benedetta Carlini, véase J. C. Brown, Immodest acts: the life of a lesbian nun in Renaissance Italy, Oxford, 1986. El catedrático Brown llama la atención sobre el obsesivo interés que mostraron hacia todos los aspectos del lesbianismo de Benedetta (muy parecido al de los inquisidores que investigaban el «pecado innombrable»: véase la página 72 de este libro), que hizo que la mano del escriba que tomaba notas, que al principio era clara y firme, temblara y cometiera errores. Véase también, C. Harline, The burdens of Sister Margaret: private lives in a 17th-century convent, Nueva York, 1994, que habla de los apasionados desacuerdos que había dentro en un convento en los Países Bajos españoles en las décadas de los veinte y los treinta. Sobre las dificultades de algunas otras monjas de los Países Bajos del sur en la misma época (y sobre muchas otras cosas), véase C. Harline y E. Put, A bishop’s tale: Mathias Hovius among his flock in 17th-century Flanders, New Haven (Connecticut) y Londres, 2000. Muchos conventos también albergaban a mujeres laicas, al igual que unos asilos especiales que en Italia se llamaban conservatori y en España e Hispanoamérica recogimientos. Sus registros ofrecen información sobre mujeres que no «tomaron los hábitos». Si se quieren conocer algunos ejemplos italianos, véanse S. Cohen, The evolution of women’s asylums since 1500: from refuges for ex-prostitutes to shelters for battered women, Oxford, 1992, que, a pesar de su título, ofrece estudios solo sobre tres asilos de la Toscana; L. Ferrante, «L’onore ritrovato. Donne nella casa del soccorso di San Paolo a Bologna (s. XVI-XVII)», Quaderni storici LIII (1983), pp. 499-527; y B. Pullan, Rich and poor in Renaissance Venice: the social institutions of a Catholic state, to 1620, Oxford, 1971, Cap. 6. Los registros de estas instituciones también revelan muchas más cosas. N. van Deusen, Between the sacred and the worldly: Recogimiento in colonial Lima, Stanford, California, 2001, presenta sorprendentes testimonios de mujeres «corrientes» de todas las razas y clases en la capital del Perú español que se han conservado en registros eclesiásticos e institucionales [ed. cast.: Entre lo sagrado y lo mundano: la práctica institucional y cultural del recogimiento en la Lima virreinal, Lima, Fondo Editorial de la Pontificia Universidad Católica del Perú, 2007]. Es de suponer que un material similar de la Europa católica del siglo XVII también existe y está clamando a gritos que lo estudien.

L. Bianconi, Music in he seventeenth century, Cambridge, 1987, ofrece un excelente punto de partida para el estudio de la música de principios de la Edad Moderna [ed. cast.: El siglo XVII, vol. 5 de la Historia de la música (12 vols.), Madrid, Turner, 1986]. Si se busca una información más detallada sobre Francia, véanse R. M. Isherwood, Music in service of the king, Ithaca (Nueva York), 1973; y, para Italia, F. Hammond, Music and spectacle in Baroque Rome: Barberini patronage under Urban VIII, New Haven (Connecticut) y Londres, 1994, y C. V. Palisca, Humanism in Italian Renaissance musical thought, New Haven (Connecticut) y Londres, 1985. Sobre la conexión entre música y ciencia véanse P. Gouk, Music, science and natural magic in seventeenth-century England, New Haven (Connecticut) y Londres, 1999, y P. Gozza (ed.), Number to sound: the musical way to the scientific revolution, Dordrecht, 2000. Sobre la sensacional producción de los artistas holandeses, véanse J. M. Montias, Artists and artisans in Delft: a socio-economic study of the 17th century, Princeton (Nueva Jersey), 1982; M. North, Art and commerce in the Dutch Golden Age, New Haven (Connecticut) y Londres, 1997; y D. Freedberg y J. de Vries (eds.), Art in history, history in art: studies in 17thcentury Dutch culture, Santa Mónica (California), 1991: especialmente los cálculos que hay en el artículo de A. van der Woude, «The volume and value of paintings in Holland at the time of the Dutch Republic», pp. 285330. Sobre el crucial papel del mecenazgo en la producción artística, véanse J. Brown, Kings and connoisseurs: collecting art in seventeenth-century Europe, New Haven (Connecticut) y Londres, 1995 [ed. cast.: El triunfo de la pintura. Sobre el coleccionismo cortesano en el siglo XVII, San Sebastián, Nerea, 1995]; F. Haskell, Patrons and painters: a study in the relations between Italian art and society in the age of the Baroque, 2.a ed., New Haven (Connecticut) y Londres, 1980 [ed. cast.: Patronos y pintores: arte y sociedad en la Italia del Barroco, Madrid, Cátedra, 1984]; A. G. Dickens (ed.), The courts of Europe: politics, patronage and royalty 14001800, Londres, 1977; A. Birke y R. Asch (eds.), Courts, patronage and the nobility at the beginning of the modern period 1450-1650, Oxford, 1991; y H. G. Koenigsberger, «Republics and courts in Italian and European culture», Past and Present LXXXIII (1979), pp. 32-56. Para un destacado estudio de un caso concreto, véase J. Brown y J. H. Elliott, A Palace for a

King: the Buen Retiro and the court of Philip IV, New Haven (Connecticut) y Londres, 1980 [ed. cast.: Un palacio para el Rey, Madrid, Taurus, 2003]. Sobre Europa central, véanse Evans, Rudolf II and his world, y T. D. Kaufmann, Court, cloister and city: the art and culture of central Europe, 1450-1800, Londres, 1995. El mecenazgo, tanto en el este como en el oeste de Europa, desempeñó también un papel crucial en la promoción de las iniciativas científicas: véase el revolucionario estudio de L. Biagioli, Galileo courtier: the practice of science in the culture of absolutism, Chicago, 1993 [ed. cast.: Galileo cortesano. La práctica de la ciencia en la cultura del absolutismo, Madrid y Buenos Aires, Katz, 2008]. Para un provocador estudio sobre su triunfo y caída, véase P. Redondi, Galileo Heretic, Princeton (Nueva Jersey), 1987 [ed. cast.: Galileo herético, Madrid, Alianza, 1990]. P. Burke, A Social history of knowledge, from Gutenberg to Diderot, Cambridge, 2000, ofrece una excelente visión general de la «cultura de elite» [ed. cast.: Historia social del conocimiento: de Gutenberg a Diderot, Barcelona, Paidós, 2002]. Para estudios de otros importantes avances en filosofía y ciencia natural durante este periodo, véanse R. Porter y M. Teich (eds.), The scientific revolution in national context, Cambridge, 1992; C. Webster, The Great instauration: science, medicine and reform, 1626-1660, Londres, 1975, y The mathematicians’ apprenticeship: science, universities and society in England, 1560-1640, Cambridge, 1984. Sobre todo véase Gouk, Music, science and natural magic in seventeenth-century England, una obra llena de lúcidas explicaciones, que ofrece un modelo sobre cómo escribir la «historia de la ciencia» de principios del periodo moderno. Las notas del capítulo VIII, de la 53 a la 72, ofrecen referencias a obras científicas concretas de la época. P. N. Miller, Peiresc’s Europe, Learning and virtue in the 17th century, New Haven (Connecticut) y Londres, 2000, presenta una lista con información sobre las décadas de los veinte y los treinta. R. Villari (ed.), Baroque personae, Chicago, 1995 [ed. cast.: El hombre barroco, Madrid, Alianza, 1993], incluye destacadas colecciones de biografías sobre temas como «La monja», «La bruja» y «El científico», mientras que B. Dooley (ed.), Italy in the Baroque: selected readings, Nueva York, 1995, incluye selecciones de textos, traducidos de forma muy expresiva, de autores como Galileo, Cesi, Catherina Paluzzi (autora de una autobiografía espiritual) y Arcangela Tarabotti (autora de El infierno de la

monja: véase la página 325 de este libro). Finalmente, véase el maravilloso estudio basado en las cartas que la hija de Galileo, una mujer llena de amor y talento, le escribió a su padre desde el convento: D. Sobel, Galileo’s daughter: a historical memoir of sciente, faith and love, Nueva York, 1999 [ed. cast.: La hija de Galileo: una nueva visión de la vida y obra de Galileo, Barcelona, Debate, 1999].

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